Cristina y el poder
El poder es algo fascinante y misterioso. Las mentes más brillantes han tratado de comprenderlo; los personajes más ambiciosos, de perseguirlo, conquistarlo, defenderlo y mantener su secreto bajo siete llaves, a salvo de potenciales competidores, pero lo suficientemente a la vista para hechizar a los amantes del espectáculo. Con finalidades y motivaciones distintas, sin embargo, el estudioso y el poderoso se sienten atraídos por el mismo imán. Su irresistible seducción promete la gloria, pero de vez en cuando oferta a los confundidos vanos espejos de colores y los aturde con letales dolores de cabeza. ¿Cómo funciona el poder? ¿De qué depende? ¿Cuál es el precio que hay que pagar si lo que se quiere es visitar sus sombríos salones, sus catacumbas, sus galerías subterráneas?
El poder, antes que nada, aparece, se presenta, deslumbra. Al poderoso se lo puede temer, respetar, seguir. En todos los casos, se lo advierte rodeado por un aura, cuyo corazón es inaccesible para el profano. Una clásica definición del poder lo describe como la capacidad o probabilidad de lograr que otro modifique su conducta en función de los intereses, las necesidades o las pretensiones del poderoso, que con meras palabras o con su sombra al acecho está en condiciones de mover montañas. El concepto de poder no es exactamente idéntico al de autoridad, aunque para ambos es válido aquello que con genialidad sostuvo hace siglos Michel de Montaigne: gozan de un fundamento místico. O sea: son dignos de crédito, de fe. Primera lección: el poder aparece como poder, cuando recibe obediencia y cuando impone las reglas de juego. Power is power, según le enseñó Cercei Lannister al suspicaz “Meñique”.
No obstante, el poder está siempre más allá del poderoso. El poder es el alma inmortal, el poderoso es el cuerpo corruptible y desechable. No hay manera de que el poder se manifieste sin la mediación del poderoso, mas el poderoso es solo una pieza más o menos irrelevante en el tablero del poder. Carl Schmitt observó con claridad que existe una magnitud objetiva del poder y que todo poderoso es prisionero de una dialéctica de poder e impotencia. El poder brinda al poderoso sus ropajes fastuosos, pero en última instancia, como también reconocía irónicamente Montaigne, “en el trono más elevado del mundo, no estamos sentados más que sobre nuestro propio culo”. Por eso Shakespeare exhibió mejor que nadie la vertiginosa dinámica que atrapa, con toda la fatalidad, a los hombres y mujeres más poderosos, con sus sensacionales ascensos y sus dramáticas y abruptas caídas. Donde el poderoso infunde las más variadas pasiones, navega a su vez por aguas turbulentas y se encuentra expuesto a las terribles contingencias de lo humano. Segunda lección: no hay apellidos milagrosos.
Así como el poder vive de apariciones, disfruta también de retiradas. De hecho, el poder no aparece frente a los mismos ojos todo el tiempo. Las personas más inquietantes en el micromundo de las élites son a menudo ignotas desconocidas para las grandes multitudes. No les gusta la luz del sol y apenas revelan de lo que son capaces a través de impunes mensajeros, en pasillos tenebrosos. Las frecuentes intervenciones de Cristina, aclarando que el poder político democrático contiene una cuota mínima, bastante insignificante, del “poder total”, representan valientes intentos de dar a conocer esta mecánica.
El poder se torna descifrable, únicamente, a partir de sus efectos. El efecto puede ser el giro neoliberal de Menem. Puede ser la marcha atrás con la estatización de Vicentín. Puede ser, en resumen, un cómico teatro, en el que las más resonantes declaraciones acaban en las más patéticas vacilaciones. Cuando el poder no induce y conduce, procura mantener el statu quo y saca a relucir su poder de fuego, su capacidad de bloquear y vetar cualquier iniciativa de cambio social. En ese sentido sería preciso interpretar la recomendación que Cristina hizo del libro de Juan Carlos Torre, que no es otra cosa que un libro sobre el problema del poder en la Argentina, tema que pocos pensaron mejor que John William Cooke. La crisis hiperinflacionaria que terminó con la renuncia anticipada de Alfonsín, fue la expresión más flagrante de la debilidad del Estado para ordenar a los factores de poder, internos y externos.
Torres es un reformista, un socialdemócrata, un liberal de izquierda, pero entendió bien la cosa. Sobre todo, que la cosa no es ninguna “cosa”, sino una relación, una correlación de fuerzas. El arte de la política en el capitalismo contemporáneo consiste en comunicar, como en Benito Cereno de Melville, que el capitán del barco no es el capitán del barco. Que está maniatado. Que necesita ser liberado. El mensaje, dependiendo de las circunstancias, puede ser encriptado y entrelíneas, o puede ser franco y corajudo, como nos ha acostumbrado Cristina, a quien no le ha temblado el pulso a la hora de llamar por su nombre a los poderosos. Cristina es la gran parresiasta de nuestra época (parresía significa hablar libremente, verazmente, a pesar de los riesgos que se corren), la dirigenta que se ha atrevido a decir la verdad de la política y, al mismo tiempo, sostener una política de la verdad.
Cuando los politólogos y sociólogos, muchas veces asesores de los políticos, creen decir la verdad, terminan haciendo un culto del posibilismo, a fin de no parecer irreverentes ante el poder. Distinta es la ética de la militancia, que tiende al martirio, en el sentido originario del término. Ser mártir es dar testimonio, cualesquiera sean las circunstancias y los resultados esperados. No es entregarse fanáticamente a la muerte. Es brindar, con el cuerpo, con el ejemplo, una irrefutable, radiante, exultante demostración de vida, de la verdadera vida. No es negar la debilidad, nuestro carácter diminuto en comparación con la naturaleza imponente del poder. Es encontrar la fuerza en la debilidad, al compás del apóstol Pablo. Porque si el poder es una relación, podemos modificarlo. Podemos invertir los términos de la relación. Podemos poder más de lo que podemos. Antes que un sustantivo, el poder es un verbo. Potencia.
Algunos periodistas, aficionados a los complots, quisieron decodificar las indirectas de Cristina (el libro que le regaló al Presidente; sus calificaciones sobre el poder, en especial cuando “no se hace lo que hay que hacer”) como un chantaje hacia un Ejecutivo frágil y vulnerable. En efecto, Cristina puso en evidencia la fragilidad del gobierno y la necesidad imperiosa de pasar a las grandes acciones si no quiere acabar como el de Alfonsín. Pero la advertencia abre la puerta de un llamado. El llamado no es solo para despertar a un gobierno flojo y perezoso, de pocas ideas y de tímida compostura. Es un llamado al pueblo. Porque si el voto no da el poder, habrá que hacer más que votar para que las elevadas expectativas del 19 devengan en resultados aceptables para la gente. No es posible afectar intereses con intrigas palaciegas o siguiendo al pie de la letra el juego institucional, por más audaces que sean los proyectos que se lanzan a la cancha. Los proyectos, sin embargo, ofrecen un incentivo.
Se puede enfrentar al poder. Pero el partido principal no se juega en el Parlamento. Se juega allí donde el pueblo se organiza y presiona a las instituciones para que no se conviertan en la ventanilla de atención al lobby patronal. El Estado no puede ser fuerte con los fuertes apoyándose en sí mismo, pues es un gigante con pies de barro. Es el pueblo el que le debe servir de respaldo y empujarlo a las batallas decisivas. En horas dramáticas, misión de un líder, de una líder, es convocar al pueblo a pelear, no mandarlo a dormir o pedirle que se quede tranquilo. Revelar los secretos del poder no es un mero ejercicio dialéctico. Es un componente fundamental de la estrategia política. Porque cuando el poder, en su hábito de aparecer y retirarse, ya no tiene rincón donde quedar agazapado, entra en crisis su identificación con el poderoso. El hechizo se agota, la maldición se rompe, el pueblo vuelve.
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