Sociedad Coronavirus Filosofía
La acción social
Uno de los problemas evidentes en las reflexiones de pandemia fue la indistinción entre la cuestión epidemiológica y médica y la de carácter sociológico a la que concretamente se circunscribía el ASPO, popularmente denominado “cuarentena”. En artículos académicos me dediqué a abordar ello, atendiendo principalmente al carácter global de los individualismos contemporáneos. Efectivamente, los actos minoritarios pero de una carga violenta atendible, efectuados por los denominados “anticuarentena” y “libertarios”, suceden en distintos países del mundo y con lógicas, consignas y acciones más o menos semejantes. Una cuestión general es la declamación por la libertad individual en todos los casos, y considero que en este punto debe inscribirse un análisis de la acción social.
Un reciente y valioso artículo del sociólogo Daniel Feierstein (publicado en el matutino Página/12) emprende un análisis acerca de las fallas estratégicas en la gestión gubernamental del aislamiento. La única coincidencia que tengo con esa reflexión es en el error gubernamental por no asesorarse con investigadores de las ciencias sociales. En cuanto al contenido de la reflexión se sostiene en la categoría de “acción social afectiva” de Max Weber, improcedente para el análisis de los actos y relaciones de los individuos en el presente, y a partir de ello infiere improbables conductas psíquicas basadas en el negacionismo y la proyección. Si nos detuviéramos en lo psíquico, la represión sería más adecuada para una reflexión acerca de la posición yoica frente a la declamación de libertad. Pero es algo que dejaré a los psicoanalistas y psicólogos evaluarlo. Me interesa la reflexión sociológica en torno a la acción social, y pensar esto en torno a los vínculos contemporáneos para no errar nuevamente en el diagnóstico.
En primer lugar, es necesario apuntar que la acción social ha dejado de existir como tipo ideal sociológico, pues las transformaciones de la sociedad capitalista global condujeron a una conversión en las expectativas e intereses de los actores, que, como señaló el sociólogo francés Alain Touraine, se definen por su carácter moral y no social. Los actores morales y las acciones morales, en contraposición a las antiguas acciones sociales, prescinden del otro en la decisión de sus actos, y si bien actúan de manera afectiva, esto no se realiza en el curso de una trama social, es decir, en la definición clásica de Weber, la acción afectiva contempla que el afecto se cristaliza en la pertenencia a un conjunto, y esto distingue esa categoría de las acciones morales del presente, donde la acción no necesariamente responde a una referencia en el otro.
En las indagaciones de la sociología clásica se interpretaba y buscaba explicar sociedades basadas en el reconocimiento, esto significa atender conflictos que se ajustan sobre el principio de identificación. En cambio, las sociedades globales del presente se organizan de acuerdo a lógicas diferenciales de confianza, donde la relación con los otros no es por identificación, sino por aceptación y según reglas imprecisas e inestables, indicando esto que si en el reconocimiento hay pautas normativas estables, por su parte en la serie de la confianza solo se ligan instancias emocionales y afectivas, que son individuales aunque no irracionales.
Una perspectiva sociológica debe acertar en la evaluación del carácter global de estas disposiciones individuales a la autorreferencia moral, sintetizadas en el “yo puedo hacer lo que quiera” o en el “a mí nadie me va a decir si puedo salir o no de mi casa”, porque en esas manifestaciones verbales se evidencia una crisis de los motivos institucionales que orientaban acciones incluso afectivas en el sentido weberiano.
Pero en las sociedades globales que, como definió otro sociólogo alemán pero contemporáneo llamado Ulrich Beck, son individualizadas y afrontan procesos de desinstitucionalización, es imprescindible evaluar el rasgo de la responsabilidad individual que se asume como propiedad inherente del yo.
Las transformaciones globales que hace ya cincuenta años introdujo el neoliberalismo en las prácticas sociales, tiene consecuencias en las referencias personalistas para dirimir conflictos y estos no se ajustan con las visiones clásicas del problema. Porque las acciones de carácter emocional propias de la etapa contemporánea tienen el efecto de normativizar situaciones aunque estas se disgreguen rápidamente: los individuos del hedonismo contemporáneo, cualquiera sea la emoción por la cual rijan en alguna circunstancia su actuar, vitalizan ese momento como único y universal y sin conexión con demás hechos vitales. Nadie supone su contagio por la asistencia a una manifestación pública, si su cualidad como sujeto está vivenciada desde una posición moral de autorreferencia, tal es la condición de la vida contemporánea. Esto vale para un manifestante anticuarentena como para un legislador de la Nación que puede salir en Twitter a expresar que los “ciudadanos libres” deben tomar el Congreso de la Nación (en nombre de la República).
Las sociedades globales contemporáneas asisten a períodos de catástrofe, y específicamente a la inminencia de la catástrofe que finalmente no sucede. El sociólogo británico Anthony Giddens lo definió bien en “Consecuencias de la modernidad”: que el apocalipsis no vaya a ocurrir, sin embargo, no indica que los individuos de las “sociedades del riesgo”, alojados en la incertidumbre de sus propias decisiones, no vivan como si siempre estuviera pasando.
Las catástrofes del siglo XXI no justifican mecanismos psíquicos negacionistas, y contrariamente resaltan posiciones afirmativas de una individualidad que en estas sociedades se exalta desde las representaciones y dispositivos mediáticos y publicitarios, pero también desde las voces gubernamentales que legislan y gestionan de acuerdo a lógicas desregulativas de las capacidades estatales para articular experiencias de vida común.
Por esto, el análisis y la interpretación debe realizarse en referencia a prácticas que no son irracionales, sino que se explican por razones que no están ligadas a una norma fundacional, sino a las que se inscriben en lazos emotivos parciales en donde cada individuo está condicionado por las propias lógicas gubernamentales a producir (y afirmar) una experiencia propia ante la idea de la catástrofe. Eso y no otra cosa es lo que se vive como responsabilidad individual.
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