Capitulo 1
No hay derecho a morir así, como este hombre, desangrado.
No hay derecho a que ningún hombre muera así, este hombre, cualquier hombre.
Yace el militante peronista Carlos Alberto Caride sobre una cama desnuda entre vendajes de emergencia. La mujer que lo cura le habla todo el tiempo para que no se duerma, para que no se vaya, para que no se muera.
—Tranquilo, compañero. Hoy no te vas a morir. Es muy temprano aún —le susurra al oído.
Carlitos hace una mueca y emite un sonido que no se llega a entender si es de dolor o gratitud por el aliento de vida que recibe. Luego intenta hablar ante la desaprobación de la mujer que cura sus heridas. Calla un instante, inspira hondo y finalmente habla. O pareciera que habla.
—No me voy a morir —dice—. Al menos esta noche, no me voy a morir —creen escucharlo.
—Ni esta noche ni mañana —le responde la mujer.
Y el hombre contesta, con el soplo de vida que le queda:
—Mañana sí voy a morir, compañera. Mañana, sí.
Nos comíamos el mundo, entonces. Jugábamos sobre la raya todo el tiempo. En el amor, en la militancia, en las relaciones familiares, en las amistades más cercanas y más lejanas. La vida era a todo o nada, la muerte también. “Patria o muerte, venceremos” era algo más que una consigna, era una forma de vestir, de caminar, de respirar, de amar y de luchar.
Entonces, la historia era un vendaval que rompía todos los cerrojos de las puertas, que abría de par en par todas las ventanas y nos hacía sentir que la revolución nos des- peinaba el jopo engominado para siempre.
Aprendimos con Evita que “el peronismo será revolucionario o no será”. Y como haciendo una ronda con ese mandato, Carlitos y sus compañeros sostenían que “la revolución será peronista o no será”.
Allí, en esa habitación que pisan con tal recogimiento que parece que están ante un memorial y no en una casa de barrio, pulsearán la vida con la muerte, a partir de ese mismo momento. Es a vencer o morir.
—No te duermas Carlitos, no te duermas.
Esa guardia de emergencia montonera supo ser antes el living comedor de una casa cualquiera del conurbano bonaerense, una casa celeste, palidecida por el paso del tiempo, propia de una clase media venida a menos, con una mesa mediana, cuatro sillas, un sillón tipo sofá, un viejo televisor blanco y negro en un rincón privilegiado, una pequeña biblioteca de madera repleta de libros y re- vistas, una lámpara colgando del techo en la mitad de la pieza y un mueblecito rústico sobre el que se apoya el teléfono de la casa familiar.
Lo que no está a la vista es el pequeño arsenal guardado en el embute.
En cambio, el perro sí está a la vista de todos, recorriendo los ambientes, ida y vuelta, como un león enjaulado; no aprende a comportarse como el gato de la casa, que duerme todo el día.
Hay dos cuadros paisajísticos sobre una pared. Pin- turas de poca monta, pero de mucho valor para la familia. En la pared principal luce un clásico y añejo retrato ovalado de casamiento de los años cuarenta del siglo XX. La novia toda de blanco, con su prolijo peinado, y el novio de traje oscuro, con un bigotito tipo Clark Gable. Ambos miran muy concentrados a la cámara.
Eran Rita Salvatore y Genaro Mastroianni, los padres de Augusto y Mara, en el día de su casamiento.
Por un pasillo interno se llega, desde el living come- dor, a los dormitorios y al amplio baño común.
Una arcada interior conecta la cocina. Y más atrás de la cocina, una puerta da al patio cubierto con un toldo azul y blanco, enorme, que lo pone a resguardo de miradas indiscretas.
El celeste domina todos los ambientes.
El frente de la casa tiene un murito, con un portonci- to de madera por donde se entra, atravesando un jardín, hasta la puerta principal de la vivienda, y otro portón muy ancho para que ingresen uno o dos vehículos. El jardín luce rosas blancas y malvones, un limonero y unos can- teros con florcitas coloridas según la estación del año. Al lado de la puerta principal, hay una importante ventana con un amplio cortinado gris oscuro que otorga permiso, o no, para entrar la luz del sol durante el día o la del farol de la calle cuando llega la noche.
Por la arcada que une el living a la cocina, entra Marta, compañera de Augusto y madre de ese hijo pequeño que ambos aman tanto como a la propia vida, siempre en riesgo. Con un delantal florido sobre su bata azul, taconea sus zapatos de entrecasa mientras descarga de la bandeja que lleva entre sus manos, algunas tazas, cucharitas, la azucarera y una cafetera humeante, lista para la ocasión.
El aroma del café es un rico incienso en ese templo montonero.
Son las cinco de la tarde
Entra, desde el pasillo, Augusto, acomodándose el cinturón del pijama al salir por cuarta vez del baño en la última hora. Dice, rechazando el café que le ofrece Marta:
—No puedo tragar ni la saliva, Marta. Me sigue doliendo el estómago y creo que estoy levantando fiebre. Debió ser esa chalita, chala o no sé cómo mierda se llama lo que comimos anoche.
—Niños envueltos en hoja de parra —le aclara Marta.
—Es una gastroenteritis lo que tenés —diagnostica Mara, que ingresa al living, acunando a su hija entre los brazos, la otra niña de la casa operativa, y agrega—. Ay, cómo pesa esta nena.
—Y, ya cumplió los dos años —dice Augusto entre retorcijones.
—Yo lo hice igual el café, che. Si lo pueden tomar, mejor. Y si no, lo caliento más tarde —insiste Marta.
Dice Augusto:
—Vomité tanto anoche que creí que me moría. Dicen Marta y Mara a dúo:
—¿Pero qué decís, Augusto? Ni en broma hables así.
Ya se te va a pasar.
Son las seis de la tarde.
Golpean la puerta de entrada muy suavemente. Au- gusto se lleva el dedo índice a la boca, pidiendo silencio, como queriendo escuchar atentamente el tipo y la cadencia del golpe. Dos golpes, un silencio y un golpe seco final. Un par de veces. Sabe que es el compañero que aguardan.
Mara acuesta en el sillón sofá a su hija, luego abre la puerta y saluda con afecto:
—Hola, Pablo.
Pablo es Carlitos Caride, un jefe que saluda siempre con un gesto de ternura.
—Levantemos la reunión; salimos a operar —dice de modo tajante el recién llegado—. El Rafa ya está llegando a la zona —y agrega—. Nos espera en una cita que le di junto a otro compañero.
—¿Cuándo salimos? —preguntan a coro Mara, Augusto y Marta mientras miran por el reflejo el reloj de pared.
Pablo calienta esa destemplada tarde de otoño del 76 contestando:
—Ahora mismo salimos. Vestite que vos venís con- migo —le dice a Augusto—. Y ustedes dos —indica a las mujeres—, nos esperan aquí con la posta sanitaria lista por cualquier emergencia.
—¿Qué posta? Mi maletín médico es lo que tengo acá, Pablo; y Augusto está con gastroenteritis, no puede caminar ni un paso que vomita o se caga encima —le responde Mara.
—Entonces, venís vos sola, Mara, y buscamos a otro compañero que haga de chofer operativo.
El perro husmea el pantalón de Pablo mientras mueve la cola, contento. El gato ni se mueve.
Augusto se ofrece para ir adelante en otro coche haciendo inteligencia sobre el lugar donde iban a operar esa tarde-noche. Mara lo mira entrecruzada y Carlitos le ordena:
—No hacemos inteligencia porque es ahora o nunca y porque además vos estás jodido, Augusto, se te nota en la cara cuando estás afiebrado.
Mara pregunta si no tienen un poco más de tiempo para prepararse y planificar mejor. Augusto transpira por la fiebre y se agarra el estómago con cada retorcijón.
Carlos reafirma, como enfadado:
—La organización trazó una línea política y la vamos a cumplir. Hay que golpear al enemigo allí donde lo encontremos. Y por eso vamos a operar hoy mismo. Ya lo discutimos otras veces.
—¿De qué se trata, Pablo? —pregunta Mara, asumiendo el clima que impuso la decisión de Carlitos.
—Cuando volvía de una cita en Castelar, me crucé con una caravana de milicos custodiando, seguramente, a algún poronga de la dictadura. Los seguí y bajaron en un chalé enorme y allí quedaron apostados en el jardín de entrada —responde Pablo—. Están con un FAL y armas cortas. Conté tres fusiles por lo menos. Así que vamos, nos aproximamos, bajo yo a preguntar por una calle cualquiera y en ese momento hacemos el desarme y nos volvemos. La técnica de ataque es la misma que utiliza- mos siempre. El Rafa controlará toda el área y los demás hacemos la reducción sin disparar un solo tiro.
—No será tan fácil —dice Augusto—. Ese barrio está lleno de milicos. Digo, nomás —añade y hace un gesto, como pidiendo disculpas por meterse.
Pablo no responde y, en cambio, desenvuelve en silencio sobre la larga mesa del living comedor un plano de la zona. Con un lápiz azul y rojo de carpintero marca el punto de partida, la ruta que transitarán, el lugar del combate de expropiación de armas y las calles de retirada.
—Iremos en tres autos —afirma—. En el primero vamos nosotros. En el segundo va Rafa y otros compañeros. El tercer auto es solamente para contención.
Luego de exponer detalles operativos, mira a los ojos a cada uno y con voz muy firme y convencida dice:
—Compañeros, estas operaciones no las hacemos porque somos aventureros, sino porque somos comba- tientes de la Resistencia, porque al enemigo hay que enfrentarlo allí donde lo encontremos y porque necesitamos aprovisionarnos de armas para entregar a otros compañeros que están en bolas.
“Ninguno de nosotros dijo nada”, recuerda medio siglo después uno de los protagonistas de esa hora dramática.
Se sigue planificando la operación al compás de la conducción de Pablo. Mientras habla, repartiendo criterios como quien reparte mandarinas a la hora de la siesta, el gato se acurruca en su regazo y, por primera vez, Pablo sonríe.
Antes de salir para el combate, acariciando la cabeza y el cuello del minino, vuelve a sentenciar:
—Mara, vayamos convencidos de que el país va a cambiar y de que la patria será liberada cuando reguemos este suelo, de sur a norte y de este a oeste, con sangre pe- ronista y montonera.
Se hace un silencio absoluto. Estaba todo dicho.
Todos se miran como si fuera la última vez que se mirarían por el resto de sus vidas.
Mientras Marta ofrece café por segunda vez, Mara repasa el instrumental médico que tiene en su pequeño maletín y Pablo, ayudado por Augusto, deja al gato durmiendo donde estaba antes, va hacia los embutes y toma las armas y granadas que llevarán.
Carlitos se muestra tranquilo, pero un poco acelera- do, como queriendo empezar y terminar todo ya. Apura a sus compañeros: “Vamos, vamos, que nos vamos”, y mirando el reloj que le regaló Laurita, les informa que el segundo auto operativo ya debe estar en la zona. Con esa voz de mando que tenía, parece que le habla a un batallón entero, aunque eran apenas cuatro montoneros los que estaban esa tarde.
Disimulan la tensión de ese momento con una son- risa de ocasión. En verdad, sonríen todos menos Carlos.
Es la tardecita del 28 de mayo de 1976 y la casa de Villa Tesei, al oeste del conurbano bonaerense, es lo que se dice una casa operativa de las más completas; para adentro es un arsenal montonero, para afuera es lo que es, una casa parecida a las que hay en la cuadra, la casa de Marta y Augusto, unos vecinos muy normales de un barrio de tra- bajadores y profesionales medio pelo, que van de casa al trabajo y del trabajo a casa. Tienen un hijo muy pequeño y ahora viven con Mara, la hermana de Augusto, que tiene una niña y está recién separada de su marido.
Nadie sospecha que esa joven médica es una oficial montonera y que su esposo está detenido desde hace un par de años, también por ser montonero.
Aunque estuvieran juntos y a solas, como esa tarde, utilizaban los nombres de guerra que cada uno portaba en sus documentos yutos. Eso sí, hablaban bajito.
Mara, Marta y Augusto confiaban a ciegas en ese co- mandante que sabían era, nada más y nada menos, Carlos Caride, un prócer del peronismo.
Marta se despide y dice:
—Los dejo solos, pero antes les doy un beso y les dejo mi corazón peronista a cada uno, con el deseo de que todo salga bien. Chau compañeros, cuídense. Los veo enseguida, si Dios y Perón quieren —y va hacia la cocina. Los jóvenes la saludan amorosamente.
Carlos bromea a espaldas de Marta:
—Lo de Dios y Perón me parece que no va.
Son las siete de la tarde.
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Jorge Giles (Monte Caseros, Corrientes, Argentina, 1950).
Militante popular y preso político durante la última dictadura militar por su militancia en la Juventud Peronista. En su larga prisión, supo compartir con sus compañeros pequeñas obras de teatro, canciones, poemas y ensayos políticos escritos en las sombras de los calabozos. Fue testigo en la causa de lesa humanidad sobre la masacre de Margarita Belén, en Chaco. Trabajó en el ámbito de la educación, fue diputado nacional y ejerció el periodismo. Fue también el primer director del Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur. Publicó Los caminos de Germán Abdala (2000), Allí va la vida (2003), Seguir pariendo (Madres de Plaza de Mayo, 2013), Siempre fueron libres (Madres de Plaza de Mayo, 2018), Mocasines. Una memoria peronista (GES, 2020), y Allí va la vida. La masacre de Margarita Belén (2022).
El libro se puede conseguir en www.grupoeditorialsur.com