'Patricia—le dijo el Autodidacto,
besándola en sus ojos verde –
lagoprofundo—, ando con los dientes rotos
de morder simbolismos:
tienen dura la cáscara y el jugo difícil.
¡Quiero agarrar el toro por las guampas!'.
Leopoldo Marechal, Megafón, o la guerra.
¿Terminar con el kirchnerismo?
Advertía Arturo Jauretche que si malo es el gringo que nos compra, peor es el criollo que nos vende. Esta premisa –que afirma que toda dominación externa requiere una complicidad interna– rige para las relaciones económicas y rige para la proscripción política. Parafraseando, diríamos que si es malo el juez que nos persigue, peor es el compañero que aprovecha. ¿Acaso no es lo que Evita manifestó en Mi mensaje?
El último fin de semana trascendió por una nota de Roberto Navarro en El Destape que Alberto Fernández habría dicho en declaraciones off the record que de ganarle las PASO al “candidato de Cristina” (Capitanich o Wado por ejemplo), sería él quien terminaría con veinte años de kirchnerismo. Un comentario penoso, que da cuenta del drama que atraviesa hoy el Frente de Todos, por motivos de vanidad, estupidez y falta de coraje donde es necesario ejercerlo. Aunque fue tibiamente desmentido días después, ilustra perfectamente la especulación que el pejotismo baraja desde que Cristina se volvió el centro de la política argentina. Randazzo, Alberto, Pichetto, Scioli, Massa, alguna cúpula de la CGT, algún que otro gobernador… a todos (casi siempre varones) se les cruzó por la cabeza que, de “jubilarla a Cristina”, recibirían una “medalla de honor” por parte del establishment y quedarían legitimados como jefes de un peronismo “racional” y de “buenos modales”, que evitaría la crispación que, según los canales de televisión, tanto nos perturba. Pero sabemos: Cristina no es un problema para la gente sino para las élites que quieren tener blindados y garantizados sus privilegios.
Arrimándose las elecciones, el Presidente de la Nación se lamenta por las condenas a Cristina—“¡quiero que sepan que es inocente!”—pero goza de sus beneficios. Con la líder proscripta, se ufana de poder enfrentar y vencer a cualquiera de sus delegados. ¿A quién está dirigido ese mensaje? No a les votantes kirchneristas, sino más bien a la misma mafia mediático-judicial, al Poder en la Argentina: ahora que le pusieron una pistola en la cabeza, que la demonizaron, que la proscribieron… ayúdenme que en estas PASO la jubilamos para siempre.
El pejotismo, momia célebre, opina de política como si el kirchnerismo fuera un fenómeno perimido, sin resto energético, incapaz de sobrevivir en el llano, alejado de la “teta” del Estado. Es lo mismo que, equivocadamente, creyó el macrismo. Digámoslo sin pruritos: no existe un “centro moderado” que neutraliza los excesos de los extremos polarizados. El pejotismo, siempre que no es conducido por el kirchnerismo, corre a abrazar a la derecha, con quien comparte diagnósticos y conclusiones acerca de nuestra crisis, porque lo que le importa fundamentalmente es acomodarse en los lugares que ofrece el sistema. Cristina, por el contrario, incomoda. Su figura expresa el verdadero peronismo: los lugares no están garantizados para nadie.
Cuando los gorilas publicaron el Decreto 4161 (hace 67 años), estaban convencidos de que lograrían borrar al peronismo de la faz de la tierra, porque consideraban que se trataba de un “simulacro”, de un “engaño”, de un lastre de “falsa conciencia”. El rotundo fracaso de la “desperonización” los hizo apelar al Terrorismo de Estado y ni así pudieron… aunque sí nos infligieron una grave derrota, de la que nos costó mucho volver a levantarnos y cuyas consecuencias psicopolíticas no han acabado. De hecho, el principal mito que bloquea la potencia del campo popular —como Cristina recordó brillantemente el martes pasado en el Senado— sigue siendo la idea de que la correlación de fuerzas que legó la dictadura es inmodificable. Con los genocidas presos o muertos, el terror todavía nos penetra los huesos, nos paraliza. El poder quiere que vivamos sin ideas, asépticos de valores, condenados a un hedonismo depresivo, a una democracia de la derrota. La democracia de la derrota que Néstor Kirchner, indisciplinado, se animó a conmocionar. Es esto precisamente lo que el pejotismo le niega a Néstor y Cristina, su novedad política radical: la realidad puede ser transformada. El antikirchnerismo reduce a una histeria populista o un viento de cola lo que, en sentido estricto, fue un acontecimiento. Una experiencia que a miles y a millones nos cambió la vida. Hasta el momento, todos sus vaticinios y certificados de defunción fallaron estrepitosamente. No comprenden que la duración política de nuestra fuerza permanece organizada en la militancia como verdadera vida, como vida que vale la pena ser vivida y defendida hasta el final.
En el nombre de CFK se cifra la memoria de haber vivido bien y la esperanza de poder hacerlo de nuevo dos veces; esa atmósfera de amor, agradecimiento y entusiasmo que se respiraba en Juncal y Uruguay. Incluso el desgaste y los errores no agotaron su lozanía. Con siete décadas recién cumplidas, Cristina transmite una irrebasable juventud, por su contagioso estado de ánimo, por su determinación y su valentía, pero sobre todo porque multiplica, porque llama a sacar el bastón de mariscal, porque nos pide que “no tengamos miedo” y nos invita a caminar a su lado; porque declaró que el mejor lugar para les jóvenes es la política. La queremos porque ella nos da poder, porque nos hace sentir importantes, porque nos demanda militar. Porque es la única que puede devolverle el gobierno a la gente y la política a la militancia. Queremos a Cristina.
Lanussismo al palo
La amplia difusión que está disfrutando el libro de Juan Manuel Abal Medina (padre) sobre su rol en el retorno del General Perón a la Argentina después de 17 años de proscripción, nos permite rememorar imágenes de aquellos días de tensión y alegría influenciados por un prisma que es el de hoy. En un texto que titulamos Cristina es Perón, trazamos una analogía entre Alberto Fernández y Jorge Daniel Paladino, teniendo en mente la mítica frase de Alicia Eguren, según la cual Paladino debía ser el delegado de Perón ante Lanusse y terminó siendo el delegado de Lanusse ante Perón. Alberto fue elegido por Cristina no para ganarle al macrismo, sino para poder gobernar en medio de un escenario turbulento, pero aprovechó las circunstancias que se le presentaron, seducido por un pequeño círculo, para romper con Cristina e inmolarse en un juego pirotécnico, en la imposible construcción del “albertismo”, provocando con ello daños irreparables al FDT.
En algunas ocasiones, Alberto ha elegido vender su gobierno como una especie de duhaldismo, una transición hacia un ciclo político nuevo. Sin embargo, en los hechos funge como reproductor de las lógicas del lanussismo hacia dentro del peronismo, reforzando y naturalizando la proscripción. Por estas horas, los principales “laderos” del Presidente –todos altos funcionarios de gobierno– intervienen en los medios con la consigna de que Cristina puede ser candidata, de que está en todo su derecho, de que nadie se lo prohíbe, pero que ella no quiere. Las palabras duras que Alberto pronunció el 1 de marzo ante la Asamblea Legislativa no deben confundirnos: no escucha a Cristina, no le pide consejos, pero necesita sus votos. Es el modus operandi del pejotismo.
Estas agresiones nos llevan inevitablemente a los años 72 y 73. Por la presión popular y el crecimiento vertiginoso de las organizaciones armadas, Lanusse se vio forzado a levantar la proscripción del peronismo, pero entrometiendo una serie de trampas electorales que impidieran el regreso exitoso de Perón y desencadenaran una apertura democrática controlada, en la que radicales y peronistas moderados (el peronismo sin Perón que, desde Vandor, quiso jubilar al Viejo) se alternaran en el gobierno para beneficio del sistema. Esto es: lo que quisieron Lonardi, Frondizi y el segundo Aramburu, pero no el primero ni tampoco Onganía, Lanusse buscó efectivizarlo contra parte de las Fuerzas Armadas (el discurso “subido de tono” de Alberto en el Congreso) y contra el propio Perón, de quien dijo en más de una oportunidad que podía aterrizar en la Argentina cuando deseara, pero que no lo haría porque no le daba el cuero. De ahí la célebre pintada “Perón vuelve cuando se le cantan las pelotas”, que hace algunas semanas fue reeditada con el nombre de Cristina, porque las paredes son la imprenta de los pueblos.
Perón regresó a la Argentina por la heroica lucha del pueblo argentino, por el martirio de muches jóvenes revolucionarios, pero también porque para la clase media, los grupos económicos y las Fuerzas Armadas era el único que podía poner orden. Lo que estaba en juego entonces era qué orden se ponía. Desde el gobierno de Lanusse, desde los monopolios, desde la derecha y la izquierda peronista se pretendió condicionar la “operación retorno”, inclinarla para un lado o para el otro, conseguir una declaración favorable del Viejo, contra su habitual conducción pendular. Los fusilamientos de Trelew, el sabotaje económico, la masacre de Ezeiza o el asesinato de Rucci son apenas algunos ejemplos de esta lógica, que alcanzará su punto más oscuro con el ascenso de López Rega y la consolidación de la Triple A. En medio de este caos, sin embargo, Perón fue electo presidente porque Cámpora renunció como lo había prometido. Alberto, del que no se esperaba ninguna renuncia, sino actuar coordinadamente con Cristina para mejorar el gobierno y superar la crisis, prefirió “cortarse solo”, mientras habla en nombre de una unidad sin contenido, con el mero propósito de eludir críticas y enfriar movilizaciones que en su discurso inaugural en 2019 había solicitado si él se desviaba del camino. Aquí estuvo el problema: la razón de su candidatura no era ganarle a Macri, sino poder gobernar el día después. No era solo que se fuera la derecha, sino que el gobierno le volviera a la gente. Eso no se verificó. Entonces, ¿es posible recuperar el tiempo perdido? ¿Es posible gambetear las ironías de la historia, un destino que, hegelianamente, parece reservar para el FDT la versión “cómica” y devaluada de la tragedia del FREJULI?
El retorno de Cristina
La lucidez emergente del encuentro de febrero de la mesa política del FDT–combatir la proscripción–fue saboteada al día siguiente por quienes perdieron la discusión política entre iguales pero detentan los “fierros” del Estado. Una deslealtad que nos fuerza a hacer el duelo: la unidad que construimos en 2019 se terminó hace rato. De lo que se trata ahora es de producir una nueva, donde ya no habrá margen para especulaciones ni ambigüedades. O la proscripción es un problema del conjunto del FDT, o el FDT dejará de existir.
Máximo Kirchner apunta un sintético balance de la experiencia frentetodista: se manejó bien lo imprevisible y mal lo previsible. Superada la excepcionalidad de la pandemia, los obstáculos que teníamos cuando iniciamos el gobierno se presentan más adversos que antes: la persecución política, la deuda, la inflación y el malestar social. Nos encontramos bajo la tutela del FMI, y los restos de autonomía son mínimos, en tanto permanecen atados a resolver de qué manera cumplimos las metas fiscales y juntamos los dólares para pagar. Esta es la encerrona posibilista de la que debemos salir.
En este escenario, lo que se le solicita a Alberto (aunque su vanidad parezca infranqueable) es una decisión comparable a aquella que lo hizo candidato a presidente un 18 de mayo hace cuatro años. Para que —como diría Wos— las cosas vuelvan a su lugar, el compañero Fernández debería imitar ahora el gesto original de Cristina y devolver el poder extraordinario que se le confirió. Comprender su rol histórico, dar un paso al costado y trabajar para la victoria del kirchnerismo. Porque el kirchnerismo nunca quiso “terminar” con Alberto: quiso que tome decisiones a favor de la gente, que use la “lapicera”, que se enfrente a los factores de poder. Que se deje conducir. Todavía hay un lugar para él en la estrategia hacia adelante. Ojalá se ilumine.
Lo que es evidente es que ya no se puede hacer política en la Argentina sin partir de la base de que se volvió un país ingobernable. La misma sensación se tenía cuando regresó Perón y entonces se debatía si el Viejo oficiaría de “líder revolucionario”, “reconstructor” o “última carta del régimen”; si conduciría a la “patria socialista”, a la “patria peronista” o al “posperonismo”. Pero si hoy estamos suspendidos en un delgado hilo tendido sobre un abismo la cuestión no consiste en desempatar un empate catastrófico entre las Fuerzas Armadas (la violencia de los de arriba) y la guerra popular (la violencia de los de abajo), porque las Fuerzas Armadas culminaron su papel de esbirras y fuerzas pretorianas de la oligarquía en el desprestigio y terminaron desmanteladas, mientras que el pueblo ya no se encuentra preparado para la guerra, como lo estaba en los tiempos en que Marechal escribió su Megafón y Fernando Abal Medina recibió de sus líneas el incentivo y la claridad para prender la chispa capaz de incendiar la pradera.
En la actualidad, Cristina (o sea, el movimiento popular) es el dique de contención ante el imparable avance de las mafias, que han logrado copar los puestos estratégicos de un tejido institucional descompuesto, corrupto, podrido. A la sincronización entre el Partido Judicial, el poder mediático, los grupos económicos, agentes de inteligencia y buena parte de la clase política, que les sirve con temor y bajeza moral, se debe sumar la connivencia entre la policía y el narco, además de fenómenos mucho más capilares, micropolíticos, que ponen trabas permanentes a la reconstrucción del país. Esperar que todo mejore con un recambio electoral o con un golpe palaciego es una ingenuidad de las que no podemos darnos más el lujo. Los votos delegan cada vez menos poder, porque no vienen acompañados de la responsabilidad y la movilización. Horacio González lo comprendía en el 73, cuando acuñó la consigna gobernar es movilizar. Alberto no llamó a la movilización y quedó preso del juego perverso de las élites. Y no llamó a la movilización no porque creyera que resolvería todo en secretos acuerdos de pasillo o con comités de expertos, sino porque jamás se propuso algún horizonte político que requiriera de grandes movilizaciones, centralizadas y descentralizadas.
Esa falta de gimnasia es hoy notoria y a veces el movilizar sin saber para qué ayuda a lo sumo a recuperar un poco de “estado físico” o “musculatura” militante, pero no se puede sostener en el tiempo sin alguna perspectiva de victoria que nos devuelva la autoestima perdida y la confianza en nuestras propias fuerzas. Para eso, evidentemente, es imperioso estar al corriente de por qué luchamos. El desbalance de la situación que atravesamos pone en el nombre de Cristina una expectativa que tendrá que ir sumando nuevos motivos a articularse en aquella contraseña, desde el juicio a la Corte hasta la suba de los salarios. Nada sin Cristina, además de un ejercicio de agradecimiento y memoria, es una declaración en búsqueda de mejorar nuestras probabilidades, de convencernos de que, al fin y al cabo, Argentina es posible.
La primera tarea sería derrotar la derrota hacia dentro de nosotres mismes. ¿Cuándo decidimos que Cristina ya no puede gobernar el país? ¿Cuándo decidimos abandonar nuestras convicciones para buscar exclusivamente premios consuelo, opciones posibilistas, el mal menor? ¿Deseamos más a Massa o a Manzur que a Cristina? ¡No! Siguiendo la máxima ética de Lacan: no debemos ceder en nuestro deseo. Si persistimos, veremos entonces que las cosas son exactamente a la inversa de lo que se presentan: el país se tornó ingobernable desde que Cristina se fue. Es mentira que Cristina no puede gobernar la Argentina; sin Cristina no hay Argentina posible. Por caso, mientras el sistema se descascara en perseguirla, sólo ella busca un verdadero acuerdo nacional para sacar el país adelante. ¿Qué significa sino la prédica sobre la economía bimonetaria, el contrato social de ciudadanía responsable, los guiños al radicalismo, las reuniones con Melconián? Releer Sinceramente deja una sencilla conclusión: Cristina nos propone volver a ser una Patria, ¿por qué nos rehusaríamos a aceptar el convite?
En este panorama, el retorno de Cristina es el retorno de su autoestima, de la fe en que ella puede, como en el 2017, ponerse al frente de la fuerza política, incluso en la derrota. La decisión del 18 de mayo de 2019 se fundó en una convicción de impotencia, en que el sistema no la toleraría: la proscripción ya regía entonces, el Poder Judicial sólo le puso el sello. Agosto del 22, con las masivas peregrinaciones a su casa y el épico triunfo en la Batalla de Juncal, parecía recuperar para ella el centro de la escena. El atentado, que nos dejó en estado de shock, cortó la dinámica de entusiasmo y recién el 17 de noviembre en La Plata algo de ese clima eufórico de esperanza se volvió a respirar, hasta que la misma Cristina, tras conocerse el fallo que la condenaba a seis años de prisión e inhabilitación perpetua para ocupar cargos públicos, dijo lo que dijo. Como si aún no hubiésemos salido de terapia intensiva, como si siguiéramos con respiración artificial. Tenemos que reaccionar. Tenemos que levantarnos todes.
Debemos decirlo con todas las letras: QUEREMOS A CRISTINA. Díganlo en voz alta, verán que es liberador. Es un alivio, y a la vez llena de energía. QUEREMOS A CRISTINA. Y las cosas regresan a su lugar. QUEREMOS A CRISTINA y de repente la realidad se puede transformar. QUEREMOS A CRISTINA y nos volvimos a ilusionar.
No queremos una Cristina disminuida, corrida del centro, condicionada ni limitada. Vice de nada. Queremos que Cristina sea Cristina. QUEREMOS A CRISTINA PRESIDENTA. Pero para que eso suceda, hay que estar a la altura: hay que hacerlo posible. Empezar por el núcleo duro y ampliar, multiplicar; como si fuera un patio militante, como Juncal y Uruguay. Un remolino que se va expandiendo, un contagio que arranca despacito pero después espiraliza y se magnifica hasta llegar al último rincón. Incontenible, irresistible. Por eso, que nadie se quede en casa con fastidio, con tristeza o bajón. Amuchémonos y distribuyámonos, caminemos el territorio, hablemos con la gente, escuchemos a la gente. Con toda la voluntad, con toda la sensibilidad, con toda la inteligencia. Queremos a Cristina.
Allá por 2017, en la hora más oscura y fría de la noche neoliberal, contra todos los pronósticos y especulaciones, cuando los analistas políticos auguraban una década de macrismo, Cristina decidió dar un paso al frente, arriesgar su “capital político” y enfrentar a un ignoto Esteban Bullrich en la provincia de Buenos Aires. Cristina decidió dar un paso al frente y crear Unidad Ciudadana para darnos esperanza. Cristina dio un paso al frente y nos invitó a todes a imitarla. Ahora debe ser al revés. Debemos nosotres darle esperanza a Cristina. Dar nosotres un paso al frente para invitarla a ella a volver. Para pedirle que vuelva. Para demostrarle que se puede, que podemos, que ella puede. Que la proscripción se rompe cuando decidimos romperla. Luche y vuelve. Nos vemos el 11 en Avellaneda.