150 años del Martín Fierro (parte dos)

Segunda parte del ensayo que Fabián escribió sobre el icónico poema en prosa escrito por José Hernández en 1872, una obra clave de la literatura nacional.

28 de Diciembre de 2022

Dibujo portada: Juan Carlos Castagnino

Enlace a la primera parte del ensayo.

Fierro, como plantea Martínez Estrada, no aparece como un rebelde sino como un desdichado. Sufre la dispersión de su familia, igual que Cruz (para Martínez Estrada, Cruz es el personaje más perverso en la metafísica del texto, es el traidor, el que se cambia de bando a último momento, cuando todo ya está definido; es el doble oscuro de Martín Fierro, su cadalso y su crucifixión). Pululan en el mundo como las almas condenadas en el infierno, como tristes fantasmas, como seres raquíticos, pauperizados. No hay a quién acudir, a quién reclamar por la violación de los derechos. Frente a la mala fortuna, se mantiene el deseo de venganza, el duelo ante la menor ofensa o vituperio, para aunque sea salvar el honor manchado o humillado. En Hidalgo, el culto al coraje, que lleva a la cultura del aguante, se propone irónicamente en oposición a los godos. Es un “que vengan si se atreven”. En Hernández, se trata de verificar signos vitales en medio del crudo y brutal desamparo: “Aunque muchos creen que el gaucho/Tiene un alma de reyuno;/Que no lo dueblen las penas;/Mas no debe aflojar uno/Mientras hay sangre en las venas”. La riña con el negro que Fierro, entonces provocador y desafiante, asesina, o la memorable payada con su hermano receloso en La vuelta, a la que Borges pondrá fatídico desenlace en El fin, pretenden ser restos de libertad, producto de la falta de opciones. El duelo al que acostumbran los gauchos, más que para marcar con su facón que para matar al otro, no son imitaciones rústicas o silvestres de los torneos o los combates individuales entre caballeros en búsqueda de la gloria o el amor de una dama, sino fuga de una carencia: la de la construcción colectiva. Sirva a un caudillo (como en el bello poema de Borges titulado, precisamente, Los gauchos), a patrones ocasionales (como en Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes, que recrea en pleno siglo XX la época patriarcal, como si no hubiese habido guerra civil) o a su desesperada supervivencia, como en Martín Fierro (“En mi perra vida he visto/Una miseria mayor”), el mundo de la campaña es el del estado de naturaleza y por eso los nombres de Sarmiento o Hernández, entre otros, no son más que fragmentos de un Hobbes en la Pampa que jamás se escribió. Únicamente Macedonio Fernández imaginó platicar con el ilustre filósofo inglés en un cuarto de hotel de Buenos Aires, pero su interés pasaba entonces por entretenidas disquisiciones metafísicas y no por el diabólico abismo de la política criolla, o de toda política.  

Hay una imagen literaria que sintetiza perfectamente ese mundo salvaje y aterrador, donde se degüellan enemigos o inocentes porque prevalecen los instintos de carnicero y porque la lógica del desierto obliga a ahorrar pólvora en las ejecuciones sumarias (en su lugar, la “civilización” no escatima en fusilamientos; aunque también ha guardado degüellos para sus peores adversarios). Es el relato que Hudson ofrece en Allá lejos y hace tiempo en el que, todavía niño, contempla, bajo la llegada de “bandas sueltas” a las proximidades de su hogar, la desmovilización de la batalla de Caseros (otra desmovilización, la de la Guerra del Brasil, termina con el fusilamiento de Dorrego a manos de Lavalle, que para José Hernández, en su Vida del Chacho, es una especie de pecado original de la nación: “de allí parten nuestros males”). Un poco en esa línea Martínez Estrada sostiene que el Martín Fierro es un poema de milicias y no un poema civil. No hay sociedad civil. La sociedad no existe, incluso donde hay reductos de sociabilidad, como la pulpería (Eduarda Mansilla la define como un “club primitivo”, en el que los gauchos se informan de las novedades, se embriagan para ahogar las penas y, cada tanto, pelean entre sí) o la milonga donde se enfrentan Fierro y el moreno. Son lugares de paso, la querencia para el gaucho siempre se esfuma. Se plantea en Don Segundo Sombra que “galopar es reducir lejanía. Llegar no es, para un resero, más que un pretexto del partir”. La sociabilidad se encuentra hecha para romperse sin vacilaciones. Dice Martínez Estrada: “¿Qué hay de la sociedad argentina en el Martín Fierro? Nada. Se supone que existe un mundo organizado, administrado, lejos; que de allí emergen, como de una fuente, los males que flagelan el campo. Pero la sociedad no se siente ni se puede presentir”. Y más adelante: “Esos personajes del Poema viven en el seno de una sociedad espectral y funesta, en un territorio circundado de miasmas mortíferos, de fieras siniestras, de corrientes de aire agotador”. Cobra entonces total vigencia la descripción de Hobbes, cuando afirma en el célebre capítulo XIII del Leviatán que “existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve” y que, al estar en juego la reputación, se “recurre a la fuerza por motivos insignificantes, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, como cualquier otro signo de subestimación”, causa de la perdición de los hombres vanidosos e insensatos.

En Don Segundo Sombra, que podríamos decir que pertenece al género de las novelas de formación, al estilo del Wilhelm Meisterde Goethe, ese es uno de los temas centrales. El libro versa sobre cómo un joven niño intrigado por los misterios del mundo huye de su aburrido y poco emocionante pueblo para seguir los pasos y el ejemplo arquetípico de Don Segundo Sombra, que simbólicamente sería como un espectro de los tiempos inmemoriales de la pampa, en la medida en que conserva la sabiduría primigenia para manejarse en ella (“Aquí no valen dotores/Sólo vale la esperencia; /Aquí verían su inocencia/Esos que todo lo saben;/Porque esto tiene otra llave/Y el gaucho tiene su cencia”, canta Martín Fierro; en el Pablo de Eduarda Mansilla, a su vez, el gaucho le explica a su madre que él podrá no saber leer o escribir, pero sabe leer las estrellas y los corazones, que es lo que más importa). Justamente, hacia el final de la novela, cuando se separa del protagonista, dejándole su herencia anímica, le explica que el gaucho, el hombre curtido en las inclemencias del tiempo, es “el que sabe de los males de esta tierra, por haberlos vivido, se ha templado para domarlos…”. Mucho antes, el joven aprendiz observa asombrado cómo Don Segundo desoye los desafíos y las provocaciones de un borracho que se quiere batir a duelo con él. Esa serenidad, que Martín Fierro buscará transmitir como experiencia a sus hijos en La vuelta (“El hombre no mate al hombre/Ni pelee por fantasía;/Tiene en la desgracia mía/Un espejo en qué mirarse:/Saber el hombre guardarse/Es la gran sabiduría”),  es la que le falta a todos los demás personajes. En uno de los tantos diálogos del Don Segundo Sombra queda bastante claro: “Nos mata el orgullo, amigo. Cuando un hombre nos insulta, lo mejor que podríamos hacer es llamarnos Juan. Pero tenemos nuestro orgullo, que nos hace querer hablar mah’alto, y una palabra trai otra y al fin no queda más que el cuchillo”. Cursa también en esa dirección una inquietante meditación del protagonista, que de alguna manera fraterniza con los análisis de Martínez Estrada sobre el fenómeno de “hacerse el guapo”, en el que se han visto arrastradas personas pacíficas, por la simple razón de sentir injuriada su dignidad o por permitirse conducir por una masa inercial y amorfa, donde el número suspende la responsabilidad individual:

“Largas cavilaciones me atrajo el hecho brutal que había presenciado. Que un hombre tranquilo y alegre como Antenor se hubiera visto obligado primero a pelear, después a matar, me resultaba algo en verdad asustador. ¿No se es dueño entonces de nada en la propia persona? ¿Un encuentro inesperado puede presentarse, así, en forma de destino, para desbaratarlo a uno en su propio modo de ser? ¿Somos como creemos, o vamos aceptando los hechos a manera de indicaciones que nos revelan a nosotros mismos? Revisaba mi vida, la de mi padrino, la de cuanta gente conocía. Sólo Don Segundo me daba la impresión de escapar a esa ley fatal, que nos cacheteaba a antojo, haciéndonos bailar al compás de su voluntad”.

Borges prefirió el Facundo al Martín Fierro (en semejante elección, para él, yace el nudo problemático del drama nacional) porque repudia del poema de Hernández episodios como el abandono de la policía por Cruz y su pasaje al lado del delincuente perseguido, que se redime en la pampa ruda y fiera por el mero hecho de ser valiente y pelear con muchos a la vez (ser valiente, según el código gaucho, es la intensidad máxima que le está permitida a una vida). Pero lo cierto es que, en toda su literatura, Borges destila su seducción por la barbarie (¿acaso no escribió la Biografía de Tadeo Isidoro Cruz, justificando para la eternidad su deserción, con el sello de una frase icónica, que sentencia que “cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”?) y nos ha entregado las mejores historias de cuchilleros que se contaron en el siglo pasado (si bien sustituye el paisaje rural por uno suburbano, el de las orillas, y no trabaja con gauchos sino con guapos, pendencieros, rufianes y compadritos, inspirado por los folletines de Eduardo Gutiérrez que devoró en conjunto con las novelas de Stevenson, el tema del retorno a la pampa como forma de acceso a la pureza originaria o el “destino sudamericano” es fundamental en su obra, como dejan notar El Sur, el Poema Conjetural o El Otro Duelo, donde ya se no buscan reñir militares del ejército napoleónico, como en la novela de Conrad, sino dos gauchos orientales). La metafísica del duelo, del honor ultrajado, lo obsesiona de principio a fin. Es un cosmos donde aún Esquilo no ha escrito la Orestíada y los hombres hacen justicia por mano propia, pues ni siquiera los jueces de paz se conforman con aplicar correctamente el derecho. “El que manda siempre puede/Hacerle al pobre un calvario”. Si la ley, en la perspectiva de Hidalgo, rige con distinta vara las acciones de los ricos y de los pobres (de esta aplicación diferencial, dice Ludmer, se nutre el género gauchesco), en el contexto del Martín Fierro esa visión se profundiza, como canta el moreno que rivaliza con nuestro gaucho emblemático: “La ley es tela de araña,/En mi inorancia lo explico:/No la tema el hombre rico,/Nunca la tema el que mande,/Pues la ruempe el bicho grande/Y sólo enrieda a los chicos”. En una carta-prólogo para una reimpresión de Los tres gauchos orientales, Lussich explica el motivo de mantener viva la memoria del gaucho, ya en su estertor:

“haciendo únicamente justicia a esos desgraciados parias, víctimas del abandono en que viven, despojados de todas las garantías a que tienen derecho como ciudadanos de un pueblo libre, ellos, que son siempre los primeros en el peligro, acudiendo al llamado del cumplimiento del deber, ellos, que todo lo sacrifican hasta sus más caros afectos e intereses, en aras de sus convicciones, ora vagando errantes en el ostracismo, ora perseguidos en los montes como fieras acorraladas, para huir de la esclavitud que les imponen mandones groseros y arbitrarios”.

Podríamos decir que el Martín Fierro es una posición de lucha en el debate sobre la naturaleza del gaucho malo. Sarmiento había escrito en el Facundo: “Llámanle el Gaucho Malo, sin que este epíteto lo desfavorezca del todo. La justicia lo persigue desde muchos años; su nombre es temido, pronunciado en voz baja, pero sin odio y casi con respeto”. Se trata de un espécimen autóctono, que florece también en la Banda Oriental o en el Sur del Brasil, en buena medida por razones climáticas. La misma opinión manifiesta Eduarda Mansilla en su Pablo: “El Gaucho Malo es, según yo, una de las producciones más significativas de esa naturaleza grandiosa y salvaje de las pampas. Es la expresión de ese combate incesante y progresivo que se establece entre una sociedad naciente, diseminada sobre una gran extensión de tierra, y el desierto con sus terribles leyes. Es el choque, la lucha cuerpo a cuerpo, entre el hombre y la tierra, es lo infinitamente pequeño en oposición a lo infinitamente grande, es la fuerza contra la fuerza” (hacia el final de la novela, no obstante, un comandante militar sostiene, infructuosamente, que “con el sistema del terror, de la opresión y de la arbitrariedad, todos se volverán gauchos malos en seis meses, si nosotros no ponemos remedio a la cosa”. Se puede decir que el libro es una crítica de dos extremos: el salvajismo de los indios que invaden y asesinan y el salvajismo del ejército que, con su severidad exagerada, se convierte en verdugo de hombres desdichados).  Lussich y Hernández, en cambio, consideran que el gaucho malo es un invento de la civilización, que se desarrolla produciendo un afuera, una exclusión que, al mismo tiempo, no le permite ser completa e íntegra. Lo crea como nuestra psiqué crea las pesadillas. Si al paisano se lo dejara en paz, se lo dejara trabajar, entonces no delinquiría. Es la hipótesis de La vuelta, que no en vano fue leída por Astrada y Marechal como una prefiguración del peronismo, al poner en valor la cultura del trabajo: “Debe trabajar el hombre/Para ganarse su pan;/Pues la miseria, en su afán/De perseguir de mil modos,/Llama en la puerta de todos/Y entra en la del harragán”. También en Los tres gauchos orientales uno de los personajes de Lussich había expresado la mansedumbre del gaucho que no es molestado, oprimido o manipulado por las autoridades, para hacerlo votar o guerrear: “No lo curtan a macana/Al que es paisano de ley,/Ni lo traten como a guey/Hincándole la picana;/Su suerte hagan más liviana;/Dejen que el pobre trabaje,/Naide lo insulte ni lo aje/Y vivirá muy dichoso,/Sin meterse a reboltoso/Ni a defender caudillaje”.Milcíades Peña y José Pablo Feinmann han interpretado la postura pacífica y resignada de Fierro como la concesión del Hernández-senador, aliado de Roca, al nuevo orden y como una traición al espíritu original del poema. Pero ya desde un comienzo quedaba claro que la ira de Fierro fue desencadenada por la frustración de su propia mansedumbre, al sufrir privaciones (sobre todo la de su familia) ocasionadas por “los que mandan”. Que luego, en una especie de reconciliación dialéctica, el malevo devenga intención o proyecto de trabajador, es el misterio que debemos resolver.

Vale mencionar que el discurso de Fierro en La vuelta es un discurso profundamente actual, que se repite incesantemente. La gente quiere paz social, quiere trabajar, “no quiere conflicto”, ni “hacer piquete”, ni “salir a robar”. Pero los malos gobiernos, empezando por los poderes económicos que manejan el país, no la dejan. La obligan a llevar como destino el que aquejó al pobre Fierro. Cuando en la Biografía de Tadeo Isidoro Cruz Borges remata con que el policía “comprendió que el otro era él”, traza un hilo con su otro cuento martinfierresco, El fin. Allí Martín Fierro niega el arrepentimiento que mostró ante sus hijos, no puede escapar a su ley. Y se encuentra con el moreno, que logra vengar la muerte de su hermano. Pero “cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre”. En esta historia conjetural de Borges, no hay síntesis dialéctica, no hay superación. Es imposible elevarse sobre el estado fatídico en el que los personajes se hallan. Martín Fierro es universal, pero por el lado malo, el lado de la infamia. 

En Hernández, por el contrario, parece haber un aprendizaje. ¿Qué es la payada con el moreno sino eso? El duelo a muerte se sublima en el duelo verbal, repleto de astucias, como lo hace también en los estadios de fútbol, con el fuego cruzado de los cánticos de las hinchadas. Como argumenta Ludmer, en La vuelta ocurre la interiorización del dilema moral, de la división constitutiva del género. El sujeto que canta, ahora, es bueno y malo a la vez. No hay militarización extrema del gaucho, como en Paulino Lucero, ni moralización extrema como en el Santos Vega, donde en el drama de los hermanos mellizos, uno decente y otro malevo, se condensa el drama de la patria dividida, entre la civilización y la barbarie. En la contradicción externa, el horror de un bando es la fiesta del otro. Sucede en El matadero de Echeverría o en La refalosa de Ascasubi, comparada por Ludmer con La fiesta del monstruo de Borges y Bioy Casares. Estos relatos retratan cuál es el infierno para los hombres de frac. Desde el ángulo contrario, Hernández, en su rol de periodista política, afirma que con el asesinato de Peñalosa “los salvajes unitarios están de fiesta”. Pero en la contradicción que vive Fierro, el infierno sólo puede ser relativizado, no ignorado.

Es la diferencia fundamental entre La ida y La vuelta. En su viaje iniciático, Martín Fierro pretende huir con Cruz del infierno (el trabajo forzado, la leva, la ley de vagos, que destruye el “comunismo primitivo”), a las tierras de los indios, que son definidas como el anti-trabajo, como una vida “panza arriba”, librada del hostigamiento de la civilización. No es, por supuesto, una travesía feliz, como lo deja ver la melancolía sentida por ambos al contemplar las últimas poblaciones. Cruzar la frontera es, para ellos, como cruzar el Rubicón: una pesada carga, a partir de la cual todo cambiará para siempre. Aunque sí es una declaración de guerra: con los salvajes se vive mejor (Hernández seguramente estaba influenciado por el relato de Mansilla, que podemos resumir en la idea de que los civilizados no son tan civilizados y los bárbaros no son tan bárbaros como los civilizados afirman de sí y de los otros). Pero en La vuelta, escrita en el contexto “espiritual” de la Campaña del Desierto, los indios adquieren una fisonomía diabólica. El desierto se vuelve sinónimo de cautiverio, porque allí gobierna el verdadero enemigo. Entonces se vuelve preciso regresar, no sin antes liberar a la cautiva, en una lucha de dimensiones bíblicas. Mas el regreso tiene que ser discreto, no es ya el lamento del prófugo sino la súplica de quien desea la reconciliación, al comprender que el primer infierno era menos infernal que el falso paraíso (el debate democracia burguesa vs totalitarismo se basa en este mismo razonamiento). Lo dantesco una vez más, con su descripción de los círculos infernales. ¿Una ponderación de lo mejor como lo menos malo, entonces? Es una interpretación posible, aunque La vuelta no propone la idealización de La ida, sino algo así como una sugerencia a las autoridades, una declaración de que los gauchos están de su lado, de que no son el enemigo a combatir y de que serán más productivos al orden si no son maltratados. ¿Es la Aufhebungdel poema el trabajo “libre” capitalista, el modelo agroexportador, la hegemonía del latifundio? ¿O más bien pretende incorporar al gaucho al Estado-nación, sin que eso implique definirse por un sistema que no garantiza sus condiciones de vida? “Es el pobre en su orfandá/De la fortuna el desecho/Porque naides toma a pecho/El defender a su raza;/Debe el gaucho tener casa/Escuela, iglesia y derechos”, canta Martín Fierro. Lo hace, es cierto, desde la oposición entre el gaucho “pacífico” y “trabajador”, “argentino”, y el indio “bruto” y “ladrón”, “bárbaro”. Retroceso evidente con respecto a Mansilla. Porque también el indio ha sido sometido y arrojado por la civilización a la crueldad del desierto.

Ya en su Evaristo Carriego Borges postula que la identificación del argentino con el gaucho y no con el militar (recordemos el linaje aristocrático-militar al que se jactaba de pertenecer el gran escritor) se debe a que es individualista y ve en el Estado una inconcebible abstracción. Los gauchos, poniendo el cuerpo en los ejércitos libertadores, hicieron patria. Pero ellos no sabían la patria que hacían: se les vuelve en contra. La alienación es total. Los beneficiarios directos de la independencia política se encargan sistemáticamente de perseguirlos. Pero es solo porque se da desde el principio este conflicto que puede acontecer una distinción entre lo sentimental patriótico  y las abstracciones de los símbolos nacionales que poco tienen que ver con los trabajos y los días de la gente de tierra adentro. Borges escribió dos poemas, titulados El gaucho y Los gauchos, que describen las vicisitudes de su existencia. Hay similitudes y variaciones entre ambos textos. Pero lo paradójico es que Borges se mueva en un reconocimiento de la pluralidad (“Fue el matrero, el sargento y la partida./Fue el que cruzó la heroica cordillera/Fue soldado de Urquiza o de Rivera,/Lo mismo da. Fue el que mató a Laprida”o “Fueron pastores de la hacienda brava, firmes en el caballo del desierto/que habían domado esa mañana, enlazadores, marcadores, troperos/capataces, hombres de la partida policial, alguna vez matrero; alguno,/el escuchado, fue el payador”)  para concluir en el concepto, en lo genérico, en una idea de Gaucho que, sin embargo, destierra todo lo que tenga olor a patriótico. El gaucho será para Borges el hombre de la llanura, el que mata o muere por honor personal, estupidez o venganza, el que no ve más allá de la hora, el que sólo se volvió inmortal por la literatura (“Hoy es polvo de tiempo y de planeta;/Nombres no quedan, pero el nombre dura. Fue tantos otros y hoy es una quieta/Pieza que mueve la literatura”. Confesando lo que se pierde con la invención literaria, el hecho de que no-todos los gauchos son el Gaucho, se difumina la diferencia originaria que compuso el género mismo, según la cual puede haber un gaucho que anda frecuentando lugares de mala muerte, para buscar riñas con el primero que lo mire mal; otro que es perseguido porque sí por la autoridad; otro que luchó en muchos bandos a la vez, siguiendo a un caudillo de un color o del contrario; que peleó por dinero, por protección, por la libertad, la suya, la de los suyos, la de la tierra que ama, la de la patria. Todo eso está en la poética de Borges y todo eso queda rezagado cuando transforma a los gauchos en hijos del rigor que ignoran, solitarios o en “los azares de la montonera”, para qué arriesgan la vida, para qué visitan o abren las puertas a cualquier paisano que necesite descansar o compartir un momento placentero en las profundidades del país que los vio nacer.   

En cualquier caso, si no hay patria visible en el Martín Fierro, si le resulta ajena al gaucho, es porque también ella le fue privada. Porque un día se despertó y se enteró que la tierra tenía dueño. Porque trabaja para sobrevivir y no le pagan lo que corresponde (“Y ya es tiempo, pienso yo,/De no dar más contingente;/Si el Gobierno quiere gente,/Que la pague y se acabó”). Porque lo mandan a guerras que no siente suyas y que solo generan más dolor (“O por causa del servicio/Que tanta gente destierra,/O por causa de la guerra,/Que es causa bastante seria,/Los hijos de la miseria/Son muchos en esta tierra”). En el Pablo de Eduarda Mansilla, el protagonista, un gaucho inexperimentado y enamorado, es reclutado a la fuerza, a pesar de tener la papeleta que lo salvaría del servicio. Ya en la pampa se practica la portación de rostro. Los ricos, como advirtió San Martín, no van a la guerra a poner el pellejo. Tienen mucho para perder. Pero luego criminalizan a los que dan la cara por ellos.

Con Astrada y Marechal la lectura es distinta. Astrada lee el Martín Fierro como mito y ve en el gaucho el hombre argentino arquetípico, el cimiento de nuestra vida nacional. Es decir: la palabra gaucho aparece en su discurso como cifra de acceso a los enigmas de la Nación. Su jerga es familiar a la de Lugones: habla de heroísmo, de carácter,de sacrificio, de estirpe. Hay en él un imperativo de misión, de vocación, de destino que toca lo épico. Alternativo al gran poeta, en cambio, es su nacionalismo popular, su ontología revolucionaria. Escribe Astrada que “Martín Fierro es el rapsoda del hado y de las posibilidades inmanentes del hombre argentino”. Si en su canto se conserva la memoria de una lengua que podría llegar a perderse de lo contrario, también se revela una existencia peculiar, un ser-en-el-mundo, en el panorama vital de la pampa, que posee características propiamente metafísicas. “El personaje de este drama es apenas una brizna entre lo telúrico y lo cósmico, suspensa en el soplo que le llega de ese primigenio fondo mítico”. Como en ScalabriniOrtíz, se trata de volver a comprender los secretos del espíritu de la tierra, que han devenido extraños cuando la colonización pedagógica (término de Jauretche) incrustó la cultura europea en la manera de pensar, de sentir y de actuar de los argentinos y argentinas. La propuesta no sería barrer con la civilización técnica, desmantelar los ferrocarriles, que convirtieron al gaucho en una figura poética sin arraigo en la realidad, sino retomar una especie de conexión mística con el espacio-tiempo que se habita, encontrar una relación de nuevo tipo con la técnica. Parafraseando a Heidegger, para Astrada, el ser, en su insinuación y en su permanente ocultamiento, se hace oír en el castellano que hablaban los gauchos. Cada verso es una esencial lección de vida. No tenemos aquí, sin embargo, la nostalgia que se huele en Lugones. Del gaucho, argumenta Astrada, “su apoteosis, su glorificación, en el poema, no es una elegía, sino el retorno-’la vuelta’- del que parecía irse para siempre, su palingenesia anímica”. Contra Vizcacha, que representa a la oligarquía, Martín Fierro sería el símbolo de las multitudes argentinas. Un 17 de octubre, sus hijos vinieron “desde el fondo de la pampa, decididos a reclamar y a tomar lo suyo, la herencia legada por sus mayores”. Esta metempsicosis peronista, más que una vía revolucionaria, consistiría para Astrada en recuperar lo que en La vuelta el viejo Fierro busca pero no encuentra por ninguna parte: el trabajo honrado y dignificador. “El destino del pueblo argentino es ser un pueblo de trabajadores, bajo la égida de la equidad, de la convivencia pacífica”. Igual que en Hernández Arregui, lo patriótico pasa por la conquista de la conciencia nacional, alienada y perdida en el país oligárquico. En Astrada el método no es otro que la fidelidad serena al karma pampeano.

Leopoldo Marechal sigue un camino parecido, también marcado por la aparición del peronismo en la vida política del país. En la conferencia que pronunció en 1955, en la entonces Radio del Estado, que llevó como título Simbolismos del Martín Fierro, interpreta el poema desde un costado profético, como un “mensaje lanzado a lo futuro”. Independientemente de la creatividad de Hernández, lo que para Marechal se manifiesta en el libro es un estado de alarma del ser nacional, un pedido desesperado de auxilio, basado en la alienación que viene sufriendo en su dramático extravío, “en el punto más dolorido de su conciencia”. Si los grandes maestros de la literatura que versa sobre el gaucho hacen hablar a la pampa, que está viva, que es desafiante (las descripciones de Güiraldes, de Eduarda Mansilla, de Hudson son de una belleza sublime), Marechal, igual que Astrada (que juega en los dos equipos), hace hablar al ser. Es justamente porque las élites, las clases dirigentes, desoyen el mensaje que el poema envía que “el mensaje desoído vuelve al pueblo de cuya entraña salió. En sus modestas ediciones, en sus cuadernillos humildes, en su papel magro y su seca tipografía misional, el gaucho Martín Fierro vuelve a sus paisanos: es una Vuelta de Martín Fierro que no ha escrito José Hernández y que, sin embargo, es realmente la primera vuelta de Martín Fierro”. Vuelta originaria y esencial, que prefigura una recuperación. Y que resiste la designación de Fierro como un gaucho ambulante, sin patria ni querencia a dónde ir.

La de Marechal es una lectura cristiana, que toma como pilares del mundo de la vida del gaucho la familia y el trabajo. Es la errancia resultado, no naturaleza. Porque Fierro es un despojado. Lo obligan a trabajar en la frontera, en medio de castigos, maltratos y amarguras. Y cuando deserta, para huir de su trágico destino, el destino trágico se presenta en y gracias a la misma fuga, al verificar que de su familia y de su trabajo ya no queda nada. “Frente a esa invasión, Martín Fierro es el hombre de la ‘rebeldía’, porque es el hombre de la ‘lealtad’. ¿Lealtad a quién? A la esencia de su pueblo, al estilo de su pueblo, al ser ‘nacional’ amenazado y confundido”. Tragedia y gesta son momentos de su devenir. En Martín Fierro, dice el metafísico Marechal, lucha el ente argentino (no se asume ninguna diferencia ontológica entre ser y ente). El exilio en el desierto simboliza el exilio del propio pueblo, que pierde su libertad (por no merecerla, por no estar a la altura de su responsabilidad histórica) y, por consiguiente, deja de ser protagonista de su destino. “Pero el desierto es también la imagen de la ‘penitencia’ en el sentido de penar y en el de purificarse con la pena”, agrega Marechal. Esta ascesis se completa con la muerte de Cruz, que es la pérdida más dolorosa que Fierro padece. Lo que lo devuelve a la acción es “el espectáculo de la Cautiva martirizada por el indio”. Recordemos que la Cautiva, en la literatura nacional, representa a la Argentina sufriente. Rescatar a la Cautiva es como rescatar a la patria y hacerla volver de su destierro (tema fundamental de la novela Megafón). El relato del segundo hijo sobre Vizcacha y sus execrables consejos (cuyo cinismo dijo Martínez Estrada que, como secreto inconfesable, era el de todos los personajes) lleva a Marechal a pensar, desde una lógica dialéctica, que es la parte del ser nacional que renuncia a su propio estilo y cae en la inautenticidad.

Hacia el final de la conferencia, el escritor postula que “la clave del Martín Fierro se oculta y se revela en su despedida” (que la miniserie Okupas imita en su desenlace). Allí transmite, según Marechal, la ética del ser nacional. Un Evangelio que oportunamente los cuatro involucrados (Fierro, sus dos hijos y Picardía), al dirigirse cada uno hacia un punto cardinal diferente, se proponen difundir por todo el territorio, al modo apostólico. “Hay en aquella partida una distribución ordenada que yo calificaría de ‘misional’”. Con esta exégesis, Marechal descubre en el texto una impronta militante inesperada. De ahí también el verso “Mas Dios ha de permitir/que esto llegue a mejorar;/pero se ha de recordar,/para hacer bien el trabajo/que el fuego, pa calentar,/debe ir siempre por abajo”. Trabajar por abajo es la tarea acordada por los juramentados. ¿Y qué es lo que se lleva, sino el propio libro, transformado en el Nuevo Testamento de los argentinos? “Y en todo lo que explica mi lengua/todos deben tener fe;/no se ha llover el rancho/en donde este libro esté”. Habría en este canto un puente secreto con aquel de Hidalgo, ya citado, que afirma que “renace el patriotismo/En el más infeliz rancho”. Donde el libro circule, donde se compartan sus cantos, abunda la esperanza. Ante esta conclusión hiperbólicamente bella, quizá podamos decir algo que no está en Marechal. El hecho de que no se sepa cuál es el paradero ni qué fue de la vida de Fierro, el “héroe de la nacionalidad”, que arrastra consigo también los “traspiés de la nacionalidad”, introduce simbólicamente la idea cristiana del sepulcro vacío. Es porque Borges no soporta tamaña apertura que se lanza a escribir El fin, con el propósito de darle muerte a Fierro y sellar para siempre su destino de cuchillero desgraciado. Pero si el cuerpo de Fierro no está, si los discípulos que tomaron la posta deben construir desde su entera responsabilidad (porque el maestro no puede cubrirles las espaldas y, sin embargo, los acompañará por siempre: nunca caminarán solos), entonces el poema se significa a sí mismo como un texto que llama a ser continuado en el terreno de la historia, porque en cada lectura se revela la más dramática actualidad.

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