
Defender la alegría
Días de carnaval de cada febrero. Mares de gente que corrían desordenadas, desbordantes, desencajadas por las calles empedradas de la ciudad porteña. Se tiraban papel picado, infusiones y líquidos de todas clases de forma caótica, desvergonzada y graciosa como un desordenado aguacero.
Licencia especial al orden circunspecto de la vida rutinaria de divisas punzó y sotanas pulcras. Por las calles, viajaba también el ruido de la percusión furiosa de los tamboriles batiendo sus parches los negros.
Con un retrato del Restaurador presidiendo la celebración como efigie pagana. La gente se amontonaba y bailaba frenéticamente casi que poseídos por un exorcismo, sus cuerpos vibrando se tocaban y repelían en una revuelta que alcanzaba en ocasiones una llamativa violencia que obligó al gobernador alguna vez a prohibirlos. No en esta ocasión.
Relajo permitido por la autoridad, disfrutado por todos. Los negros se imponían con su brava energía sobre el pretendido recato de los porteños. Expresaban su genuina alegría en una Buenos Aires que les daba de alguna forma un lugar. Invadía la turba descontrolada las casas distinguidas perdiéndose el recato y todo atisbo de pulcritud. El caballero distinguido hacía de plebeyo y el orillero y el negro disfrutaban esa igualación invadiendo las casas, burlando la confianza de alguna señorita, a veces apropiándose de cosas que de otra manera nunca hubieran llegado a tener.
La turba arrasaba como un gigante liberando sus pasiones mezclándose hombres y mujeres de todas clases en el mismo berenjenal. Ciudad tomada, caos alegre, sonrisas y gritos inundaban los lugares en una alocada marcha por las calles principales de la urbe pero que invadía también las orillas. No había una sola casa, una sola alma que se quedara fuera de la fiesta porteña, criolla en esos divertidos días en que todos jugaban un poco a ser lo que no eran. Banquetes, bebidas, caña, pulperos, guitarras de paisanos pero sobre todo bombos, la percusión desenfrenada que invadía los oídos. Nadie quedaba sin escuchar el carnaval de Buenos Aires.
Avanzaba esa especie de turba permitida recorriendo las calles, las iglesias, las casas de familias federales de siempre, los vergonzantes corazones celestes unitarios, retenidos en esos momentos bajo el recato y el disimulo.
Era una fiesta en que esas rencillas políticas podían postergarse, perdonarse. Los federales y los unitarios en las mismas calles, compartiendo las mismas plazas, embarrados, mojados en el alcohol de la juerga y el descontrol festivo. Guerra, perdón, peleas y amnistías. El carnaval fue la amnistía para todos. Que la celebraban. Que la disfrutaron. Al ritmo de candombes, quebrándose las cinturas con una música que vino desde África y que invitaba a corcovear a esas almas del otro lado del mundo.
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El apartado forma parte del libro El día en que Rosas lloró, de Sebastián Giménez, editado en formato ebook por Ediciones Gogol. Disponible en https://www.gogolediciones.com.ar/productos/ebook-el-dia-en-que-rosas-lloro-sebastian-gimenez/
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