Cristina es Perón: entre el mito y el acontecimiento
7 de Enero de 2023
Por Manuel Saralegui y Gastón Fabián
'Su mito se alimenta tanto de la adhesión de los obreros como del odio que le profesa la oligarquía'
John William Cooke
La proscripción de Cristina hace crujir las vísceras más profundas de nuestra historia. El Poder real de la Argentina avanza a paso firme en la búsqueda de destruir su autoestima, liquidar su liderazgo, hacerla arrepentir y convertirla en su mascota. Aunque luego de la condena y su alegato, la política aparezca como un páramo oscuro para la militancia –solo alivianado en su pesar por la gloria futbolística y la indignación por las filtraciones de los chats de la mafia judicial– no podemos olvidar nuestra ventaja estratégica: Cristina existe. Y mientras lo siga haciendo, mientras pueda apelar al tribunal de la historia, el Poder no va a dormir tranquilo. El neoliberalismo argentino tiene una pesadilla que no deja de perturbarlo.
Aunque nuestro desgaste, incluso nuestra desilusión, son patentes, no podemos esquivar que vivimos momentos trascendentales, que definirán las décadas por venir. Y como en todo tiempo definitorio, el pasado relampaguea y las cifras enigmáticas de la historia nacional, cuya vigencia parecía acabada, se vuelven claves de acceso para imaginar desenlaces posibles. Al lado del nombre de Cristina aparece otro, cada vez más fuerte y resonante: el de Juan Domingo Perón. Se dice en conversaciones, se escribe en tuits, se pinta en paredes: Cristina es Perón. Y en esa evocación aparecen años y circunstancias: 1945, 1955, 1973…
Como en el 45, desean meterla presa; pero pueden despertar un 17 de octubre que la transforme en Presidenta. Como en el 55, intentan proscribirla; pero pueden convertirla en el mito viviente alrededor del cual se organiza una larga y heroica resistencia, que la hará volver. Como en el 73, buscan cercarla, aislarla del pueblo, reducir su atención a la burocracia kafkiana de los palacios de injusticia. ¿Pueden estas operaciones oscuras (45-55-73) desencadenar efectos imprevistos? ¿Es posible que se termine la impunidad de los dueños de este país en su permanente conspiración? ¿Puede acontecer algo nuevo a partir de la proscripción de Cristina y su decisión de enfrentarla, de nombrarla? ¿Les dará la nafta? ¿Nos dará la nafta?
Del filo a fondo
El martes 6 de noviembre nos aprestamos a escuchar una condena que ya estaba escrita, un pelotón de fusilamiento anticipado que finalmente disparó. Inmediatamente después habló Cristina, que desnudó una vez más la putrefacción de la mafia judicial que la persigue. Pero lo que no esperábamos era el plot-twist del cierre. De frente a cámara, no le habló al pueblo argentino sino a Héctor Magnetto, con nombre y apellido. Una voz solitaria rehusándose a ser la mascota del poder. Afirmando que no va a ser candidata a nada en 2023. Sin miedo, sin fueros, sin mediaciones. Una invitación a que la vayan a buscar a Juncal y Uruguay –que es Segurola y Habana–; a que la metan presa si se animan. La política, como el fútbol, es la dinámica de lo impensado: ahí todo de repente cambió. Los esquemas que teníamos a la mano parecen haber quedado obsoletos. Las estratagemas electorales, las salidas fáciles, las soluciones mágicas se desploman como un castillo de naipes.
¿Cómo que no va a ser candidata? ¿Posta que no? Pero, ¿qué fue el acto en La Plata? ¿Y aquello de 'todo en su medida y armoniosamente'? ¿Es una decisión indeclinable? ¿Pasamos de corear esperanzados el “Cristina presidenta” a esta desolación abrumadora? El primer encuentro con la decisión de Cristina fue durísimo, calamitoso, desgarrador.
Sus palabras son explícitas y categóricas. Pero su mera enunciación enloquece el contexto en el que son pronunciadas: son las palabras fantasmales del mito. Palabras que –incluso a su pesar– evocan el “renuncio a los honores, pero no a la lucha” con el que Evita respondió al veto electoral del Ejército o que reviven la emoción que se puede sentir al leer aquella carta que Perón, en las vísperas del 17, le destinó a su compañera, completamente fuera del lugar que la historia preparaba para él.
¿Puede apelar el pueblo la decisión de Cristina? ¿Puede desobedecerla? Quizá sí, pero advirtiendo que no son exactamente las mismas palabras. Porque los destinatarios no fueron, en línea directa, los “cabecitas negras” ni “mi querida Evita”. El destinatario fue el Poder. Ese Poder que quiere a Cristina presa o muerta. Y, sin embargo, pretende dejarle un resto de 'libertad' para que ella se preste a firmar la sentencia que le imponen. Nada más triunfal para la derecha que obligar a CFK a elegir ser senadora vitalicia y escudarse en los fueros, repitiendo el destino de Carlos Menem. Solo que Cristina, con su grandeza de espíritu, con su coraje sin parangón, no está dispuesta a jugar esas cartas.
Entonces se rebela, una vez más, con heroísmo y abnegación ante el partido que le propone disputar el enemigo y sus reglas amañadas. Desafía a la mafia a que, si desea poner sus normas, va a tener que ir hasta el final. Y que se exponga, que salga del sótano a la luz, que abandone su reino de tinieblas y de oscuridad. Que la metan presa, si se atreven; a ver si le duran 5 minutos.
Carlos Beraldi, abogado defensor, lo dijo la noche de ese mismo martes: son cobardes. En los años de Macri, solo se animaron a pedirle la detención el exacto día en que obtuvo fueros parlamentarios como senadora. Ni un día antes ni un día después, porque ese es el juego del Poder, que Cristina viva al límite de la proscripción, de la cárcel y de la muerte. “Al filo de la democracia”, como el nombre del documental de Netflix sobre la persecución a Lula. Pero ella, con su decisión tremenda, rompe el flujo de ese juego perverso. ¡Basta! Si me proscriben, se van a tener que hacer cargo.
El mito
Cristina agita y revuelve las aguas turbulentas de la historia. Su tono dramático se respira en los pliegues reiterativos del mito político argentino, cuyo reparto de papeles no ha concluído. En el Estadio Diego Armando Maradona de La Plata, el 17 de noviembre pasado, evocó el viejo y húmedo sueño de la oligarquía de erradicar al peronismo, sea por destrucción o domesticación. Pero el peronismo, dice Cristina, siempre termina reencarnándose bajo nuevas formas; porque los pueblos vuelven.
No hay fin de la historia, no hay derrota definitiva, no hay dominación irreversible. Todo lo articulado, todo lo que se muestra consistente, puede desmadejarse en un abrir y cerrar de ojos. Solo la contingencia es necesaria, incluso cuando los sedimentos parecen sólidos y en efecto lo son. En el orden del discurso es forzoso que quede un resto inasimilable. El retorno del pueblo no es una garantía de victoria ni un inevitable histórico. Por el contrario, es la duda, la rebeldía que sobreviven, espectrales, ante todo convencimiento de derrota. Dice Cristina: si no soy yo, si me desplazan, será otre, serán otres; porque yo soy otre.
En las páginas del libro Sinceramente, Cristina descubre en nuestra historia algo que llama la Argentina circular. Un problema, un síntoma, un trauma, una visión de las cosas se insinúan desterrados, consumados y, sin embargo, aparecen una y otra vez en escenarios distintos. Una repetición de la historia, una vuelta sobre sí misma, un laberinto trágico que se torna tristemente familiar. Más que un concepto, la Argentina circular es un mito: veamos qué pasa si tiramos de ese hilo.
¿Qué caracteriza a un mito? Para diferenciarlos de simples cuentos, se puede decir que los mitos mantienen una dimensión operativa, que atrapa y obsesiona la conciencia. Funcionan: cuesta tomarlos como simple e inofensiva literatura, o son la literatura que se revela incrustada en el corazón de la vida. Son historias que capturan expectativas, ansiedad, hambre de sentido. Los mitos movilizan, proveen significados, nos conmueven, nos hacen militar; o pueden llevarnos, también, a cometer los más garrafales errores. Podemos denunciar o renegar del pensamiento mítico, deconstruirlo incluso. Mas eso no resolverá su tendencia a funcionar, a cautivar. Los mitos existen, y se pueden empuñar, o ellos nos empuñan a nosotres.
Obviamente Perón es un mito. Pero nos interesa remarcar esto: no lo fue por elección propia. Fueron ante todo sus enemigos los que lo pusieron en ese lugar y lo convirtieron en un mito viviente, cuando prohibieron pronunciar su nombre o cantar las canciones que lo invocaban, cuando lo designaron el 'tirano prófugo', cuando llamaron a su gobierno la 'Segunda Tiranía'. Perón deviene mito cuando la Operación Masacre imita los fusilamientos posteriores a Caseros, cuando el general Lonardi proclama, igual que Urquiza, “ni vencedores ni vencidos”. Pero Lonardi es rápidamente desplazado por el ala gorila de las Fuerzas Armadas. Los ganadores no se ponen la divisa punzó, como ocurrió para horror de Sarmiento un siglo antes. Ahora proscriben, como proscribieron con Mitre. Perón es arrojado a la jungla del mito, más allá de su deseo racionalista e ilustrado.
Recién desde el exilio se presta a jugar el juego del mito. Durante sus presidencias había reproducido la historiografía oficial, aceptando sus símbolos y panteones. Pero una vez desterrado, enfrenta su destino identificándose con Juan Manuel de Rosas. Entonces se rumorea la leyenda de que Peron, el nombre prohibido, el nombre de la infamia, ha de volver. Esto no es nuevo en nuestra circularidad mítica. Cien años antes, en Una excursión a los indios ranqueles, Mansilla relató cómo un negro desertor se atrevió a decirle:
“Mi amo, yo soy federal. Cuando cayó nuestro padre Rosas, que nos dio la libertad a los negros, estaba de baja. Me hicieron veterano otra vez. Estuve en el Azul con el General Rivas. De allí me deserté y me vine para acá. Y no he de salir de aquí hasta que no venga el Restaurador, que ha de ser pronto”.
Hay un hermoso pasaje de Sinceramente donde Cristina distingue entre Perón y Evita. Parafraseando, digamos que Perón es razón, logos, concepto. Evita, en cambio, es pasión, símbolo, mito que invoca el espíritu de la tierra, las fuerzas telúricas de nuestra historia. Escribe CFK: “cuando la veo a Evita me dan ganas de llorar. Me conmueve profundamente. A Perón me da ganas de leerlo, de entenderlo. En cambio, nunca leí La razón de mi vida completa, ni tampoco pienso hacerlo ahora. A Evita me encanta verla y escucharla. Esa podría ser la síntesis, porque ahora, mientras escribo, pienso que Evita es imagen y construcción simbólica. Perón era y es construcción intelectual”. Lo mismo opinaba Ezequiel Martínez Estrada, que confesó llorar ante el poder de los discursos de Evita (la oralidad imponente del mito), nunca con los de Perón. Porque en Evita la justicia no es un método o una solución para constituir un orden racional sin asimetrías profundas donde todos podamos vivir en paz, sino que es redención y salvación de las almas, incluso resurrección.
El filósofo Carlos Astrada, en El mito gaucho, denominó a los obreros que fueron a pedir por Perón “los hijos de Martín Fierro”, anticipando la película de Pino Solanas. “Venían desde el fondo de la pampa, decididos a reclamar y a tomar lo suyo, la herencia legada por sus mayores”[1]. Siguiendo la línea, un joven Andrés “Cuervo” Larroque dirá en plena crisis neoliberal que los piqueteros son los gauchos de hoy.
Argumenta el célebre antropólogo Claude Lévi-Strauss que un mito se alimenta de todas sus versiones; es variación en la repetición. Se trata de una reocupación funcional de papeles que es necesario cumplir. No es ningún tipo de “esencia nacional” perdida en el fondo de la historia o un patrón inmodificable de nuestro ser-como-pueblo, sino de un poder simbólico que el mito expresa, que se retroalimenta de obediencias ciegas, paranoias literarias o vanos empeños de refutación. Los distintos actores políticos piensan dentro de una lógica que, sin llegar a comprender, dispone sus voluntades. Marx lo intuía cuando escribió que “la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”. Se llama destino. Del mito hay recepción: se lo puede reescribir o reinterpretar, jamás inventar de 'cero'.
Traducir a Perón
El mito circular nos permite imaginar el macrismo como 'continuación de la dictadura por otros medios', como hace Diego Tatián (o la sabiduría popular que espontáneamente canta el “Macri basura…”). Tirar de ese hilo nos llevaría a creer que el gobierno del Frente de Todos es una especie de repetición de Alfonsín, gravemente condicionado por los poderes fácticos y por las presiones de la deuda externa y la inflación galopante. La incapacidad de la democracia para curar, educar o dar de comer, lo que Cristina denomina insatisfacción democrática, revive las tentaciones autoritarias o las aceptaciones sumisas de medidas de shock como lo fue la desastrosa Convertibilidad, que hoy no pocos recuerdan con nostalgia. Pero también podríamos considerar que el macrismo quiso imitar a los gorilas del 55 en su intento de civilizar al peronismo “bárbaro” o de buscar la proscripción mediático-judicial de Cristina Fernández de Kirchner. En ese marco, entonces, Cristina es Perón; aunque no tengamos del todo claro (todavía) cuál Perón.
¿Por qué la necesidad de utilizar estas metáforas? ¿Por qué no simplemente acudir a la tautología 'Cristina es Cristina'? Por la sencilla razón de que carecemos de un acceso puro y absoluto a la realidad. Si la metáfora propone una traslación o transferencia de sentido de un momento a otro, no se trata, como reocupación retórica de un vacío, de meros ornamentos, de adornos decorativos que sirven para embellecer el discurso. En la metáfora se esconde una explosiva carga de historicidad, un legado que dice presente con el ejercicio obstinado de la memoria, una perspectiva que vuelve legible un mundo que no está cerrado para nosotres. Las metáforas, como los mitos, nos sirven y nos fascinan. Son inevitables. Nos corresponde asumir su necesidad. Y conseguir que de pesada carga se transformen en un ligero soplo vital. Necesitamos sumar vida.
Recurrir al mito, como forma simbólica, para hacer frente a una realidad terrorífica, que nos desborda, es una vía para disminuir la arbitrariedad que gobierna el cosmos; una inyección de certidumbre, un ensayo lúdico para curar la angustia, una libre creación poética. No es válido, sin embargo, combinar los elementos de cualquier manera, una vez que el juego ha comenzado. Cristina, en el papel que desempeña, puede ser Perón; jamás Balbín, Alvear o Mitre. Luego, el mito sobrevive a sus propias representaciones, las incluye y las supera. Permanece siempre abierto a la variación, tirando de hilos ya desplegados, sin posibilidad de acceder frente a frente al ovillo (lo originario, la génesis) que demostraría que el mito no es una sustancia viva sino una elaboración plástica que olvida de dónde viene y que, pese a todo, permanece en deuda. Por eso Cristina puede ser muchos Perón y, sin embargo, la fórmula la identifica con su legendario nombre. No le interesa al mito tener que argumentar y probar sus aserciones, como sí le corresponde al pensamiento conceptual y, de diferente modo, al pensamiento dogmático que deduce a partir de la verdad que le fue revelada. El mito es la fiesta de los símbolos.
Horacio González consideraba que todo pensamiento crítico necesita envolverse en la lógica del mito para poder desarrollarse. “Con el mito no podemos nunca tener la garantía de que la materia se ha sedimentado o se ha evaporado para siempre”, dice en su libro Restos Pampeanos. Si el mito despierta fuerzas telúricas, voluntades heroicas, movimientos de acción, se torna indispensable exprimirlo en un sentido emancipatorio, que no nos condene a los caprichos de un destino jamás decidido. Es verdad que, como planteaba Lévi-Strauss, “cada uno de nosotros es una especie de encrucijada donde suceden cosas, encrucijadas que son puramente pasivas: algo sucede en ese lugar”. Pero este suceder, a menudo imprevisto, por ejemplo el de que Cristina tenga que disfrazarse de Perón, con la conciencia trágica de cómo concluyó aquel proceso, no exime de una responsabilidad del sujeto en su querella con la historia que juzga y que el genial antropólogo concebía como sustituta del mito en la hora contemporánea.
Afirmar que Cristina es Perón es la manera política de sostener que Cristina traduce a Perón, o de que Perón es traducible en nuestro tiempo por medio de la figura de Cristina y no por cualquier otra figura. Tenemos acá un ejemplar de lo que Thomas Mann llamaba la “vida como cita”. En las condiciones del mito, para Cristina vivir es citar a Perón. Y, sin embargo, también debe superarlo. Pero esta superación no implica ningún progreso, sino que se manifiesta como diferencia, en la medida en que toda traducción conlleva una pérdida, en que hay un punto (o más bien un agujero) donde lo simbólico falla y es incapaz de hacer sutura. Cristina entonces ya dejará de ser Perón para ser –otra vez– Cristina.
Entre el 73 y el 23
Ahora bien: si el mito arrima a Cristina con Perón, ¿qué rol le toca cumplir a Alberto Fernández? Como en 1973, para ganar las elecciones frente a un régimen que se retira dejando el camino repleto de trampas, Cristina también apostó por un “delegado”. Pero Alberto traicionó el papel histórico de Héctor Cámpora, quien hizo de la lealtad la virtud máxima y se bajó del caballo de la misma forma en la que se subió cuando la hora lo demandó. Quien predica lealtad incondicional a la conducción no es ahora un hombre, sino las organizaciones militantes, que buscan en los nombres del pasado mítico ecos de una posibilidad inconclusa, así como alguna vez hizo Montoneros con la rebelión federal del siglo XIX.
En las vueltas de la historia aparecen otros nombres simbólicamente cercanos al papel que desempeña el actual presidente; más proclives al olvido por fuera de los libros especializados. Los que, como diría Damas Gratis, se creyeron tan importantes: Cipriano Reyes, Domingo Mercante, o quizás Jorge Daniel Paladino, el menos conocido y anteúltimo delegado del General. Paladino es recordado por haberse “invertido” a mitad de camino: el que debía actuar de delegado de Perón ante Lanusse, terminó funcionando de delegado de Lanusse ante Perón. Alberto –como Paladino– debía ser el interlocutor de la potencia que conduce Cristina de cara al resto de la sociedad, incluidos otros espacios dentro del peronismo. En lógica inversa, parece ser el delegado de todos los factores de poder ante Cristina, la única ante la cual insinúa no temblarle el pulso.
Sin embargo, en Chaco de este año, en una clase magistral Cristina confesó cuál era su hipótesis original. Alberto no representaba ningún sector –a diferencia de Massa, Daer o Pérsico, a quienes nombró como cabezas de distintos sectores del movimiento. Esto era lo que le permitía transformarse en expresión de una unidad superior. Una suerte de “significante vacío”, concepto que formuló Ernesto Laclau para referir a los nombres o símbolos que eran capaces de desprenderse de sí mismos para significar a un conjunto muchísimo más amplio.
Pero la cosa no caminó. El gobierno de Alberto terminó representando al sector antikirchnerista del peronismo –un peronismo antiperonista– cuyo deseo es moldearse a lo que el antiperonismo pretende del peronismo. Se corrigieron los modales, se inventaron “mesas contra el hambre”, se hizo de la pureza personal del “yo-no-robé” una bandera, se permitió la continuidad de la persecución, se claudicó ante los poderes concentrados, se abandonó toda perspectiva de transformación de la realidad. Para ceder a los deseos del antiperonismo, se resignó el goce del pueblo, la épica militante, el poder popular. Se confundió diálogo con capitulación, unidad con repartija y peronismo con socialdemocracia. Un peronismo como hecho burgués del país maldito, donde se corrigen los “excesos” macristas para un crecimiento económico racional con los bancos adentro y la gente afuera. Una ecuación que está destinada a fracasar porque los números sólo pueden cerrar con la gente adentro. La Agrupación Amague y Recule escenifica un gobierno que convoca a batallas de las que luego desiste, pero a las que el adversario sí se presenta. El daño es doble: el que produce el enemigo, y el que produce la desmovilización propia. El resultado es la impotencia.
El peronismo está en terapia intensiva, y Cristina al afrontar la proscripción parece querer darle un shock para revivirlo, para despabilarlo, para despojarlo de una paradójica comodidad en la derrota que parece aproximarse.
El bastón de mariscal
Pero Cristina, que puso el cuerpo, que se bancó todas, que arriesgó su vida, ¿quiere conducir a cualquier precio? La respuesta es que no. Al final de su vida, Perón tampoco logró hacerlo. Volvió tarde, dice Cristina en La Plata, y no quería ser presidente. En un país dividido e incendiado, el león herbívoro no pudo contener las contradicciones internas del movimiento y el avance de una derecha persecutoria que crecía dentro y fuera del peronismo.
Preguntémonos: en la hipótesis actual, ¿aparece Cristina como yegua herbívora? Su corajuda interpelación a Magnetto, como si no tuviera nada más que perder, parecería indicar lo contrario Y, sin embargo, ello tampoco confirma que desee conducir de la manera que sea, porque quedó claro que no se puede conducir a quien no se deja conducir. La contradicción entre querer y no querer ser late en el corazón de Cristina y también en el del peronismo.
Dijo en La Plata: la Argentina necesita militantes. La militancia es la salida, la superación de la crisis, pero la militancia necesita a Cristina. El día de la sentencia anunciada, la militancia quiere movilizar, pero “de arriba” llega la instrucción de no hacerlo. La militancia acepta la negativa, no se le ocurre rechazar el mandato. Pero necesita movilizarse, y Cristina también lo necesita, aunque pida que no. ¿Puede ser la desobediencia a su figura la mejor manera de dejarse conducir por Cristina? No estamos pensando en el desencuentro final entre Montoneros y Perón, pero sí en el espíritu con el cual, por ejemplo, Cooke debatía con el General, o la misma frase que utilizó Cristina en Avellaneda: 'A nosotros, cuando éramos jóvenes, nadie nos dijo qué es lo que había que hacer'. En septiembre del 55, Perón definió exiliarse y frenar a los grupos obreros que buscaban armarse en defensa de la democracia. Eligió el tiempo contra la sangre, pero la sangre corrió igual. Fue tiempo y sangre. Quizá entonces lo mejor hubiese sido desoír la voz de la prudencia, derrotar los miedos perfectamente razonados, pero políticamente inoportunos.
En la entrevista que Sandra Russo le hace a Larroque para su libro sobre la fundación de La Cámpora, el “Cuervo” interpreta la llegada de Néstor Kirchner al poder desde unos versos proféticos del Martín Fierro. El pasaje que elige, curiosamente, no es uno del tiempo circular sino uno en el que la rueda –acá una bola–, en algún momento, tiene que frenarse:
“Y dejo rodar la bola,
Que algún día se ha de parar—
Tiene el gaucho que aguantar
Hasta que lo trague el oyo—
O hasta que venga algun criollo
En esta tierra á mandar”.
Desde este punto de vista, Néstor, aún cuando habla en nombre de una generación diezmada, oficia como sucesor inesperado del primer Perón, de aquel que viene a imponer a los poderosos la ley para que se cumplan todas las leyes, pero sin su misericordioso 17 de octubre. Néstor representa la confirmación de que el peronismo, que muchos creían extinto, obsoleto, inofensivo, ablandado por la traición, todavía podía seguir vigente para una juventud desamparada y nostálgica, que apenas lo recordaba por los libros de historia o los relatos nebulosos de los abuelos. Los dos gobiernos de Cristina, con sus batallas, sus avances, sus dificultades, sus tensiones al interior del campo popular, expresan el devenir mismo de las presidencias de Perón, que se enfrentaron con contratiempos formalmente equivalentes, hasta el punto de que el 2015 invoca al 55, porque la derrota acontece en un escenario de desgaste político (por desarticulación del frente nacional) y de mejoría y recuperación económica. Por eso cantábamos vamos a volver en tiempos de Macri.
En el destino que le toca jugar, hoy Cristina parecería querer despertar la memoria del tercer Perón, del león herbívoro, del líder que se abraza con su histórico opositor Balbín. Sin éxito, hace tiempo que Cristina pide una “Moncloa” que la derecha en general y el radicalismo en particular se rehúsan a darle. Porque en ese tercer Perón está el intento –fallido por cierto– de poner fin al interminable ciclo de atropellos y venganzas; de fusilamientos, y fusilamiento de los que fusilan.
Un reciente graffiti militante en el barrio porteño de Palermo parece verificar esta metáfora: “Cristina vuelve cuando se le canten los ovarios”. Que Perón no haya querido volver a ser presidente, que fuera la responsabilidad la que lo obligó, es la paráfrasis que Cristina utiliza en La Plata para describir su propia situación, que es la de un país al borde del abismo. El imaginario popular alguna vez trazó la analogía con la milagrosa Daenerys Targaryen, que se juramentó romper la rueda de las grandes familias de Poniente, en la célebre serie de HBO Game of Thrones. Pero lo que Cristina propone no es el fuego de dragón, que causa destrucción y no soluciones duraderas ni nuevos consensos democráticos. Desde la mismísima decisión con la que invistió la candidatura de Alberto Fernández, Cristina parece dar a entender que la única manera de romper la rueda es por medio de un salto cualitativo en el compromiso patriótico y en la conciencia ciudadana de los graves problemas que nos aquejan.
Contra lo que los poderes fácticos dicen de ella, Cristina no se presenta como una jefa mesiánica sino como una militante política que actúa con el ejemplo, para que nosotros y nosotras la imitemos (notemos al pasar que en la fonética del verbo imitar resuena la palabra mito). Porque si la aplaudimos, si celebramos la estrategia pero no la imitamos –como sucedió en 2019–, entonces la decisión fracasa. La verdad de la decisión no reside en los conceptos con los que la revestimos, sino en las conclusiones que extraemos. No se trata de adjetivar o valorar las decisiones de Cristina, sino de actuar en consecuencia. Ante las expectativas redentoras judías que se respiran en el ambiente –el mesías vendrá a salvarnos, o todos moriremos–, Cristina plantea un giro cristiano: la redención ya llegó; vivimos en un tiempo mesiánico, de la ocasión y, en cierta manera, todes podemos devenir mesías, como Espíritu Santo. Cristina inaugura, por así decir, nuestros tiempos apostólicos.
Toda lógica apostólica de la política (apostólica = militante) posee un indudable componente evangelizador. Se trata de empoderar al otre, de activar el sentido de la responsabilidad que duerme el sueño de los justos, bajo la noche inocente de los prejuicios y las supersticiones. Pero contra las pretensiones filosóficas de “pensar por une misme”, la militancia parte del axioma de que todo pensamiento es ya de otre y que, por lo tanto, la conducción política no oprime nuestra libertad sino que la orienta y la realiza, porque nos pone frente a ella, frente a su falta de fundamento último, frente a su abismo.
Y sin embargo, la conducción sólo prospera cuando les conducides se conducen a sí mismes sin esperar órdenes salvadoras. Este es el metamensaje del libro Conducción Política de Perón y a la vez el sentido que creemos más potente de la solicitud de Cristina en Avellaneda de que todes saquemos el bastón de mariscal de la mochila, teniendo la humildad de pedir perdón si es preciso, pero jamás miedo a equivocarnos. Porque, en palabras de Hegel, tal vez el único error sea el miedo al error. El miedo, traspasados ciertos límites sensatos, paraliza. La política se trata de acción.
No pedir permiso cuando la Patria está en peligro es un indubitable signo de audacia, pero también de madurez. Donde el movimiento no puede avanzar por arriba, son sus muchas células las encargadas de reconstruirlo y fortalecerlo desde abajo. Sacar el bastón de mariscal de la mochila, todes a la vez. Ningún otro es el verdadero significado de la expresión “unidad básica”. Cada peronista, para el que no hay nada mejor que otre peronista, es responsable de la refundación del movimiento, junto con sus compañeros y compañeras. Hacer kirchnerismo en cada lugar, en cada pedazo de patria: esa es la tarea que Cristina encomienda.
Pero interprétese la novedad. En Perón, el llamado a sacar el bastón acontece en los momentos de excepción, cuando el conductor pierde el rumbo o cuando no puede conducir, por ejemplo porque no llega su “línea” o porque se encuentra detenido, sin contacto con las masas. Entonces el pueblo sale a la calle y hace el 17 de octubre, mas luego la normalidad se reestablece y la orgánica vuelve a funcionar. El gesto de Cristina es radicalmente diferente: cualquiera puede sacar el bastón, porque todos y todas llevamos une dirigente adentro, como nos dijo el 9 de diciembre de 2015, en esa plaza colmada de exuberante fervor y de profunda tristeza. No es el caos o la anarquía, sino la igualdad militante en su máximo esplendor: la posibilidad de que cada une actúe como militante para que les otres también lo sean, para que seamos cada día mejores. Una revolución espiritual de la orgánica.
En las últimas vísperas del aniversario de la muerte de Perón, Alberto y Cristina debatieron públicamente sobre su herencia a través de citas, algo a su vez propio del mismo General, el mayor recitador de frases y apotegmas de nuestra historia. Mientras el presidente escogió la superioridad de la persuasión por sobre el mando como forma de distanciarse de la “autoritaria” Cristina, la vicepresidenta respondió con aquel mítico proverbio que indica que se persuade con hechos más que con palabras. En lugar de homenajear a Perón, de recordarlo en amargas tertulias o por medio de rituales litúrgicos vetustos y sin encanto, Cristina nos indica que lo que corresponde es imitarlo. El momento histórico la pone a ella ante el mandato de devenir-Perón. La militancia debe estar alerta al mensaje y recibir la posta, porque se vuelve nuestra responsabilidad ahora devenir-Cristina. Hacer con el resto lo que Cristina hace con nosotres. Solicitarnos responsabilidad. Cuando la militancia deviene-Cristina, es justamente para que el pueblo –o al menos la parte que se reconoce como tal– devenga militante.
Pero, ¿y si el destino de Cristina no es repetir al último Perón, por mucho que lo intente, sino a otro Perón, el Perón que todavía no era Perón? Devenir militante implica dejar de pedirle a Cristina, desde la total inocencia, que arregle este desastre para, en su lugar, ensayar lo que nos encomendó Hebe en su Marcha N° 2326[2], antes de pasar a la inmortalidad: darle tanto como le pedimos. Que cada militante, por así decir, se cristinifique. Crear dos, tres, muchas Cristinas: quizá allí resida el secreto de sus palabras, su insinuación a que nos insubordinemos contra su decisión de no ser candidata; porque no es su decisión, sino la del Poder.
Si es proscripción, la podemos romper. Y si la podemos romper, entonces la debemos romper. Rebelarse es devenir-Cristina. Tal vez aquel sueño emancipatorio no duerma dentro de las entrañas del mito, porque a nadie en su sano juicio, ante la conducción indiscutida de Perón, se le podía ocurrir peronificarse. El tiempo entonces, más que circular y fatal, se nos revela contemporáneo en todas sus dimensiones, en todas sus imágenes. Y como diría Cooke: nuestro compromiso es con el presente. Leer en el futuro el pasado o en el pasado el futuro no desactiva la responsabilidad del presente. Esta es la batalla de nuestra generación, para esto nos preparamos todo este tiempo sin saberlo. Para refundar la democracia a cuarenta años; para luego y mientras tanto poder hacer todo lo demás.
Cristina indicó una fecha, el 24 de marzo, para organizar la otra cosa que Hebe pidió antes de reunirse con Néstor y con el Diego: una pueblada. Porque solo una pueblada puede romper la impunidad de la Corte y el Partido Judicial. Quizá se trate de retomar aquel juvenil entusiasmo, aquella esperanzadora promesa que nos juramentamos concretar en las mil y una noches de agosto en Juncal, antes de que la derecha reaccionaria frustrara con un atentado terrorista el deseo que nos movilizaba y nos obligara a acudir a la Plaza de Mayo en una jornada tan masiva como triste. No desistamos: hagamos que el subsuelo de la patria se subleve otra vez. Para nosotros y nosotras, Cristina, en su situación actual, no es Perón sin 17 de octubre. Es Perón antes del 17. La más bella y memorable desobediencia.
[1] En este esquema, la oligarquía asume las formas del viejo Vizcacha, y en una innovación dentro del mito, León Rozitchner, o el mismo Astrada en su etapa maoísta, sostendrán que Perón es Vizcacha y no Fierro.
[2] Marcha N° 2326 de Madres de Plaza de Mayo: https://youtu.be/w-JIn8R-S8M
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