Foto: Emiliano Palacios.
“Hoy en día, por lo tanto, una política progresista
pasa por el lanzamiento
de un plan antinflacionario”.
Juan Carlos Torre,
“Diario de una temporada en el Quinto Piso”
Las medidas anunciadas por el flamante ministro de Economía, Sergio Tomás Massa, se proponen trazar una hoja de ruta que devuelva algo de previsibilidad a una economía fuera de quicio. Pero además van a poner a prueba cuán factible es transitar el pasaje de un escenario donde se respira la sensación de que la magia existe, a otro en el que lo que importan son los resultados, el cumplimiento de metas diarias, semanales, prosaicas, que necesariamente deben enfrentarse con la cruda resistencia de lo real.
Lo que se vivió estos últimos días es una especie de verificación de que la política está atravesada por un componente teológico, metafísico, que siempre se halla en exceso. Toda decisión está familiarizada con la apertura a la contingencia, es decir, es incapaz de controlar sus consecuencias. Y, al mismo tiempo, cualquier clima político carece de la inmunidad suficiente para evitar variaciones atmosféricas radicales. El nombramiento de Massa como “superministro”, sin ninguna definición anexada, sin ofrecer garantías ortodoxas o heterodoxas, sin explicar qué pensaba hacer, dió que hablar, capturó la atención, marcó agenda, llevó a los agentes económicos, fascinados y atrapados por el hechizo, a celebrar con euforia y a revertir una situación de caída en picada de las acciones y de los bonos argentinos, de riesgo país récord, de desenfreno de los dólares paralelos. La cobertura mediática parecía la de la coronación de un rey o la unción de un Papa. Sin quedarse con los resortes y palancas que supieron manejar algunos de sus antepasados, Massa aparece ante la opinión pública como un primer ministro de una democracia parlamentaria, en tanto Alberto Fernández se volvería un Jefe de Estado, abocado casi exclusivamente a la política exterior. La ceremonia de asunción quiso dar la impresión de ser un relanzamiento del gobierno. Claro que la fumata blanca, más temprano que tarde, se disipa. No hay nada que festejar.
Por razones misteriosas, la endémica inflación de precios que caracteriza a la economía argentina y alcanzó hoy un ritmo peligroso, fue acompañada por una entusiasta inflación de expectativas, que concedió una bocanada de aire fresco a un gobierno que andaba con respiración artificial. ¿Se debe esto a que Massa es un friendly market? ¿A su amplia red de contactos nacionales e internacionales? ¿A que no le hace asco a nada y no sufre de pruritos ideológicos? ¿A una demandada autoridad política? Si hay que ponerse rigurosos, tenemos que reconocer que el jefe del Frente Renovador se encontraba en el peor momento de su carrera, en términos de imagen y de proyección de voto. ¿No se ganó en los años recientes la fama de conspirador, de traicionero, de oportunista? ¿Por qué depositar la confianza en un personaje con un historial tan poco confiable, que llevó a que aún cuando, por instinto de supervivencia, se “ordenara” en la dinámica interna del FDT, costara demasiado empoderarlo para resolver la crisis que acucia a la Argentina? ¿Cómo sucedió que un dirigente con el capital político licuado se transformara de repente en algo así como el salvador del gobierno, el “Restaurador de las Leyes”, el hombre del destino, cual Cincinato, Rosas o Churchill, llamado por un operativo clamor sin precedentes a hacerse cargo de un barco sin rumbo y a punto de naufragar en los mares tumultuosos del sur global. En un abrir y cerrar de ojos sus acciones cotizaron por las nubes. Martín Rodríguez definió al ex intendente de Tigre como un “vendedor de poder futuro”, pero jamás el efecto psicológico, psicopolítico, de su necesidad fue tan irresistible. Las posibilidades, en una contracción inédita, se redujeron a una. Massa se convirtió en el elegido.
Es indudable que cuenta con una serie de cualidades que son valiosas en este momento de incertidumbre. Es hábil para la rosca y la persuasión, para las negociaciones entre bastidores, para tejer vínculos, para gestionar créditos e inversiones, en el sentido económico y místico de las mismas. Es, además, un hombre laborioso y resolutivo, aspecto vital para un gobierno absorbido por la parálisis y la indecisión crónicas. Pero por sobre todas las cosas es un político, alguien en condiciones de ponerse al mando de un Ministerio conducido habitualmente por una lógica tecnocrática y de unificar bajo su órbita áreas, ámbitos de influencia, interlocuciones antes dispersas y descoordinadas.
En otras circunstancias, ser un político no ofrecería ningún plusvalor. Hoy es un bien escaso. El gobierno de Alberto Fernández (que siempre fue un operador, con alma de diplomático, no un dirigente con todas las letras) sintonizó con el de Macri en eso de relegar la política a un segundo plano. Massa, que está más cerca de la derecha que de la izquierda, cumple el requisito. Que traccione el respaldo que no disfrutaron ni Guzmán (del 2021 en adelante) ni Batakis, se debe a tal paradójica condición. Max Weber afirmó respecto a la Alemania posbismarckiana que lo que ella requería no era un héroe o un genio político, sino, simplemente, un político, alguien que manejara la ética de la responsabilidad, que gozara del sentido de las proporciones, que tuviera la cabeza fría, sin desprenderse de la pasión indispensable para luchar en situaciones adversas; sin renunciar a la ética de la convicción.
Argentina tiene el privilegio de disfrutar de una genia política como es Cristina y la desgracia o maldición de no poder aprovecharla en toda su capacidad, por razones particularmente endógenas y también porque el abismo de distancia que separa a Cristina de cualquiera de sus colegas hace que despierte sentimientos contraproducentes en periodos de suma gravedad como el actual. Massa, por el contrario, con su astucia y pragmatismo (que Cristina también sabe ejercer con un talento incomparable, pese a los modos dogmáticos que muchos le atribuyen), es más mediano, sin volverse un aficionado, un improvisado, un diletante. Si hay algo distintivo en él es su ambición personal, su vocación de poder típica de un animal político, de un político de raza, que desea, más que la popularidad, el prestigio, y que no se rinde fácilmente, incluso cuando sus propias decisiones estúpidas lo entregan a las vicisitudes de la mala fortuna. En escenarios de extremo nerviosismo, de estrés generalizado, logró mantener la mesura y actuó como equilibrista y tiempista ante la confusión reinante en el Frente de Todos, lo que no es poco. Sin caer en la megalomanía, puede afirmar aquello que Winston Churchill dijo respecto a sí mismo: “por supuesto que soy egocéntrico. ¿Qué consiguen quienes no lo son?”.
No casualmente-probablemente fue uno de los factores que inclinó la balanza para que Cristina lo apoyara, con todas las diferencias entre ambos- las inclemencias del tiempo que nos toca vivir, provocadas por situaciones inmanejables (la pandemia, la guerra, por supuesto la pesada herencia macrista) y agravadas por errores autoinfligidos, generan un clima que vuelve compatibles los intereses personales de Sergio Massa y el futuro próximo del país. La suerte del Frente de Todos está atada, indexada, a la de Massa en su nueva responsabilidad, que es a su vez la última carta que juega en su búsqueda y aspiraciones presidenciales. Para que el oficialismo llegue competitivo a las elecciones del año que viene, la gestión de Massa debe ser exitosa y cosechar resultados que modifiquen las expectativas de la sociedad. Si Massa quiere ser candidato, con alguna chance de ganar, está obligado a domar la inflación, que es el problema dominante de la coyuntura, el centro de gravedad donde la política debe hacer foco.
Ha trascendido-y Carlos Pagni, el exégeta del círculo rojo lo confirmó – que el modelo en el que se inspira Massa es en el de Fernando Henrique Cardoso, el intelectual de izquierda devenido político socialdemócrata (para algunos neoliberal) cuya eficaz gestión en el Ministerio de Hacienda de Brasil en un contexto hiperinflacionario lo catapultó a dos mandatos presidenciales consecutivos, derrotando en las urnas ni más ni menos que a Lula Da Silva. Es ciertamente saludable que no mire a Cavallo, también vestido con túnica de salvador y máximo responsable de la hecatombe del 2001, aunque la presencia del endeudador serial Daniel Marx en su heterogéneo gabinete no deja de resultar inquietante. Lo que evidentemente le interesa a Massa del ejemplo de Cardoso no son solo los resultados económicos de su plan de estabilización, que lograron doblegar la inflación en el corto plazo, sino que dichos logros le permitieron dar el salto inesperado al Palácio do Planalto.
Cardoso tiene en común con Massa que, durante años, se dedicó a construir todo un entramado de conexiones que lo posicionaron como una persona influyente en el micromundo en el que interactúan políticos experimentados, burócratas y empresarios. Pero si Massa, desde sus inicios en la Ucedé, siempre se movió dentro de ese entorno, que se encargó de ampliar a lo largo de su carrera política, Cardoso procede de un ambiente intelectual, académico y progresista. Si bien ninguno de los dos es economista (Cardoso estudió sociología, durante su período de profesionalización en Brasil), como señaló Pagni en su última editorial, cuando llegó al Ministerio (venía de ser Canciller), el antiguo “teórico de la dependencia” se rodeó de un equipo económico de primer nivel, algo que no sucedió tras el desembarco de Massa, que vio como las “estrellas” de las grandes ligas rechazaban una por una sus poco tentadoras ofertas. Por otro lado, Cardoso hizo descansar su política en un acuerdo político transversal en el Congreso (que incluyó al PT), mientras que Massa debe conformarse con la unidad del Frente de Todos, ante las críticas de una oposición pirotécnica que nunca se subirá al caballo de las reformas que propone, por más que ideológicamente comparta muchas. El emblemático caso de Israel en los años 80, que volvió a tomar repercusión tras el viaje de una comitiva oficial encabezada por Wado de Pedro, se desarrolló a partir de un gobierno de unidad nacional. Finalmente, por muy delicada e inestable que sea la situación argentina, no se encuentra aún en un escenario hiperinflacionario, como el que tuvo que contrarrestar Cardoso.
Con quien sí presenta mayor familiaridad el viejo profesor universitario es con Juan Carlos Torre, también un sociólogo que ingresó por la ventana a los laberintos del Ministerio de Economía, pero siendo funcionario de tercera línea del gobierno de Alfonsín, al desempeñarse como asesor de Juan Sourrouille, el ideólogo de los planes Austral (exitoso solo en una primera etapa, para sufrir después una fuerte recaída) y Primavera (que culminó en el desastre que todos conocemos). Lo que hoy le otorgó cierta fama a Torre, tras la mención de Cristina (que le regaló su último libro a Alberto Fernández y se lo recomendó, con mucha visión, a Massa), fue la publicación de un diario en el que llevó minuciosamente el registro de su experiencia de aquellos años, en el que se dejan entrever todas las dificultades que afectaron la implementación de los ambiciosos programas resueltos. Curiosamente, Cardoso también incurrió en la comprometedora escritura de unas memorias, al estilo de los mayores estadistas. En entrevistas recientes, Torre las definió como una joya, como una verdadera obra maestra.
Massa comparte con Cardoso y Torre el diagnóstico de que la inflación ha superado sus “límites naturales”, en lo que refiere a inconsistencias o desequilibrios macroeconómicos, para adquirir un funcionamiento inercial, donde básicamente la reproducción ampliada del problema inflacionario consiste en que la inflación se acelera porque hay inflación. Elias Canetti, en el libro con el que agarró al siglo XX por el pescuezo, definió la inflación como un fenómeno de masa. Es cierto que hoy debemos contemplar también el componente importado, producto del aumento de los precios internacionales de los alimentos (la bendición y maldición de Argentina, su maná hecho de dólares y su condena primarizadora e inflacionaria, porque consumimos la misma matriz que exportamos) y la energía (un recurso con el somos privilegiados, pero sin tener la capacidad de explotarlo y distribuirlo como corresponde y cuyo encarecimiento succiona día a día las reservas del Banco Central), que hace de la infraestructura y la logística dos aspectos sustanciales del futuro inmediato. El gobierno no tiene a la mano una batería o arsenal de instrumentos para acabar rápidamente con el flagelo, como el campeón corta la cabeza del dragón en un rapto de valentía. Debe probar, entonces, con objetivos modestos y señales claras, que reviertan la tendencia vigente de una inflación de pánico, que se retroalimenta a sí misma.
Quienes advierten que la política económica anunciada por Massa representa una continuidad con la de Guzmán y Batakis (en jerga weberiana, es un sendero de racionalización económica, donde el carisma juega solo los primeros minutos), pero que a él le otorgaron lo que a sus antecesores no, plantean que la crisis actual es consecuencia de la histeria política y que las críticas al ministro que renunció en medio de un discurso de Cristina consistieron más bien en ataques personales (políticamente irresponsables), que en una auténtica oposición al modelo. Lo que omiten, sin embargo, es que lo que obliga a concretar hoy un ajuste todavía más duro que el previsto por Guzmán es la gestión del mismo Guzmán, así como su renuncia mediática. La ineficiente administración de divisas llevó a una situación en la que, a pesar del récord de exportaciones, el país se quedó sin respaldo para defender la moneda de las cruzadas especulativas. La falta de espalda financiera se superpone con la falta de espalda política que las elecciones dejaron como saldo. Las vacilaciones del gobierno a la hora de apostar por la movilización popular para encarar las batallas que importan, desencadenó un escenario donde se perdieron las referencias de precios (nadie sabe cuánto valen las cosas, los proveedores no venden, empiezan a escasear productos, los comercios aumentan por las dudas, en un clima pre-hiperinflacionario) y los pesos empezaron a quemar más que nunca. Con semejante flaqueza, el gobierno se queda sin margen para negociar, para establecer las reglas de juego, para disciplinar y, en su defecto, sancionar a los agentes económicos que presionan sobre el tipo de cambio, a los fines de obtener ganancias extraordinarias que jamás se derramarán.
Además de la guerra dirigida por los mercados, que hoy parecen más calmos que cuando asumió Batakis pero que siempre están agazapados, esperando la ocasión, el olfato de sangre, para volver a embestir, el gobierno tiene que lidiar también con la frustración de los de abajo, que no tienen tiempo para esperar a que las variables macroeconómicas se acomoden, porque aquel es el relato que impera desde hace seis años y medio, sin ningún final feliz. La ansiedad desmesurada del establishment es la otra cara de la paciencia casi religiosa de los pobres.
Manuel Saralegui, que escribe asiduamente en este medio, me realizó hace algunos días la atinada observación de que el Estado (que Cristina definió como bobo, frente a un puñado de vivos que se quedan con los frutos del crecimiento) es ciego en el vértice (no es capaz de controlar las maniobras fraudulentas e ilegales de los ricos para evadir impuestos, fugar capitales o lavar dinero) pero también en la base de la pirámide (pues desconoce el mundo de la informalidad y sigue pensando con criterios del siglo XX). No es pertinente, ni representativo, hablarle solo a los asalariados, o a las pymes. Recomponer ingresos es hoy una prioridad urgente, que no se puede postergar. La pregunta decisiva, sin embargo, es cómo hacerlo.
En su libro sobre el período en el que le tocó comandar el Ministerio de Hacienda, Cardoso afirma que la economía es también política (las personas que toman decisiones económicas no son números ni modelos) y que el incremento vertiginoso de los precios responde no sólo al aumento de los costos, sino también a las expectativas de shock. La firme convicción que los agentes económicos tienen de que el tipo de cambio está atrasado y de que una megadevaluación es inevitable, repercute en los precios de las mercancías antes de que el dólar oficial sufra cualquier movimiento brusco.
Cardoso sabía, a su vez, que la disciplina fiscal y el equilibrio presupuestario eran un camino fundamental para disminuir la masa monetaria generada por el financiamiento por emisión de un Estado crónicamente deficitario. Pero esto no se lograba solamente mediante un ajuste del gasto público (que lo realizó), sino combatiendo la evasión fiscal, cuando la correlación de fuerzas no permitía aumentar la carga tributaria. Por otro lado, el legítimo reclamo de mejores salarios fricciona con el fatal problema de la indexación. Los argentinos, altamente entrenados para lidiar con contextos inflacionarios, llevamos esa expresión en nuestro ADN. Cuando las variables reaccionan en espejo, es habitual que los empresarios remarquen en los precios que cobran a los consumidores los aumentos salariales que conceden, por lo que el salario real queda planchado, hasta desembocar esta dinámica en espirales hiperinflacionarias en las que el dinero se vuelve papel mojado, se torna imposible calcular y el desabastecimiento y el trueque se transforman en la moneda corriente. Establecer el margen “normal” de ganancia, para transferir el excedente de arriba hacia abajo, requiere un grado de agresividad y de integralidad (palo y zanahoria), además de pericia y sintonía fina, que es como caminar al filo del precipicio.
Reflexiona Cardoso que “en una economía indexada, como era la economía brasileña, el aumento de unos precios atrae automáticamente a los otros, pero con un descalce permanente que retroalimenta la inflación. Los precios tienden a subir en el futuro simplemente porque subieron en el pasado”.
Sucede en la locura hiperinflacionaria que la velocidad con la que aumentan los precios no se debe a un cambio en el valor de los bienes, sino a la depreciación del dinero. Es una especie de “ilusión óptica”, con impacto directo sobre las expectativas: la especulación es consecuencia y no causa de la inflación, como observó Keynes en Las consecuencias económicas de la paz. Por eso cualquier plan de shock lo que busca shockear son esas mismas expectativas, no siempre con éxito. Acabar con la inercia supone desindexar la economía para, en palabras de Torre, desalentar la memoria inflacionaria.
Hace algunas semanas, Batakis se propuso terminar con la autonomía presupuestaria de los ministerios, cuyos gastos pasarían a ser supervisados severamente por Economía. Recientemente, Massa sostuvo, además de que ordenaría las cuentas públicas, que el Tesoro ya no sería financiado por el Banco Central (con emisión monetaria) y se arreglaría con la recaudación y el mercado de deuda en pesos. Es lo mismo que se hizo en Israel (aunque con una ley), que también implementó recortes enérgicos en el gasto público y una quita fenomenal de subsidios. Allí, sin embargo, la recuperación de ingresos tardó años y si bien se fortaleció la moneda, el piso de desigualdad se elevó.
En Brasil, uno de los países más desiguales de la región, por el contrario, la estabilización ocurrió por secuencias y lo que siguió al ajuste ortodoxo (que incluyó una agenda moderada de privatizaciones y el establecimiento de una tasa de interés real positiva, que es característica de la economía brasileña, pero que lleva al país a depender exageradamente de los flujos de capitales, con el riesgo siempre latente de una recesión) fue una reforma monetaria, empezando por la generación de una moneda virtual estable y concluyendo con la creación del real, que solo mantuvo convertibilidad con el dólar durante un período muy limitado. El plan, quizá inspirado en el método alemán durante la República de Weimar, funcionó, como no funcionó aquí el Plan Austral. Como en Argentina, existió un estricto monitoreo del Fondo Monetario Internacional y se evitó el gradualismo.
En su diario, Torre explica con contundencia las razones: “En las presentes circunstancias, una estrategia gradualista no garantiza el éxito. Debido a la inercia creada por esta persistente inflación y a los mecanismos de indexación generados para protegerse de los efectos de la misma inflación, esta tiende a perpetuarse y acelerarse. En un enfoque gradualista, la resistencia de la inflación a disminuir obliga a una prolongada aplicación de políticas monetarias restrictivas destinadas a forzar hacia abajo los precios mediante el ahogo de la demanda. La falla principal de esta política no es tanto la recesión económica en sí como su prolongada duración. En la mejor de las hipótesis, tras varios años de fuerte desempleo la inflación disminuye luego de haber provocado la destrucción del aparato productivo. La política de tratamiento drástico de la inflación, que el gobierno ha adoptado, procura actuar tanto sobre los efectos de la inercia como sobre los desequilibrios estructurales que le dan lugar. El congelamiento de precios y salarios se propone la ruptura de la inercia y los mecanismos automáticos de indexación. Hay que producir un cambio de expectativas de precios de la sociedad”.
Ahora bien, como en la Argentina la hiperinflación es un fantasma que acecha, una posibilidad tan inminente como lejana, un plan de estabilización, que se suele “lanzar al ruedo” cuando no parece quedar ninguna otra alternativa (y, por lo tanto, es una confesión de que “todo se está yendo a la mierda”) es capaz de tranquilizar pero también de asustar y provocar reacciones incalculables. De ahí que el enfoque tomado por Massa sea gradual, es decir, busca alinear las expectativas y, de esa manera, desacelerar la inflación, con medidas concretas, que apuntan a acumular reservas en el Banco Central para frenar la corrida (en el corto plazo incentivando exportaciones, controlando las maniobras de los importadores y gestionando financiamiento en el mercado de capitales) y reducir el déficit, en especial a través del ajuste tarifario, por ingresos y por consumo, casi al estilo de una economía de guerra que se ve en el espejo europeo, sin imperativo de racionamiento pero sí pedido expreso de cuidar los recursos, con premios y castigos dependiendo del ahorro o el despilfarro. En relación con el poder adquisitivo, todavía no está claro el mecanismo de aumento ni cómo se supervisará e impedirá el eventual traslado a los precios. Todo se presenta como un ensayo a prueba y error-que, sin embargo, no es improvisado, sino que tiene una finalidad clara y pretende ser coherente y creíble- donde los resultados empíricos irán enderezando el rumbo, siempre con un estallido bajo la alfombra.
Se lo dibuje como se lo dibuje, no obstante, esto es un plan de ajuste. ¿Cómo puede resultar digerible para quienes deseamos un proceso de redistribución de la riqueza y justicia social? Nos guste o no, la política no puede pararse por encima de la coyuntura y bicicletear en el aire. No hay que bajar la guardia, ni dejar de exigir compensaciones y un paraguas de protección para los sectores más postergados de la sociedad. Pero sabiendo que lo que se viene será duro y poco grato, que hay que replegarse y acumular fuerzas, para que el maremoto que se insinúa no nos tape para siempre.
En una conversación privada, otra vez con Manuel Saralegui, me parafraseaba la famosa máxima de Lenin en la época de la Nueva Política Económica (NEP), invirtiendo su sentido: dos pasos atrás, uno adelante. Si todo sale bien, estaremos lejos del Edén, aunque tal vez consigamos recobrar algunas herramientas indispensables, para poder dirigir la economía hacia un lugar más justo. Ahora se trata de sobrevivir.
Hubo en los anuncios, sin embargo, una definición importante. Una megadevaluación empobrecería aún más a los trabajadores argentinos. Por eso la única manera de recuperar el poder adquisitivo parece, más que correr de atrás a la inflación (que como gráficamente explicó Perón, sube por ascensor mientras los salarios por escalera) declararle la guerra, esta vez de verdad, sin inmolarse ni caer en la gramática del ajuste estructural, permanente, sacrificial, que tanto goza el Fondo Monetario Internacional. Si algo destaca el ejemplo contradictorio de Cardoso (que no fue menemista, ni cavallista), fue su vocación por explicar a los hombres y mujeres de carne y hueso, las bases y condiciones de su plan económico, con una pedagogía democrática que hoy resulta esencial. No habrá estabilidad duradera en la Argentina si el lenguaje político, además de dirigirse y prometer respuestas al mercado, no lo hace también con el pueblo. Es allí donde se necesita aclarar el rumbo, levantar la autoestima, construir soluciones, hasta que la vida pueda organizarse otra vez.
Que sea el gobierno del Frente de Todos el que asuma que está dirigiendo un ajuste, porque se entiende que la economía no da margen para experimentar o improvisar, puede suponer un diferencial cualitativo con el macrismo si no prima el dogmatismo o el recetario ortodoxo y el proceso es conducido por una política que reconozca su base de sustentación en los sectores populares y no en el poder financiero. El propio Lenin, durante la apertura capitalista de la NEP (que teóricamente parecía un retroceso respecto al comunismo de guerra de la primera etapa), un intento por oxigenar la fortaleza sitiada en la que se encontraban los bolcheviques, comprendió perfectamente que no era lo mismo que las reformas de mercado (reguladas con cuidado por el Estado) las llevara adelante la burguesía liberal o el Partido Comunista.
Si los resultados se consiguen, podrá haber una segunda oportunidad, con una coyuntura más favorable. Pero también puede ocurrir que cocinar el ajuste implique hacerle el trabajo sucio a la derecha, servirle el plato en bandeja y, entonces, una traición absoluta a los principios que defendemos, una claudicación imperdonable en la batalla cultural, que será toda para el enemigo, por mucho tiempo. Ese es el riesgo que sentimos y padecemos, que nos alerta y que nos compromete. La política de cara al abismo. La política en el puro vértigo, cuando la magia ya no surte efecto, e igual hay que responder.
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