1 de Julio
22 de Febrero de 2019
Por Ernesto Gonet
Habrá sido a fines de junio, o a principios de julio, porque hacía mucho frío, y no era raro que la lluvia fuera impiadosamente fría. Las guardias nocturnas se hacían insoportables, cuando se dijo que Perón había saludado personalmente al centinela del puesto que daba a la avenida Luis María Campos, casi justo enfrente de la agencia de la DGI.
Como tantas otras historias, ésta no se sabe cómo empezó, aunque con seguridad debió ser en forma de rumor de colimbas y fue creciendo hasta llegar a todos los rincones del cuartel. Al cabo de un mes, en todo Patricios se discutían los hechos, y hasta hubo peleas entre los que sostenían que era imposible que el anciano líder, en traje de general, hubiera descendido del Fairlane negro, dejando atrás a la custodia presidencial, a la que habría detenido con un gesto imperativo pero tranquilizador, sólo para hablar con el soldado de guardia de noche, con ese frío, y sin que nadie más los viera. Y los que, en cambio, crédulos o no, aseguraban que Prieto, el guardia en cuestión, no mentía, y no era de los que se dormían de pie.
El cuartel es esa isla cercada por avenidas que evocaban a una provincia, al fundador de un partido político, a un general experto en represiones, y a un gallego de Pontevedra que hizo carrera entre los indianos. Una isla en ese barrio que bien podría ser un archipiélago de establecimientos y casas de militares, salpicadas en un mar de aguas civiles. Era invierno seguro, porque desde las siete de la tarde ya se empezaban a ver las luces de los autos y colectivos que trajinaban Palermo. Era de noche e invierno, seguro (entonces), porque el cabo, mientras se ajustaba los guantes de paño, nos señalaba las vías del tren diciendo: - Por ahí soldados puede venir un ataque en cualquier momento. Si los montoneros que ahora andan sueltos deciden atacarnos, tanto pueden venir, como escapar por ahí... ¿De acuerdo? Por esas, vías se pueden rajar fácilmente, sobre todo de noche. Y en los ojos algo vidriosos del cabo se adivinaba una ansiedad que bien podría ser miedo, o impaciencia ante una prolongada incertidumbre de la guerra no declarada.
Un micromundo de armas, reglas y disciplina, orden cerrado, borceguíes deformados, arbitrariedades. De barracas con olor a acaroína, a cuero, a testosterona. Un pequeño mundo de largas horas de imaginaria bajo la pálida luz de una bujía incandescente que vacila en medio de la noche, cuando una petaca con ginebra, una foto o una carta tantas veces leída es el único abrigo.
A la hora del rancho, en uno de esos escasos momentos en que se podía dejar descansar al cuerpo entumecido, Prieto comía en silencio. No había hecho amigos, y sólo cruzaba algunas palabras, de vez en cuando y por obligación. Venido de Formosa, obedecía a los suboficiales ignorantes y brutales, y a los oficiales de sobradora suficiencia, y nunca se quejaba. Pero sus silencios decían mucho más que las puteadas dichas entre dientes por la mayoría de sus compañeros. Le costaba tolerar el frío, y en las noches de guardia permanecía en el puesto con los ojos fijos en el pavimento, sólo recorriendo a veces con la vista las vías aceradas de los tranvías que no conoció y que habían dejado de correr hacía ya tantos años.
En una de esas guardias de invariable monotonía, vio venir por la avenida de luces amarillentas al General Perón. Grandote, tan seguro de sí mismo como un actor representando una pantomima, Perón se detuvo ante el puesto de Prieto, quien se quedó helado, sin atinar a hablar. El General, sonriente, lo saludó campechano.
- ¿Cómo está, soldado?
Ante su desconcierto, respondió con una frase de tono ampuloso, como alguna vez había declamado en un acto escolar.
- Bien, mi General. Aquí, guardando las armas de la Patria.
- ¿Y cómo van las cosas?
-Tirando, mi General. Deseando que llegue la baja, para volver a mi provincia.
Le pareció que el General era muy alto, de un gran cuerpo macizo, el pelo bajo la gorra impresionaba por lo negro, contrastando con la cara sonriente, manchada y surcada de arrugas. A Prieto se le antojó un pelo recién teñido, brilloso, irreal. Perón parecía cargar con un gran peso, pero las piernas ceñidas en altas botas de montar, se afirmaron seguras frente al puesto.
- ¿Usted fuma, soldado?
- No, mi general, En las guardias está prohibido y además no puedo acostumbrarme a los cigarrillos porteños.
- Claro... ¿Sabe? Yo estuve en Formosa hace mucho tiempo...- La voz era quebrada, pero estentórea por momentos, como si saliera de uno de esos discursos que tanto se oían por aquellos días en las radios. – Y ahí me acostumbré a pitar esos cigarros machos que fuman los indios.
- ¿Cómo sabe que soy de Formosa?
- Pero si usted me lo dijo, Prieto...
- No me acordaba. Disculpe, General. Nadie me va a creer que hablé esta noche con usted.
- ¡Y entonces no se lo diga a nadie!
El tono era jovial, como de complicidad, en particular viniendo de ese hombre viejo, que hablaba como sabiéndolo todo. Un jefe que dejaba sus obligaciones para charlar de cosas sin importancia con un centinela que tiritaba de frío. Perón parecía divertido, como si estuviera haciendo una travesura. Por la avenida pasó un colectivo con los vidrios empañados por el aliento de los pocos pasajeros adormecidos. Tras su carrera perezosa se hizo un silencio.
- ¿Y cómo les dan de comer, están bien abrigados?
- Y, mi general... se aguanta.
- Cierto… El infante se ha hecho para sufrir. Dígamelo a mí... ¿Sabe una cosa? De todos los hombres que están en el ejército, a quienes más quiero, es a los conscriptos. Hacen algo que no eligieron hacer, pero lo hacen bien y, como en su caso, soportando a los brutos que lo maltratan.
Prieto iba hinchándose de orgullo. Hablar con Perón le daba un sentido muy diferente al hecho de estar de pie a esas horas de la noche en que apoyaba el fusil en la tronera y todo su cuerpo cansado parecía reclamar el descanso provisorio sobre la correa tirante del FAL.
El General estuvo un tiempo en silencio, ensimismado, quizás reflexionando acerca de algo importante que debería decirle a Prieto y dudando de la conveniencia de hacerlo. Finalmente, se decidió:
- Bueno, Prieto..., ya me voy yendo. Y ábrame bien los ojos... ¿Eh? No se me vaya a dormir, que a usted lo dejo en una posición bien jodida. Tanto le puede venir un tiro desde afuera, como desde adentro. No me tome en serio, ya le va a venir la baja y va a poder volver para casarse con su novia.
- Hágame caso... ¿Para cuándo me dijo que era esa baja?
- Y.… capaz que para fin de año. En una de ésas, llego a festejar el año nuevo en mi casa con los viejos.
- Que se le haga, mozo. Lo dejo, nomás. Quedó mucha gente esperándome, y seguro que ahora se habrá juntado todavía más. ¡Y encima con esta lluviecita! Dicen que ha venido gente desde todas partes. ¿A Usted le parece que voy a poder atenderlos a todos? Puta, venir a morirme justo ahora.
Pensó que, como le había pasado con su abuelo, el angueru podía manifestarse a los vivos bajo el aspecto de un póra.
Perón se fue por la avenida, en dirección a la parte de las cuadras, más allá del picadero. Sin apuro, como quien no quiere la cosa, la silueta se fue desvaneciendo hasta que la noche y la garúa se tragaron su figura y solamente se dejaban escuchar sus pasos firmes.
Los pasos marciales, como de quien desfila, pensó Prieto que ahora entre mate y mate recordaba.
Habrá sido a fines de junio, o a principios de julio, porque hacía mucho frío, y no era raro que la lluvia fuera impiadosamente fría.
Sigamos conectados. Recibí las notas por correo.