Política Filosofía

La fuerza de la esperanza

El determinismo económico no puede ofrecer una alternativa interpretativa del momento social que atraviesan a la Argentina y al mundo. Resulta indispensable, entonces, dejar de lado la antinomia entre izquierda y derecha, y hallar elementos propios que sean capaces no sólo de revertir el general sentimiento antipolítico, sino de hacer de la política hoy una aspiración convocante completamente diferente.

5 de Mayo de 2024

Por Fernando Tort. Foto portada: Mario Carrasco

1 - La enfermedad neoliberal

El imperio del placer individualista que rige en nuestra sociedad exige un planteo profundo capaz de discriminar cuánto de ganancia y de pérdida conlleva el triunfo de un paradigma moral que premia únicamente la medida alcanzada en la satisfacción de nuestros deseos. Y quienes nos preocupamos por estas cuestiones no podemos sino sentirnos plenamente deudores de un pensador como S. Kierkegaard por habernos brindado un enfoque muy diferente al modo habitual como se ha planteado el cristianismo debido, por sobre todo, a su consideración trascendental del pecado.

Pero si el contenido del pensamiento kierkegaardiano habría cobrado una insólita aunque todavía secreta actualidad, es indudable que por su forma ha quedado en cierta forma desactualizado dado que fue elaborado para una sociedad, en los papeles expresamente cristiana, donde profesar el cristianismo no podía ser motivo alguno de extrañeza para nadie sino, al contrario, de identificación total con el statu quo. Todo el discurso de Kierkegaard se orienta entonces, sobre esta base, a demostrar que el cristianismo es muy otra cosa que lo que piensan los cristianos nominales. Pero una lectura atenta de su obra no puede dejar de ver en ella, directamente y de manera afirmativa, una opción impensada para los problemas que nos sobresaltan a quienes buscamos hoy expulsar al mercado del centro de nuestras vidas.

Actualmente, Dios mediante, quien se defina cristiano se distingue en cambio respecto de la mayoría y, por lo tanto, queda así automáticamente separado del grueso de una sociedad para la que el cristianismo representa, en líneas generales, sinónimo de dogmatismo mental, conservadurismo moral y ceguera irracional. Y está muy bien que así suceda, dado que el propio Kierkegaard denunció respecto de la cristiandad en general algo bastante parecido a la común consideración actual del cristianismo. Pero cuando hoy buscamos unas prácticas de sí que nos permitan evitar quedar capturados por el consumismo y la reducción de la propia vida a la lógica del capital sólo volvemos la mirada a las formas de subjetivación griegas para espejarnos por contraste, sin buscar jamás ni por casualidad en el concepto cristiano de pecado una posible cura a la enfermedad neoliberal.

Sólo para los lectores fieles de Kierkegaard la sociedad actual puede resultar una profunda y evidente agudización de lo que, a nivel individual y global, fuera analizado ya por dicho pensador en La Enfermedad Mortal, con la enorme ventaja que ahora tenemos, sin embargo, de poder entender a cabalidad lo que en su momento era demasiado intempestivo para ser escuchado. En la actualidad, el hombre común está en líneas generales mucho más consciente de su desesperación que en los tiempos en que la revolución industrial y la expansión colonial hacían todavía de la confianza en el ser humano una fortaleza inexpugnable. Pero hoy en día el imperio del placer es sin embargo la demostración de que, ya sin norte ni épica posible, lo único que cuenta para el ser humano es tratar de sacar individualmente la mayor tajada posible a una vida que experimentamos sin significado ni propósito alguno.

Cuando en La Enfermedad Mortal, Kierkegaard intenta varias definiciones sobre la desesperación, ninguna probablemente nos resulta tan gráfica y terrible como la de la pérdida de la última esperanza de todas: la de morir… Esa señal opera como una suerte de baremo donde puede uno comprobar si, y hasta qué punto, es o no un desesperado, puesto que ese incendio frio que, en palabras de Kierkegaard, supone querer autodestruirse sin poder lograrlo, consiste una vivencia extrema inigualable. Pero esta forma de desesperación da cuenta plena, sobre todo, de la especial mortalidad implicada en la desesperación, una enfermedad cuya mortalidad no consiste en correr verdaderamente peligro de morir - como ocurre sí con cualquier enfermedad física - sino en morir lentamente la muerte, es decir, en vivir el propio morir.

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Si la desesperación resulta tanto ayer como actualmente una enfermedad propiamente mortal es entonces porque no ataca al cuerpo, que está sujeto al tiempo, sino al yo, que es eterno. Pero sería inadecuado concebir esa eternidad del yo de la que nos habla Kierkegaard como algo que así lo hiciera por eso inmutable, cerrado en sí mismo y auto-fundante ya que, precisamente, si los seres humanos desesperamos es porque en lugar de concebirnos siempre en devenir, y como seres en consecuencia que tienen que afirmativamente hacerse, ansiamos en cambio encontrarnos definitiva, infructuosa e inútilmente.

El yo desespera cuando no es sí mismo: pero ser sí mismo no significa cerrar una identidad con sigo mismo sino, al revés, asumirse siendo sin solución alguna de continuidad. En ello consiste el delicado y continuamente inestable equilibrio que la eternidad propiamente le exige al yo entre la finitud y la infinitud, por un lado, y entre la necesidad y la posibilidad por el otro: es este arduo arbitraje lo que constituye en definitiva la modalidad última de la existencia como tal. Si el yo desespera no es entonces por algo que no consiguió o todavía no es, sino siempre de sí mismo ya que, al no tomar plena conciencia de estar constituido como espíritu, tampoco toma nota así de la fina exigencia y el desafío radical que ello representa.

Justamente famosas resultan las investigaciones actuales de M. Foucault sobre esas formas de constitución de la subjetividad para las que el concepto de pecado aún no existía como concepto y el cuidado de sí resultaba, por lo tanto, apenas el buen gobierno de uno mismo y de la casa a partir del prudente uso de los placeres. Pero los cuatro volúmenes de La Historia de la Sexualidad culminan con Las Confesiones de la Carne, un texto donde la sorprendente continuidad entre el paganismo y la cristiandad se puede observar, por ejemplo, en la condena de las relaciones sexuales por fuera de la finalidad reproductiva en el marco del matrimonio.

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Uno puede legítimamente preguntarse hasta qué punto existe una real diferencia entre las prácticas que se dicen cristianas de las que no y, por otro lado, en qué medida el concepto cristiano de pecado consistiría entonces un rasgo distintivo del cristianismo cuando aquellas prácticas, que supuestamente lo desconocían, terminan planteándose un asunto tan similar. Pero sólo con una definición trascendental del pecado, tal como la que encontramos en Kierkegaard, podemos orientarnos en esta selva de malos entendidos que constantemente cierra cualquier intento de pensamiento emancipatorio.

Muy lejos de centrar la práctica de sí cristiana en las confesiones de la carne, como sí ocurrió por supuesto durante la cristiandad, el asunto que la define está para Kierkegaard siempre vinculada a la enfermedad constitutiva del yo. En este sentido, el pecado jamás estaría en relación con los pecados llamados 'capitales' sino, mas bien, con una instancia previa a partir de la cual podría alguien sentirse atraído por ellos como algo que, mágicamente, nos libraría de aquello que está fundando nuestra libertad: no tener dado nuestro ser y tener que ser.

Es esta definición propiamente trascendental del pecado propuesta en el s. 19 por Kierkegaard lo que permite al cristiano cabal entender que si desespera y quiere autodestruirse, entonces, no es nunca porque no haya afectivamente alcanzado ser quien quisiera ser, ni porque fracase tampoco en conseguir lo que ansía, sino debido a que, en primer lugar, no puede auto-destruirse y, en segundo lugar, porque descubre que, si no puede destruirse, es porque menos aún puede destruir al poder que lo fundamenta.

¿Está diciendo Kierkegaard con ello que, para ser un verdadero cristiano, uno debería asumirse existente, sin embargo? ¿O simplemente llama ‘cristiana’ a esa práctica de sí que reconoce como su 'sustancia ética' deshacerse de la desesperación mediante la fe, en tanto 'modo de sujeción' característico a una práctica cuya 'inquietud ética' – para usar los mismos tópicos de los que se sirve Foucault en La Historia de la Sexualidad – consiste en ser sí mismo?... Sin duda, las interpretaciones que pongan el acento en una u otra lectura son igualmente válidas. Pero también resulta indudable que, a una época como la nuestra, tan absolutamente indiferente a todo lo que huela a cristianismo, poco o nada ha de resultarle convocante la primera de ellas y si, en cambio, es probable que se experimente bastante interesada en la segunda opción.

Ganaremos mucho cuando, en lugar de considerarlo un desmadre moral, el neoliberalismo resulte descripto en cambio como una enfermedad y, sobre todo, como una definitivamente mortal. Desde esta perspectiva, y en el estricto sentido propuesto por Kierkegaard, el mal de nuestra época adquiriría una dimensión completamente diferente a la de esas repetidas monsergas que hacen anatema del imperio del placer individualista dado que, lo que de verdad importa para una consideración desprejuiciada de nuestra época, no es tanto denunciar el hedonismo y la infructuosa búsqueda de una salida individual, sino señalarlos mas bien y simplemente como síntomas de una enfermedad que no sería en absoluto privativa de nuestro tiempo ya que, en definitiva, cabría ser considerada como propia de la civilización en tanto tal.

El determinismo económico que hoy enmarca y brinda un sempiterno fundamento a toda consideración política no puede ofrecer una auténtica alternativa interpretativa del momento social que estamos atravesando tanto en nuestro país como en el mundo entero. La izquierda y la derecha comparten dicho paradigma, y es preciso advertir que justo por eso la política misma ha dejado de ser interesante para una población que, en su inmensa mayoría, asiste entre indiferente y aturdida a complejos debates técnicos cuya única virtud es ensalzar el poder alienante del dinero y hacer que todos nos inclinemos hacia lo que en definitiva nos esclaviza.

Resulta de vida o muerte, en consecuencia, dejar definitivamente de lado esa antinomia entre la izquierda y la derecha, propia de una consideración profana de la filosofía política que ha primado hasta nuestro tiempo, y hallar elementos propios a una consideración política de lo sagrado que sea capaz no sólo de revertir el general sentimiento antipolítico, sino de hacer de la política hoy una aspiración convocante completamente diferente.

2 - La fuerza de la esperanza

El concepto más instalado acerca de la esperanza la hace depender automáticamente de su objeto: así, por ejemplo, es común escuchar hablar entonces de esa paz y prosperidad que podríamos alcanzar las personas que pudiesen ponerse de acuerdo entre si, o incluso de esa vida que se postula misteriosamente después de la muerte. El concepto de una esperanza ligada a un objeto no sería así entonces sino resultado de una determinada creencia, y entonces la diferencia entre la modalidad de la esperanza más mundana, por ejemplo, sería sólo señalada por un objetivo diferente con la propiamente religiosa.

Clarificar lo que la esperanza supone cuando, desligándola de un objeto determinado, la consideramos en y desde sí misma es la mejor manera de acercarse a quien primero, y de forma más aguda, se ocupó de acertadamente refutar para siempre la idea de asociarla sin mas así a una creencia. Se trata de S. Kierkegaard, por supuesto, quien en su obra La Enfermedad Mortal no hizo otra cosa que convertir a la esperanza en una forma de subjetivación alternativa para poder destacar, de esta sencilla manera, el temple agónico característico del cristianismo verdadero. Porque la esperanza, según él, nunca es resultado de la certeza propia de una creencia sino de esa decisión imposible que, básicamente, supone animarnos a resistir a ultranza la desesperación misma.

La palabra 'desesperación' posee en castellano -o al menos en su versión rioplatense- una connotación que obstaculiza un tanto la lectura de su tratado sobre la desesperación pues, en lugar de tomarla simplemente como un antónimo de la palabra 'esperanza', a la desesperación la ligamos nosotros hoy más con el atolondramiento y la falta de prestancia personal que con el desgano propio de quien ha perdido, en cambio, toda motivación. Y así como resulta necesario desligar a la esperanza respecto de lo esperado, existe entonces la necesidad de denunciar equívoco paralelo respecto de la desesperanza.

Sería poco apropiado, por ejemplo, decir que el desesperado ha perdido la esperanza: mas bien, y todo lo contrario, lo que el desesperado ha perdido es aquello que ligaba mecánicamente su deseo al objetivo como si de un axioma se tratase y que, cuando desmorona, anula también de forma inmediata lo que sostenía su mundano ser desesperado. Esta descripción que hace Kierkegaard de la desesperanza como un estado anímico propio de nuestra predominante forma de ser en la vida resulta por ello de una importancia crucial, pues si lo que el desesperado perdiese fuese realmente la esperanza no habría ya para él redención posible.

Puede decirse con Kierkegaard que la esperanza resulta, considerada en y desde sí misma, esa forma tan especial de ligarnos con determinado objetivo que profundamente difiere de aquella otra que, a la larga o a la corta, conduce a la desesperación. Lo cual permite resumir las dos hipótesis que explican, en definitiva, la fuerza de la esperanza: por un lado, a) que nunca es el objeto en cuestión, sino una específica forma de subjetivación lo que la caracteriza y, por el otro, b) que la esperanza ha de tener que aprender a lidiar, inevitablemente, con las dos maneras que ineluctablemente adopta la forma mundana de subjetivación: desesperar de ser quien se es, o querer ser quien se es desesperadamente.

Resulta claro que Kierkegaard escribe su famoso tratado sobre la desesperación aludiendo indirectamente - aunque más no sea por contraste - a la esperanza. Pero el motivo por el cual no la aborda de manera protagónica no es por supuesto retórico: la gran enseñanza de este pensador y, a la vez, el eje que articula no sólo La Enfermedad Mortal sino toda su obra, es que el cristianismo expresa esa específica militancia por la vida que resulta de identificar y combatir los valores anti-vida que desligaron al ser humano de un encuentro armónico consigo mismo, con los demás y con el cosmos. Lo cual significa, en la práctica, aprender sin más a reconciliarnos en definitiva entonces con la desesperación ya que, si bien ella expresa el grado anímico más bajo de una persona, es sólo únicamente tocando valientemente dicho fondo como la esperanza, para Kierkegaard, resulta al final sintonizable.

Kierkegaard, filósofo y teólogo danés.

Sin desesperación no habría esperanza, pero no hay tampoco esperanza sin desesperación. Una y otra conviven en un vaivén irresoluble: la desesperación no acaba con la esperanza ni la esperanza, por supuesto, con la desesperación. Si así no fuera, el de Kierkegaard sería precisamente ese cristianismo nominal que criticó toda su vida, es decir, el de los tibios que Jesús escupe de su boca porque desesperan sin ni siquiera ser conscientes de desesperar y, no queriendo ser quienes son, o queriendo ser sin lograrlo, se odian primero a sí mismos esparcen luego, en consecuencia, su odio por doquier.

Aún cuando la desesperación sea condición necesaria de la esperanza, ello no significa que represente sin embargo su condición suficiente. Porque aunque la esperanza no dependa de su objeto, sí depende necesariamente de una decisión imposible: la de combatir el fundamento de la desesperanza. Este es el real motivo por el cual lo que la esperanza propiamente cristiana sea nunca resulta para Kierkegaard algo que se asemeje a una creencia sino, mas bien, al temple que se forja al contrario sobre el yunque mismo de la desesperación.

Si un cristiano verdadero se templa cara a cara con la desesperación es porque ella, dice Kierkegaard, resulta sin mas el pecado. Y si pecar resulta lisa y llanamente desesperar es porque el mismo acto de desesperar, en última instancia, implica mantener contra viento y marea la peregrina ilusión de hallar nuestro fundamento en nosotros mismos. Pues: ¿qué otra cosa que el deseo de ser Dios, como reconocerá hasta el propio Sartre en El Ser y la Nada, expresaría mejor la pretensión del yo por crearse a sí mismo?... De manera que si la desesperación resume sin mas el significado del pecado es porque esa mera pretensión de fundarnos a nosotros mismos, en definitiva, resulta una atávica y tácita negación a reconocer nuestra propia y radical impotencia.

Sólo desesperamos cuando no nos abrimos al Poder que nos fundamenta e, inversamente, no nos abrimos a El porque vivimos tontamente presos del deber mundano que ordena, sin apelación, fundarnos a nosotros mismos. Suponemos que asumirnos impotentes - en una sociedad cuya norma es el empoderamiento neoliberal - resulta un acto de suprema traición y cobardía. Y así nos quedamos como simples particulares, en primera instancia, pero luego como Nación incluso y como civilización entera, en definitiva, siempre parados y de espaldas al abismo que se abre sin embargo amorosamente ante nuestros pies ofreciéndonos que dancemos a su alrededor.

Afirmar, con y gracias a Kierkegaard, que la fuerza de la esperanza radica en la impotencia, sólo expresa un dilema para quien no ha aprendido a desesperar hasta las últimas consecuencias y se refugia, todavía, en la ilusión de poder no ser quien efectivamente es, o de poder ser quien realmente no es. Para quien ha aprendido a refugiarse en Dios, en cambio, el hecho de que la fuerza de la esperanza radique en la propia impotencia es algo que va de suyo puesto que esa doble ilusión que lo mantenía desesperado se esfuma en tanto y en cuanto renuncia a ser dueño de sí mismo.

Todo lo que hacemos en nuestras vidas a espaldas de Dios es resultado de ese lado oscuro de la fuerza que nos impulsa tanto a no querer ser quienes somos como a pretender ser quienes no somos. De modo que la fuerza de la esperanza es propiamente resultado de sacrificar, por contraste, continua e interminablemente, nuestra identidad imposible. Porque querer ser quienes somos plenamente y poder dejar de desesperar no significa de ninguna manera hallarnos para siempre jamás, cerrando supuestamente por fin un círculo del cual seríamos nuestro propio centro sino, todo lo contrario, el modo por el cual la posibilidad misma de cerrar dicho círculo se hace astillas y, ser en cada caso lo que entonces seamos, se convierte a partir de entonces en una historia sin fin.

3 - Una perspectiva agónica

La palabra ‘edificante’ tiene para la historia de la filosofía un lugar parecido al de la ‘opinión’, es decir, el status de un pensamiento al que no cabría calificar propiamente de tal dado que su compromiso con la verdad es sumamente relativo. Pero lo edificante sería para la filosofía algo todavía más desprestigiado que la mera opinión, sin embargo, pues no sería sólo un pensamiento sin rigor conceptual sino que también se propondría explícitamente hacer respetar el axioma que, en resumidas cuentas, da por sentada la existencia de una naturaleza elevada en el hombre y un deber consecuente de sostenerla y cultivarla.

Esta concepción lindante con lo ideológico de lo edificante fue con absoluta justicia despreciada especialmente por alguien como G. Hegel, por ejemplo, quien precisamente propone en contra de ella la necesidad de realizar la experiencia de la escisión entre el sujeto y el objeto para alcanzar finalmente la unidad como resultado de una reconciliación a partir de la experiencia de su devenir en el tiempo. La entera obra de este pensador resulta por ello una expresión paradigmática de esta necesidad de no dar por sentada nunca la unidad y tomar al enfrentamiento como único proceder verdaderamente filosófico.

Este modo de entender la unidad como un resultado, sin embargo, es precisamente aquello contra lo que Kierkegaard se encuentra intelectualmente en cambio más alejado, motivo por el cual su entera obra rescata, en principio, el concepto y la modalidad de lo edificante. Pero no sería demasiado arriesgado entender que la objeción hegeliana en contra de lo edificante, al menos, es sin embargo compartida en gran medida por el propio Kierkegaard dado que sin tomar en cuenta el antagonismo radical no comprenderíamos cabalmente su constante crítica a la visión edulcorada e ingenua de lo edificante propia de la cristiandad.

La dificultad especial que ofrece el enfoque existencial que él nos propone consiste entonces en batallar contenciosamente y al mismo contra dos frentes: la espiritualidad tibia de la cristiandad, por un lado, que da por sentada la naturaleza elevada del hombre junto con la racionalidad técnica occidental, por el otro, para la cual sólo cuenta la trascendencia que puede alcanzarse a través del trabajo. El pensamiento kierkegaardiano intenta abrirse paso así entre dos concepciones sobre la vida que resulta preciso advertir como sendas cosmovisiones temporales que se presentan como opuestas, la de una eternidad abstracta de la cristiandad y la temporal abstracta de la racionalidad técnica, pero que para él ciertamente resultan dos caras de la misma moneda en tanto y en cuanto ambas impiden al hombre abrirse a la existencia.

Basta recordar los mismos títulos de sus obras más famosas para darnos cuenta que el sentido de lo edificante resulta para Kierkegaard como mínimo bastante peculiar: Temor y Temblor, El Concepto de la Angustia, La Enfermedad Mortal, conceptos todos que aluden a las claras por sí solos que lo edificante adquiere para él un contenido conflictivo que, precisamente, la cristiandad oculta y anula de forma expresa al no poner de relieve la paradoja que supone lo eterno en el orden del tiempo. Sacar las debidas consecuencias de esta paradoja, podría decirse, consiste por tanto el núcleo de la originalidad – y la dificultad - del estilo edificante pensamiento kierkegaardiano.

Que lo eterno se de en el orden del tiempo no significa, como para Hegel, que lo eterno se alcance para Kierkegaard sin embargo como un resultado histórico sino, de manera completamente al revés del pensamiento dialéctico, como algo que lo atraviesa. Que lo eterno se de en el orden del tiempo significa, para una perspectiva espiritual que no se da de forma abstracta, que de alguna manera exige y supone la negatividad de lo histórico. Pero también al revés del estilo de discurso edificante de la cristiandad, la edificación kierkegaardiana es por ello inevitablemente agónica, adjetivo que le cabe perfectamente a toda su obra y que queda inmejorablemente expresado, por ejemplo, en la consideración dialéctica que supone la desesperación en el desarrollo de La Enfermedad Mortal, libro que lleva el sugestivo subtítulo de “Una exposición cristiano-psicológica para edificar y despertar”.

Lejos de pretender, a la manera hegeliana, una reconciliación hipotética de la conciencia desgarrada en y por la razón, el desgarramiento para Kierkegaard es algo inevitable, aunque el desafío que para el califica como propiamente cristiano consiste en evitar constantemente, una y otra vez, desesperar por ello. No estar desesperado, en consecuencia, exige consiguientemente una negación que equivale, dice Kierkegaard, a desarmar la posibilidad de desesperar y suprimirla de raíz dado que, para que se pueda decir con toda verdad de un hombre que no está desesperado, es necesario que en cada momento de su vida esté efectivamente eliminando dicha posibilidad misma.

Si bien ya en Temor y Temblor la fe presenta claramente una perspectiva agónica cuando resulta planteada como un enfrentamiento con lo general, es el tratamiento de la naturaleza desgarrada del yo en La Enfermedad Mortal el texto donde el carácter radicalmente antagónico de su pensamiento resulta expuesto por Kierkegaard con mayor claridad, dado que la desesperación es allí calificada sin mas como una enfermedad cuyo padecimiento representa, sin embargo, privilegio exclusivo y característica distintiva de lo humano como tal.

Lo que Kierkegaard considerará como la actitud propiamente cristiana consiste, primero, en ejercitar la mirada interior para poder ver la propia desesperación y así luego, con la ayuda de Dios, aprender a no dejarse arrastrar mansamente por ella. Resulta indispensable evitar leer el desarrollo de esta actitud desde una consideración ingenua de lo edificante, por lo tanto, dado que lo específicamente cristiano, para una perspectiva agónica, no comporta un determinado conocimiento que ubicaría al cristiano en una posición elevada por encima del resto, sino una verdadera y determinada practica de sí cuyo objetivo ético ni siquiera podría definirse como una elevación personal.

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