Durante la segunda mitad de los años sesenta, se desarrolló en el seno del Partido Comunista Chino una encarnizada lucha sobre la esencia de la dialéctica. Para los “izquierdistas”, el núcleo del proceso dialéctico era el antagonismo, es decir, que “uno se divide en dos”. No hay unidad sin contradicción. Los “derechistas”, por el contrario, consideraban que en la dialéctica “dos se fusionan en uno”, que en el movimiento inmanente del concepto las tensiones son superadas y contenidas en una instancia que es capaz de aglutinarlas sin verse desgarrada.
Lo que hoy la prensa llama “la interna del Frente de Todos”, puede leerse en estos mismos términos. Un sector de la coalición está decidido a comprar la unidad a cualquier precio. Solo que una unidad así, vacía, sin contenido, meramente formal, poco y nada tiene de “dialéctica”. No sería osado afirmar que se halla condenada a la impotencia histórica. Es indiferente cuántas firmas reunió la “carta sobre la unidad”. Tampoco importa la cantidad de citas de Néstor Kirchner que andan circulando por ahí, y que en boca de ciertos personajes parecen salidas del budismo zen, salvo cuando se encuentran dirigidas a demonizar a La Cámpora, blanco de todas las obsesiones. Como expuso perfectamente Manuel Saralegui en un texto publicado en este medio, la lección principal de Kirchner, la derrota de la resignación, del posibilismo, de la cultura del “no se puede”, viene siendo traicionada por el gobierno una y otra vez. El caso más reciente es la fallida “guerra contra la inflación”, limitada a medidas patéticamente tímidas, casi pidiendo permiso.
Resulta paradójico que Alberto Fernández, que tanto se gasta en recordar a Kirchner, definiera la política, al comienzo de su gestión, como “administrar la realidad”, a contramano de la enseñanza de Néstor, que convocó a una generación entera a transformarla. Decir que la política es el “arte de lo posible”, como le gustaba enunciar a Alfonsín siguiendo a Bismarck, es lo mismo que negar el acontecimiento Kirchner. Hasta ahora, qué duda cabe, el FDT ha administrado la realidad. Pero administrar la realidad, así de crudo, es administrar la economía macrista, administrar la miseria generalizada, administrar el orden y la correlación de fuerzas tal como los impuso el enemigo. Jugar con sus reglas de juego. Se creyó que habiéndose ido Macri, el macrismo abandonaba la Casa Rosada. Los funcionarios albertistas pretenden confirmarlo a través de la euforia de los números y el “despegue de la macro”. Indistinto, para ellos, es si los “números cierran con la gente adentro” o si la crisis la sigue soportando el pueblo en sus espaldas, mientras los poderosos se regocijan en la impunidad. Teoría del derrame con aroma progresista.
Entre tanto, continúan insistiendo con la unidad, con evitar la ruptura, con no mostrar desavenencias para afuera, como si todo estuviera color de rosas. De la única unidad de la que se habla, sin embargo, es de la unidad en el Palacio. Bien señaló Saralegui en el escrito antes mencionado que el acuerdo con el FMI era cómodo para los dirigentes e incómodo para la gente. La decisión de Máximo Kirchner de renunciar a la presidencia del bloque o el voto en contra de los diputados, diputadas, senadores y senadoras bajo su conducción, no representan un gesto caprichoso, inmaduro o ajeno a la responsabilidad, como se los ha querido tildar. Lo que ponen sobre la mesa, en rigor, es que la contradicción Pueblo/FMI es una contradicción interna al Frente de Todos (hay antiperonismo en el peronismo). Característico de estos dos años ha sido meter las contradicciones debajo de la alfombra. Se invocan entonces motivos externos que explican la incapacidad para resolver los problemas heredados y que justifican el deseo de preservar la unidad a toda costa: la pandemia, la radicalidad de la derecha (que amenaza con volver), el FMI, la guerra en Ucrania y el alza de los precios internacionales… Nunca aparecen en el radar la falta de discusión y orientación política, la falta de ideas, la falta de audacia, la falta de sensibilidad… Lo interno debe ordenarse siempre en función de lo externo, sin llegar a barajarse la posibilidad de que, tal vez, lo externo sea interno a lo interno y que, por ende, la lucha interna sea la más importante y estratégica de todas.
Porque el drama del FDT no es que los dirigentes se lleven más o menos bien o más o menos mal. El drama es que el gobierno está perdiendo la línea de masas. Cuando los albertistas piden que se respete la autoridad presidencial (autoridad que se viene desacreditando sola, sin necesidad de ningún “díscolo”), confundiendo la cadena de mando en el Poder Ejecutivo con la conducción de la fuerza política; cuando le niegan entidad a Cristina y la reducen a su rol institucional, desconociendo la corta historia del frente, levantan un muro de distancia con los problemas que atraviesa y padece el pueblo, siendo ellos los que debilitan al gobierno. La autocrítica que busca mejorar, que pone el foco donde hay que ponerlo, es saludable. No se derrota la inflación, el aumento del costo de vida o la enorme deuda interna que tenemos con marketing y amenazas sin consecuencias. La unidad, como en el 2018 y el 2019, es por abajo. No interesan los rejuntes. Interesa el empoderamiento y la organización popular, para librar las batallas que demanda la hora.
Para sintonizar con el pueblo, hay que confiar en el pueblo. Hay que decir la verdad, por más dura que sea. Y la verdad, como también apunta Saralegui, divide. Las cartas de Cristina se sintieron como auténticos terremotos, causaron incomodidad en el mundillo de la “superestructura” (la burocracia política) y alivio en las bases (la militancia), porque decían la verdad. Por mucho que se quiera ocultar el antagonismo, la olla a presión se destapa, y uno se divide en dos. La división no es enemiga irreconciliable de la unidad. Simplemente plantea la unidad en otros términos, es decir, sostiene que la unidad actual no es verdadera unidad. La foto de los dirigentes no erradica la fragmentación del pueblo, la baja autoestima, la falta de horizonte. Solo si el pueblo es convocado a la lucha, si se le quita protagonismo a los tecnócratas y a los amantes del consenso y el diálogo, puede reconstruirse la fuerza e inyectársele la potencia que esta situación adversa necesita para devenir otra.
Es cierto que Néstor Kirchner hablaba de la síntesis superadora de las verdades relativas, en el marco de un frente plural y heterogéneo. Pero jamás se le cruzó por la cabeza dejar que el peronismo fuera conducido por Duhalde. Lo mismo Cristina, que ya en el año 2000 dijo que no quería ser el ala izquierda del peronismo sino discutir su integralidad, o sea, qué es en tanto proyecto nacional y popular. No se divide para fraccionar, como el trotskismo. Se divide con miras a la universalidad, para sumar, para enamorar, para movilizar, para demostrar que las convicciones importan, que no se negocian, que no perdimos el camino. Afirmar que primero está la Patria, es negar que primero esté la antipatria, que primero estén los poderes fácticos y el FMI. A la cola.
Que la Revista Noticias pusiera en su tapa a Máximo Kirchner, con el violento título “El enemigo interno”, puede parecer anacrónico. Pero ya se ha vuelto sintomático que los “halcones” albertistas, palomas todos ellos frente a las corporaciones, se la pasen hablando de infiltrados que trabajan y operan en contra del gobierno y de la unidad. Sorprendentemente, el cristinismo, parte mayoritaria de la coalición, es también la parte sin parte, la parte que se sustrae a la unidad y que, por lo tanto, le impide que cierre, que se ordene con la exigencia del FMI de un “consenso muy amplio” para validar el acuerdo que condena a la Argentina a la dependencia, la postergación y la pobreza. El kirchnerismo es el hecho maldito del peronismo burgués.
Hay que despertarse del sueño dogmático de la unidad, despabilarse y honrar las ideas por las que militamos, enfrentando a quien haya que enfrentar. Quien quiera oir, que oiga. Todos y todas estamos invitados a la lucha. Si el conflicto, no obstante, en lugar de dirigirse categóricamente contra los formadores de precios, contra los especuladores, contra los “tres o cuatro vivos” que lucran gracias al esfuerzo del pueblo, se lanza sobre los 'críticos' e 'inconformes'; si solo se diagnostica y se comenta la realidad, sin mover un pelo para cambiarla; si se transa con los dueños del país, intentan tocarla a Cristina y califican de infiltrados a los y las militantes, la unidad no prosperará, se quedará en vanas palabras, en buenas intenciones o en anhelos hipócritas. Trabajar por la unidad es servir al pueblo, con todo el espíritu de rebeldía que haga falta. No hay que tenerle miedo a la verdad, ni al error. No queremos la unidad si esta implica la paz de los cementerios, la claudicación, la esclerosis política. Unidad para transformar. Unidad con el pueblo adentro. Porque si el pueblo está afuera, a la unidad hay que abrirla hasta que entre.
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