Política Filosofía

Milei y la Reforma Protestante

Gastón Fabián traza una analogía entre la irrupción de Milei en la política argentina y el papel cumplido por Martín Lutero en la historia de Occidente, así como las derivaciones de la Reforma Protestante que hizo Juan Calvino. Desde un arsenal de metáforas teológicas y comparaciones psicológicas, se postula la hipótesis de que el presidente libertario aspira a introducir en el país una moral anglosajona con estatuto colonial, amparada en el delirio de las redes y en el inefable goce del Dios-mercado.

12 de Abril de 2024

“Fiore: ¿Monje, me oyes?

El Prior: Oigo

Fiore: Entonces, escucha. ¡Retírate! ¡El fuego que has desencadenado te consumirá para purificarte y purificar al mundo de ti! ¡Si tienes miedo, renuncia! ¡Deja de querer, en lugar de querer el exterminio! ¡Abandona el poder! ¡Renuncia! ¡Sé un monje!

El Prior: Amo el fuego”.

Thomas Mann, Fiorenza

El capitalismo como religión

Milei representa en la historia de nuestro país lo mismo que la Reforma Protestante en la historia de la cultura occidental. El discurso libertario contra la “Argentina Peronista”, causa según ellos de todos los males, es demasiado parecido al que los seguidores de Martín Lutero lanzaban contra el orden católico medieval, que ya no los contenía ni representaba. Milei, en cierto modo, es nuestro Lutero (parafraseando a Engels, que decía que Adam Smith era el Lutero de la economía). Un estudioso de un dogma que se hace monje, que inicia un camino de purificación personal y un día, escandalizado por la corrupción y el derroche, decide intervenir en la arena pública y clavar sus noventa y cinco tesis en la puerta de la Iglesia de Wittenberg. Es sabido que Lutero—quien tradujo exitosamente la Biblia al alemán—se aprovechó de la reciente invención de la imprenta para difundir sus ideas por toda Europa. Milei, cinco siglos después, se aferró a la hipervelocidad de las redes sociales para sacar del ostracismo el vocabulario liberal—de baja circulación en el país—y mezclarlo, confundirlo, con un sentido común cada vez más desquiciado. Sus referencias a Alberdi como “padre fundador” no desvarían de la intención de Lutero de recuperar la integridad del cristianismo primitivo en medio de un tiempo sin sustancia, materialista, pagano. La lectura simplificada que se hace de Weber, que dice que el capitalismo nació con el impulso de la Reforma, omite que ya todo andaba muy mercantilizado y atravesado por el afán de beneficio cuando Lutero sufrió su gran indignación y empezó a despotricar contra los “políticos chorros” de su época. De hecho, él decía que el préstamo a interés era “el infortunio más grande de la nación alemana” y que para la Iglesia romana “el Evangelio no significaba nada y de Dios hicieron una mercancía”. Su insólito heredero, en cambio, es un idealista de la usura. Su Dios es un fondo buitre.

La blasfema venta de indulgencias que Lutero denunció con furor y por la cual el clero (esto es, “la casta”) ofrecía en el “mercado de la salvación” una reducción de pena a los “pobres pecadores”—en rigor, loteaba el Cielo—, se asemeja a las “intermediaciones” que Milei delata en la mecánica de planes sociales, empleo y obra pública o impuesto inflacionario, con los que el Estado mantendría dóciles e improductivas a millones de personas. “La mayor parte de la gente es necesariamente engañada por esa indiscriminada y jactanciosa promesa de la liberación de las penas”, dice el reformador, para quien la Iglesia, bajo la tiranía romana, sufría una cautividad babilónica. “Los políticos generan un estado de bonanza y prosperidad artificial, pero a la larga empobrecedor, a través de planes y subsidios que toman de rehenes a los que menos tienen, mientras ellos se enriquecen a costa del resto”, podría decir el economista televisivo, que considera que la Argentina se jodió el día que abandonó la senda de los “próceres liberales” y se dejó seducir por la flauta de Hamelín de los “gerentes de la pobreza”. Los libertarios, cual puritanos rabiosos, recriminan y escrachan artistas que han hecho música, cine o cualquier otra expresión cultural con dinero del Estado, es decir, de los contribuyentes. También Lutero cuestionó que las grandes obras del Renacimiento se financiaran con aportes involuntarios de las masas cristianas. “¿Por qué el Papa, cuya fortuna es hoy más abundante que la de los más opulentos ricos, no construye tan sólo una basílica de San Pedro de su propio dinero, en lugar de hacerlo con el de los pobres creyentes?”.

Como ya casi nadie espera ganarse el cielo, ahora se solicitan compensaciones mínimas, un determinado nivel de consumo que huele a paraíso, o acceso condicionado a lo más elemental, en los casos más extremos. Para el monje y para el economista, se trata siempre de una vida falsa, cuya mentira debe ser exhibida sin reparos. Decir la verdad—una verdad que les ha sido destinada, revelada por Dios—, por muy dolorosa que sea, es el leitmotiv de los llamados, de los celosos de Dios, es la fuerza vital de Lutero y Milei. Al traducir la Biblia a la lengua vernácula, Lutero logró que el pueblo pudiera acceder a la Palabra de Dios sin que los curas lo estafaran. Fue el comienzo de la ilustración. Al traducir los “misterios” de la economía a los parámetros del consumo masivo, Milei se jacta de enseñarle a la gente las verdades largo tiempo censuradas por el “populismo decadentista”.

El interés de nuestro presidente por el Antiguo Testamento responde menos a su acercamiento al judaísmo que al radicalismo evangélico, que encontró en las páginas del Pentateuco o en los Profetas una fuente inagotable de energía y justificación moral para librar su guerra santa contra el Anticristo. ¿Cuál era la opinión de Milei sobre el Papa hace algunos años? Que era el “representante del Maligno en la Tierra”. Milei cita mucho los libros del Éxodo y Levítico y se autopercibe como un nuevo Moisés que ofrece los mandamientos dictados por Yahvé a un pueblo de dura cerviz y acostumbrado a la esclavitud de Egipto. Pero no debemos olvidar que nunca estuvo más de moda citar el Antiguo Testamento que durante los tumultuosos años de la Reforma. Ver demonios por todas partes, castigar y exponer abiertamente a los pecadores (hoy los lapidan por redes sociales), agitar la caza de brujas o acusar al Papa de ser el Anticristo era algo que hacían los más fanáticos entre las filas protestantes, incluido el mismo Lutero: “si el Papa no es el Anticristo, que otro me diga quién será”. La conquista de toda Palestina por los soldados de Israel es un viejo delirio protestante, que hoy vuelve a cobrar vigencia entre los evangelistas fanáticos que la atmósfera estadounidense hizo crecer (un estudioso del tema como Brad Gregory sostiene que ahí el cristianismo “abarca una milla de ancho y una pulgada de profundidad”) y que la CÍA propagó por territorio latinoamericano para contrarrestar la avanzada de los curas tercermundistas, en décadas donde el comunismo todavía era una hipótesis a considerar. Milei no vacila en afirmar a lengua suelta que soñó con el rey David y que este le encomendó defender la causa de la construcción del Tercer Templo, que para los evangelistas sería la condición necesaria para que acontezca la Segunda Venida de Cristo. Si el protestantismo, en su sendero pietista hacia Schleiermacher, es decir, después del período turbulento de los héroes, se caracterizó por interiorizar la expectativa escatológica (perdido el intelecto a manos de la ciencia, la fe se replegó en el terreno de las emociones y la experiencia personal), ahora las sectas más ultras quieren desencadenarla, abrir la Caja de Pandora y que sea lo que Dios quiera.

La cruzada antiestatal de Milei, no obstante, apela al individualismo salvaje tanto como a la idea de que la competencia puede mediar perfectamente el lazo social. Cada uno defiende su interés, como en los recordados y simpáticos ejemplos de Adam Smith, pero de esa manera se esfuerza por garantizar mejores bienes y servicios y termina siendo funcional a su prójimo. En sus comienzos, Lutero argumentaba que nadie conseguiría la salvación comprando indulgencias; en cambio, “la caridad crece por la obra de caridad, y el hombre llega a ser mejor”. Pero las obras no justifican, justifica la fe, interpreta Lutero de Pablo (“aquel pasaje de Pablo fue para mí la puerta del paraíso”; creo que Milei exclama algo similar acerca de algunos libros y usinas liberales). Las obras pueden parecer buenas y bellas, y en el fondo ser inmundas y despreciables, hechas por motivos incorrectos y vanidosos. Toda la filosofía moral de Kant tiene su germen ahí: hay que actuar por deber, no conforme al deber. Necesitamos, según Lutero, tener el corazón limpio para Dios, porque a Él no lo podemos engañar. ¿No ocurre algo similar en Milei, con su Dios-Mercado? Las distorsiones, las falsas señales que a menudo se envían, tarde o temprano fracasarán, porque el Mercado es el único que Sabe. Los agentes económicos pueden tomar decisiones equivocadas, y serán castigados por eso, aunque al principio logren ganar mucho dinero. Los orgullosos pecan, irremisiblemente. En otras palabras: al Mercado no se lo engaña. Corrige (ajusta) todas las distorsiones y sacrifica a quienes no se adaptan a su dinámica.

Las obras producen signos, pero sin la fe no hay forma de salvarse. Fe en la Misericordia del Señor, fe en la autorregulación del mercado. No hay otro que perdone los pecados, no hay otro que compense en este valle de lágrimas.“Pregunte a cualquier grupo de jóvenes qué significa la democracia para ellos. Escuchará una respuesta extraordinaria. La democracia es el derecho a comprar lo que quieras”, dice James Twitchell. El centro comercial como terapia y las redes sociales como confesionario, y también como penitencia.  Adorar las obras que se hacen, querer justificarse por las obras, es como adorar falsos ídolos. Es lo que Milei, con Trump y Bolsonaro, llama la “hipocresía progresista”. Querer hacer el bien a otro es una mentira comunista, que esconde un interés secreto. La solidaridad es imposible. Cuando en su ir al choque contra el statu quo la realidad pone un límite a su dogma, Milei habla del “principio de revelación”. Me recuerda a estas palabras de Lutero: “con razón la gente de esa calaña teme una reforma y un concilio libre. Prefieren desavenir a todos los reyes y príncipes. ¿Quién querrá que se revele su villanía?”.

El capitalismo presenta una estructura religiosa, como observó Walter Benjamin. Tres son los aspectos que lo definen. Es la religión de culto más extrema que haya existido, capaz de funcionar sin un dogma establecido. Podríamos pensar que Milei quiere ser su teólogo en la Argentina, ser el Mises, el Hayek o el Friedman de un capitalismo desenfrenado, ejerciendo el poder del Estado para destruirlo, a la manera de un Lenin anarcocapitalista (porque para Milei, como para el Procopius de Leónidas Lamborghini, “la vida sin el Dogma es locura, tribulación y tinieblas: caos”; para Lamborghini todo eso conlleva la vida en el Dogma). En segundo lugar, el culto que se celebra es de una duración permanente, sin excepciones, todo es subsumido por el capital, todas las dimensiones de la vida son mercantilizadas, el tiempo se mide en dinero... No hay “ningún día que no sea festivo en el pavoroso sentido del despliegue de toda la pompa sagrada, de la más extrema tensión de los fieles”. Un día ocioso es un día perdido para la religión capitalista. Y, dice Benjamin, es además gravoso, porque no expía la culpa sino que la engendra, porque grava intereses al infierno del inconsciente, porque nos endeuda material y metafísicamente. La economía necesita del crédito. “Una monstruosa conciencia de culpa que no sabe cómo expiarse apela al culto no para expiarla, sino para hacerla universal, inculcarle la conciencia, y finalmente sobre todo incluir al Dios mismo en esa culpa, para finalmente interesarlo a él mismo en la expiación”. Es la desesperación, la falta de salida, como condición religiosa del mundo. Porque su Dios es un Dios oculto (al que se le paga tributo trabajando sin parar) y el capitalismo, un parásito del cristianismo, que rinde honor a sus santos en los billetes que imprimen los bancos. Es una carrera despiadada. Porque la ganancia hay que revalidarla. Metiéndola en la burbuja de los títulos financieros o destinándola a ampliar la producción, como inversión. Da igual. De cualquier manera, una empresa no tiene garantía de que no vaya a fundirse. Debe someterse a la competencia feroz, donde siempre algunos corren con más ventajas que otros, pero Dios es capaz de bajarlos de un plumazo, de mandarlos a la quiebra. Es lo que descubrió Marx. Para el Mercado como Leviatán, el que gana no está seguro, tiene que seguir ganando, innovando, conquistando nuevos fieles. El que consume tampoco, pues tiene que seguir consumiendo. La ganancia que no se reinvierte se devalúa. El consumo que no se actualiza se consume. Esta es la fe de Milei: el Mercado proveerá.

El retorno de los puritanos

Quizá la frase más inolvidable que Lutero haya dicho sea “todos somos sacerdotes”, esto es, “todos somos predicadores”, “todos somos ministros de la Palabra”. ¿No sostiene la retórica de Milei que él le está devolviendo el poder a la gente y sacándoselo a los políticos? El programa luterano es volver a los Evangelios (“el Evangelio es nuestra única indulgencia verdadera”), al texto bíblico, a la sola scriptura, sin precisar de ninguna autoridad que por naturaleza elucubre el sentido. “La Escritura sola es nuestro vínculo, en el cual debemos ejercitarnos y trabajar”. Cualquier creyente puede interpretar y juzgar lo que es recto o incorrecto en la fe. El monopolio hermenéutico de la Biblia en manos del Papa y sus obispos subordinados es una gran desviación herética que debe ser enmendada. Tampoco los “doctores”, los “eruditos”, son los dueños exclusivos de la ciencia. Todo cristiano convencido puede opinar sobre asuntos religiosos y, en última instancia, sentenciará una autoridad competente y libremente consentida, pero jamás puede hacerlo contra scriptura, como un presidente no puede decidir contra la Constitución. Lutero es el inventor de la institucionalidad moderna, tanto como el que separa el carisma del oficio y, por lo tanto, libera al liderazgo político de la atadura de lo institucional. El carisma está en la vocación (Pablo), no en la institución (Cipriano). Carl Schmitt detectó en esta lógica la semilla del Führerprinzip

Sin embargo, en Lutero todavía manda un imperativo ético. “No hay poder en la iglesia, sino para el mejoramiento. Por tanto, cuando el Papa usara de la potestad para oponerse a la organización de un concilio libre con el fin de impedir el mejoramiento de la iglesia, no debemos respetarlo a él ni a su poder (...) es la potestad del diablo y del Anticristo la que se opone a lo que sirve a la cristiandad para su corrección”, plantea. Hoy por hoy, internet se ha vuelto un inmenso y caótico terreno, en el que personas sin poder, de repente son capaces de intimidar a un funcionario o a una artista, y en el que un influencer con millones de seguidores cuenta con más llegada y capacidad de penetración que un político de renombre, con estructura y larga trayectoria. La diferencia con la época de Lutero estriba en que ya ni siquiera existe un “trasfondo objetivo” al que apelar en caso de discordia; aunque el minimalismo objetivo de los viejos protestantes, al no estar “garantizado” por una decisión positiva, queda expuesto al subjetivismo más feroz, en el que la conciencia se comunica con Dios pero no con el otro, que asume una interpretación muy distinta del mismo texto, llevando a la situación “hiperpluralista” de nuestros días. La verdad se impone, no se descubre, y su duración es en esencia fugaz, efímera. Porque es líquida. Lutero era un pensador de tierra firme, que necesitaba solidez para sus argumentos, que partía del dualismo entre fuero externo (asociado a la servidumbre) e interno (asociado a la libertad), demasiado problemático en nuestros tiempos digitales.

El giro subjetivo que introduce, en el itinerario de Pablo y Agustín, es el equivalente al que Descartes propone en la filosofía. Uno se aferra a la sola fides; el otro a la sola ratio. Uno lleva al subjetivismo de Kierkegaard, al abismo de la conciencia frente a un Dios omnipotente e inescrutable, que se hizo hombre y cargó la cruz; el otro al conocimiento especulativo de Dios, a la ciencia moderna, al pensamiento abstracto y la revolución técnica. Lutero todavía es demasiado alemán, demasiado contemplativo. De su fuerza de voluntad nace la lengua alemana moderna, con su coral protestante (que hará célebre a Bach, sin el cual la música clásica es impensable; no en vano Beethoven lo calificó como el “padre original de la armonía”), su filosofía y su poesía. Si los alemanes, antes de Hitler, fueron un pueblo de poetas y filósofos, es porque también fueron un pueblo de teólogos, es decir, hijos de Lutero.

Kierkegaard, danés pero perteneciente a la misma región geográfico-cultural, es el límite del luteranismo, es el luteranismo llevado hasta sus últimas consecuencias. Amar a Dios es morir para el mundo. Pero entre el amor y la fe, Kierkegaard, a diferencia de Feuerbach, elige la fe. No hay una instancia objetiva que remedie la distancia infinita que separa al hombre de lo Alto y de ahí la mortificación de la carne, que Thomas Mann—quien entendía el arte como una catarsis, como el pago de una deuda, como una reparación de la vida con la obra que no concluye hasta la muerte—retrata secularmente en su personaje Thomas Buddenbrook, un comerciante que respira—igual que el joven Nietzsche, que escuchó por vez primera acerca de la muerte de Dios en un cántico religioso—en un ambiente luterano; que es de mirada seria y reflexiva, falto de todo sentido del humor que no sea una ironía refinada, preocupado excesivamente por el deber y la responsabilidad. El hombre está solo frente al misterio, sin ningún garante externo que absuelva su culpa, sin la posibilidad de confesar a un sacerdote sus pecados para sentir alivio, enmienda o paz interior. Todo depende de su lucha, de no dejarse tentar por el diablo. Prusia le debe a Lutero su disciplina y su rigor. Pero fue Calvino el que lo lanzó al océano salvaje e inquieto, el que lo convirtió en una potencia mundial, sobre cuyas consecuencias recién nos estamos informando ahora. Escribió el joven Marx que

“Lutero venció, efectivamente, a la servidumbre por la devoción, porque la sustituyó por la servidumbre por convicción. Acabó con la fe en la autoridad, porque restauró la autoridad de la fe. Convirtió a los curas en seglares, porque convirtió a los seglares en curas. Liberó al hombre de la religiosidad externa, porque convirtió la religiosidad en el hombre interior. Emancipó de las cadenas al cuerpo, porque cargó de cadenas el corazón”.

Tanto Lutero como Milei comenzaron su prédica argumentando que harían pagar los platos rotos a la “casta” y que no se iban a meter con la gente, mas ni uno ni otro extendió su campaña contra los privilegios a todos los sectores. Milei llegó al gobierno y se sostiene en él gracias al financiamiento de grandes grupos económicos que consolidaron sus posiciones haciendo negocios con el Estado y disfrutando de algún favoritismo o régimen especial, además del apoyo parlamentario de Mauricio Macri, quien no es precisamente un santo. A pesar de haber declarado “contra mí, un hombre solo, se levanta todo el papado”, tampoco Lutero fue un predicador solitario, sin cables que lo conectaran con el poder. Cuando su vida corría peligro—y en su carácter de pieza codiciada, por el impacto de su verbo—, recibió la protección de príncipes alemanes interesados en debilitar la hegemonía imperial, entonces encarnada en la figura de Carlos V. Fue bajo la custodia de Federico de Sajonia que Lutero desarrolló, con tono beligerante y polémico, los temas fundamentales de su obra, que inspiraría a religiosos apasionados como Juan Calvino (que impuso en Ginebra una especie de teocracia, con una disciplina moral muy severa) y a políticos oportunistas como Enrique VIII, que se subió a la ola protestante para asegurarse la independencia política y la absorción de la cuestión religiosa a la soberanía del Estado.

Cada uno tenía sus motivos para romper con Roma, hasta el punto de que entre las distintas congregaciones reformistas existen diferencias doctrinarias alrededor de cuestiones que podrían parecernos nimias, y toda su unidad descansa en la oposición a la jefatura verticalista del Papa, algo que en términos culturales sembró el terreno para lo que después sería la “crítica ilustrada” y la “teología liberal”, ambas muy extrañas a la mentalidad del siglo XVI, que coquetea a cada rato con la “demonología”, como demuestra el mito de Fausto. Este aspecto revolucionario de Lutero contrastaba con su rostro conservador (las dos caras de Jano), pues luego sucedió que miles de campesinos se levantaron contra la nobleza en nombre de la “libertad cristiana” sobre la que Lutero sermoneaba y arengaba, la cual se tomaban en serio y querían llevar hasta las últimas consecuencias, porque pensaban que de verdad Lutero alzó su grito contra la casta que gobernaba el mundo en antagonismo directo con Dios. Y Lutero, en lugar de acompañar a su ardiente partidario Thomas Müntzer; en lugar de ser consecuente con su exhortación de 1520, en la que pedía a los poderes terrenales que actuaran siempre con el temor de Dios y con humildad; en lugar de mantenerse en la posición que asumió en las vísperas de la sublevación, cuando reclamó a la nobleza que se arrepintiera de sus privilegios, que cambiara, que cediera un poco, que viera detrás de los campesinos la férrea voluntad de Dios, eligió condenar la revuelta y ponerse del lado del establishment, sin considerarse jamás un adulador del mismo. El padre de la criatura pasó de alertar, en el estilo de un mediador neutral entre las partes, que “no sea que salte una chispa y encienda toda Alemania y luego no haya nadie quien pueda apagar el incendio” a postular enfáticamente que “es tiempo de espada y de ira, no tiempo de gracia”, que “un cristiano piadoso debería preferir padecer cien veces la muerte antes de comulgar en lo más mínimo con la causa de los campesinos” y que “tan extraños son los tiempos actuales que un príncipe puede ganarse el cielo derramando sangre, mejor que otros pronunciando oraciones”. 

El panfleto de Lutero Contra las hordas ladronas y asesinas de los campesinos es un mensaje contra la juventud, estableciendo un final al mismo gesto rebelde que cuando era apenas un monje había lanzado contra el Padre de la cristiandad. Frente al caos (o ímpetu transformador, desde el punto de vista de Müntzer), Lutero cierra filas con el orden existente. Porque corresponde a la autoridad secular “castigar a los malos y proteger a los buenos”, sin importar de quién se trate. ¿Y si la autoridad secular comete injusticia? Confianza en Dios, reza el monje. No hay que resistir al mal. Si Dios quiere destituir a un monarca despiadado, lo hará, sea a través de una enfermedad o de la intervención de un soberano extranjero. Pero de ninguna manera hay que desenvainar la espada a la ligera. Un cristiano debe comportarse cristianamente hasta viviendo bajo los turcos. Al fin y al cabo, “dondequiera que vayamos está presente el verdadero patrón, el diablo. Si caemos en manos del turco, vamos al diablo; si permanecemos bajo el Papa, caeremos en el infierno”.

Reflexiona Lutero: si todos fuéramos cristianos, la espada no haría falta. Pero como los cristianos son raros en la tierra, Dios obliga y somete a los impiadosos por medio de la Ley. “Trata de llenar el mundo de cristianos verdaderos antes de gobernarlo cristiana y evangélicamente”. Si la frase terminara acá, deberíamos reconocer en ella una honda potencia militante. La continuación, lamentablemente, restringe esa esperanza: “no lo conseguirás nunca, porque el mundo y la multitud no son ni serán cristianos, aunque todos estén bautizados y se llamen cristianos”. La incidencia del pecado original, para Lutero, es ineludible y devastadora. Su teología es una teología de la cruz, no de la revolución, ni tampoco de la gloria. Ya la conclusión de las tesis era categórica y apuntaba en esa misma dirección: “Es menester exhortar a los cristianos que se esfuercen por seguir a Cristo, su cabeza, a través de penas, muertes e infierno. Y a confiar en que entrarán al cielo a través de muchas tribulaciones, antes que por la ilusoria seguridad de paz”. El hombre debe desesperar de sí mismo, anular su yo soberbio, humillarse y prosternarse, para poder mostrarse disponible y recibir la gracia de Dios, que aun así no depende de su esfuerzo o de su mérito. Los campesinos fueron masacrados porque Dios desató su ira sobre ellos, porque no tuvieron paciencia, porque no comprendieron que el reino de Cristo es una jurisdicción espiritual y que la libertad cristiana se rebaja y corrompe cuando se plantea como algo meramente carnal. “La plebe no tiene ni conoce moderación y en cada cual hay más de cinco tiranos. Ahora es más deseable sufrir injusticia de parte de un tirano, es decir, de la autoridad, que de innumerables tiranos”. Lutero se anticipa a Hobbes. “La rebelión es un diluvio de todos los vicios”.

Martín Lutero.

Es necesario advertir que el asunto cambia con Calvino, aunque parezca que habla en los mismos términos que su maestro, en la medida en que los dos siguen los preceptos del apóstol Pablo en Romanos 13. Calvino comparte lo que para Paul Tillich es el “meollo de la revolución luterana”, el axioma simul peccator, simul justus, es decir, que el hombre como hombre es una naturaleza caída, corrompida, pecadora, pero que se justifica en tanto se abre a la vida-en-Cristo, en tanto reconoce que Cristo lo acompaña siempre, porque dio su ejemplo para que él lo imite. Sin embargo, el teólogo franco-suizo agrega un condimento especial a la receta del alemán, que es la doctrina de la predestinación. Se trata, en principio, de llevar al extremo la idea de la justificación por la gracia a través de la fe. Si Dios es quien nos salva y no por nuestras obras, entonces debe ser que desde siempre ya estamos salvados o condenados, que cada uno de nosotros somos títeres de una obra ya guionada. ¿Cómo podemos saber si estamos entre los salvados o los condenados?  ¿No produce semejante incertidumbre una angustia difícil de sobrellevar? En efecto, pero en el planteo de Calvino, que es estrictamente teológico (las derivas posteriores, se hicieron en su nombre), concibe que hay una manera de interpretar la decisión de Dios, a partir de los signos que emite el mundo. En el éxito o el fracaso el creyente encuentra las señales que le darán tranquilidad y entusiasmo o desazón y pesimismo. No es que Dios se manifieste en lo “externo”, en la buena o mala “suerte”, sino que tuerce la balanza en el drama de la redención del alma, en el viaje espiritual del peregrino, que interioriza todo el conflicto hasta entregarse por completo a la actuación (no le alcanza con tolerar el mundo), a la santificación de su vida, a la lucha de cuerpo entero por la gloria de Dios. La mentalidad burguesa, que predica la cultura/culto del trabajo sin descanso, el esfuerzo disciplinado, la pasión del interés y la acumulación del capital, es nieta de esta perspectiva, es una interiorización de la ascesis puritana, pero necesitó para imponerse de la flexibilización de las viejas prohibiciones normativas, que Calvino todavía admitía; es decir, tuvo que agotarse el entusiasmo religioso y transitarse el reemplazo del sacerdote por el homo oeconomicus, del peregrino de Bunyan por Robinson Crusoe. El puritanismo no creó el capitalismo, pero le allanó el camino. Le dio un método, un estado de ánimo, una intensidad—todo lo que Weber sintetizaba con la palabra “espíritu”—que las primeras generaciones de burgueses supieron transformar en una fuerza motriz imparable.

La nueva moral alcanza su paroxismo en la versión yanqui de los winners y los loosers. Escribía Weber en 1904 que “en el país donde está más desenfrenado, en los Estados Unidos, el afán de lucro despojado de su sentido ético-religioso tiende hoy a asociarse con pasiones puramente agonales que con frecuencia le imprimen el carácter propio de los sports”. En definitiva, la Biblia que llevaron consigo los peregrinos del Mayflower, en su búsqueda de construir una Nueva Jerusalén en el Nuevo Mundo, era la Biblia redactada por John Knox en Ginebra, bajo el cuidado de Calvino. Ginebra se volvió una escuela de formación de cuadros del protestantismo radicalizado, donde iban a parar todos los exiliados por la persecución católica y salían convertidos en hombres nuevos, dispuestos a dar su vida por la causa. Cuando Milei atribuye a los resultados de su empresa el determinar si es un loco o un genio, se comporta como un calvinista anglosajón, sin jamás plantearse la pregunta sobre qué significa ganar o qué significa perder—¿fue Cristo un perdedor por el hecho de ser crucificado?—. Savonarola, el profeta de Florencia, ardió. En la obra teatral de Mann, el prior dice con ímpetu: “únicamente pueden descansar los que—y son la mayoría—no han recibido una misión. Es fácil para ellos… Pero a mí me consume un fuego interior que me empuja hacia la cátedra (...) ¿Escoger? Yo no he escogido. Dios me ha llamado a la grandeza y al sufrimiento, y he obedecido”. Lutero, una individualidad igual de explosiva, en otra circunstancia pudo fundar un movimiento, a pesar de que siempre se declaró en contra de que hubiera algo así como el “luteranismo”, cuyos dogmas elementales más bien sistematizó Melanchton, antes de ser agraviado por los “radicales”. “Ruego por que dejen mi nombre en paz. No se llamen así mismos 'luteranos', sino Cristianos. ¿Quién es Lutero?, mi doctrina no es mía. Yo no he sido crucificado por nadie”, dijo una vez, queriendo evitar las contiendas partidarias, que luego de su muerte se desatarían sin tregua y dejando lugar a las identificaciones más extrañas, como la de un libertario y un puritano. Es irónico, porque Calvino fue un enérgico opositor del movimiento libertino. Pero esa ironía se extiende también a que la base de sus ideas—en sí mismas premodernas—devinieron en el pensamiento de cualquiera de los grandes revolucionarios de la modernidad.

Recordemos que los discípulos de Calvino, lejos del apotegma de que hay que obedecer a las autoridades aunque profesen otra fe, le cortaron la cabeza a un rey. La revolución de los santos denominó Michael Walzer a la fenomenal transformación que los puritanos desencadenaron en la manera de comprender la política. En Lutero todo gira alrededor de una personalidad excepcional e irrepetible, capaz de aclarar e inducir posibilidades nuevas en una época en descomposición. Chesterton lo describió como “uno de esos grandes bárbaros elementales a quienes efectivamente se concede cambiar el mundo”, como un carácter que los protestantes de hoy no quieren ni oler ni tocar con guantes, dado su pesimismo profundo, su “insistencia implacable en la inutilidad de toda virtud humana como manera de evitar el infierno”. De Calvino, por el contrario, se desprende la necesidad de una organización práctica que lleve toda el agua al molino del Señor. El calvinismo, en palabras de Weber, le garantizó al luteranismo “duradez exterior”, a pesar de contradecirlo en muchos puntos, sobre todo en la disolución secreta de la dualidad exterior/interior.

En el terreno político, aquello implicaba atribuir a toda revolución contra un hereje o un infiel el visto bueno de las fuerzas del cielo, que destronaban reyes o vencían ejércitos gracias a la inspiración celeste de sus soldados. “Por eso fue Calvino, y sólo Calvino, una potencia mundial. Por eso la lucha decisiva entre el espíritu de Calvino y el espíritu de Loyola fue la que, desde la caída de la Armada española, dominó toda la política mundial en el sistema de los Estados barrocos y en la lucha por el dominio de los mares”, anota Spengler en La decadencia de Occidente, con fina intuición. ¿Por qué Loyola compite con Calvino? Porque a los dos los mueve el hacer. Como percibió el gran teólogo suizo Hans Urs von Balthasar, el hice es un elemento crudamente antiluterano. Mas no anticalvinista. El Nuevo Ejército Modelo de Cromwell, esos “hombres de hierro, aferrados a la Biblia, que van al combate cantando salmos” (así descifraba Borges a las tropas israelíes), según otra cita de Spengler, regaló al mundo una disciplina política desconocida hasta entonces, una disciplina que, a su manera, harían suya después los jacobinos y los bolcheviques, que supieron combinar, como bien advirtió Walzer, un realismo estricto (que parte de la maldad humana) y un idealismo sin límites, que supone que con ayuda de Dios nada es imposible. Cada hombre, bajo esta perspectiva, es un guerrero, un combatiente, que desprecia la vida cómoda y aburrida del burgués lector de periódicos de finales del XIX. De su vocación brotó el animal spirit que Schumpeter definió como la mentalidad de los grandes capitalistas, pero que es pasible de encontrarse también en los “políticos de raza” sobre los que reflexionó el propio Weber. Gente adicta al poder, a destacarse, a ser imprescindibles, a crear una obra por las que se los recuerde durante toda la eternidad. Es una beligerancia sin reposo, que tenía como piedra liminar la frase de Milton que postulaba que “Satán nunca se convierte al cristianismo”, por lo tanto la lucha no cesa. Ahora bien, si “la guerra era el mito central del radicalismo puritano”, a su vez

“la guerra puritana consistía, en primer lugar, en la lucha contra la tentación, el rechazo vigilante de las malas compañías, la sujeción del pecador a la disciplina y los ejercicios de la religión reformada. La guerra era la descripción de un estado de ánimo, un grado de tensión y nerviosismo. Esta tensión era, en sí misma, un aspecto de la salvación: un hombre cómodo era un hombre perdido”.

¿Qué hijos para el padre muerto? 

La lógica del sacrificio que respiran y propagan los puritanos o los “santos calvinistas” no es ya la del Padre que monopoliza el acceso al goce y restringe la voluntad del Hijo, sino la de los propios hijos en su revuelta parricida, que llevará luego al conflicto sanguinario de los hermanos, que es lo que son las guerras civiles de religión. Si el Estado nace mediante su neutralización, no lo logra a la manera de la autoridad paterna tradicional, porque el Estado moderno, aún cuando esconda un resto personalista, es pura máquina, desnudamiento y desenvolvimiento de la técnica. La imagen del padre asesinado queda grabada en el mecanismo impersonal, pero mientras éste funciona la culpa de los hijos se sublima en trabajo (en honor al padre, por la gloria de Dios) y también en consumo, en imperativo de goce, en frustración por no poder satisfacerlo. Lutero liquida simbólicamente al papado y Milei lo hace con el Estado averiado de nuestros días (que no controla el territorio porque no controla las ondas electromagnéticas, que desea ser Estado de bienestar y se parece más bien a un Estado de malestar), pero que se encarna en el nombre de Perón como sustituto del Padre que se extraña. Milei, lo hemos comentado en otro texto, es un Anti-Perón. Solo que como Hijo no es responsable, el que supera la crisis de la familia a través de la invención de una vida nueva, sino díscolo, esquizofrénico, trastornado. Por eso su Dios, como el de Lutero, es un Dios vengador y colérico (sólo frente a la sensación de culpa, el estrés insoportable, la ansiedad crónica, Dios se vuelve un Dios de paz y consuelo para la gente “rota” y la religión—entiéndase el Mercado, que “cura” a través del consumo, renovando la adicción—se convierte en el opio del pueblo). La intensidad protestante, la sacralización del trabajo desligado de lo religioso que antes lo contenía, pretende recordarle al Padre que ya no se lo necesita, sin perder la obsesión por él. El Hijo se vuelve perverso, se inmola para confirmar a su Dios, porque su goce es el goce de Dios, en tanto ese Dios es un Dios lejano, abismal, inaccesible, que únicamente se revela por los éxitos y fracasos mundanos, por las señales del Mercado, liberado al éxtasis, como gran Absoluto hegeliano que aprovecha y entonces descarta cualquier particularidad que se supone independiente en el momento de su empresa. Milei es un perverso porque su Dios es un perverso.

Milei ha tallado su imagen con la impronta de ser un puritano inquebrantable e incorruptible, además de un místico que se comunica con su perro muerto con métodos espiritistas. Según su visión, quitar todo manto de proteccionismo nos dejaría disponibles y mayores de edad para la fe en el Dios mercado. La idea de que los pobres son pobres porque quieren, porque no se esfuerzan, porque se acostumbraron al ocio y a vivir de arriba, es una idea esencialmente puritana. El liberalismo económico del siglo XIX hubiese sido impensado si antes no se aflojaban los resortes morales que obligaban a los cristianos a practicar la caridad con su prójimo o que prohibían la avaricia. Cada vez se volvió menos imperativo socorrer a los pobres y más condenable la “vagancia” de quienes resultaban excluidos por el sistema económico vigente. De la crisis se sale trabajando es una sentencia que pudo ser firmada por cualquier calvinista anónimo. Trabajo o látigo era el cárcel o bala de la época y la fuente de donde emana aquella famosa prescripción de Margaret Thatcher que dice que la economía es un método para reformar el alma. Que el éxito económico y el viento favorable de los negocios fueran entendidos como una señal de Dios hacia sus elegidos llevó a las nuevas élites a creerse superiores éticamente y a despreciar a las “clases bajas”, tildándolas de incapaces y parasitarias. El caso de Marcos Galperín cuadra perfecto con dicha caracterización sobre cómo volverse multimillonario (por lo general, con alguna ayuda del Estado) suele ir acompañado de demostrarse un idiota, un campeón de la meritocracia. Los nuevos puritanos plantean una moralización extrema de la política, que divide el país entre “argentinos de bien” y “argentinos de mal”, mientras pretenden seguir una especie de “vida heroica” cuyo más audaz pronunciamiento es recordar a cada rato que “no hay plata” y que debemos resignarnos a la más amarga abstinencia.

El periodista político Iván Schargrodsy consideró que, de manera involuntaria, Milei estaba civilizando la “discusión pública” en el país, al sacar de la agenda el tema “corrupción” y limitarse únicamente, con tono vehemente, al enfrentamiento de ideas. Sería como el extraño caso de la Reforma Protestante según Hegel, en el que las luchas rabiosas de grupos intolerantes llevaron sin desearlo a un modelo de tolerancia religiosa y pluralismo político. Sin embargo, no hay que dejarse engañar por falsas apariencias. Milei casi no habla de la “corrupción” como un problema porque todos los problemas responden para él a la lógica de la corrupción, que es en última instancia la corrupción de la carne. Todos los que no piensan como él, todos los que no creen en su dogma, todos los que “no la ven”, son por definición corruptos. ¿Qué frase usa más, de hecho, que políticos chorros? La novedad sería que no la reserva únicamente para descalificar al kirchnerismo, si bien tampoco renuncia a los abusos de la frasecita mágica.

Existe una psicopolítica que Lutero—sin el que, a pesar de todo, Calvino resulta inimaginable— y Milei comparten, más allá del abismo que los separa, pues Lutero era una de las personas más cultas y refinadas de su tiempo, que polemizaba con el mismísimo Erasmo de Rotterdam y gozaba de un verbo que desataba pasiones, iluminaba horizontes y aspiraba a revelar a los hombres la verdad, mientras que Milei es un invento del dispositivo mediático, sin el cual no existiría. Pero ambos se sienten instrumentos de su Dios, que los pone en juego frente a los demás mortales. “Para mí es mejor que el mundo se encolerice conmigo y no Dios”, confiesa el monje. Y en otra oportunidad dice: “lo que enseño y escribo, lo mantengo y mantendré como correcto, así reviente el mundo entero”. Es necesario comprender que a MIlei no le interesa terminar su gobierno. Lo que obsesionaba a los periodistas a finales de la presidencia de Macri, esto es, si por primera vez un gobierno no peronista terminaría su mandato, carece de todo interés en el caso de Milei. Su psicología oscila entre el profeta y el mártir. Deberíamos, por lo tanto, resolver una línea de acción que tome en serio la naturaleza religiosa del fenómeno y contraponga a la Reforma Protestante una Contrarreforma, que no significa regresar al orden anterior, que ya está perimido, sino internalizar lo “protestante” desde un punto de vista nuestro. Para Carl Schmitt, de hecho, el protestantismo era inherente al catolicismo, en tanto la Iglesia no sólo contiene en su seno la posibilidad de que sus representantes se equivoquen o se desvíen, sino a su vez la crítica misma de esa desviación.

Goethe, ese genio que combinaba el humanismo urbano, razonable, mediterráneo-europeo de Erasmo con la rudeza campesina, el pathos demoníaco y le mentalidad alemana-popular de Lutero, según lo caracterizó Thomas Mann, creía que al profundizarse la tarea de la ilustración, el protestantismo atraería a los católicos a construir una nueva unidad. Para eso, sin embargo, era necesario que no se formara una ortodoxia protestante (como denunciaría Kierkegaard) ni se siguiera acentuando la proliferación de sectas, en guerra las unas con las otras. No pudo ser. Incluso Goethe, que era protestante en todas sus dimensiones, llegó a afirmar en una oportunidad que “habría que convertirse  al catolicismo para participar de la existencia de los seres humanos. Mezclarse entre ellos, como un igual, una vida en el mercado, entre el pueblo. ¡Qué seres más tristes y miserables somos los que vivimos en los pequeños estados soberanos!”. Quizá haya que tenerlo en cuenta, dado que la supuesta prédica globalista de Milei no es más que una deriva provinciana, colonial, que se conecta con el mundo sin pertenecer, sin aportar nada relevante que no sean las exportaciones sin valor agregado de un factoría. El peronismo, con su estilo católico secularizado, perfiló el justicialismo, la idea de comunidad organizada, como una propuesta para una humanidad en crisis. Se hablaba entonces de Tercera Posición.

En la analogía con la que venimos trabajando, es imperioso tomar lo mejor de Lutero, por ejemplo cuando afirma que “nosotros somos esos mismos párvulos bautizados constantemente en Cristo” o que “hay que llegar a ser Cristo para el otro”. Si la figura de Milei representa una “contrarrevolución de los hijos”, los hijos deprimidos y enojados, sin esperanza, debemos potenciar la revolución de los hijos unidos por la fe y el amor en el Espíritu Santo. “El cristiano no está sujeto a ninguna ley sino a la divina”, fue la frase de Lutero que los anabaptistas liderados por Müntzer escogieron como bandera de guerra. Pero radicalizar el hallazgo luterano no es iniciar un derramamiento de sangre sino apropiarnos de su verdadera esencia, que es la de subvertir las identidades que nos acogen, poniéndolas en suspenso y liberar nuestra inteligencia, nuestra capacidad organizativa, para realizar una verdadera imitatio Christi, difundiendo el ideal militante de Cristo como superación de la crisis que ha llevado a esta lógica de venganza y frustración que hoy impera. “Los apóstoles se llaman servidores del Cristo presente y no vicarios de Cristo ausente”, fue lo que recordó Lutero en su carta al Papa León X. El problema es que hoy los protestantes se han vuelto paganos, como concluyó el magnífico e ingenioso Gilbert K. Chesterton:

“el catolicismo no es un ritualismo; puede que en el futuro combata alguna clase de supersticiosa e idólatra exageración de un ritual. El catolicismo no es ascetismo; en el pasado fue reprimido una y otra vez por crueles y fanáticas exageraciones del ascetismo. El catolicismo no es un simple misticismo; incluso hoy en día defiende la razón humana frente a los simples misticismos de los pragmáticos. De este modo, cuando el mundo vivía el puritanismo del siglo XVII, la Iglesia fue acusada con una gratuidad que rayaba en lo sofístico de hacerlo todo demasiado fácil debido a la laxitud del confesionario. Y ahora que el mundo no camina hacia el puritanismo sino hacia el paganismo, es la Iglesia la que protesta en todas partes contra la pagana laxitud que existe en las formas de vestir y en la educación. Están haciendo, cuando es realmente necesario hacerlo, lo que los puritanos desearon hacer. Con toda probabilidad, lo mejor del protestantismo sólo sobrevivirá en el catolicismo. Y en ese sentido todos los católicos seguirán siendo puritanos cuando todos los puritanos sean paganos”.

Entonces: ¿qué hacer? Para empezar, podríamos concretar nuestro propio Concilio de Trento, un Trento sin hogueras ni inquisiciones. ¿En qué aspectos hizo hincapié aquel fundamental encuentro de la Contrarreforma, en el que se consolidó el Dogma católico, ante el peligro disolutivo que suponían los reformadores? Básicamente, llamar a los obispos a vivir en sus diócesis, a los párrocos a vivir con sus feligreses, a que dejen de actuar como “casta”, como “clero privilegiado”, y retomen el contacto con las masas. Y, en segundo lugar, recuperar el espíritu misionero, que en el siglo de Lutero fue asumido por la orden de los jesuitas, la Compañía de Jesús, los compañeros de Jesús. Ser hijo de Dios es militar en esta vida, enseñó el predicador calvinista inglés, Thomas Taylor. ¿Qué dos mayores militantes hubo en el siglo de la Contrarreforma que sus dos figuras más emblemáticas? ¿Quién sino Ignacio de Loyola? ¿Quién sino Don Quijote de la Mancha? Entre ambos quizá esté el legado que andamos necesitando.

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