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Con la obligación de ser optimistas

El nuevo libro de Damian Selci, militante de La Cámpora e intendente de Hurlingham, retoma el trabajo de sus dos anteriores textos: teorizar la praxis militante de nuestro tiempo. Selci escribe para pensar y salir de las derrotas, consigna Fabián, en una reseña muy especial, porque nace y se elabora en la mirada de otro militante –del territorio y del mundo de las ideas-.

Damián Selci acaba de escribir el libro más grande de nuestra época. La sentencia puede sonar exagerada, pero también imprecisa: ¿cuándo? Porque no hay dudas de que quienes nos sentimos cautivados y movilizados con Teoría de la militancia, allá por 2018, y sentimos que ahí se estaba posicionando un argumento importante, preferiríamos no quitarle su laurel de texto fundacional. ¿Y qué decir de La organización permanente, que llevó a Horacio González a manifestar con preocupación, según confesó una vez Eduardo Rinesi, que si Selci tenía razón “todo lo que hicimos en los últimos treinta años fue equivocado”?.

Plenario. Para un manifiesto de la militancia, sin embargo, merece ser valorado por su desmedida ambición. No solo es un libro extenso, que supera en cantidad de páginas a los dos anteriores juntos, sino que es directamente revolucionario, aún donde la propuesta de Selci ya lo era. A primera vista, la estructura podría engañar. ¿Se trata de un divertido juego metaficcional a lo Marechal en el que el autor nos invita a un plenario militante en el que, luego de las palabras inaugurales y antes del balance, tenemos la oportunidad de elegir en qué comisión participar? Un poco sí, aunque de ninguna manera nos encontramos frente a una mera recopilación ensayística o un rejunte de textos que durmieron demasiado tiempo en la consola y claman a gritos salir a la luz. Por supuesto, al revisar el índice podrá darnos la impresión de que faltan o sobran comisiones (¿quién no mastica semejante inquietud en los plenarios?), pero el chiste reside en el número. Once son las comisiones, conjeturamos, porque once son las Tesis sobre Feuerbach, con las que Marx termina de clarificar su perspectiva y empieza el glorioso y silencioso camino hacia la redacción del Manifiesto Comunista. Y este, el de Selci, es un libro preparatorio, con las aclaraciones del caso: la vía rumbo al Manifiesto sólo puede ser transitada si la genial invención designada como teoría de la militancia alcanza grados máximos de seguridad y certeza, acerca de su propia fuerza y su propio brillo; en definitiva, de su verdad.

El evidente contraste entre las cuatrocientas cincuenta páginas de Plenario y las apenas dos que tienen las Tesis se debe a que Selci pone a su obra en el lugar fronterizo de concluir un recorrido previo y dar comienzo a algo absolutamente nuevo… el siglo XXI, ni más ni menos. Con las Tesis, Marx da por cerrada su discusión con el idealismo alemán y los jóvenes hegelianos. Esa brevísima formulación sintética, que pretende fundar la primacía de la praxis, el antiesencialismo y el materialismo histórico, no puede quedar desligada del majestuoso bodoque que es La ideología alemana, publicada recién en 1932, pero que a Engels y él les sirvió como entrenamiento para despejar los principios fundamentales de su posición teórica, en lo que los maoístas denominarían luego “frente filosófico”. De ahí en adelante Marx se entrega de lleno a las tareas de organización y baja frenéticamente el ritmo de escritura. Solo librará una polémica con Proudhon antes de lanzar el Manifiesto en vísperas de la revolución europea de 1848.

Selci, por su parte, escribe para pensar y salir de las derrotas. Teoría de la Militancia se abre con la pregunta por el 2015, y la elevación de la militancia a la dignidad del concepto, después de saldar cuentas con La razón populista de Ernesto Laclau, tiene un cable a tierra demasiado visible, en tanto la hipótesis de la responsabilidad absoluta emana de la dialéctica de la praxis kirchnerista misma. Uno se divide en dos (de vuelta los chinos) y en la escisión entre el “Estado presente, la satisfacción de demandas y la ampliación de derechos” y “la militancia, el empoderamiento popular y la responsabilidad”, como las dos notas distintivas de la Década Ganada, Selci opta decididamente por el segundo grupo.

Pero La organización permanente irrumpe dos años más tarde, en plena pandemia, para poner sobre la mesa que ni el coronavirus nos haría “salir mejores” por generación espontánea, ni el gobierno del Frente de Todos resolvería la crisis argentina, por la sencilla razón de que en el 2019 se sacaron las conclusiones equivocadas del 2015, hecho que se verificó más tarde con la derrota electoral frente a Javier Milei, donde la retórica vacía del “Estado presente” nada pudo hacer frente a la locura ideológica de un personaje que por aquellos días se consideraba invotable. Así las cosas, Selci aprovechó su segundo libro para interpelar la “crisis teórica” de nuestro tiempo y proponer la recuperación del horizonte utópico, sin el cual hacer política, además de poco emotivo, resulta frustrante e ineficaz. El corazón de todo el planteo es una crucial relectura de Jacques Lacan. Si en 2018 el problema era el aforismo hegeliano “la contradicción externa es contradicción interna”, esto es, la “interiorización del antagonismo”, en 2020 se transforma en la “irrelación antagónica”, la “organización del paso entre significantes/militantes” y la “responsabilidad por la responsabilidad del otro”, como alternativas claramente superadoras al impotente y eterno debate del posfundacionalismo y el posestructuralismo, que liquidaron la Sustancia para dejarnos a la intemperie. Tras el colapso de la Unión Soviética, quedó solo la implacable desidia neoliberal o, en palabras de Silvia Schwarzböck, la realidad apática y desesperanzada de las “vidas de derecha”. Se entiende por eso que Selci eligiera a Laclau como punto de partida: nos mostró cómo se podía ganar (y sigue funcionando como marco conceptual para explicar la denominada oleada progresista que sacudió América Latina hace veinte años), aunque también le faltó pensar el para qué. Sin fines últimos, ninguna politización podrá imponerse jamás sobre el hedonismo depresivo que Occidente pretende instaurar como destino. La justificación de Teoría de la Militancia y La organización permanente descansa en la enunciación y resolución de ese mismo problema.

¿Por qué entonces escribir Plenario? La catastrófica derrota ante Milei y el tópico (llamado con sorna “género literario”) del avance de las ultraderechas sin duda integran el trasfondo del libro, pero no puede decirse que lo motiven o lo impulsen. Desde que se desempeña como intendente de Hurlingham, Selci acotó sus intervenciones escritas, aunque la grata sorpresa que fue la aparición de esta obra más parece confirmar que lo que hubo fue un proceso de maduración de las ideas, con el fin de llevar la teoría de la militancia hasta las últimas consecuencias. Quien lea Plenario observará la ampliación del campo de batalla (un efímero homenaje a Michel Houellebecq), al mismo tiempo que una descomunal puesta a prueba de la audacia teórica, antifilosófica, de la militancia, que parece eyectada del Ecce Homo de Nietzsche, con su “gran política”. Si la conclusión de los dos primeros libros era que “la militancia piensa”, ahora queda clarísimo que las posibilidades de ese pensamiento son prácticamente infinitas, siempre que sirvan a los propios objetivos que nos definen. Porque para la militancia pensar es militar, hacerse cargo, presentarse, responsabilizarse por la responsabilidad del otro militante. Y si alguien tiene dudas sobre la solidez conceptual de esta axiomática, que se sumerja en el libro. Cuatro años y medio atrás, cuando reseñamos La organización permanente, decíamos:

“Si por un lado resulta indudable que Selci escribe a partir de una praxis (un pensamiento-práctica), de la experiencia militante de la que él participa (pues, como diría Alain Badiou, la filosofía piensa entre y sobre el trabajo de sus condiciones, ergo, cuando la política es mediocre, cuando no produce novedades, la filosofía será mediocre), también se torna palmario que después de Selci ya no entendemos por militancia lo que entendíamos antes. Es en ese excepcional y milagroso sentido que creemos permitido afirmar, con una sutileza que no espantaría a Hegel, que la organización es el libro. El fin más sagrado de la organización, que es crear militantes, formar cuadros políticos, es precisamente el fin que cumple el libro viviente de Selci”.

El segundo libro de Selci se publicó en 2021, y Gastón Fabián lo reseñó acá.


Tenemos entonces un libro-plenario, que en su misma manifestación no hace más que prefigurar la posibilidad real y concreta de un plenario donde se debatan los temas más candentes de la teoría de la militancia. Podría escrutarse que, lejos de ser un plenario, el libro es un monólogo, como los mejores diálogos de Platón. Pero, en rigor, si Selci escribe siendo reenviado por la praxis militante en la que está inmerso y que lo constituye, también su escritura es un llamado a todos los lectores militantes que participan, igual que él, de cada una de las once comisiones, incluso de las once al mismo tiempo, porque tal es la milagrosa capacidad de la militancia política.

Teoría de la militancia, con sus felices secuencias dialécticas, no deja de ser la reconstrucción de una experiencia de la conciencia, forjada en los calurosos y apasionantes años de los patios militantes y a partir de lecturas más o menos canónicas como la Fenomenología del Espíritu, El ser y el acontecimiento o la entonces de moda interpretación que Zizek hizo de Hegel desde su heterodoxo prisma lacaniano. Comparando con lo que vino después, el estilo de ese libro es casi el de una novela filosófica, con toques de Sartre, lleno de vívidas y plásticas descripciones, escenas literarias y experimentación de situaciones límite, de las que brotan conceptos y figuras nuevas. Fue nuestro bautismo con Selci y el agradecimiento será siempre infinito.

Pero con La organización permanente descubrimos que la cosa iba en serio. El problema de fondo es ciertamente el mismo: la falta de teoría revolucionaria (jerga del siglo XX que no abandonamos) bloquea el camino de la praxis, que se hunde en los desconcertantes y traicioneros pantanos de la época nihilista en la que vivimos. Sin embargo, el perfeccionamiento del instrumental teórico es formidable en este segundo libro. También los diamantes se pulen. La organización permanente da por finalizadas la desesperada búsqueda del sujeto perdido y la etapa repetitiva y hasta cansina de la crítica del marxismo, ofreciendo a la militancia como la respuesta que andaba faltando. Una especie de negación de la negación organizada alrededor del giro lingüístico y la comprensión profunda de Jacques Lacan. ¿Deconstrucción de la metafísica? Muy bien, pero si quieren estar a su altura, transfórmense en militantes.

En Teoría de la Militancia la militancia nace de las entrañas del populismo y llega para explicarnos por qué se perdió en 2015 y qué significa ganar. “Con el populismo no alcanza, sin el populismo no se puede”, cabría resumir. El libro rebosa de alusiones al sujeto, porque es todavía demasiado hegeliano. La organización permanente, por el contrario, lleva a fondo la desustancialización del sujeto y anuncia el desplazamiento formal del sujeto hegeliano al sujeto lacaniano, que Teoría de la Militancia apenas esbozaba y que Plenario radicaliza hasta el paroxismo. Podríamos sintetizar las metamorfosis acontecidas entre los libros recurriendo a las “tres transformaciones del espíritu” que Nietzsche canta en su Zaratustra. En efecto, Teoría de la Militancia es el camello que se hace cargo de las pretensiones desmesuradas de la utopía militante (pretensión de pretensión) y eso explica porqué muchos compañeros y compañeras se asustaron y angustiaron al leer el libro, al sentirlo excesivamente sacrificial, stalinista, totalitario. Como decía el apóstol Pablo del mensaje de Cristo, es locura y escándalo para quienes no confían.

La organización permanente se parece más bien al león, que se rebela contra las imposiciones normativas del discurso filosófico, universitario y políticamente correcto (el “temible” dragón nietzscheano), repleto de buenas intenciones pero responsable en gran medida de nuestra impotencia política, y lleva adelante un letal trabajo de demolición de la crítica, para dejar a la vista de todos que la militancia es capaz de resistir cualquiera de las aporías sofísticas a las que la deconstrucción nos ha acostumbrado. Tiremos abajo las grandes construcciones milenarias, y aun así quedará de pie la militancia, con su hiperbólica responsabilidad. 

Plenario, entonces (perdón al lector por los rodeos), se comporta como la Aufhebung de los dos libros anteriores (perdón a Selci por el término). Los supera y a la vez conserva lo mejor de ellos. Tiene momentos de apelación ética y hasta reivindica el imperativo categórico kantiano. Tiene momentos donde practica la duda metódica respecto a lo que creemos sobre las cosas, incluso sobre nuestros valores y nuestras más queridas ideas, pero lo hace desde otro lugar, desde un nivel de máximo convencimiento, a conciencia de los riesgos, sin ninguna mochila que le pese, despojado de cualquier atisbo de solemnidad, con un sentido del humor que despierta verdaderas carcajadas luego de pasar horas tratando de descifrar largas y difíciles elucubraciones teóricas, en lenguajes no siempre manejables (porque la militancia puede hablar la lengua de la filosofía, contra la filosofía misma). Confieso haber sudado en unas cuantas comisiones para después recibir de golpe la emocionante sensación de estar acariciando la verdad, sin saber si era gracia o la coronación del esfuerzo. Porque Selci procede con razonamientos y argumentaciones desenfadadas, con ratos de una ironía sublime (que recuerda a Marx, redescubierto como militante en el libro) y, de repente, una sentencia fulminante, una definición asombrosa, una paráfrasis genial, casi como una revelación que ya adivinábamos pero que necesitábamos recibir de todas formas para terminar de cerrar el círculo. No daremos ejemplos para permitirle al lector disfrutar de estos tragos deliciosos que las grandes obras maestras ameritan. Y el libro de Selci, después de la ansiosa espera, merece ese calificativo selecto.

Selci celebró la navidad junto a los vecinos y vecinas de Hurlingham.

Decimos entonces que Plenario encarna la tercera figura de la alegoría nietzscheana, esto es, la del niño, el héroe de la época de la Insustancia, que en Nietzsche se llama “muerte de Dios”. Luego del disciplinado camello que aprende a cargar y del “yo quiero” del león frente al “tú debes” del dragón, que resume el pase a la ofensiva de la teoría de la militancia, el niño es el que inaugura los valores nuevos, “el santo decir sí”, sin resentimiento, sin pesadez, con total levedad. La responsabilidad es absoluta, pero no abruma ni sofoca. Es pura alegría. Y deja lugar para el juego. En ningún otro libro Selci juega más que en Plenario, que es también un diccionario. El juego, lo sabemos desde Huizinga y su Homo ludens, suspende la realidad ordinaria para crear otra más intensa, y puede que no sea serio a los ojos de los adultos neuróticos, pero se juega con la mayor seriedad.

Por eso no es casual que Selci liquide teóricamente el paradigma moderno del trabajo (la negación del juego), que reúne tanto a liberales como marxistas, y le cuestione a estos últimos, con el debido respeto, el hecho de quedarse cortos con la utopía que le propusieron al mundo. Hubo espasmos, es verdad, en las experiencias comunistas de comienzos del siglo XX, donde ante la necesidad de inventar todo de la nada y sin que las fórmulas dogmáticas heredadas pudieran resolver las muchas urgencias de cada día, el mandato “el que no trabaja no come”, que Lenin tomó prestado de Pablo (evidenciando la inscripción del marxismo en la tradición judeocristiana, ergo, occidental), fue reemplazado por estas dos definiciones, mucho más cercanas a las aspiraciones militantes de Selci: “comer quiere decir hacer política” y “en Rusia la vida insolidaria es imposible” (ambas provistas por el mayor prosista de las letras catalanas, Josep Pla, que viajó seis semanas a la Unión Soviética en 1925). A fin de cuentas, Selci reconstruye perfectamente, desde Boris Groys, el significado del orden político comunista, que no puede fundarse más que en el amor y respeto por las palabras (el bien más barato que existe) y el desprecio por el dinero, que solo sirve para reinvertir en militancia. Un comunista, igual que un militante, que es al menos dos y por transitividad cuatro, come línea e ideología. Lo demás por añadidura.

Y si sostenemos que Selci juega, es porque él, partiendo de una praxis concreta, inventó un juego que tiene sus propias reglas y al que puede presentarse a jugar cualquiera, siempre que se adapte a las mismas. El juego, llamado militancia, es liberador, y puede que hasta ayude a salvar la vida sobre el planeta Tierra, como muestran con soltura las brillantes reflexiones que Selci dedica al siempre negado tema del Antropoceno. Contra la seriedad estresante, autodestructiva y sin sentido que impone el capitalismo (también una cadena de metonimias esencializadas como metáforas), el de la militancia es un camino esperanzador. Por eso otro logro de Plenario es enmarcar la triste normalidad de los cualunques en el dispositivo que los produce y que denomina “praxis-Occidente”, esa monumental fábrica que todo lo que toca lo convierte en un individuo que solo piensa en el dinero. Selci no se limita a deconstruir esta praxis, que acumula sedimentaciones de discursos y prácticas aparentemente muy diversas, sino que propone una praxis alternativa, antagónica, que es la de la militancia. ¿Por qué si puede haber consumidores de iphones en cualquier país del mundo no puede haber militantes políticos en cada uno de esos países? ¿Por qué no respondemos a la ambición ilimitada del capitalismo, que destruye todo a su paso, con la ambición ilimitada de la militancia, que donde pisa construye la posibilidad de una vida de verdad? Pongamos entre paréntesis la correlación de fuerzas e imaginémoslo por un momento, que dure toda la eternidad.

Estas preguntas atraviesan el libro entero y por muy alocadas que suenen (porque la teoría de la militancia, bien reconoce Selci, sigue en su momento doctrinario, y también los primeros cristianos y los enciclopedistas franceses y los propios Marx y Engels eran locos para el juicio de sus contemporáneos), decimos, por muy lejano que apunten, pueden verificarse en el día a día, porque los militantes pensamos y enderezamos el pensamiento en función de nuestra práctica y el mérito mayúsculo de Selci es habernos dignificado con una teoría de proporciones hercúleas y haber arrojado esa teoría al barro de las grandes discusiones mundiales, para sacarla fortalecida y ejemplar. Entonces, solo entonces, la teoría puede jugar, porque los objetivos, el programa, la estrategia son de luminosidad absoluta, aunque los fieles sean al principio pocos. Dentro de las reglas, de tener claro cómo se juega y para qué se juega, la flexibilidad es amplia y entonces los militantes podemos ser hegelianos y nietzscheanos, dialécticos y posestructuralistas, populistas y admiradores de Badiou, esencialistas y antiesencialistas, heideggerianos y aprendices de Latour, correlacionistas y realistas especulativos, estudiosos de la literatura argentina y críticos del Estado (que es por definición fallido), schmittianos y entusiastas de Conducción Política, en rigor, siempre lacanianos, siempre kirchneristas. Podemos ser toda esta diversidad de variantes y perspectivas según el momento y según convenga. Porque Selci comparte con Pablo de Tarso que si bien “ya no hay judío ni griego”, hay que hacerse “judío con los judíos y griego con los griegos”. Y con Megafón el método bárbaro de lectura, que consiste “en buscar sólo aquellas nociones que sirivesen a su problemática interna”. Una vez que sabemos lo que queremos, podemos revolver los libros a nuestro gusto y sin complejos, porque de ellos extraeremos lo que necesitamos extraer.

No deja de ser impresionante que Selci publique este libro en medio de la coyuntura que atravesamos. La militancia kirchnerista se muestra en franco retroceso, o al menos se repliega; un supuesto anarcocapitalista gobierna la Argentina votado por la mayoría del pueblo, los streamers y su decir sin consecuencias hegemonizan la escena cultural… Y aun así, cuanto más distópico y apocalíptico y desesperado y mediocre aparece todo, el bello sueño no hace más que aflorar, y el profundo contraste solo lo agiganta. Un lector suspicaz podrá observar que Selci no dedica ni un párrafo a pensar la economía de plataformas, las redes sociales, el teléfono celular y la crisis de la política territorial, y elegirá tal vez deprimirse leyendo uno tras otro los libros de Byung Chul Han y Eric Sadin. ¿Lo olvidó Selci? ¿Lo omite porque no tiene respuesta? En realidad, sencillamente no le importa. En una línea dice que, contra lo que pensaron Deleuze y Guattari, el capital es profundamente territorializador, y se acabó. El laboratorio de subjetivación híperindividualista que constituyen las redes no representa más que otro mecanismo de la praxis-Occidente, por lo que perder el tiempo haciendo diagnósticos sobre cómo destruyen nuestra vida las pantallas y los algoritmos sería confundirse en las miles de páginas que ya hay apiladas sobre el tema. Selci eligió ser casi el único que, por el contrario, dice lo que hay que hacer.  

Hace unos días, en calidad de intendente, Selci cerró el año con los industriales de su distrito.

Para los streamers, que no escriben libros serios sino que se reducen a decir pavadas en tiempo real, la militancia será sin duda anacrónica y Selci un Quijote sin remedio. Lejos de un insulto, es un honor. Es verdad que el Quijote, luego de leer muchos libros, quiso restaurar la orden de los caballeros andantes en medio de una época que no creía ya en sus valores de justicia, lealtad y dignidad personal, con armas viejas (aunque propias) que poco podían hacer frente a la artillería que entonces revolucionaba Europa. Pero Don Quijote, a pesar de quienes lo llamaran ridículo, encontró en Sancho un compañero que sustentara su loca idea. Y desde aquel momento es un mito viviente, inspirador, que todo el dinero del capitalismo jamás podrá borrar. Basta recordar que Gonzalo Torrente Ballester caracterizó también la locura de Alonso Quijano, su inaudito esfuerzo por devenir otro, como un juego. “Sancho  es un «trabajador» que descubre el juego y se apasiona por él”. Esto podría ser firmado por Selci, en un mensaje universal dirigido a todos los trabajadores, para que dejen de defender sus intereses y se sumen a militar. ¿No son sus libros como esos libros de caballería que maravillan al pobre hidalgo y lo lanzan al mundo a arriesgar y poner a prueba su ideal, en búsqueda de otros que también lo sigan, sin importar los rechazos y las adversidades? El plenario se cierra con la “salida en manifestación” de la teoría de la militancia y uno no puede más que acordarse de las divertidamente heroicas salidas del Quijote, para quien quedarse en la casa resultaba demasiado aburrido y muy poco noble.

Concluyamos el ya largo comentario del libro de Selci en medio de estas quijotadas y atendiendo el llamado de que para consolidar una doctrina que pueda discutir y convencer, que primero se transforme en discurso público con el fin de volverse sentido común, es necesario militar, hacer circular el libro, pensarlo, debatirlo, pero también escribir más y más libros, porque fue un ejército de libros, como decía Gramsci, el que le allanó el camino a la Revolución Francesa y los ejércitos de Napoleón Bonaparte. Libros que, por cierto, se comportan como la militancia misma. Siempre se reconocen en otro y apelan a otro, para que ese otro escriba otro y otro y otro libro. Plenario, por su etimología, significa pleno, lleno, entero. Así nos sentimos desde que leímos a Selci. Así nos preparamos para continuar la tarea, con la obligación de ser optimistas y el incorruptible deber de vencer.

author: Gaston Fabián

Gaston Fabián

Militante peronista. Politólogo de la UBA (pero le gusta la filosofía).

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