Política Peronismo

Murmullos en el desierto

Massa es el elegido para la fórmula presidencial de Unión por la Patria, pero las dudas no solo sobre las negociaciones que derivaron en su elección, sino sobre la posibilidad de alcanzar una victoria, y aún más, si ganase, son asunto de mucha preocupación, en especial, en la militancia, que entiende que la política tiene que evitar el radiopasillo y articular un mensaje de esperanza. El aire fresco de la candidatura de Juan Grabois.

El 18 de mayo del 2019, sábado por la mañana, Cristina nos sorprendió a todos anunciando mediante un video que le había pedido a Alberto Fernández que fuera candidato a presidente en una fórmula en la que ella lo acompañaría como vice. Más allá de las múltiples interpretaciones que todavía siguen resonando, aquello sucedió a plena luz del día, como el despertar de una nueva esperanza en la lucha por terminar con la pesadilla macrista. El último viernes por la noche, en cambio, la comunicación de que Sergio Massa sería el elegido para representar a Unión por la Patria en los próximos comicios, ocurrió, en sentido figurado, entre gallos y media noche, después de dos largas jornadas de intrigas palaciegas, que a los interesados en la política nos mantuvieron expectantes y, en cierto punto, presos de una ansiedad insoportable.

Muchos nos ilusionamos el jueves, cuando Wado de Pedro, de camino de la UIA a la CGT, finalmente lanzó esa candidatura tan postergada, luego de que se hubiera filtrado en los medios lo que parecía haber pasado de rumor a confirmación. Pese a los ruidos del sistema político, que empezó a circular la hipótesis de que el binomio entre el ministro del Interior y el gobernador tucumano, Juan Manzur, era un artilugio destinado al fracaso, sentimos el entusiasmo de, por fin, militar a un hijo de la generación diezmada, a un compañero que encarnara lo mejor del proyecto político que nos convocó a soñar y a transformar la realidad. Los dilemas, a veces desinformados, que provocaba el nombre de Manzur no obstruían tamaño deseo. Pero algo extraño aconteció en el estertor del jueves y se profundizó en el transcurso del día siguiente, cuando la buena nueva tardaba demasiado en ser ratificada y eran pocos los dirigentes que la respaldaban como un hecho consumado e irreversible.

Que Wado era el candidato de Cristina para las PASO, para medirse con Scioli en la interna que el Presidente empujaba con obsesivo e irresponsable celo, era algo sabido y que Cristina repitió ayer lunes 26 de junio; así como el lobby que se venía haciendo para bajar al “Pichichi” y conformar una lista de unidad que dejara al peronismo articulado y competitivo para las PASO. Los cánticos de la base no pudieron convencer a Cristina sobre la necesidad de romper la proscripción y ser ella la que enfrente cara a cara a la derecha. Sin dudas, razones tendría para pensar que la militancia no iría a fondo, luego de que el fallido atentado que sufrió no desencadenara una reacción lo suficientemente masiva y contundente para modificar la correlación de fuerzas. La tocaron y no pasó nada. Entonces supusimos que, si bien no sería candidata, Cristina tampoco se iría a cuidar a los nietos y jugaría la carta de otro, que seguiría la política que ella sintetiza como nadie. Consenso para cerrar en unidad había en torno a un solo nombre: el de Axel Kicillof, quien sin embargo consideró más sensato disputar la reelección en la Provincia de Buenos Aires. El otro nombre, el de Sergio Massa, que satisfacía a la superestructura política pero no a las masas kirchneristas, activaba en espejo la postulación de Juan Grabois, que oponía una opción ideológica y programática al pragmatismo conservador del jefe del Frente Renovador. Grabois dijo en más de una oportunidad que solo declinaría su candidatura si Wado proclamaba la suya. Cumplió con su palabra en la tarde del viernes pasado y también, después, cuando Massa era investido entre bombos y platillos, en medio de la desazón de los que no tuvimos ni voz ni voto en la definición.

La rosca y la aclamación del establishment pesaron más que el corazón y las ganas de los de abajo. Se desprende del discurso de Cristina en Aeroparque que Massa era el candidato posible y no el deseado, que con Wado no se llegaba (además de que Alberto Fernández lo vetó), porque necesitaba curtirse en una interna como los peces necesitan el agua y esa interna, con el fantasma del 2015 acechando, se perfilaba sumamente riesgosa para la frágil economía del país. Ahora bien, si el inconveniente de Wado es que era poco conocido a nivel nacional, en el caso del ex intendente de Tigre ocurre al revés: por mucho que se lave la cara o se recicle con sus movimientos políticos, su problema es el de ser demasiado conocido ante un electorado más dubitativo que nunca.

¿Es Massa una conjetura de transición, pensada para tiempos aciagos, para atravesar las penurias del FMI, para no quemar a uno propio en la pirotecnia de un país ingobernable? Lo mismo se decía de Alberto. Massa parece, al contrario, un síntoma de desesperación, más que una jugada austera y prudente. Conquistó su desembarco en el Ministerio de Economía a base de la impotencia de todos los demás, conspirando con astucia y paciencia en las sombras, arrogándose el título de salvador, como un Rosas de traje y corbata que venía a restaurar el orden que el saqueo macrista, la pandemia y las impericias de Guzmán habían devastado.

Podemos atribuirle a Massa la responsabilidad de orquestar un ajuste con paz social (garantizada por Cristina), pero lo cierto es que fue el único que se ofreció como bombero para apagar el incendio. Con la excepción de Batakis, que no tenía el suficiente volumen político para capitanear un gobierno dividido en mares turbulentos, ningún kirchnerista movió un dedo para convertirse en el reemplazante de Guzmán, con un programa económico bajo el brazo.

Massa, haciendo gala de su característica improvisación, sin un equipo confirmado, manipuló todos los resortes a disposición para quedarse con el botín, que imaginaba fundamental para transitar un proceso de acumulación política de cara al cierre de listas. Su mero nombramiento como interventor del gobierno, cual mago o alquimista en una entrega anticipada del poder, alcanzó para despertar euforia en los agentes económicos (que vaticinaban catástrofe y operaban en ese sentido) y provocó, en el léxico de Maslatón, una tendencia alcista, bullish, sin contar cuál era su plan ni tomar una sola medida.

El flagelo principal, la inflación agudizada por la deuda externa, la presión cambiaria y la sangría de dólares, no paró de crecer y pulverizar el salario. A diferencia de Fernando Henrique Cardozo, el inspirador de la maniobra massista, el ministro no pudo lograr su cometido y, por la falta de tiempo que define la política argentina, dio su salto a la contienda presidencial de forma apresurada, esto es, sin soluciones estructurales de por medio.  

Si tuviéramos que analizar la decisión y el cierre de listas entero como politólogos, sin duda diríamos que, en cualquiera de los casos, Cristina se asegura blindar el Congreso con tropa propia y, lo más probable, mantener la Provincia de Buenos Aires como un bastión kirchnerista, con Axel gobernador, con Wado y Di Tulio en el Senado, con Máximo como primer diputado, con alianzas territoriales consolidadas con los intendentes del conurbano y con dominio del PJ. Desde la derrota del 2021 que este viene siendo el objetivo principal, ante un panorama nacional que pinta bastante mal por la difícil situación económica y la poca iniciativa política del oficialismo. No es un detalle menor: el repliegue en PBA fue lo que no se consiguió en el 2015 y, evidentemente, Cristina no olvida que los dos años iniciales del macrismo estuvieron signados por una serie de deslealtades oportunistas de algunos que se creyeron dueños de las bancas que ocupaban al momento de venderle sus votos al gobierno de Cambiemos.

Si Massa pierde, además, se termina su carrera política y su derrota pondría en crisis a todo el establishment peronista que montó un operativo clamor para designarlo como candidato. Recostada en esa presión, Cristina se ahorró tener que elegirlo con el dedo y que la responsabilidad caiga sobre ella: mínimo costo posible. Pero esto no es lo único que lo diferencia del “caso Alberto”. 

Massa, fundamentalmente, tiene vocación de jefe. Y por más que su nueva vida en el peronismo haya sido inventada por Máximo Kirchner, quien junto con Wado de Pedro realizó un trabajo minucioso para volver a acercarlo y lo transformaron en miembro fundador de ese artefacto defectuoso que fue el Frente de Todos, respetará sus compromisos tácticos hasta donde le convenga. Porque nadie sabe cuál es el límite de su ambición. Como lo definió Diego Genoud: es un arribista del poder, un verdadero político profesional, que sabe ser zorro y león. Cristina no puede ignorarlo, por mucha labor seductora que el renovador le haya dedicado en los últimos años. Es perfectamente factible que Cristina crea en Massa, porque su mayor valor es, como se ha esgrimido innumerables veces, el de ser vendedor de poder futuro, un stockbroker en la bolsa de las expectativas políticas.

Quizá Massa no resuelva los grandes problemas, pero ofrece la sensación de que él es el elegido para la tarea y que, si fracasa, si se prescinde de él, todo se irá a pique. Solo así es posible explicar que actores de peso, como gobernadores, la CGT o importantes empresarios lo pidieran a gritos, o que el ministro que tiene muchas dificultades para contener la bestia rabiosa de la inflación sea el encargado para disciplinarla en el futuro. La imagen que supo construir es la de un político estadounidense con picardía criolla, resolutivo y guitarrero; la de alguien hiperactivo que trabaja 25 horas por día, con personalidad y carácter; al que no le tiembla el pulso; que tiene acceso a la botonera, que cuenta con agenda y con inversores; que es un negociador de acero que no da el brazo a torcer fácilmente. Esos atributos, en la medida en que incrementan su cotización, permiten creerle, ¿pero se puede confiar en él, poner las manos en el fuego, bendecirlo con la gracia y la ocasión de convertirse en un presidente respaldado por el kirchnerismo?

Ningún otro es el interrogante que agita los nervios y la consistencia de nuestra fe. ¿Qué pasa si Massa gana? La lupa politológica señalará que Cristina tendrá los suficientes resortes institucionales para condicionarlo. Puede ser, durante los primeros dos años. Pero es sencillo deducir que Massa no se dejará guionar y tampoco se mostrará impotente a la hora de mandar, de decidir. El peronismo que lo ungió en estas circunstancias excepcionales se encolumnará detrás de su conducción y el kirchnerismo, más allá de su identidad y la memoria histórica (que necesitarán de gran energía para no licuarse, si su destino es el de ser el ala de centroizquierda de una coalición que tomará un camino diferente), se limitará a ser una fuerza bonaerense. Cristina, entonces, corre el riesgo de volverse Duhalde y Massa, envalentonado en su pragmatismo exitoso, imitará la audacia de Kirchner, solo que persiguiendo un horizonte distinto, en una época distinta. Desde el Estado nacional, aliado a las provincias, el político bonaerense se enfrentará al territorio que, entre 2013 y 2015, amagó conquistar y que en cuatro años erigirá, por inercia constitucional, un candidato presidencial propio, el elegido de Cristina que esta vez no quiso ser. En ese desafío, que hoy es pura especulación, se juega el futuro inmediato del kirchnerismo.

Toda la situación puede ser representada literariamente como una apuesta pascaliana, recurriendo a esa escena bíblica en la que Dios y Satanás arriesgan conjeturas sobre la conducta del intachable siervo Job. Existe una apuesta implícita, tal vez inconsciente, entre Cristina y Massa. Porque Cristina desde el 2021 que piensa que la elección nacional está perdida, aunque juegue a ganar y crea que con Massa de candidato crecen las chances electorales, tanto la performance en las generales de octubre (que es cuando se definen los cargos, en especial los legislativos y el de gobernador de la Provincia de Buenos Aires; por eso la reducción del costo va acompañada de la probabilidad de una mayor ganancia relativa) y en un eventual ballotage con Patricia Bullrich (o, sería extraño, con Javier Milei).

Al parecer, a diferencia de Wado, Massa garantizaría no salir terceros, un miedo que se ventiló en la superestructura del FDT en los últimos meses. El escenario se modifica si, contra viento y marea, utilizando a pleno los recursos y la vidriera de la Ciudad (el commodity más cotizado del país), Horacio Rodríguez Larreta se impone en la interna de Juntos por el Cambio. En los cálculos de Massa y, en los de Cristina, esto se presenta inverosímil: para tensionar, Larreta tiene que adoptar un discurso forzado, mientras que a Bullrich diferenciarse de Massa le saldrá mucho más natural en su búsqueda por quedarse con los votos del núcleo duro del PRO. Y hay un factor más: aun si peca de ansiedad por no esperar el 2027, Massa no competiría si no supone que puede ganar, más teniendo en cuenta el lastre del gobierno y que sus números en Economía no son los mejores, pese a haber estabilizado algunas variables o llevado tranquilidad y certidumbre a los mercados, que no son los que votan, aunque suelen colocar presidentes.

Pascal decía que era mejor creer en Dios que no creer, porque si Dios existe la ganancia de creer es absoluta (el cielo) y la pérdida de no creer también lo es (el infierno). En cambio, si no existiese, no se gana nada, pero la pérdida es mucho menor. En lo que nos afecta, Cristina sabe del riesgo que significa la victoria de Massa (lo recordó en Aeroparque al insinuar que el kirchnerismo ponía en juego prestigio e historia), pero en el corto plazo nuestro espacio se quedará con algo de no poca monta, mientras que si Massa pierde, el kirchnerismo es el único que puede llevarse una tajada que le permita seguir en la discusión política. Para Massa, por el contrario, perder equivale a perderlo todo y ganar no lo eximirá de tener que negociar, al menos durante un tiempo, en su construcción del postkirchnerismo.

En otras palabras: si a Massa le va bien en la general pero pierde el ballotage, el kirchnerismo gana lo mismo en términos institucionales, con la salvedad de que un triunfo de Patricia Bullrich (que no creemos que se aggiorne a una mayoría opositora en el Congreso) representaría un costo mucho mayor que uno de Massa, por la violencia que desataría y la catástrofe económica que terminaría por provocar.

En resumen, como correctamente observó Carlos Pagni, Cristina le dice a Massa que si pierde la derrota será toda suya, pero si gana la victoria también será de él, así como las consecuencias de su eventual gobierno. Está por verse cuál es el precio que tiene que pagar el kirchnerismo por esta especulación cuasi metafísica, que en su juego de ajedrez no contempla las emociones, angustias y hartazgos de los hombres y mujeres de carne y hueso enamorados o interpelados por la política, que difícilmente tengan la paciencia necesaria para ponerle fichas a Kicillof en el 2027 después de ese largo estancamiento en la frustración que ha sido la Argentina postmacrista.

Porque no nos confundamos. Hoy no son Alberto Fernández, Horacio Rodríguel Larreta o Patricia Bullrich los que amenazan con terminar con veinte años de kirchnerismo. Es el propio kirchnerismo que perdió la brújula, que se muerde la cola y necesita recuperar su esencia para no morir en las maquinaciones y enredos de la realpolitik, de un poder carente de proyecto.

Ahora bien, hasta ahora la sociedad política entre Cristina y Massa resultó virtuosa a los fines de aterrizar el avión o de llevar un barco a la deriva a un puerto medianamente seguro. El problema es que se trata de un puerto para reparar desajustes y cargar municiones, que sirve además para evitar el asalto de los piratas, hasta volver a la mar. Todavía la tierra de destino se halla muy lejos y no podemos afirmar que con Massa se solucione la general desorientación que padecemos. Él, sin duda, reclamará el timón del navío, pero falta claridad respecto a dónde piensa llevarlo una vez que se emancipe de los términos de los demás tripulantes. Que Cristina le haya marcado la cancha resaltando que la inflación se debe a la puja distributiva y la ganancia exagerada de las empresas no es garantía de nada. También el mismísimo día de la asunción de Alberto, ante la presencia de miles y miles de compañeros y compañeras, le puso los puntos, una práctica que luego se volvería tan cotidiana como ineficaz. Porque el Presidente eligió apoyarse sobre otros sectores de poder y, entonces, el gobierno del Frente de Todos se hundió en una improvisación permanente.

La política, dijo Cristina, es conducir y ordenar el desorden. Pero estos últimos cuatro años estuvieron atravesados por un preocupante déficit de conducción, de Cristina para abajo, en todos los niveles. Como si la impotencia llevara a la resignación,  al conformismo, al matrimonio derrotista con el mal menor. Cuando se emitía una señal, esta no se comprendía, o se producía un desfasaje entre necesidad y ritmo o intensidad, sumado a las muchas miserias y vanidades dirigenciales, cuyo principal efecto contagio es el desentendimiento y la insensibilidad para con los que más sufren y esperan que la política se muestre a la altura de las circunstancias. La poca capacidad de reacción, la endeble creatividad, obligan a Cristina a tener que tomar decisiones en medio de la escasez del desierto. Solo que hace ya una década que, en vísperas de cada elección presidencial, nos persuadimos a nosotros mismos de que 'peor es que gane la derecha' y el kirchnerismo, en lugar de conducir los procesos, termina creyendo que puede vigilar o mantener sobre la raya a sus antiguos adversarios, bajo el apotegma devenido dogma de que mejor es tenerlos cerca.

Quizá, como propuso Paco Manrique en una entrevista reciente, sea la hora de institucionalizar el espacio, darle una orgánica y armar la famosa mesa política que Alberto bloqueó en todo momento. Es necesario el programa de gobierno, que sean previsibles los lugares y que sepamos para qué queremos ganar la elección, porque emplear como argumento solamente que pretendemos que no gane la derecha, es bastante triste, aparte de inútil, porque le concede sustancia a aquello que se busca frenar y combatir. 

Con la claridad política sobre la superficie sería menos dramático vislumbrar una hipotética jefatura de Massa en caso de catapultarse a la Casa Rosada, y que la interna peronista no desemboque, de manera sanguinaria, en una crisis de Estado. Pero eso implica retomar la discusión ideológica dentro del movimiento y no tener miedo a la profundidad, a la firmeza, a la convicción que no se resigna a reducir la política a una cacería de puestos o una borrachera de poder por el poder mismo. Cuando la comodidad de los altos cargos saca los pies del barro y se olvida la gimnasia de la lucha, la dirigencia, por inercia, tiende a alejarse del sentir popular y perder contacto con las dificultades que padece la mayoría de la gente. 

Los pactos entre políticos fríos de corazón, destinados a garantizar privilegios y no tocar el statu quo, son el caldo de cultivo de la antipolítica feroz que luego predican, como exponentes auténticos o histriónicos, figuras como Bullrich o Milei, que sintonizan, por el mero hecho de gritar o de reclamar un cambio total, con los indignados ante la corrupción del sistema y la incompetencia de sus funcionarios o exégetas.

Por eso es saludable y oxigena la candidatura de Juan Grabois en las primarias de Unión por la Patria, por mucho que se la quiera ningunear o hacer de cuenta que no existe. Porque pone en alerta al peronismo respecto a la posibilidad, demasiado concreta, de volverse una fuerza vieja y temerosa, sin mística, sin rebeldía, interesada apenas en conservar el poder y los arreglos de cúpulas. Lo que Cristina hace por pragmatismo o en pos de la continuidad institucional, en riesgo frente al avance vertiginoso de la derecha protofascista, Grabois, a pesar de ciertos exabruptos adolescentes, tiene la valentía de impugnarlo en sus aspectos más cuestionables, como para que nadie se duerma en los laureles.

Hay que llamar las cosas por su nombre. No se debe cometer otra vez la estupidez de caracterizar como “jugada maestra” lo que es un signo de debilidad, perfectamente entendible en sus motivos tácticos, pero expuesto a confundirse con una visión de futuro ajena al peligro. Así como Cristina se atreve a contar en público cómo operan en secreto y con mezquindad ciertos actores políticos, desde su recurso al “off”, es necesario empezar a dar discusiones más de fondo y de cara a la gente.

Está en Grabois la responsabilidad de llevar adelante una interna ordenada y respetuosa, manifestando sus ideas y enunciando su visión sobre la Argentina. Sin una interpelación como la suya, nos achanchamos y aburguesamos, en un país que no está para eso, porque se respiran injusticias por doquier. Nos guste o no, sea más o menos orgánico, que una perspectiva como esta tenga expresión electoral permite canalizar el descontento y la tristeza e impedir una fuga de votos o un crecimiento de la apatía.

Cristina decidió en medio de la escasez y es natural que se oigan murmullos en el desierto, que duden de su conducción o directamente la desafíen. Es parte del juego: cuando todo va bien, todo es aplauso y ovación; cuando las cosas se estancan o se deprimen y se tarda cuarenta años en llegar a la tierra prometida, entonces cualquier hijo de vecino se siente con el derecho de pedir explicaciones a quien lo liberó del yugo de los faraones en Egipto. Sin esos murmullos, por lo general injustos, podríamos llegarnos a creer que, a pesar de la miseria, ya hemos alcanzado la tierra prometida o, tal vez, que la tierra prometida no existe y conformarnos con lo que hay. La política hoy tiene que evitar los balbuceos chismosos, el radiopasillo, el malestar que no se organiza en movimiento transformador, y articular un mensaje de esperanza, que deje bien en claro que ganar una elección no se hace a cualquier precio, que hay que tener dignidad y no perder de vista de dónde venimos y hacia dónde queremos ir.

Un verdadero político se mueve entre condiciones objetivas que limitan su accionar pero a las que opone, permanentemente, su fuerza de voluntad, que por sí misma no dice nada, porque siempre deben conducir las ideas; así como tampoco el tener ideas claras equivale a traducirlas en una praxis, para lo que se requiere de compromiso, energía y organización. Cristina puede dar los mejores discursos, pero su acción política se encuentra condicionada por los límites de lo real, que hay que ir desplazando. Grabois, con aciertos y errores, tomó la posta, incluso si eso significa desobedecer a Cristina en más de una ocasión. También lo hizo Wado, quien dio una muestra inquebrantable de lealtad al “bajarse” para no dañar el interés colectivo. La lección principal de esta circunstancias histórica consiste en aprender a interpretar a Cristina con comprensión de texto y contexto, empleando su jerga. Eso no supone adaptarse al posibilismo. Significa ir más allá del posibilismo. Ver los aprietes, las presiones, las extorsiones y hacer algo para disminuirlos en su carácter amenazante. No relatar simplemente lo que pasa, o ser audaz a la hora de dar discursos o arengar, pero luego pasarse de rosca en el palacio o ser hermético al momento de ofrecer señales. Tener coraje no es solo criticar en público a otro o decir palabras atrevidas que pocos dicen. No alcanza con eso. Es imprescindible proponer vías para resolver los problemas, para superarlos por medio de la lucha. Audaz es quien pone el cuerpo (la organización es un cuerpo no-individual), no quien habla mucho y bonito pero no está en el lugar de los hechos para dar la pelea o no arriesga el pellejo, aunque tenga que ser insultado por los propios que están enojados y necesitan consuelo y conducción. Todos los profetas sufrieron el malestar de los suyos. Hay que salir de los lugares amigables, cómodos y fáciles de habitar; de ser duro en la televisión o en las negociaciones entre cuatro paredes y blando en la lucha callejera, cuando hay que ratificar de cuerpo entero lo que se predica livianamente. Y hay que dejar de ser duros con quienes nos interpelan y nos exigen, para ser blandos, tiernos, empáticos y sensibles con todos aquellos que están pasando dificultades. De eso se trata ser militante.  

Uno podría confiar, ingenuamente, que Massa sufrió un cambio humano fenomenal, que su ruptura con Cristina y su belicosidad con el kirchnerismo se debió a una coyuntura o a una serie de accidentes que lo llevaron a eso y que ahora, después de muchos años invertidos en la reconciliación, es un aliado sincero que pagaría con el alma cualquier traición o que comprendió que el país no se puede gobernar sin entenderse con el kirchnerismo. No dudamos del arrepentimiento, ni tampoco de la clemencia de los ofendidos, pero aprender del pasado también es revisar lo que no funcionó, en especial con el caso de Alberto Fernández. Los hombres son buenos, pero si se los vigila son mejores. Reparar una vieja amistad o alianza, ponerle épica a los discursos, trabajar mucho para lograr objetivos medianos, no alinea a ningún político con un bloque histórico. Hay que llegar a comprender a quién se representa y a quién se le solicita presentarse. Y, fundamentalmente, no pedirle a los otros que hagan cosas que uno no está dispuesto a hacer. Hacer lo correcto, para que los otros también lo hagan. Se le dice dar el ejemplo. Los peronistas no debemos olvidarlo. Menos en una travesía sin rumbo por el desierto.

author: Gaston Fabián

Gaston Fabián

Militante peronista. Politólogo de la UBA (pero le gusta la filosofía).

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