Foto: Emiliano Palacios
En su libro “Lo que hace la policía”, el autor francés Dominique Monjardet destaca el rol de la policía como un conjunto de diversas profesiones, y considera a la “cultura policial” como una paleta de valores compartidos por la profesión. Entre otras cuestiones, señala que la cantidad de tareas diversas que realiza la policía, exceden por completo su capacidad institucional para hacerlo de manera eficaz.
Recordé el título de este libro el sábado pasado, mientras la Policía de la Ciudad reprimía una manifestación pacífica en la puerta de la casa de la vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner.
¿Qué hace la Policía de la Ciudad? Debería prevenir y conjurar el delito.
Fue creada por una ley de la Ciudad a fines de 2016, que rige su funcionamiento. La norma es muy interesante, moderna, incluso es modelo en la región, y se alcanzó con consensos legislativos inéditos. Sin embargo, el gobierno porteño aplicó los aspectos formales que más le interesaban para darle institucionalidad, y nunca puso en práctica sus aspectos más democráticos, como la participación ciudadana o una defensoría para el personal policial.
La Policía de la Ciudad recibió por una transferencia de Nación toda la estructura de la Policía Federal Argentina (PFA) que tenía incidencia en la actividad territorial y algunas áreas técnicas. De esta manera, Macri presidente, y Larreta jefe de Gobierno, consiguieron lo que muchos desearon durante años: darle un golpe de muerte a la PFA, una institución que hasta entonces tenía super poderes para incidir en la vida política y social de la Argentina.
A la vez, la Policía de la Ciudad fue la continuadora de la Policía Metropolitana, creada en 2008, que ya había nacido vieja: se convocó para sus líneas de conducción a viejos federales exonerados, militares, policías bonaerenses y hasta al mismísimo Jorge “Fino” Palacios, implicado en la Causa Amia, entre otros asuntos.
Esta es la cultura policial de la Ciudad de Buenos Aires, que pinta de cuerpo entero a Larreta: una cáscara progresista, moderna, democrática, que -en cambio- tiene un contenido autoritario, tradicional y violento.
Alberto Binder nos habla del modelo del orden (más autoritario) en contraposición al modelo de gestión de la conflictividad (más democrático). Larreta supo campear en ambos modelos, con las formas y el discurso de la gestión de los conflictos, pero con una práctica al interior de la fuerza que adora el orden público, promoviendo en el inconsciente policial las tradiciones de la doctrina de la seguridad nacional y la identificación del otro como un enemigo: el que molesta al orden establecido por las estructuras del poder económico y financiero (que no es lo mismo que aquel que comete delitos). Un “ellos y nosotros” que habla del antagonismo.
Por un lado, se promueve un policía cercano, preventor, que dialoga, el policía profesional, que conoce y maneja la tecnología, se ordenan algunas cuentas, se toma el control del dinero y el control operativo. Pero hay algo que está en las venas de nuestras policías que el larretismo (macrismo) no discutió sino que consolidó, generando -obviamente- las tensiones necesarias.
Durante años en Argentina se formó y se instruyó a las policías para que cuiden el orden público (“reestablezca el orden según su criterio”, ordenaban las superioridades). Había que defender al Estado de la agresión de la sociedad, una mirada que tiene como premisa que siempre hay una banda de insurrectos que quieren alterar el orden. Un concepto difuso y por lo tanto autoritario.
¿Qué es el orden público? No está definido en ningún lado. ¿Quién dice cuál es el orden? En esa disputa de poder se juegan entonces cuáles son los intereses que los mueven. Creer que hay algo que es lo normal. El mito de lo normal. Y el mito, en palabras de Roland Bahrtes, se encuentra a la derecha.
Por el contrario, la seguridad en democracia se hace desde el Estado y para defender al pueblo, como valor principal. Esto no quiere decir que las fuerzas de seguridad no deban defender a las instituciones estatales, sino que no debe ser ese su principal objetivo. Porque además es muy curioso qué Estado defienden.
Se necesitan varios años y quizás algunas pequeñas revoluciones para que la policía defienda los intereses de las mayorías. No alcanza con cursos de derechos humanos (la mejor propuesta educativa para las policías que hemos intentado en los últimos diez años ha sido hacerlos reflexionar, es tan elemental que ni siquiera son tan importantes los contenidos. Buscar que se pregunten por qué hacen lo que hacen y quién se beneficia con eso. Hacerles saber que ellos también son ciudadanos, trabajadores, con derechos. Que las leyes son muchas y que siempre les hicieron creer que solo deben hacer cumplir las que se dictaron en el siglo XIX).
Entonces para esta policía gobernada con cinismo y autoritarismo, que una murga en Boedo practique durante todo el año su número para el carnaval no afecta el orden público (por suerte), pero si un grupo hace el mismo ruido en Recoleta, sí. ¿Cuál es la diferencia? La actividad política (o la orientación política mejor dicho, porque si el barullo lo hacen en contra del peronismo no hay ninguna alteración para esa misma policía), porque la acción popular colectiva es perseguida históricamente en Argentina y está en los genes de las fuerzas de seguridad.
No cualquier expresión política, sino la que tenga alguna potencia para modificar la estructura económica y afectar intereses del capitalismo más concentrado. Una marcha del “campo” o por la muerte de Nisman es acompañada por las fuerzas de seguridad, allí caminan juntos, no es reprimida ni regulada. No hay orden para reestablecer.
El orden público es la frase fácil, rápida, sencilla, que autoriza a las autoridades a generar operativos policiales irregulares sin intervención judicial. En el comienzo de su conferencia de prensa, el sábado por la noche, Rodríguez Larreta dijo que su policía debía defender el orden público (también lo resaltó en las redes sociales). No dijo que debía defender la democracia ni las instituciones, dijo el orden público (acompañado de la palabra paz, que siempre queda bien a pesar de su vacío).
¿Acaso alguna vecina o vecino presentó una denuncia por ruidos molestos? No se sabe. ¿Algún magistrado analizó si los ruidos excedían el sonido permitido en CABA? No. Porque ya ahí no importan las normas. Importa la política. Las policías son consecuencias de sus jefes, y no al revés.
En general, la policía se dispone en la puerta de una vivienda para cuidar a la persona que allí vive de “aquellos manifestantes que la quieren agredir”. Lo que ocurrió el sábado es absolutamente inédito. Prohibieron el cariño. Ortiba sería la palabra justa.
Hay muchísimas y muchísimos policías que tienen en claro que en democracia no se persiguen ideas sino violaciones de derechos. Cuarenta años de democracia no han sido en vano. Pero esos mismos policías tienen que convivir con otro grupo mucho más reaccionario y con prejuicios que perduran. De esa tensión se alimenta la nostalgia autoritaria. Y eso alimentan constantemente Bullrich, Macri, Santilli, Larreta y otros.
Porque siempre, recordemos, el problema tiene su origen en la autoridad política, no en la policía. Las fuerzas de seguridad son un instrumento de la política. Si el mensaje es “ellos o nosotros”, entones los uniformados y las uniformadas que tienen que actuar, le pegaran patadas y golpes de puño a una persona que simplemente piensa distinto, porque es el peligro (no se sabe bien de qué, pero es un peligro). Eso es lo que hace la policía. El mensaje de la dirigencia de Juntos por el Cambio a la policía es que es más grave para la sociedad hacer ruido o ensuciar una calle, que un homicidio, la trata de personas, o un secuestro extorsivo.
Al final del camino, las policías no hacen nada sin tener autorización. Veamos: el macrismo gobierna gobierna desde el 2007, hace más de quince años. No hay que ser muy avezado para imaginar la bajada de línea en las escuelas policiales y en las comisarías: piqueteros malos, Cristina chorra, entre manuales de derecho constitucional y prácticas de tiro.
Es la doctrina de la seguridad nacional actualizada, velada, escondida, que apunta a lo visceral.
La Ciudad tiene un promedio de policías que supera el de la mayoría de las ciudades del mundo. Sin embargo, no se conocen problemas concretos que hayan resuelto en términos estructurales (por ejemplo el robo de celulares o de automotores), porque es una fuerza reactiva, no proactiva, aparece ante el problema, no lo previene. Hace un par de años que tienen competencia en el narcomenudeo y lo único que han hecho fue aumentar el número de causas de consumidores en los juzgados. Atrapan lo que encuentran, no tanto lo que buscan. Es una institución formada con miedo y con odio (no solo en las escuelas, sino con la tele que tienen prendida todo el día o con los portales de internet que ellos miran) y eso solo puede generar una respuesta violenta.
Tienen organizada una fuerza de choque que sabe bien de esa lógica reactiva, temerosa y llena de odio. Esa unidad la compone una cantidad enorme de efectivos como si fuera una ciudad en guerra civil. Los tienen ahí, a la espera. Y en momentos oportunos los sacan de la jaula y los largan a cazar kirchneristas (Máximo puto, Axel no tiene fueros, piñas y golpes a diputados o funcionarias), o mujeres y diversidades, como en el 8 de marzo de 2017, o a manifestantes en retirada como a fines de ese mismo año luego de la protesta contra la reforma previsional, en el Congreso, para poner apenas algunos ejemplos de docenas que conocemos.
Eso es lo que mejor saber hacer la Policía de la Ciudad: reprimir la disidencia política que dejó de ser delito hace más de cuarenta años.
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