Política Peronismo

Todo odio es política

No es novedosa la explicación sobre el atentado contra CFK, ya que forma parte de una cadena de operaciones desarrolladas deliberadamente por las fuerzas de la derecha que ya ha apelado al asesinato político en otros momentos de la historia. En cada marco, y cada contexto, hubo un clima y discursos de odio. No hay que abandonar la historia como marco de sentido, sostienen los autores de la nota.

Por Mariano Unamuno y Marcela Gaba

No sorprende el intento de explicación del atentado contra CFK como obra de unos loquitos sueltos. No se trata simplemente de la convicción de quien la arroja en la arena discursiva pública. Tampoco resulta novedoso. Corresponde insertarla en una cadena de operaciones desarrolladas deliberadamente por las fuerzas de la derecha que ya ha apelado al asesinato político en otros momentos de la historia y se ha servido de marginales que ahora los medios de comunicación han vuelto a nominar como lúmpenes. Sin embargo no puede extrapolarse una experiencia histórica en otro momento, del mismo modo que anteriores matones no resucitan idénticos en los actuales.

Un intento de reflexión crítica permite identificar algunas articulaciones de las actuales operaciones. En primer lugar, la implantación de discursos de odio que retornan como técnica y vehículo renovados del ya rancio antiperonismo. Luego, la deshistorización en los discursos al servicio de aislar los hechos de su red de sentido operando, permítasenos el señalamiento, como eficaz “asepsia” del pasado. Finalmente, la omisión del carácter político del atentado para reducirlo a un acto individual o simple delito llevado a cabo por sujetos marginales, solitarios, autónomos, sin referentes, con un plan, somero por cierto, pero sin estrategia.

Lo que sigue es, más que un análisis académico, el fruto del estupor primero, de la sospecha después y, finalmente, de conversaciones en busca de alguna explicación que inserte los hechos en marcos para una comprensión situada.

La historia argentina dispone de momentos en que personajes marginados o marginales fungieron como mano ejecutora de crímenes emergentes de corrientes subterráneas de violencia política en contextos de agudización del enfrentamiento entre los intereses de las grandes mayorías “populares” y los de las minorías abroqueladas en la defensa de sus privilegios de clase.

La Liga Patriótica, mixtura de personajes de la política, de la alta sociedad citadina y de arribistas de baja calaña, comenzó formalmente sus actividades en 1919. De su accionar parapolicial y extraordinariamente violento dan cuenta algunos de los centenares de trabajadores de los Talleres Vassena asesinados cruelmente en la Semana Trágica. También operaron como paramilitares en los cruentos hechos represivos de la Patagonia Rebelde. El único pogrom de América Latina fue protagonizado por sus integrantes y tuvo lugar en la Ciudad de Buenos Aires. No eran petiteros fieles a sus manifiestos en defensa de “Patria y Orden”. Fueron manos de civiles reaccionarios armadas por carabinas de jefes militares orientados por directivas del poder político o directamente bajo sus órdenes. La mayor parte de sus integrantes nunca fue llevada a juicio penal por esos hechos, en cambio recibieron reconocimientos y hasta cargos públicos.

Infame, como la Década que lo prohijó, Ramón Valdez Cora dejó su huella asesina al atentar contra la vida del senador Lisandro de la Torre y dar muerte en el intento al senador electo Enzo Bordabehere, discípulo y colaborador de aquel en la tarea que llevó adelante como parte de la Comisión Investigadora de la verdadera situación del comercio de carnes y su exportación por los frigoríficos británicos en el país. Valdez Cora, que había sido parte de los grupos de choque del Partido Conservador contra Yrigoyen, luego comisario caído en desgracia por su mal desempeño, guardaespaldas y finalmente, matón a sueldo, llevó adelante el encargo criminal de quienes, durante los cinco días de sesión en que De La Torre presentó las conclusiones de la investigación, quedaron expuestos por sus contubernios con el monopolio inglés del comercio de carnes garantizado por el gobierno de Agustín P. Justo. Baste recuperar los insultos que De La Torre recibía en el recinto de parte de Federico Pinedo y Luis Duhau, por entonces Ministros de Hacienda y de Agricultura y Ganadería respectivamente. Valdez Cora pagó con cárcel su delito. Sin embargo, sus mandantes nunca fueron identificados ni castigados.

En 1976 una Comisión Parlamentaria se había dado a la tarea de investigar los crímenes de la Triple A, en su marco destaca la declaración del ex militar Salvador Horacio Paino que relató cómo recibía los nombres de las futuras víctimas y los cheques de entes estatales para financiar la organización parapolicial.

Baste recuperar el caso del doble asesinato de la pareja de Antonio Deleroni y Nélida Arana montado por su matador, Julio Ricardo Villanueva, como la escena de un crimen pasional hasta ser detenido por la fortuita intervención de un policía de franco que actuó espontáneamente en una zona que desconocía como liberada. En su declaración judicial el asesino se definió como “depurador de marxistas dentro del Movimiento Peronista” y dijo trabajar como custodio. Luego de unos pocos días en una comisaría, se esfumó como el expediente en que se lo investigaba.

Más de 680 homicidios que pudieron ser documentados fueron objeto de investigación penal contra integrantes de la Triple A. Cometidos desde 1973 fueron considerados delitos de lesa humanidad en 2006 y sólo cinco de sus autores fueron condenados en 2016.

Considerar que el magnicidio tentado contra Cristina Fernández de Kirchner puede aislarse de su contexto no es un error. Es un planteo deliberado que fragmenta los hechos para denegar la visión de su historicidad. Abreva en las prácticas más conocidas de la operatoria ideológica neoliberal.

En el campo del saber histórico, los grandes relatos explicativos se sustituyen por el microrrelato.

La falta de referencias históricas de los hechos los vuelve apenas un episodio desconectado de su contexto, de sus actores sociales históricos y de la politicidad de los intereses que estos ponen en juego.

Por otra parte, en el campo discursivo encontramos una de las operatorias más comprensibles y, aún así, mejor disimuladas. La lengua y la política han sido indisociables. La hipermediatización de la vida social permite actualmente escenificar una manifestación específica de ese lazo a la vez que se constituye en su misma herramienta.

En ese escenario las manifestaciones de odio circulan de modo generalizado, viral. Se las hace aparecer como un objeto más en el universo-mercado mediático o comunicacional. Cualquiera puede arrojar a ese espacio su granito de arena odiadora. Sin embargo esta descripción requiere mejor examen, requiere la pregunta por la realidad social en que esos discursos se emiten. Ensayar una respuesta a esto lleva a considerar que las palabras de odio no asumen únicamente la función descriptiva de apreciación de un estado de casos, ni son vías de expresión de una opinión. Se trata de algo más que de un mercado ampliado de opiniones. Las enunciaciones odiantes son actos en que el lenguaje porta su habilidad performativa, su capacidad de llamar y llevar a la acción. Las expresiones de odio pueden causar daño por sí mismas y también llamar a causarlo en el plano de los actos.

La disposición continua y al alcance de la mano de herramientas para facilitar la circulación de estos mensajes focaliza la atención sobre su enorme capacidad de repetición y dispersión. Si desatendemos la operación deshistorizadora no estaremos más que ante una feria de opiniones cuando en realidad se trata de la ampliación del campo de batalla.

Reponer la experiencia histórica, de largo aliento, de continuidades y rupturas permite, en cambio, encontrar relaciones que permanecen subterráneas a la vez que eficaces. Relaciones materiales, entre actores con poderes heterogéneos, con intereses explicitables… o no. Entonces, las actuales formulaciones de odios sexistas, clasistas, racistas o simplemente antiperonistas, se reconocerán entretejidas en aquellas otras anteriores de cuya trama histórica son parte y vienen a actualizar con nuevas características. Allí entonces podemos reponerlas de su politicidad.

Varias razones abonan la centralidad de abordar los discursos de odio más allá de su presente. Entre los estudios más interesantes Luis Ignacio García señala algunas de las mutaciones que han experimentado las lenguas del odio en el presente siglo, entre las que señala un tránsito hacia el linchamiento lingüístico. Agrega con notable acierto que “asistimos a una suerte de desinhibición progresiva y radical de la lengua neoliberal, un descaro que por momentos parece contar como un auténtico ‘pasaje al acto’ de las lenguas del odio”, para “ejercer su performatividad histórica” (L.I. García, Políticas de la lengua en el frente antifascista en La Babel del Odio, p. 79-80. Buenos Aires, 2021).

Sostenemos aquí que el futuro aludido por García ya llegó. Llegó con sus personajes desfachatados desafiando los límites de los acuerdos más básicos de la libertad de expresión democrática, desde el conveniente anonimato que propician los perfiles digitales y su coartada de impunidad, con su lógica de enfrentamiento “a muerte” contra lo otro y haciendo del odio una trinchera unificadora contra la realidad siempre heterogénea y diversa. Fue puesto en acto en el intento de asesinato de Cristina Fernández.

Es momento, entonces, de retomar nuestro interés central. La violencia de los perpetradores de la tentativa de magnicidio no puede ser considerada a nivel individual. Ni siquiera como de un pequeño grupo de loquitos sueltos. El episodio que protagonizaron pone en acto la potencialidad cargada de historia de los discursos odiantes que pregnan los relatos e incluso los programas políticos antidemocráticos de las fuerzas de la derecha. Estos últimos, sin duda, reconocen como antecedente algunos de los momentos que arriba señalamos y acumulan a su vocación antipopular y antidemocrática sus esfuerzos por implantar el régimen neoliberal en América Latina que en Argentina tomó la forma de terrorismo de Estado.

Así como entendemos que no se sostiene la autoría de un asesino solitario tampoco nos parece eficaz el repudio individual. Partimos de la convicción de que abrazar la política obtura el regreso de la violencia que hace imposible la democracia. Es en el nivel colectivo que este hecho se explica, se previene, se esclarece, se castiga.

Porque toda palabra es política, entonces, sostenemos la necesidad de no abandonar la historia como marco de sentido aunque más no sea como acto de resistencia frente a las pretensiones individualizantes que disgregan nuestros esfuerzos de comprender lo que sucede para trabajar por mejorar la vida en común.

author: Mariano Unamuno

Mariano Unamuno

Coordinador de la Secretaria de Interior de UPCN.

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