Sobre la (mala) educación
25 de Febrero de 2017
Por Laura Fuhrmann (laurafuhrmann17@gmail.com)Hace ya algunos años, recuerdo que quedé fascinada con la lectura de un artículo, un apunte de la facultad, que narraba la experiencia llevada a cabo en Colombia por un alcalde, en la que se proponía disminuir los índices de violencia a través de la cultura y la educación y que terminó resultando, paradójicamente, la única, la mejor, arma para combatir la creciente e irrefrenable al parecer -aunque solo al parecer- delincuencia juvenil. Recuerdo también haber leído que dicho intendente aseguraba en una entrevista que una mayor presencia policial en un barrio o ciudad que se conoce como inseguro no garantiza, en absoluto, mayor seguridad a sus habitantes -esto corroborado, desde ya, estadísticamente-. Pero sin embargo, y gracias a haber destinado un aumento considerable del presupuesto en materia de educación, para la creación de escuelas, bibliotecas, centros culturales, etc., Colombia había logrado disminuir, y mucho, la tasa de homicidios.
Tiempo después, y con aquel escrito -que en su momento me gratificó mucho y me colmó de esperanzas- todavía en mi cabeza, tuve la dicha de conocer -y hasta de trabajar en algunos de ellos- una serie de programas implementados en nuestro país durante lo que muchos defensores acérrimos del “Cambio” denominan, sin que se las caiga la cara de vergüenza, la “década sakeada” ( así, con “k”, para hacer alarde de un pésimo uso del intertexto y por supuesto de su soberbia). Me refiero tanto a los Programas creados y desarrollados dentro de la Dirección Nacional de Políticas Socioeducativas, a saber: los CAI (centro de actividades infantiles) y CAJ (centro de actividades juveniles), Mesas Socioeducativas, Ajedrez Educativo, Coros y Orquestas, Educación Solidaria, Parlamento Juvenil del Mercosur, Desarrollo Infantil, Becas escolares, como también los otros Planes Nacionales: el de Lectura y Matemáticas para Todos, el Programa Conectar Igualdad, el Plan FINes I y II y el COA (luego llamado PPFEO), que marcaron, sin lugar a dudas, un hito en cuestión de mejora de la calidad de vida de los sectores populares, quienes pudieron, gracias a ellos, recuperar un derecho que les había sido vedado durante décadas: la reinserción en el sistema escolar.
Todos estos avances en materia de inclusión hoy caminan por la cornisa. Claro que los actuales gobernantes no reconocen -de hecho lo niegan rotundamente- la desaparición, de momento gradual, solapada, disfrazada de “ajustes y correcciones”, de muchos de ellos. Pero quienes estamos arriba del barco podemos juzgar y legitimar estos programas, porque hemos podido ver, desde adentro, cómo muchos de los pibes que antes se juntaban en la esquina a fumar y tomar cerveza lo cambiaron por cuadernos, libros o netbooks otorgados -no debemos dejar de mencionarlo- por el mismo gobierno que apostó y logró generar el verdadero cambio.
Y hoy, en épocas de un discurso oficial que insta al apoyo de la sociedad para modificar la baja de imputabilidad y extenderla a los menores a partir de los 14 años, preocupa más que nunca que la educación esté en jaque y que se vuelvan a cercenar los derechos de quienes -y esto todos, incluido nuestro presidente y su gabinete, lo saben muy bien- fueron históricamente excluidos del sistema educativo y una, tristemente vasta, parte de la población se acerque a la escuela para, en el mejor de los casos, concurrir al comedor.
Durante el 2016, más allá del comienzo del vaciamiento de los programas nombrados y el intento -que la lucha conjunta y feroz de docentes, alumnos y gremios logró disuadir- de la no renovación de contratos a becarios del CONICET y de docentes tutores de programas de formación y postítulos docentes, se realizó, de manera menos visible para el conjunto de la población en general, el llamado “Operativo Aprender”. Dicho experimento proponía, a los alumnos de algunos grados de primaria y otros años de secundaria, una evaluación externa, estandarizada, uniforme, basada en requerimientos de organismos multinacionales, a través de la técnica del multiple choice- que va en contra de todo lo que se nos enseña a los docentes durante nuestra formación acerca de cómo debe evaluarse a los estudiantes, esto es, que la evaluación debe ser parte del proceso de enseñanza-aprendizaje y, por lo tanto, desprenderse del mismo, pero nunca ser un aspecto aislado, y por lo tanto, forzado, impuesto ni –mucho menos- descontextualizado.
Por si fuera poco, y también de manera subrepticia como acostumbra a manejarse el actual gobierno, ofrecieron a los “docentes elegidos” una paga que oscilaba entre los 1.000 y 2.000 pesos (según fuera la función que cumplieran los mismos), hecho que trajo una consecuencia negativa: se gestó –como suele suceder tarde o temprano con los gobiernos de derecha- una especie de “lucha entre pobres” ya que docentes que a lo mejor genuinamente creyeron en que era necesario hacer esta evaluación y/o que necesitaban el dinero fueron acusados de “venderse” por quienes decidieron no ofrecerse, e incluso rechazar la convocatoria en caso de haberla recibido.
Pero a este Operativo – que yo llamaría más bien “operación”- no podemos aislarlo de algo que otra vez deja afuera a quienes no se encuentran hoy en las áreas específicas de educación y por eso es dable mencionarlo: el desembarco de las neurociencias para complementar (¿destruir?) y mejorar (¿tirar por la borda todos los estudios en psicogenética realizados en los últimos treinta años?) la educación actual. Aunque sería interesante hablar de este tema con mayor profundidad, lo que me resulta pertinente decir es que, sin desmerecer los estudios e investigaciones que se han hecho con seriedad en este campo, debemos ser cuidadosos al aceptar introducir en nuestros programas de clases ciertos conceptos que de inocentes no tienen nada y de ideológicos, mucho. Tal es el caso de responsabilizar al cerebro de un niño por el éxito o el fracaso en el aprendizaje – Javier González Fraga podría haber dicho perfectamente: “lo que pasa es que se creyeron que podían darse el gusto de ir a la escuela”- dejando de lado el contexto socio económico, etc.
Finalmente, y mientras esperamos la próxima reunión de los gremios docentes con el gobierno para acordar paritarias - ¡nos ofrecieron la magna suma de 18% de aumento en 4 cuotas fijas y pretenden que el inicio de clases no sufra peligro!-, sería interesante releer a Paulo Freire quien se oponía con sus métodos de alfabetización popular a lo que llamaba “educación bancaria”. Y hoy, me pregunto, ¿cómo llamaría a esta nueva educación, “educación CEOísta?
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