Política Filosofía

El lado político de la vida

Nietzsche supo ver algo que recién hoy está a la vista de todos: en el centro de los conflictos presentes no hay sólo una diferente distribución del poder. Para el autor de esta nota, y siguiendo la lectura que realiza de ello Roberto Espósito, lo que políticamente está en juego consiste en la definición de lo que es hoy, y en qué puede convertirse mañana, la vida humana.
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El carácter de la asociación tribal de las comunidades antiguas está muchas veces sobrevaluado. Prueba de ello es la enemistad que surgió dentro mismo de las doce tribus de Israel entre los judíos del sur y los samaritanos del norte. Jesús, por eso mismo, en su ministerio cuestionó los límites identitarios de la tribu ejemplificando precisamente la noción de ‘prójimo’ con la compasión de un samaritano, sentando así las bases del ecumenismo que daría entidad a la cristiandad: el prójimo, es decir, el ‘próximo’, es para el cristiano incluso el más desconocido, hasta incluso el extranjero, y aún el enemigo.

Descendiente directa de esta vocación universalista es por ejemplo la filosofía práctica de Kant, para quien el deber, es decir, lo que define una acción como propiamente moral, está reñida con las inclinaciones dado que todo lo que hacemos por interés (salvar a un hombre porque nos deba dinero, o a una mujer que amamos) respondería a un orden de cosas no incondicionado. Si bien Jesús habla de ‘amor’, y Kant de ‘deber’, el principio que rige a ambos, salvando la necesaria distancia, es entonces de alguna manera exactamente el mismo, dado que aquello que se cuestiona es siempre, en uno y otro, el encierro del hombre en sí mismo.

Cuando Nietzsche califica pocos años más tarde a Kant de idiota por concebir a la acción moral como producto de un automatismo del deber, y despotrica fundamentalmente entonces contra el cristianismo por tomar a la compasión como cúspide de toda virtud, produce un giro a la cuestión que genera un poco de vértigo al comienzo pero que resulta, más bien, una vuelta de tuerca en donde lo único que pretende es reforzar y estimular esa salida de la identidad ya presente, aunque en ciernes, tanto en Jesús como en Kant.

Para Nietzsche, la compasión resulta una ley contraria a la selección natural porque conserva lo que está pronto a perecer. Pero el problema principal no es que ella mantenga a los débiles, sino que de esa manera conservamos nuestra propia debilidad. Nietzsche entiende que la compasión atenta contra el aumento de valor de la vida, y considera que el verdadero amor consiste por eso en poner el cuchillo en la articulación de esta arbitrariedad para curar al hombre de lo que lo mantiene en la decadencia. Toda la crítica a la compasión no es otra cosa, entonces, que una a la auto-compasión y, en definitiva, a la debilidad como exclusivo garante del lazo social.

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La recepción que tenemos de la filosofía de Federico Nietzsche es extremadamente peculiar. No tanto por el hecho, por otra parte inevitable, de que despierte tantos odios como amores, sino por la lamentable circunstancia de que, en líneas generales, los amigos de Nietzsche preferimos ocultar pudorosos su faceta política para rescatar sólo su crítica a la moral. Entonces ocurre algo paradójico: por un lado, en lugar de lograr evitar el rechazo que genera su supuesto individualismo terminamos sin querer exaltándolo y, por otro lado, cuando lo que Nietzsche nos propone como fin parece descabellado terminamos reduciendo su pensamiento a una apuesta nihilista más.

Determinadas posturas que Nietzsche expresa en materia política nos generan cierto espanto, y sus amigos tenemos la impresión entonces que se nos hace imposible muchas veces tragar ciertos sapos. Pero ello quizás ocurra precisamente porque, en nuestro estupor, suponemos que el cuestionamiento al cristianismo y al mundo moderno, que tanto nos gusta y que tanto nos identifica, pueda resultar un disparate cuando demuestra ser mucho más que una mera crítica, a punto tal de objetar nuestros ideales más profundos: la igualdad, la libertad y el derecho.

Roberto Espósito.

Por supuesto, la sensación del riesgo intolerable que ello nos produce es bastante comprensible. Más justamente de eso se trata, para Nietzsche, cuando repetidamente enuncia ese enigmático ‘nosotros’ que bien o mal nos interpela al proponernos ser puentes tendidos hacia el superhombre, metáfora que bien puede traducirse en decir con él: juntos para lo que venga.

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El enfrentamiento nietzscheano a la modernidad no es solo moral, sino fundamentalmente político. Aunque, como bien dice Roberto Esposito en Bios: biopolítica y filosofía, más que propiamente político habría que decir ‘biopolítico’, dado que ese resulta justamente el enfoque que Nietzsche inaugura pero que poco se puede apreciar, y mucho menos valorar, si reducimos y simplificamos su rechazo al cristianismo en los mismos términos con que se expresó la Ilustración, es decir, como la mera necesidad de identificar un mero poder exterior al que hacerle frente.

La ecuación biopolítica nietzscheana resulta de alguna manera bastante sencilla, dado que puede resumirse en haber puesto de manifiesto por fin el lado político de la vida. Porque cuando compartimos la visión de la vida como una lucha de fuerzas, la política y la vida se imbrican mutuamente al considerar que la vida es ella en sí misma conflicto, juntura, contagio, dominio y resistencia. El salto que Nietzsche nos exige, por lo tanto, aun cuando bien sea hacia la nada no resulta producto por ello de la desesperación, sino el resultado más bien que sigue al adherir íntimamente, y como imprescindible, el imperativo de dejar de encorsetar a la vida con la moral en tanto instrumento negador por excelencia de nuestros instintos.

La igualdad, la libertad y el derecho no fueron, para Nietzsche, simplemente categorías que sirvieron a la burguesía para quitarse de encima el lastre del supuesto origen divino que sostenía a la monarquía, sino los principios que todavía continuaron, bajo un disfraz renovado, la vigencia de los principios anti-vida del cristianismo. Hay una correlación entre la modernidad y el cristianismo, entonces, que Nietzsche se esforzó en sacar a luz en toda su obra y que apunta sobre todo a lo que pueda implicar, en términos culturales, comenzar a dejar que sea la vida, en cambio, la que dicte sus principios a la política.

Anticipándose un siglo a Foucault, Nietzsche nos ayuda a comprender así que no basta entonces con ver a la organización política como la necesidad de una coerción externa sino de descubrirla, antes bien, como la forma organizativa que adquiere el encuentro humano cuando buscamos la seguridad del rebaño. Pero Espósito señala incluso que no sólo se le anticipa sino que, de alguna manera, incluso Nietzsche supera a Foucault, dado que la preocupación fundante del pensamiento nietzscheano consiste en ofrecernos, aún cuando tácitamente, los rudimentos de una biopolítica plenamente afirmativa, esto es, de una teoría de lo público capaz de invertir los términos y apostar, finalmente, por una dirección vital sobre lo humano.

Si admitimos que el hombre moderno fue literalmente criado, la apuesta propiamente nietzscheana resulta criar entonces un nuevo tipo de hombre. No es el individuo lo que le preocupa a Nietzsche, por eso, sino el hombre como especie y, sobre todo como especie capaz de realizar ese reaprendizaje vital que permita dejar así atrás su propia humanidad.

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Lejos de considerarlas, por supuesto, como dos formas antagónicas de encarar el mismo asunto, Esposito llama la atención sobre la necesidad y la urgencia de empezar a ver dos líneas internas en la misma biopolítica nietzscheana que son sin embargo complementarias y subsidiarias entre sí. Y especialmente urgente resulta entonces hoy el estudio de lo que él llama la ‘biofilosofía’ nietzscheana, ya sea para señalar sus enormes aciertos tanto como sus momentáneos pero indudables deslices.

Apostar por una dirección vital de lo humano, es decir, por una biopolítica ‘de’ la vida, y no ‘sobre’ la vida, es algo que lleva consigo implícito, lamentablemente, el germen de su posible negación. Y el aporte enorme que hace Esposito a los amigos de Nietzsche consiste entonces en identificar el  obstáculo ante el que Nietzsche mismo repetidamente tropieza y al que hoy, muy especialmente, necesitamos aprender nosotros mismos a evitar para no recaer en la biopolítica entendida como domadora de ese tipo de hombre con el que ya muchos no conectamos mas.

Sin querer, o sin darnos cuenta de lo que hacemos, quienes hoy buscamos la amistad con Nietzsche nos creemos lobos feroces, y hacemos de nuestra manada un lugar de excepción que debería ser en sí mismo a la vez inmaculado. Este mismo es justamente el error que, según Esposito, Nietzsche cometió en varios momentos de su meditación cuando, volviendo a encerrar y mantener aparte a los fuertes de los débiles, terminó pretendiendo para los primeros una pureza que sólo repetiría la condición misma de la debilidad.

Cuando pensamos en una dirección de la vida sobre lo humano resulta imprescindible garantizar, para la vida misma, una direccionalidad capaz de perder todo miedo al contagio y una fortaleza que jamás pueda fundarse entonces en una distinción estática de privilegios concedidas por clases o castas sino, al contrario, en la continua templanza que resulte del contacto incondicional e indiscriminado con aquello que nos comprometimos a superar. Por supuesto que nunca estaremos del todo exentos de volver a encerrarnos, pero para el camino biocéntrico el error forma parte misteriosamente del camino mismo. ¿De qué otra nobleza nos hablaba si no, el Sr. Nietzsche?

Toda necesidad de dar un sentido al sufrimiento se recuesta en la debilidad. 
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La feroz crítica nietzscheana al cristianismo y al kantismo puede ser leída, por supuesto, como una apología de la sensualidad que uno y otro condenarían. Pero eso sería empobrecer mucho lo que hace de Nietzsche un filósofo revolucionario: el haber reaccionado contra el universalismo ético sin dejar de apostar por la comunidad.

Para el universalismo ético existen ciertos principios valiosos no sólo para todos los hombres sino, también, para todos los casos. Nietzsche, por supuesto, al considerar no sólo que cada hombre debe hallar sus propios principios sino que, a la vez, dichos principios habrían de ajustarse a cada caso en especial, es tachado entonces fácilmente de ‘relativista’. Pero el rechazo al universalismo con que a él se lo reduce y estigmatiza es sólo consecuencia de considerar al ámbito moral como algo que compete al hombre en su ser y no tan sólo en su obrar, un giro interpretativo del cual, sin embargo, no fue su creador estrictamente.

Arthur Schopenhauer.

Entre Kant y Nietzsche, sin embargo, hubo un filósofo al que hoy los manuales y el canon suelen siempre saltear: Arthur Schopenhauer. Como Nietzsche lo critica a él mucho menos que a Kant y el cristianismo, uno podría llegar a pensar que su temprana admiración por este pensador es sólo un dato biográfico y que las objeciones que le hace, además de puntuales, resultan sin mayor relevancia. Pero sólo teniendo presente su fundamental impronta es como la indudablemente insólita valoración nietzscheana del egoísmo cobra y hace evidente su verdadera dimensión comunitaria.

El problema moral no es para Schopenhauer cómo actuar bien sino cómo lidiar con el sufrimiento y, en definitiva, brindar una explicación entonces a la existencia del mal que nos permita soportarlo. Muy sintéticamente, también, su conclusión es que el mundo resulta un valle de lágrimas porque la voluntad de vivir hace que la diversidad de seres que aparecen en el ámbito de la representación, multiplicados en el espacio y en el tiempo, resulten ciegos y sordos a su origen común.

Schopenhauer entreteje la existencia del mal con la del mundo, motivo por el cual lo moral excede con él entonces el ámbito meramente práctico para transformarse en metafísico. Y quien inmediatamente combate esta reducción de la moral a la metafísica es, por supuesto, su antiguo admirador: Nietzsche. Y a tal punto se distancia de su maestro que, como la figura del Anticristo representaba para Schopenhauer la negación del orden moral del mundo, Nietzsche toma gustosamente prestado ese título mismo como resumen y conclusión de su propia misión.

Para comprender el sentido profundo de la transvaloración niezscheana, es importante tomar en cuenta que Nietzsche critica la moral básicamente, sin embargo, y en primer lugar, contra el orden moral del mundo. Es decir, no tanto contra determinadas imposiciones sociales sobre lo que estaría bien o mal, como comúnmente se le atribuye, sino contra esas imposiciones de lo que estaría bien o mal que resultan siempre, como mostró ya Schopenhauer, del intento de hallar un sentido al sufrimiento. Por ello es que la propuesta nietzscheana resulta un pensamiento que está más allá del bien y del mal: porque consiste en denunciar que los intentos de otorgar un sentido al mal precisan postular un mundo verdadero donde lo diverso, el azar y el devenir se interpretan como castigos divinos.

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Nietzsche hereda de Schopenhauer esa consideración de lo moral como ámbito propio del ser y no exclusivamente del obrar, pero invierte punto por punto sus conclusiones ya que, más que una deducción metafísica de la moral, lo que Schopenhauer hizo fue limitarse a tomar como válida la moralidad tradicional para edificar sobre esa base su sistema metafísico. Y el caso emblemático de este error es la apreciación schopenahueriana de la 'compasión', a la que consideró la forma más genuina de virtud en tanto y en cuanto la fusión con otro ser nos permitiría experimentar, según él, lo más parecido a la unidad primordial del mundo como voluntad.

Cuando se desconoce contra qué está Nietzsche reaccionando, todas sus imprecaciones contra la compasión parecen estar avalando una postura supuestamente reactiva para con lo social, dando pie a lecturas relativistas e individualistas de su obra que quizás hoy son predominantes. Pero si hay alguien que no puede ser asimilado al individualismo neoliberal es precisamente Nietzsche: toda su prédica egoísta no resulta otra cosa que una apuesta comunitaria que surge como afirmación incondicional de la diferencia y, en definitiva, del desorden moral del mundo.

A Schopenhauer, tanto el amor cristiano como el deber kantiano le resultan conceptos abstractos, dado que sólo pueden ser entendidos como algo que secunda a la compasión. La objeción de Nietzsche contra el cristianismo y la razón práctica kantiana comparte con Schopenhauer la apreciación de que son formales y carecen de contenido, pero eso a Nietzsche no le basta porque entiende que la compasión, aun cuando pretende ofrecerse como una salida de la identidad, busca reconciliarse en definitiva a su vez con la identidad mayor del mundo como voluntad, negando la propia voluntad de vivir que nos mantiene en el mundo como representación.

La verdadera alternativa al universalismo ético no es el relativismo sino, para Nietzsche, el pluralismo. Su crítica a la moral no es meramente reactiva: es preciso entender dicha crítica activamente, es decir, no como una mera oposición producto del resentimiento, sino creadora de valores. Porque ese es el verdadero objetivo de una crítica a la moral: la creación de valores. Y dicha creación sólo puede darse partiendo del hecho de que cada situación ofrece múltiples sentidos, y que ante ellos la tarea es interpretarlos, esto es, poder dar cuenta en cada caso de la relación de fuerzas activas y reactivas ante las que nos encontramos

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Pensar más allá del bien y del mal no implica por supuesto que no exista ya lo bueno y lo malo. Todo lo contrario, se sabe que en repetidas oportunidades Nietzsche señala la tarea de redefinirlos: “¿Qué es lo bueno? Todo lo que eleva en el hombre el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo. ¿Qué es lo malo? Todo lo que proviene de la debilidad. ¿Qué es la felicidad? El sentimiento de lo que acrece el poder, el sentimiento de haber superado una resistencia”, escribe en El Anticristo.

Las preguntas que surgen como lógica objeción a este fragmento, que resume la transvaloración propuesta son, por supuesto, al menos tres: a) ¿qué entiende Nietzsche por ‘poder’?, b) ¿qué por ‘debilidad’? y c) ¿qué por ‘superar’?... Respondiéndolas resultaría comprender tanto el carácter interpretativo que adopta una crítica de los valores como, a la vez, las consecuencias - reales o hipotéticas - que tendría ello para la cultura.

La primera confusión a despejar consiste la de suponer, erróneamente, que el poder tiene que ver con una mayor cantidad de fuerza. La diferencia entre el poder y la debilidad no es para Nietzsche de cantidad: lo relevante es para él, al revés, su cualidad. Hay fuerzas inferiores tanto como superiores que, cuando difieren en cantidad, se convierten en dominadas o dominantes y, cuando difieren en calidad, activas o reactivas. Las fuerzas reactivas - que según el caso resultan, entonces, dominantes o dominadas - son las que se ocupan de las tareas de conservación, adaptación y utilidad, y su función es hacer que las fuerzas activas se le unan mediante esas trampas que Nietzsche ha explicado ya, en la Genealogía de la Moral, a partir de las figuras del resentimiento, la mala conciencia y el ideal ascético.

Lo que distingue a la debilidad del poder no es una mayor o menor fuerza, entonces, sino el hecho de que la debilidad, tenga la fuerza que tenga, está separada de lo que puede. Por eso tampoco sería adecuado distinguir a la debilidad del poder por sus resultados, ya que quienes triunfan no son históricamente los que incrementan su sentimiento de poder sino, al contrario y lamentablemente, quienes hacemos – y no podemos dejar de hacer - de la conservación, la adaptación y la utilidad los criterios incondicionales de nuestra existencia.

author: Fernando Tort

Fernando Tort

Estudiante de filosofía.

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