Militancia Filosofía

Comunidad militante

Debajo del triunfo electoral del libertarismo, el ajuste económico, los perjudicados y beneficiarios, lo que se está jugando es el debate sobre lo que implica, para unos y para otros, el concepto de lo común. Cinco puntos de citas y análisis del libro La organización permanente, del intendente de Hurlingham, Damián Selci.

16 de Febrero de 2024

Por Fernando Tort

1 - 'No es 'lógico' que el interés de los trabajadores sea ganar mejores sueldos. Perfectamente pueden querer objetivamente ganar menos... Una vez que aceptamos esto, la cuestión de por qué la gente puede preferir su propio mal pierde todo misterio. En principio, nada lo impide. Ninguna sustancia está ahí, en el fondo, para resistirse románticamente a la opresión. Los campesinos pueden no rebelarse, pueden incluso colaborar con la expoliación de los terratenientes. Por esa razón, cuando efectivamente se rebelan, ello no es algo 'lógico', sino algo político y permite vislumbrar la pertinencia y la necesidad de una teoría de la militancia que pueda pensar la irrazón de la praxis”.

Podría decirse que la tradicional antinomia entre 'la razón' y 'la opinión' consistiría, básicamente, en desmontar los presupuestos que son respetados sin deliberación como si fuesen incondicionales para dejar así en evidencia su fragilidad histórica y social. El pensamiento filosófico sigue entonces un camino histórico de desfondamiento crítico que, de filósofo a filósofo, más que demostrar verdades es un método que se caracteriza por su capacidad para poner de manifiesto en cambio las falsedades tomadas sin más por verdaderas.

De esta manera, un 'pensamiento político postfundacional' se trataría de una corriente teórica que con todo derecho puede y debe ser interpretada en línea con este camino tradicional del pensar. Es decir, que no viene sino a dar cuenta de cierto desfasaje entre lo hasta ahora tenido como verdadero en materia política y la realidad política efectiva, al menos en lo que al día de hoy respecta.

El debate postfundacional en cuestión surgió durante los últimos veinte años del siglo pasado en declarada contienda con ese liberalismo que se arrogaba ganador indiscutido frente al derrumbe del socialismo real. La crítica de ciertos intelectuales de izquierda, luego apropiadamente calificados como postfundacionales dentro del pensamiento político, consistió en mostrar que la mera pretensión de hallar una zona de neutralidad, como pretende el liberalismo, capaz de homogenizar a todos los miembros de una sociedad resulta, no sólo tácitamente autoritaria, sino innecesaria desde un punto de vista teórico. Es decir, que el supuesto de que resultaría indispensable hallar y basarnos en un fundamento para pensar lo común no obedece sino a un prejuicio.

El pensamiento político postfundacional inaugura así una perspectiva sobre lo común que al mismo tiempo se opone al liberalismo y al republicanismo que en ese mismo período intentaba poner un freno al liberalismo recostándose en la moral. Ambas líneas interpretativas de lo político comparten, ya sea por la vía formal de la razón como por la necesidad de recostarse en un criterio de vida buena, el prejuicio metafísico que tornaría supuestamente incondicional la necesidad de fundar lo común sobre bases sólidas. Y el pensamiento postfundacional dirá en cambio todo lo contrario: que es precisamente el carácter inestable, lábil e permanentemente irreductible a lo universal, lo que permite a la democracia mantener su carácter de tal.

Esta larga y sesuda introducción al contexto filosófico actual resulta pertinente no sólo para entender más a profundidad el intento de una novedosa perspectiva postfundacional de la comunidad organizada, sino incluso para facilitarnos una saludable toma de distancia respecto de la convulsión social que vivimos en una Argentina shockeada por la revolución libertaria. Porque debajo del triunfo electoral del libertarismo, e incluso más allá de la aplicación de tal o cual ajuste económico o de quienes serían los perjudicados y cuáles sus beneficiarios, lo que puede verse escenificado en toda esta terrible y complicadísima situación política de nuestro país esconde, precisamente, el mismísimo debate sobre lo que estaría implicado, para unos y para otros, en el concepto de lo común.

2 - “… ¿quién se puede sentir entusiasmado al decir: yo milito para construir una nueva hegemonía, es decir, una totalidad que pretende ser racional, pero que por supuesto no lo es? ¿Quién puede apasionarse, arriesgarlo todo, por un fin… tan agridulce como lo es crear una nueva totalización hegemónica que sabemos, a la larga, pretenciosamente falsa? No, la militancia no puede plantearse objetivos que la filosofía considera antiguos, poco interesantes e inclusive repudiables…”

La deconstrucción de eso que se ha dado en llamar 'campo popular' es algo que por supuesto ocurre por su sola cuenta a través de los cuerpos mismos de quienes compartimos su devenir histórico. Y si bien no acontece, obviamente, dentro sólo del orden teórico, desde que Cristina Kirchner postuló para la patria años atrás la insólita esfera del otro se puso de manifiesto el comienzo de una transformación discursiva profunda de lo popular en el país que aún permanece, sin embargo, prologando pacientemente su oportuna traducción conceptual. En La Organización Permanente,  Damian Selci recogió valientemente este guante para ofrecernos un exhaustivo y original paseo intelectual donde, no sólo tiemblan los principios sobre los que se elaboraba hasta hoy un pensamiento nacional sino, incluso, el del pensamiento político que se ha dado en llamar actualmente 'postfundacional'.

La propuesta de una comunidad propiamente organizada habría de expresar, sin duda y en primer lugar, una vigorosa defensa de la política. Y acompañando esta apuesta por extremar y renovar dicha capacidad de organizarnos colectivamente, el libro de Selci se planta entonces, en primer lugar, contra ese paradigma al que le resulta siempre central distinguir entre 'lo político' y 'la política' que caracteriza al pensamiento postfundacional. Dicha distinción, que apunta a distinguir entre 'la política' como institución, es decir, en tanto ámbito capaz de garantizar el orden, y lo puramente instituyente, es decir, el territorio de 'lo político' como propio del antagonismo irreconciliable, tiene para Damián el problema de que termina abonando el descrédito en que cayó hoy para las mayorías la posibilidad y el deseo de intervenir en la cosa pública.

Pero por sobre todo el lastre que dicha distinción acarrea consiste en que termina reduciendo, también, toda posible intervención en el ámbito público exclusivamente a lo institucional. Y esto último es, precisamente, lo que una teoría de la militancia viene a poner ahora novedosamente en tela de juicio. De modo que la propuesta de La Organización Permanente tiene una doble dirección crítica importante a tener en cuenta del pensamiento postfundacional, ya que de ninguna manera se trataría para ella de dar marcha atrás ahora respecto de las premisas del postfundacionalismo sino, todo lo contrario, de profundizarlo para llevarlo hasta las últimas consecuencias.

La solución que una comunidad organizada propone para reelaborar la diferencia entre lo político y la política no pasaría tanto por privilegiar a lo político en beneficio exclusivo de ese ámbito de las instituciones propio de la política sino, al contrario, por concebir ahora a la política misma de otra manera, ya que para un militante la praxis política resulta, en definitiva, no otra cosa que una puesta en acto de un antagonismo irreconciliable. Tan así resulta que la vara para medir el éxito de una determinada política no sea ya para Damián, al menos en una primera instancia, ni la independencia económica, ni la justicia social, ni tan siquiera la mismísima soberanía política, sino algo que sacude con su aparente pragmatismo toda definición tradicional de la cosa pública, a saber: la convocatoria que logra atraer una propuesta determinada.

Otra forma de abordar una temática como la de La Organización Permanente consiste en leerla, por eso, como una interpretación post-fundacional de eso que conocemos como ‘política nacional y popular’, una expresión que sin embargo no aparece nunca en la propuesta misma del texto de Damián dado que todo su esfuerzo se orienta a restarle justamente valor a cualquier programa e, incluso, a cualquier objetivo de tipo colectivo que no sea el de asumirnos, cada uno de los que a él nos sintamos comprometidos, responsables de la responsabilidad del otro.

Esta política diferente, o esta otra concepción de la política no resulta, por supuesto, sino aquello del peronismo que el paradigma fundacionalista tradicional no alcanzaba nunca  acabadamente a expresar. Pero para Damián la tarea de hoy no sería por eso ofrecer una mera lectura remozada del pensamiento nacional citando autores de moda que, tratando de acomodarlos con calzador a nuestra situación, logre que no seamos actualmente expulsados de la historia: la tarea consiste, al revés, en expresar una deconstrucción del pensamiento nacional capaz de hacer temblar el lastre sustancialista que lo redujo, y aún hoy obviamente muchas veces lo reduce, a una mera apología del pueblo, la nación y el Estado.

La cuestión de fondo que para Damián late en una propuesta como la de una comunidad organizada consistiría en hacer de lo político mismo una forma de política o, lo que para el caso sería lo mismo, en lograr que la consideración que tengamos de la política sea puramente instituyente y no más como una mera institución. De modo tal que lo único que debería importar a la política, de acuerdo a este novedoso planteo, es entonces algo que a todas luces se halla más cerca del orden de la ética que de la política propiamente dicha - o, al menos, de eso que tradicionalmente tomáramos como tal.

La riqueza de una comunidad organizada resulta para Damián precisamente del entrecruzamiento de la política y la ética, y se hace difícil distinguir con precisión entonces cuál prima sobre la otra: si una refutación de ese paradigma teórico post-fundacional clásico, por el cual la política tendría como único objetivo lograr ser lo menos totalitaria posible o el deseo, mas bien, de brindar una interpretación política de la comunidad en clave post-fundacional. Las dos propuestas tienen su riqueza y obviamente se complementan pero, sin duda, la originalidad y la potencia se encuentra en la segunda.

3 - “Seamos claros: ¿para qué sirve el populismo? Para construir un pueblo como sujeto. ¿Para qué queremos un pueblo? Para vehiculizar demandas insatisfechas. ¿Cuál es el contenido de estas demandas? Acá se acaba el aporte de Laclau. Y es visible por qué. Interrogar las demandas nos depositaría en la dimensión del sentido.”

Desde el punto de vista específicamente intelectual, el aspecto tal vez más arriesgado de La Organización Permanente resulta el arrojado intento de revisar la teoría populista de E. Laclau y C. Mouffe a la luz del período kirchnerista. En su anterior obra, Teoría de la Militancia, Damián había ensayado explicar el triunfo de un gobierno liberal en Argentina después de 12 años de gobiernos populistas atribuyéndolo a la exclusiva relevancia puesta en la satisfacción de demandas desde el Estado. La tesis suya entonces era que, si una comunidad se organiza sólo a partir de demandas termina, como en los hechos sucedió, cerrándose sobre sí misma. Y el ajuste de cuentas con dicho período se radicaliza en La Organización Permanente dando lugar con ello ahora al original desarrollo del concepto de ‘organización’, justamente el concepto con el cual Damián pretende profundizar el intento postfundacional del populismo dando cuenta de los aspectos todavía metafísicos que oculta y que es preciso desfondar aún dentro suyo.

Aún cuando la teoría populista se haya gestado relativamente cerca en el tiempo, es indudable que el contexto histórico ha cambiado bastante desde los '80 y que, por lo tanto, amerita considerar seriamente hasta qué punto da cuenta ella hoy de nuestro momento político. Ni la caída del Muro, ni el liberalismo al viejo estilo, son ya nuestro escenario: hoy rendimos examen ante el neoliberalismo y la globalización. De manera tal que el intento laclausiano de sobreponerse a la debacle del marxismo, sin caer por ello en las redes conceptuales del consensualismo de J. Rawls y H. Habermas, expresa muy poco nuestros actuales problemas, mucho mas ligados, al contrario, a la necesidad de hallar la manera de resistir ese formateo incesante de nuestras vidas que convirtió al espíritu de empresa en criterio exclusivo de evaluación personal.

El punto donde se articula la teoría populista, que Laclau y Mouffe ofrecieron en los años '70 y hoy continúa J. Aleman, es la distinción entre la ‘política’ - como ámbito de las instituciones - y lo ‘político’ – en tanto ámbito instituyente. Pero la tensión que dicha distinción acentúa, sin embargo, resulta para dicha teoría puesta a favor de la oposición que se da entre la institución contra lo instituyente, impidiendo al populismo mantener abierta entonces la pregunta por lo irreductible del sin sentido al sentido que da lugar, y en definitiva expresa, ese antagonismo irreconciliable propio de lo político.

Toda la preocupación de la formulación teórica populista consiste en traducir adecuadamente lo instituyente en la institución, es decir, y por lo tanto, en doblegar entonces lo político desde la política. Pero dicha traducción no debería ser en realidad un problema: al revés, la política debiera ser concebida desde la teoría de la militancia al servicio siempre del poder instituyente que habilita lo político, dado que es este último ámbito lo que verdaderamente garantiza el espaciamiento propio y necesario de una comunidad organizada.

Es importante identificar para insertarnos en la disyuntiva política actual, entonces, que la línea divisoria de aguas que la teoría del populismo no se animó nunca a cruzar, en definitiva, resultó que se mostró incapaz del reconocimiento de lo político como ese ámbito imposible de domesticar, por un lado, y la necesidad de una concepción de la política, al mismo tiempo, como algo completamente diferente a una domesticación del antagonismo.

4 - “Hay que insistir en esto: no es que dejamos de desear la sociedad reconciliada porque ella sea ‘imposible’. Eso no sería ningún impedimento para la militancia, cuyo voluntarismo es conocido. Dejamos de quererla porque este objetivo no está a la altura de lo que es posible pensar en la época de la Insustancia, una vez que se ha consumado lo que Laclau llamaba ‘la revolución de nuestro tiempo’. Dejamos de quererla porque tiene gusto a poco. Porque no parece una idea interesante.”

Dentro de las muchas preguntas que deja abiertas La Organización Permanente, tal vez la principal sea hasta qué punto resulta efectivamente posible implementar una política subordinada a lo político o, lo que es lo mismo, en qué sentido la institución puede estar así al servicio de lo instituyente. Damián insiste, por supuesto, que en eso precisamente consiste el devenir militante, es decir, en esa absurda apuesta por una política que no se toma a sí misma como fin sino sólo como un medio. ¿Un medio para qué? La respuesta a esta pregunta es el gran aporte teórico con el que la teoría de la militancia completaría aquello que el pensamiento político postfundacional hasta ahora había evitado explicitar: simplemente, un medio para habilitar la inestable paradoja de ser en común, dado que la comunidad resulta algo que jamás puede sustancializarse pero que, a la vez, acaba siendo un efecto de dicha misma imposibilidad. De modo que, si la constitución de un pueblo era todo aquello a lo que la teoría populista podía aspirar, Damián señala que un auténtico objetivo militante es algo completamente diferente.

Si el ethos postfundacionalista nos ha volcado hoy a una comprensión insustancial del mundo, y las relaciones sociales ya no nos resultan más ni plenas ni idénticas a sí mismas sino, apenas, simples destellos sin otra eternidad que la de su sola apuesta, eso no significa sin embargo para nosotros un triste y solitario final sino, al contrario, la hermosa posibilidad también del comienzo verdadero de una política que se precie de tal dado que, ante su misma falta de consistencia y necesidad, toda relación social ha de demostrarse así en la acción y en los hechos. En lugar de lamentarnos por la imposibilidad de fundar entonces nuestro obrar en común sobre la garantía de unos criterios seguros que podrían ser compartidos por todos, lo que la época de la insustancia habilitaría es hacer exclusivamente de la 'organización' ese milagroso modo por el cual las relaciones adquirirían cierta - y solo cierta - permanencia.

Si las relaciones deben ser organizadas es porque no resulta ya posible fundarlas en nada que no sea ellas mismas, y si dicha organización debe ser permanente es porque nada permite ilusionarnos ante la posibilidad de que puedan, ocasionalmente, volver a sustancializarse y así estabilizarse para siempre. El eje de la propuesta de Damián, en resumidas cuentas, consiste por lo tanto mostrar en la misma ausencia de fundamentos que caracteriza nuestros tiempos líquidos la ocasión inmejorable para revitalizar la política a partir, paradójicamente, de asumir su propia esencial fragilidad.

La caída de los fundamentos y, con ella, de la muerte de Dios, es un permiso a convertirnos nosotros mismos en pseudo fundamentos e intentar jugar como titulares, en consecuencia, en el mismísimo lugar que reservábamos antes a Dios. No porque creamos así posible restituir la confianza ilimitada en el hombre que caracterizó previamente al ethos fundacionalista. Al contrario, dicha caída y dicha muerte nos coloca, ahora, frente a una oportunidad única y antaño impensable: la de asumirnos responsables de garantizar la episódica unidad de lo que ninguna necesidad liga de antemano y que, por no poder apoyarse ya en nada, para Damián califica apropiadamente así como 'absoluta'.

El 'pase a la ofensiva' que propone La Organización Permanente es entonces extremadamente singular. En primer lugar, se refiere a la necesidad imperiosa de revertir ese espíritu netamente defensivo que caracteriza y ofrecen los teóricos del pensamiento político postfundacionalista cuando, orientados a simplemente a evitar lo malo (el totalitarismo), ponen en evidencia que carecen en consecuencia de un programa propiamente afirmativo. En segundo lugar, pero al mismo tiempo, presenta por eso una reelaboración radical de la definición tradicional que recibió cualquier programa político hasta el presente, dado que una fidelidad al acontecimiento consecuente basado en la responsabilidad absoluta nombra tanto un programa político para la época de la falta de fundamentos como una profundización del ethos postestructuralista.

No cabe duda que el libro de Selci es un llamado a la acción. Pero salta a la vista, también, que se trata de una acción ligada a sostener paradójicamente siempre más a la tensión con la alteridad que al mismo acontecimiento. Mejor aún: habría que decir que, desde el paradigma abierto por la política concebida como una organización permanente, la fidelidad al acontecimiento no resulta otra cosa que una asociación que se reconoce en la responsabilidad de cada cual por mantener en vilo ese inestable vínculo con el otro basado, exclusivamente, en el deseo de ofrecernos como meros eslabones de esta frágil cadena que llamamos comunidad. Porque el objetivo de militar, en definitiva, consistiría entonces exclusiva y únicamente en eso tan hermoso como al mismo tiempo absurdo: en que los militantes seamos cada día mas, abonando así la utopía de ser capaces de poner el cuerpo a la insustancialidad que nos une.

5 - “No habrá comunidad mientras prevalezca el individuo. Esto no significa que el individuo deba ser aplastado; simplemente evoca la autodivisión política que debe cumplirse en cada cual, cada vez, y que se llama responsabilidad absoluta. La vida no individual es militante por cuanto rechaza tener meros asuntos ‘propios’. Es más bien de lo impropio que ella se responsabiliza, de lo que no podría serle atribuido o no tendría que resolver. Es una vida que se vive y me excede por todas partes, en cada relación entre pares”.

La cuestión que ocupa a Damián Selci en La Organización Permanente bien puede resumirse en la pretensión de formular un sentido a la palabra emancipación cuando la clásica pregunta “¿qué hacer?” no sólo carece ya de respuesta, sino de objetivo final alguno: el interrogante de todos hoy sería, más bien, “¿qué hacer para qué?”, motivo por el cual se hace preciso, en todo caso, distinguir primero a dónde quisiéramos llegar. Para comenzar a dilucidar esta cuestión, Damián nos propone así una batalla cultural con dos frentes simultáneos: contra el ethos postestructuralista, por un lado, que agota su propuesta en evitar la violencia, y contra ese pensamiento político postfundacional, por el otro, que se reduzca a sostener como hasta ahora una distinción inconciliable entre la política y lo político.

La Organización Permanente está muy lejos de ofrecer, sin embargo, un objetivo definido para la acción que no sea, al mismo tiempo, el principio mismo del que cada uno da cuenta para la acción, y en ello radica la originalidad que nos ofrece su planteo. Sólo cuando el “¿para qué?” coincide así con el “¿qué hacer?” la militancia encuentra que su razón de ser no es bregar por objetivo alguno separado de su práctica, sino la práctica militante misma.

De alguna manera, lo que el militante expresaría para Damián no es otra cosa que la forma de vida de alguien que asume su ser en común. Es decir, no una persona animada por una causa a la cual sacrificarse sino, todo lo contrario, mas bien y simplemente un ciudadano cabal o literalmente ‘consciente’, dicho sea en el sentido técnico de que no vivencia como algo natural su pertenencia a una determinada comunidad sino que, advirtiendo el carácter contingente y fugaz de aquello que lo liga a los demás, comprende que organizarlo es de su entera responsabilidad.

Vivir en la época de la falta de fundamentos no es una mera cuestión intelectual de moda dentro de los círculos académicos sino que nos coloca a los ciudadanos de a pie, querámoslo o no, ante una disyuntiva radical que explica tanto el más desembozado individualismo que vemos enseñoreado hoy en nuestro país y en el mundo como, así también, la oportunidad sin par de organizar al fin una comunidad que se precie de su carácter de tal. Porque si Damián define a la militancia como ejercicio de una responsabilidad por la responsabilidad del otro se debe a que una cosa va de la mano con la otra: no se puede ser responsable sin ser responsable de la del prójimo, y viceversa.

Si la ética y la política pueden coincidir en la propuesta contenida en La Organización Permanente es porque, como desea poner en evidencia Damián, las condiciones de una época que carece de fundamentos no resultan totalmente comprendidas sólo por el ethos postestructuralista. El desafío no se agota en no incluir al otro dentro de lo mismo: en todo caso, la aventura consiste en salvar a partir de allí la distancia inconmensurable que de él nos separa. Por eso es que, para quien vivencia a profundidad el desfondamiento en su propio ser, revelar el desfondamiento del otro es siempre parte del mismo juego llamado encuentro. Militar, o ser responsable de la responsabilidad del otro, es pues algo no muy distinto a organizar paradójicos encuentros, entonces, entre seres radicalmente desencontrados consigo mismos.

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