Militancia

Hipótesis militante del Estado

Con la intención de aportar a la construcción de una noción militante sobre un asunto estratégico, el politólogo y estudiante de filosofía sugiere que “con el Estado no alcanza, sin el Estado no se puede”, y a partir de las definiciones clásicas del liberalismo, el marxismo, el estatismo y el autonomismo, propone algunas ideas para enriquecer el debate.

Comencemos con un axioma: la militancia piensa. Extraer consecuencias de semejante declaración implicará, entre otras cosas, confrontar nuestro punto de vista con aquel que domina la mayor parte de las reflexiones políticas: el pensamiento de Estado. Su indiscutible hegemonía descansa en la idea de que el Estado (persona jurídica, con cuerpo y alma, que proclama tener sus propios intereses y sus propias razones) es el lugar donde se emplaza lo político. Incluso si admitiéramos que la política se construye por fuera del Estado, se nos dirá rápidamente que toda política, por muy radical que sea, tiende a moverse en dirección a él (cuando no aspira a ocupar sus instituciones o no se coloca en una actitud demandante, le concede la centralidad del “enemigo”).

La política moderna bien puede llamarse estadocéntrica. Cabría preguntarse, sin embargo, si la mencionada subsunción puede seguir siendo válida en un tiempo donde la soberanía del Estado se encuentra en crisis.

Por ejemplo, el Estado es incapaz de hacer frente a las telecomunicaciones y ondas electromagnéticas, ergo, de mantener el control de su espacio territorial. Y, sobre todo, resulta evidente que la potestad de los Estados-nación para lidiar con un capital que es transnacional se presenta más que insuficiente. Lo cual permite abrir el interrogante de si no ha concluido una era y si con el advenimiento del final, un final que no ha terminado, no podemos y debemos empezar a pensar una superación del Estado, en el sentido dialéctico de la expresión. Diremos entonces que, por el momento, el Estado basta en la práctica (enflaquecido, sin su antiguo esplendor, como un actor entre otros), pero no ya en la teoría.

El tópico del “retorno del Estado” no debería confundirnos. Lejos de ser una marca epocal, quizá represente más bien un decir ligero, una opinión, una doxa sin demasiado fundamento. Porque si del Estado fue diagnosticado el agotamiento hace poco más de medio siglo- pensamos en Carl Schmitt- ¿qué margen hay para su efectivo regreso? Hablar de Estado no es lo mismo que hablar de gobierno. Hablar de Estado implica situarse en una perspectiva de largo aliento. Por eso, lo que anuncia el fin del Estado, tanto como la llamada consumación de la metafísica (¿corren paralelos?), es la clausura de una época, que es la que hoy transitamos y que, sin embargo, podría durar siglos. Siglos en los que el pensamiento, inevitablemente, tendrá que acontecer en medio de las ruinas de aquella joya del racionalismo occidental (notación de Schmitt) que todavía osamos llamar Estado.

El pensamiento que aquí proponemos, repitámoslo una vez más, es el de la militancia. Sucede, no obstante, que hasta ahora los y las militantes no nos hemos atrevido a formular una hipótesis sobre el Estado que se ajuste a la noción de responsabilidad absoluta, con la que genialmente nos definió Damián Selci. Lo que en cambio replicamos son discursos externos o categorías importadas, que no hacen justicia a nuestra perspectiva.

Distingamos cuatro posicionamientos clásicos en torno al problema estatal: liberalismo, marxismo, estatismo y autonomismo. Si los tres primeros bregan por una justificación del Estado, aunque en diverso sentido (los liberales ven al Estado como un mal necesario que tiene que reducirse a su mínima expresión, con la paradoja de que su retirada viene con el encargo de garantizar la “competencia” en el mercado; los marxistas, que descifran al Estado como Estado de clase, luchan por un Estado proletario, que con el tiempo se extinguiría; los apologistas del Estado, finalmente, consideran que sin Estado no hay sociedad que valga, ni individuo que pueda realizarse), los autonomistas apuestan a la separación o el distanciamiento, a no dejarse succionar por los aparatos de Estado.

A la militancia le resultan seductoras las ideas de que el Estado es de carácter transicional (marxismo), de que en ciertas circunstancias es crucial una mayor intervención de su parte para disciplinar a las élites (estatismo) o de que hay que evitar ser capturados por su maquinaria (autonomismo). Pero ninguna de ellas puede mantenernos satisfechos (cuando perdemos la claridad, vemos el Estado con anteojeras estatales o antiestatales, mas no militantes).

Es imperioso postular una manera nueva de ejercer dicho vínculo, que no sea ni la limitación, ni la revolución, ni la soberanía, ni el éxodo. Porque no queremos achicar el Estado, ni destruirlo, ni legitimarlo, ni fugarnos de sus garras. Queremos otra cosa.

Está claro que existe algo así como un magnetismo de Estado (nos arrastra a cumplir protocolos y prácticas de cortesía y diplomacia, respetar jerarquías y hablar desde ellas, delimitar nuestro ámbito de incumbencia y de responsabilidad), una fijación parecida a la del capitán Ahab con el gran Leviatán (la ballena o monstruo marino, con todas sus reminiscencias bíblicas, es la imagen que Hobbes-contradictoriamente- eligió para teorizar el Estado moderno) en la gran novela de Herman Melville, Moby Dick.

Siempre estamos pensando en el Estado, incluso cuando queremos fugarnos de su órbita. Nada modifica el hecho de que en nuestra época el Leviatán sea, como llegó a decir Ernst Jünger, “un simple cadáver arrojado a la playa por la marea”. Parece que el Estado, luego de implosionar, dejó su radiación. Y es él el que, todavía, nos sigue pensando. Como observó Pierre Bourdieu, las ideas que tenemos sobre el Estado son efectos o razones de Estado, que nos hacen creer que no hay otra vía que la suya. En palabras del sociólogo francés: “El mayor golpe que nos da el Estado es lo que yo llamaría el efecto del «es así», del «es de este modo». Es peor que si se dijera: «Esto no puede ser de otra manera.» Con este «es de este modo» no se puede decir nada más; es Hegel ante las montañas diciendo «es así»”. Aun debilitado, el Estado continúa siendo una imponente y solemne bestia metafísica. Estado y metafísica comparten el mismo destino. Su clausura o su pérdida de prestigio de ninguna manera eliminó su poder de atracción. El “inconsciente político” es estatal. De sus maquinaciones no nos salvará la filosofía. Debemos iniciar el análisis en la praxis militante.

La militancia no piensa el Estado como un objeto. La militancia piensa el Estado cuando se piensa a sí misma. Para la militancia, la pregunta ¿qué es el Estado? permanece indisociable de esta otra: ¿qué hacer con el Estado? En otras palabras: la “esencia” del Estado (lo que lo hace ser lo que es), se nos revela sólo en la medida en que, en una situación concreta, el Estado se nos aparece (mas no como un ser-a-la-mano o un ser-frente-a-los-ojos).

Pero es también cuando se nos aparece que solemos olvidar lo que oculta. Etimológicamente (lo han resaltado desde Martin Heidegger a Carl Schmitt), “Estado” refiere a status (de hecho, el Estado da status social), condición, modo de ser, o sea, modo de ser o de estar de un pueblo. Característico del Estado es que nos proporcione una identidad. El Estado nos identifica, nos clasifica, nos cuenta como uno. Nos engloba en comunidades y, al hacerlo, también nos separa. Nos dice quiénes somos y qué podemos ser. Su actividad, burocrática, se basa en la producción de estadísticas (en rigor, trabaja sobre ellas) y en el almacenamiento de la información creada en archivos o expedientes, que son la memoria del Estado.

El joven Marx escribió en una ocasión que “los burócratas son los jesuitas del Estado y los teólogos del Estado”, o sea, individuos que actúan como si el Estado fuera una sustancia. Para el discurso de la burocracia, la persona que hace una petición no es más que un número o un dato en un registro (si no está dentro del registro, no existe) y se caracteriza por la condición de “no saber”, siendo el funcionario el que “sabe”. Así, cuando la maquinaria brinda la respuesta que se solicita, no hace más que mantener esta división fundamental entre un campo del saber y un campo donde el saber brilla por su ausencia. Quien lucha contra la burocracia, recibe por su parte un trato abstracto y a menudo desinteresado. Deja de ser un hombre o mujer de carne y hueso, deja de pertenecer a una clase social, deja de tener ideas y compromisos políticos. Simplemente es un “expediente”, un “legajo”, un “archivo”. Los derechos que detenta, lejos de poder ejercerlos de manera inmediata, deben pasar por el filtro burocrático, que clasifica y segmenta.

Imaginemos entonces a una persona que está muriendo de hambre y es incapaz de acceder a una ayuda estatal por faltarle algún papel o documentación o porque tiene que derivar su caso a otro “departamento”. O que, incluso accediendo, está obligado a esperar a que se cumplan los tiempos procedimentales del “circuito administrativo”. Ejemplos como estos, de mayor o menor gravedad, sobran. Y aunque los gobiernos se esmeren por “acelerar los trámites” o “acercar la gestión a la gente”, la lógica de la burocracia mantendrá intacto su espíritu (inerte).

El Estado dice garantizar lo común, pero en realidad, lo sabemos desde Hobbes, su tarea consiste en asegurar lo propio, la propiedad, que es por definición imposible en estado de naturaleza, donde solo hay posesiones de hecho, siempre inseguras. Distinguir entre lo “tuyo” y lo “mío” es cortesía del Leviatán y por eso no es extraño descubrir en la crisis del Estado una crisis (teórica) de la propiedad.

No obstante, la crisis del Estado no supone su desaparición, porque el Estado está presente en medio de sus restos y su discurso continúa operando a través de su inoperancia. Que en la modernidad lo público (la res publica) se identifique con lo estatal no deja de ser irónico, pues si hay algo típico del Estado es, justamente, el secreto. El Estado puede ceder a las pretensiones de la ilustración y desarchivar toda su información clasificada, celebrando así su aggiornamiento a los parámetros de la “democracia moderna”. Incluso se da el lujo de confesar ser la dictadura de la clase dominante. Pero hay algo que no puede revelar y es en ese íntimo secreto donde se juega la relación que la militancia mantiene con él. El secreto del Estado es el secreto de su forma. De ahí que el fin del Estado no sea el Estado (como podría parecer), sino sublimar y taponar su punto de fuga, que sólo se abre en relación con la militancia.

La militancia tiene razones suficientes para no abandonar el Estado a la “suerte”. Por un lado, el incremento del peso militante en las instituciones públicas (que por muy desprestigiadas que estén, conservan un cierto ascendiente simbólico) aumenta su potencia y sus posibilidades de actuar con mayor eficacia sobre la democratización del Estado. Es cierto que también se corren riesgos (el riesgo de la “captura”, o sea, de comenzar a pensar “estatalmente”), pero son riesgos que es necesario asumir. Ya que por el otro lado, la militancia se propone la “conquista” del Estado con el objetivo de limitar la ofensiva de las élites contra el pueblo (y contra la militancia misma, que emana del pueblo).

Si de la noche a la mañana todos nos convirtiéramos en militantes intachables, entonces el Estado se esfumaría (se quedaría sin razón de ser, ya que, como Hobbes ha mostrado, se sustenta en el miedo a la muerte violenta, en el miedo al otro y del otro), mas también el capital, en tanto formas fetichizadas de relaciones sociales que se reproducen por medio de nuestra práctica de cada día. Como aquello no ocurre, como la sociedad es antimilitante, es ineludible ocupar el Estado, porque de lo contrario lo ocuparán otros, nuestros enemigos. Y lo usarán contra nosotros. Por eso, el Estado resulta útil cuando, al garantizar la paz, una economía estable o la igualdad de oportunidades, puede facilitar la tarea de prédica y organización que define a la militancia, así como también puede complicarla de vez en cuando. No olvidemos que somos el país de los 30.000 compañeros y compañeras detenidos-desaparecidos.

Ahora bien, lo que es innegociable es la posición subjetiva en la que nos colocamos. En la descripción de su cuenta de Twitter, Cristina informa ser antes “militante peronista” que “Vicepresidenta” o “dos veces Presidenta mandato cumplido”. Resulta una obviedad que un funcionario público debe cumplir con sus deberes de funcionario público, pues se halla atado a normas, igual que los ciudadanos y ciudadanas nos encontramos vinculados a las leyes. Pero los y las militantes no podemos dejar de pensar como tales. Creer que la militancia es un instrumento del Estado, un vehículo para canalizar las políticas públicas, es un grave error conceptual, que omite la pregunta de cuál es el fin de la política desde el punto de vista militante.

Max Weber definía al Estado por su medio específico (el monopolio de la violencia física legítima; otros autores han hecho hincapié en la monopolización de la decisión, de los tributos, de los universales o de los símbolos), porque sus fines podían ser innumerables y variaban según las circunstancias. De hecho, la ciencia política y la sociología no son capaces de determinar con la rigurosidad que anhelan cuál es ese fin. La militancia, en cambio, puede hacerlo, siempre que permanezca fiel a su pensamiento. La militancia piensa que el fin de la política es la militancia, o sea, que militamos para que otros militen y porque otros militan. Ser militante no es un atributo individual más de una persona. Por parafrasear a Derrida, la militancia que practico es la militancia del otro en mí. Del mismo modo, el apóstol Pablo sostenía: “Yo vivo, mas no yo, sino Cristo que vive en mí” (Gal, 2, 20).

Pero el Estado no produce militantes. En el mejor de los casos, fabrica buenos ciudadanos. La definición de “buen ciudadano”, desde los filósofos de la Antigüedad, está siempre asociada al régimen político vigente. Si para la militancia, como sostiene Selci, gobernar el Estado es crear militantes, o sea, personas entregadas a una vida no-individual o marcada por la responsabilidad absoluta, entonces no comparte fines con el Estado. Y esto porque la razón de Estado es esencialmente antimilitante, en la medida en que el Estado tiende a querer concentrar el monopolio de la decisión política (decimos “querer” porque es evidente que hace tiempo lo ha perdido frente a las grandes corporaciones, pero aun así los estadólogos sueñan con que algún día lo recupere), que la misma praxis militante niega. Antes que reprimir invasores o alborotadores, antes que anticiparse al caos social, el Estado contiene la generalización de la responsabilidad por la responsabilidad del otro. Si para los marxistas el Estado es un síntoma de la división de clases, para los militantes debe ser visto como un síntoma de cualunquismo.

El Estado no existe como una sustancia, no existe por sí mismo (bien lo sabían los contractualistas, los primeros teóricos del Estado moderno). Es una mera apariencia de sustancialidad, que puede por cierto desplomarse como un castillo de naipes. Es la ficción de un “Dios mortal” (expresión de Hobbes) que pretende concentrar toda la responsabilidad política, haciendo de la población un colectivo de inocentes (como inocentes podemos convertirnos en culpables, pero nunca dar el salto de la responsabilidad, ya que este impulso viene de otro militante y no del Estado). Mas la decisión y la responsabilidad no son ontológicamente suyas. Pueden serlo de cualquiera. Por eso la militancia convoca a participar: porque el secreto del Estado es que él, finalmente, no existe (hay Estado, podría no haberlo; hay Estado, pero tiene los pies de barro).

La militancia hace política como si el Estado no existiera, como si pudiera prescindir de él. En el sentido que le dio Pablo de Tarso, el como si no supone que, para el cristiano, el mundo terrenal es pasajero y, por consiguiente, el Estado (nuestra manera de estar) no es definitivo. Toca lidiar con él, aquí y ahora, por supuesto; pero no goza de ninguna eficacia metafísica, no define nuestra esencia, no se nos va la vida en él. Es terrenal, no celestial. Y al igual que sucede con lo terrenal, podemos disponer del Estado a condición de posicionarnos subjetivamente como si no existiese, como si no fuese lo más importante. Podemos usarlo. Y lo más irónico es que, cuando lo usa, la militancia debilita la ficcionalidad del Estado. Mientras más lo usa, más lo consume. Porque si para la militancia gobernar equivale a crear militantes, entonces salta a la vista que lo que ella se propone es construir una vida en la que el Estado no resulte necesario. Reiteremos: si hay Estado es porque el sentido común es cualunque, aun cuando los cualunques desprecien al Estado.

La militancia hace política como si no existiese el Estado, para que no sea necesario el Estado. El problema, para la militancia, es siempre el saldo. Su criterio para juzgar cada acción es el resultado que genera en términos organizativos, de asunción de responsabilidades o de concientización política: en el estar en el Estado sin ser del Estado hay una distancia mínima e imperceptible, sólo observable desde sus efectos. Siguiendo a Pablo: “«Todo es lícito», pero no todo conviene. «Todo es lícito», pero no todo ayuda a construir la comunidad” (1 Co 10). Es decir: la vara con la que mide la militancia es la militancia misma… Que la militancia gobierne o involucre al Estado en pos de objetivos militantes equivale a poner al Estado contra sí mismo. A resumidas cuentas, el fortalecimiento de la militancia significa el agotamiento del Estado. Lo que no implica que la militancia haga política contra el Estado. Ella, simplemente, recorre su propio camino, sin que el Estado la vuelva “loca”. Cada paso que avanza, cada victoria que acumula, debilita los cimientos sobre los que el Estado se apoya.

No hay una contradicción en el hecho de que, coyunturalmente, la militancia adopte posiciones estatistas o soberanistas. Lo importante es que quede claro que si queremos un Estado fuerte, o si queremos igualdad de oportunidades, no es para que le convenga al mercado capitalista o para producir la clase media que luego votará a Macri y la devastación del Estado, sino con el fin de abrir las puertas necesarias para que todos y todas militemos (lo contrario es perpetuar el estado de inocencia). Podríamos desprender de lo enunciado recién que no queremos el Estado porque creamos ingenuamente que allí se acumula o concentra todo el poder político. ¡En absoluto! Sabemos perfectamente- Cristina hasta se atrevió a dar porcentajes- que el Estado (siendo más precisos, sus instancias “democráticas”) se halla muy condicionado. En realidad, queremos el Estado para ganar tiempo. Frente a la pregunta, “¿quién da el tiempo para militar?”, habrá que responder: la organización política, pero, en las actuales circunstancias, de manera conjunta con el Estado. No es que el Estado lo haga por su cuenta. Es la organización que mediatiza.

Designemos entonces el recorrido de los dos grandes vectores kirchneristas como fortalecimiento del Estado frente a las élites y debilitamiento del Estado frente a la responsabilidad militante. Lo que también puede ser reformulado de la siguiente manera: con el Estado no alcanza, sin el Estado no se puede. No se trata solo de pensar sin Estado (como planteó hace dos décadas Ignacio Lewkowicz) ni de habitar el Estado (como diez años atrás postularon Sebastián Abad y Mariana Cantarelli), sino de aprender (cristianamente, cristinamente) a estar en el Estado sin ser del Estado, o por conjugar las dos fórmulas, habitar el Estado pensando sin él. Es una empresa difícil, ya que una teoría militante del Estado se encuentra todavía por hacerse. Lo sencillo es ser pensados, incluso cuando nos oponemos abiertamente a los postulados neoliberales.

La teoría marxista del Estado, aunque no goce del prestigio de antaño, aparece siempre como una tentación en los momentos de reflujo, es decir, cuando nos vemos “expulsados” del Estado. Luego de tantas derrotas acumuladas, luego de acceder al gobierno y ser desalojados una y otra vez, se nos pasa por la cabeza que a lo mejor el marxismo tenía razón, que el Estado es estructuralmente burgués y opone una resistencia implacable a cualquier intento de transformación social que resulte incómodo para los parámetros capitalistas vigentes. No obstante, por lo general esa decepción, más que rehabilitar el punto de vista marxista (en los sectores más radicalizados), nos sumerge en la ilusión autonomista. Ilusión que ha penetrado en el corazón de importantes intelectuales de todo el mundo.

Si en nuestro imaginario nacional la tentación marxista es la tentación de los 70, la tentación autonomista es la tentación del 2001. Contra ella, se ha propuesto el sueño de la realización estatal, bajo la premisa de que en nuestra situación periférica no hemos todavía pensado y organizado el Estado como realmente se merece.

Grito agónico o no, esta perspectiva, de por sí muy amplia, es la que suele predominar siempre que el campo popular recupera el poder político. La llamaremos la tentación del 45 (dentro del antiperonismo prima, en cambio, la tentación de los 90, o del 76, o del 55, o del 30). John William Cooke ya nos advirtió sobre sus inconvenientes, pero sería una tontería menospreciarla cuando es el lenguaje que con frecuencia hablamos. Un lenguaje que condiciona y achata nuestra manera de pensar. Por eso, llegó la hora de sacar todas las consecuencias que nuestra experiencia militante habilita; de ir hasta el final. El Estado no podrá salir indemne de la operación. Si llegar a la meta es, de cierta forma, tomar el sendero correcto, entonces cuando nos pongamos en camino, el Estado quedará teóricamente liquidado. Y nos resultará grato recitar un canto del Zaratustra de Nietzsche, donde bueno sería reemplazar “superhombre” (transhombre, más allá del hombre) por “militante”:

“Allí donde el Estado acaba comienza el hombre que no es superfluo: allí comienza la canción del necesario, la melodía única e insustituible. Allí donde el Estado acaba, - ¡miradme allí, hermanos míos! ¿No veis el arcoíris y los puentes del superhombre?–“




author: Gaston Fabián

Gaston Fabián

Militante de La Cámpora Boedo. Politólogo de la UBA (pero le gusta la filosofía).

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