Política Filosofía

Ser en común

Cuando ser en común no se vivencia ya inmunológicamente, opera en él una firme resistencia contra su propia inercia a refugiarse en un lugar de confort. Lo que el autor de la nota propone es dar cuenta de esta resistencia y de sus razones a partir del fino sentido comunológico de Jean-Paul Nancy.
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Al reflexionar sobre nuestro ser en común suponemos, demasiado rápidamente, que para afirmarlo deberíamos evitar nuestra eventual dispersión. Y por lo general no damos lugar a la posibilidad contraria, para la cual aquello que verdaderamente atenta contra la comunidad resulte, en cambio, la seductora ilusión de comunión. Esta última es, precisamente, la originalidad que ofrece una perspectiva comunológica, para la cual ser en común representa, ni más ni menos, resistir esa misma concepción de lo colectivo idéntica a sí misma sostenida principalmente por un melancólico recuerdo.

El mito más antiguo de Occidente es la suposición de que nuestra sociedad moderna, al ser una simple asociación desangelada entre individuos, sería una suerte de degradación de una intimidad comunitaria primitiva. Este mito terminó modernizándose hasta hoy en la idea de ‘fraternidad’, ese principio romántico por el cual cada ‘miembro’ de la comunidad se identificaría con un cuerpo vivo al cual todos perteneceríamos. Pero si hoy el fin del capitalismo no resulta ya más nuestro supuesto ‘horizonte insuperable’ - en tanto lo que actualmente se nos presenta precisamente como ‘insuperable’ resulta, en cambio, la condena del comunismo y el triunfo incondicional de la democracia liberal -, es porque nos resulta necesario ir más lejos incluso que todos los horizontes, deshaciéndonos así también de ese que está atrás nuestro: ese horizonte expresado en la tradicional idea de una ‘comunidad perdida’.

En su texto más conocido, La Comunidad Desobrada, Nancy indica que no sólo no habría motivo para añorar una supuesta ‘comunidad perdida’ sino que, antes bien, resulta incluso necesario precisar que ella nunca ha tenido propiamente lugar. Lo anterior a la sociedad misma sería, desde su perspectiva, algo para lo cual no tenemos siquiera una calificación apropiada, ya que abarcaría un cúmulo de cuestiones mayor al mero vínculo social. Y la comunidad propiamente dicha, al contrario, representa lo que sucedería en todo caso en y a partir de la denostada sociedad en la que mal o bien sobrevivimos, pues sería eso mismo que resulta de poder poner en duda justo la concepción romántica de una comunidad ‘orgánica’ de la cual seríamos supuestamente ‘miembros’.

Si Nancy reacciona contra la vieja metáfora del ‘cuerpo social’ que resultó tan útil a la filosofía política clásica, en tanto metáfora del lugar donde el hombre debía teóricamente realizar su propia esencia y consistía, a la vez, la actualización del cumplimiento mismo de la propia esencia humana, se debe a que toda esa tradicional concepción de lo social en definitiva mantenía, y por supuesto aún tiene en pie, a la soberanía impoluta del individuo, individual o colectivo, como fundamento único de toda enunciación política:

“La totalidad orgánica es la totalidad en la que la articulación recíproca de las partes se piensa bajo la ley general de una instrumentación cuya cooperación produce y sostiene el todo en cuanto forma y razón final del conjunto (...) La totalidad orgánica es la totalidad de la operación como medio y de la obra como fin. Pero la totalidad de la comunidad - entiendo por ello: de la comunidad que resiste su propia puesta en obra - es un todo de singularidades articuladas.”.

El organismo, la inmanencia o la intimidad, es todo lo que está perdido de la comunidad. Pero para Nancy estaría perdido no como lo que la anularía en tanto tal, sino en el sentido de que dicha pérdida resulta, de manera paradójica, constitutiva en cambio de la misma. Si la inmanencia se efectivamente se diera destruiría instantáneamente a la comunidad, y por eso la supuesta comunidad de la inmanencia humana no demuestra ser otra cosa para él que la comunidad de la muerte o de los muertos. Y eso es justo lo que para él caracteriza tanto a los totalitarismos comunistas y fascistas como a las democracias liberales, dado que ambas formas de comprensión de lo público no se basan sino en el miedo a la muerte.

Cuando hablamos de comunidad, en los términos de Nancy, no lo hacemos como algo que corresponda a cierta entidad colectiva, sino respecto de algo que atañe a la forma como nos relacionamos con el mundo. Somos en comunidad no sólo con humanos, sino con todo aquello que nos excede. Por eso es que hablar de comunidad, para Nancy, es hablar de cierta forma de subjetivación en la cual la afirmación o la negación de la muerte juegan un rol protagónico, dado que si una comunidad se da reaccionando contra la organicidad y la inmanencia es porque la vida en común exige mantenerse a la altura de la muerte.

¿En qué consistiría dicha altura?: según Nancy, fiel discípulo de G. Bataille, mantenerse a la altura de la muerte consiste en sintonizar el coraje necesario para distinguir en la comunidad el espaciamiento mismo de la experiencia del afuera. Es decir, en poder sobreponerse al temor a la muerte por medio de la conciencia clara que supone la vivencia de una comunidad independizada ya de la metáfora del cuerpo social. Sin nostalgia alguna, el punto crucial de esa vivencia será para Nancy, entonces, una conciencia clara de la partición inherente a lo común, lo cual no es otra forma que decir que resulta necesario reconocer entonces que la inmanencia o la organicidad no necesitan ser recobradas:

“La articulación no es más que la juntura o, más exactamente, el juego de la juntura: lo que tiene lugar allí donde las piezas diferentes se tocan sin confundirse, donde se deslizan, pivotan, o basculan una sobre otra, una en el límite de la otra - o exactamente en el límite - allí donde estas piezas singulares y distintas se pliegan o se enderezan, se doblan o se estiran conjuntamente y una a través de la otra, una en la misma, sin que este juego mutuo - que sigue sin cesar, al mismo tiempo, un juego entre ellas - forme la sustancia y la potencia superior de un Todo”.

Si existe algo así como una comunidad, dice Nancy, no es sino aquello que deshace en su principio la inmanencia absoluta. Esta desgarradura de la inmanencia, consustancial a la puesta en acto de la comunidad, sería la misma que se expresa en la diferencia entre ser y ente. Porque el ser es quien abre la inmanencia, es decir, quien impide entregar el ser de los entes a la inmanencia y quien acaba por definirse, al fin de cuentas, como relación y como comunidad. Pero esta desgarradura, que al mismo tiempo se expresa como ‘éxtasis’ e indica la imposibilidad de la inmanencia absoluta, sólo le acaece a quien no tiene nunca la estructura de la individualidad. Por eso es que a la partición de la comunidad le resulta consustancial la partición correlativa de la existencia de los seres singulares.

Nancy señala que el escollo con el que sistemáticamente tropieza un pensamiento imantado por la comunidad resulta no poder desembarazarse a tiempo del imperio de un sujeto que persiste como ese lugar impoluto que se presenta siempre como un desde donde la fusión con el otro sería supuestamente posible. Y nos conmina, por eso, a emprender con él - y más allá de él - una tarea militante de largo aliento consistente en la soberanía compartida entre unas exigencias singulares que no sean ya propiamente sujetos y cuya relación, por lo tanto, no sería ya tampoco la de una ‘comunión’.

Sería imposible acompañarlo en este camino, no obstante, si no vivenciamos ya a nivel personal que dichos seres singulares estarían ellos mismos constituidos por una partición o, mejor dicho, espaciados ya por la partición que los hace ser 'otros' incluso para sí mismos. Esta conciencia clara de partición no sería ya la de un ‘individuo’, obviamente, porque el individuo no es más que un objeto, es decir, un ser que no tiene comunicación ni comunidad. Dicha conciencia clara es al contrario el éxtasis, es decir, algo que no podría atribuir nunca como ‘mi’ conciencia sino que consiste una especialísima forma de conciencia, en todo caso, que el yo no tiene más que en y por la vivencia de ser en común.

Jean-Luc Nancy pudo decir que Bataille fue el primero en hacer la experiencia moderna de la comunidad porque lo que en ella se halla implicado sólo se entiende, al fin, como esa apuesta que ningún fracaso episódico puede apagar y responde a una tensión entre la inmanencia y la trascendencia que, de alguna manera, resulta incluso ajena al hombre mismo en tanto lo atraviesa y lo constituye. La perenne exigencia de comunidad, que la mismísima caída de los comunismos reales no ha podido disminuir siquiera en el s. 21, no puede entenderse por ello sino desde esta perspectiva del éxtasis que actuaría como retorno de lo reprimido.

La comunidad se revela como tal siempre al otro, tiene lugar sólo a través del otro y para el otro porque, en definitiva, es el espacio de los yo (no de los mí mismo) que son siempre otros: no fusiona los mi mismos, sino que es siempre la comunidad de los otros. De modo que la verdad de la comunidad es su comunión imposible, dado que se trata una de la que no se hace obra jamás sino que se vivencia asumiendo la imposibilidad de su propia inmanencia, y que nos presenta - y a la que se presenta - nuestra verdad mortal.

Sólo lo que no es un sujeto abre y se abre a una comunidad, en definitiva, porque sólo lo que no es un sujeto concibe a la muerte como aquello que, sin concesiones, le impide poder. Si la comunidad está consignada a la muerte, por eso, no lo es nunca como una ‘obra’. La comunidad, para Nancy, no es una obra porque ella no hace obra de la muerte - como sí ocurre en la sociedad - ni actúa tampoco como la misma muerte: en comunidad, la muerte no opera el tránsito a una entidad comunional (en el cielo), ni la comunidad opera tampoco la transfiguración de sus muertos (en la patria). Si la comunidad está consignada a la muerte es porque la imposibilidad misma de hacer obra de la muerte, y de obrar como la muerte, resulta lo que se inscribe y asume finalmente como comunidad:

“El ser-en-común significa que los seres singulares no son, no se presentan, no aparecen más que en la medida en que com-parecen, en que están expuestos, presentados u ofrecidos unos a otros. Esta comparencia no se añade a su ser, sino que en ella su ser viene al ser. [...] Por ello la comunidad no desaparece. No desaparece jamás. La comunidad resiste: en cierto sentido, es la resistencia misma. Sin la comparencia del ser - o de los seres singulares - no habría nada, o mas bien, no habría más que el ser apareciéndose a sí mismo, ni siquiera en común consigo, sino el Ser inmanente sumergido en una especie de parencia. La comunidad resiste a esta inmanencia infinita”.

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Desde que la comunidad dejó de ser tanto un melancólico recuerdo como un glorioso destino histórico, su llamado comenzó a ser escuchado en cada ser humano respetuoso de la vida. Cuando de ella no quedan ya ni sus cenizas resurge como un ave fénix, entonces,  purificada del lastre tanto del pasado como del futuro, adoptando una misteriosa forma que nada tiene de parecido a la nostalgia ni a la épica, pues su llamado se contenta con ser algo así como una voz melodiosa que no se molesta siquiera por ser escuchada. Es que este llamado no proviene de ninguna parte como no sea ahora de nosotros mismos. Escucharlo es un privilegio, y responderlo no es un don: el don, al contrario, es poder vivir en su escucha.

Es obvio que la comunidad porta todavía, para el imaginario social, el pesado lastre de una naturaleza mítica convertida en ese relato, a menudo confuso y no siempre coherente, que habla de poderes extraños, muchas veces crueles y otras risueños, y que no sólo es mítico en sí mismo sino que, a su vez, reproduce esa escena también mítica por la cual un relato fundaría una comunidad. Y es justamente esta condición del mito repetido por generaciones, nombre del cosmos estructurándose en logos, lengua y habla de las cosas mismas, lo que confiere para muchos su naturaleza cohesionaste: nada sería supuestamente más común que el mito pues, al mismo tiempo que la fundaría, revelaría la comunidad.

Lo que deshace la comunidad, lo que no permite que se realice, es lo que la protege al mismo tiempo, precisamente, de constituirse en un todo. Por eso, lo que Bataille llamaba la ‘ausencia de comunidad’, lejos de ser la pura y simple disolución de la comunidad da cuenta, dice Nancy, de que a través de la fusión que tradicionalmente se buscaba para hablar de lo colectivo se lograba sólo un nuevo individuo que, aunque de naturaleza colectiva, no dejaba de ser por eso individual, es decir, cerrado al afuera e indivisible hacia dentro:

“En la ausencia de comunidad, la obra de la comunidad, la comunidad en tanto obra, el comunismo, no se realiza, pero la pasión de la comunidad se propaga, desobrada, exigente, pidiendo pasar todo límite, toda realización que encierre la forma de individuo. No es por tanto, una ausencia, es un movimiento, es el desobramiento en su singular actividad, es una propagación: es la propagación, incluso el contagio, o aún la comunicación de la comunidad misma, que se propaga o que comunica su contagio por su interrupción misma”.

Frente a las concepciones tradicionales de la comunidad como esa totalidad que, al permitirnos formar parte de algo mayor, le conferiría un sentido a nuestra humanidad, podemos y deberíamos apostar a que la comunidad sea algo que acontece, en cambio y simplemente, cuando exponemos justamente nuestra propia finitud. La comunidad no sería, nunca así una justificación, sino la exposición misma de la finitud. Es decir, ni una precuela que nos otorgaría una identidad, ni una secuela que nos concedería la satisfacción de dejar nuestro legado, sino algo que sólo ocurriría en tanto y en cuanto renunciáramos explícitamente, como propuso Bataille, cada uno individualmente considerado y por separado, a la pretensión inútil de uno serlo todo.

Los análisis que se pretenden críticos de una cultura ‘individualista’ no ven – o no quieren ver – en la sobrevaloración de la competencia otra cosa que un beneficio de tipo material. Pero el individuo no es, como se supone rápidamente, sólo esa consideración que haría del hombre un todo que se enfrenta a los demás. Individual, más bien, es la interpretación que hace de sí quien se experimenta como una entidad cerrada desprendida de un fondo informe, dice Nancy, y que asume su individuación entonces como un proceso al que toma, inocentemente, como su tarea y su deber. ‘Totalidad’ y ‘particularidad’ son por eso nociones solidarias que, presentadas como manifestaciones culturales contrarias, nos mantienen sordos al llamado de la comunidad.

Hablar de la comunidad, en resumen, no es hacerlo de la totalidad ni de la particularidad: es hablar de lo singular. Como sólo lo singular puede no querer serlo todo y, sobre todo, porque sólo lo singular no procede de nada, es que lo singular no responde a ningún posible desprendimiento. Sólo comprendida de esta manera, dice Nancy, la comunidad no es una obra, entonces, que resulte de una operación, dado que no es ni extraída, ni producida, ni derivada.

Detrás de la singularidad no hay nada, ella desde el vamos está toda afuera. En lugar de arrancarse o de elevarse, la singularidad simplemente aparece en la exposición de su finitud. Sólo un ser finito puede exponerse y por lo tanto sólo la singularidad, que no tiene otro fondo sin fondo que la finitud misma, resulta capaz de escuchar el llamado de la comunidad para vivir propiamente en esa escucha:

“Su nacimiento no tiene lugar a partir de ni como efecto de: ella da por el contrario la medida según la cual el nacimiento, como tal, no es ni una producción ni una auto-posición, la medida según la cual el nacimiento infinito de la finitud no es un proceso que opera sobre un fondo y a partir de fondos. Pero el fondo (en cualquier sentido de la palabra) es él mismo, por sí mismo y, en tanto que tal, la finitud de las singularidades – ya”

Más que propiamente aparecer, dice Nancy, la singularidad entonces ‘com-parece’, dado que se presenta siempre siendo-en-común y como no siendo sino este ser ella misma: el modo de ser de la singularidad es entonces comunitario. No porque comparta con otras singularidades, precisamente, algo que entre todas tuviesen en común sino, al contrario, porque carecen en sentido técnico de todo vínculo. Técnicamente hablando, las singularidades no comparten nada y nada comunican: ‘se’ comparten y ‘se’ comunican puesto que su existencia está siempre fuera. Sólo los sujetos individuales comunican algo y, al hacerlo, decimos por ello que se ‘vinculan’. Pero el orden de la com-parencia característico de la singularidad, tal como ocurre con la palabra cuando la consideramos en su dimensión poética, es más originario que lo vincular:

Al ‘Cógito ergo sum’ de la subjetividad, el ‘Ego sum expositum’ de la singularidad le recuerda, entonces, que su supuesta evidencia posee tras suyo el llamado de la comunidad. Es por eso que Nancy dice que la comunidad, más que una obra, es su desobramiento o, lo que es lo mismo, la experiencia misma de la finitud: porque no es algo que tenga que ver con la producción ni con la consumación sino, al revés, con esa instancia íntimamente ligada con la fragmentación y con la interrupción.

La comunidad de la que Nancy nos habla es definitivamente la pasión de la singularidad como tal, puesto que la presencia del otro no sería para ella una suerte de obstáculo para su exposición sino que, al contrario, es la exposición al otro lo que desencadena sus pasiones: la pasividad, el sufrimiento, el exceso. Entre el querer serlo todo propio del individualismo y el no-querer serlo todo que abre la singularidad hay, por eso, algo que impide confundir sus perspectivas radicalmente diferentes: que la pasión de la singularidad resulta en la práctica un acto de resistencia a todo tipo de inmanencia.

Si podemos decir que la comunidad es una suerte de llamado, entonces, es porque de últimas ella nunca es una entidad sino un tránsito inacabable: una actividad desobrada o desobrante, como dice Nancy, que resiste precisamente su acabamiento pues en su inacabamiento mismo no hay por qué ver una insuficiencia sino la dinámica propia de la singularidad en tanto tal.

author: Fernando Tort

Fernando Tort

Estudiante de filosofía.

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