
La naturaleza de lo nuevo
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Los argentinos tenemos una frase lapidaria para señalar a quienes buscan mejorar o agregar algo nuevo a lo que el uso repetido ha consolidado y garantizado: “¿Qué buscan inventar?: si ya está todo inventado…” Pero en lugar de rendirnos con ella a su aparente resignación a lo dado, al pronunciarla dejamos más bien entrever que un verdadero cambio no consistiría una simple mejora de lo existente sino un completo arrancar de cero, repartiendo y dando de nuevo.
Algo de ello ocurre, por ejemplo, cuando en este cumplido primer cuarto de siglo nos detenemos a observar como la democracia se desmorona y todo lo sólido se desvanece en el aire. Porque entonces constatamos que no hay nada auténticamente nuevo bajo el sol dado que todo esto resulta, más bien, la crónica de una muerte anunciada. Y si hoy resulta tanto más sencillo imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, no es porque nuestra capacidad para la esperanza haya muerto sino, al contrario, solo porque lo nuevo hoy exige asomarse a un abismo.
Nuestra época fuerza a reflexionar por la naturaleza de lo nuevo: de dónde viene, en primer lugar, pero sobre todo en qué y cómo se diferencia de lo viejo. Obviamente, tampoco sería ésta una reflexión propiamente nueva: comienza ya en el Renacimiento como una valoración de la antigüedad clásica en contra del oscurantismo feudal, y se retoma a comienzos del pasado siglo como una puesta en cuestión de la Modernidad para extremarla y resolver sus contradicciones.
La novedad que este siglo presenta es volver a pensar lo nuevo sin vestirlo, esta vez, ni de una recuperación de lo clásico ni de una superación de las contradicciones de lo actual. Se trata en nuestro caso, por lo tanto, de un verdadero repartir y dar de nuevo propiamente inhumano, pues consiste en dejar de concebir a lo nuevo como una venganza contra lo viejo para comenzar a entenderlo como un gesto mesiánico de apertura incondicional. Y si dicho gesto califica como inhumano se debe a que supone un acto de resistencia a la pregunta qué hacer, que es la más tradicional de la política, para descubrir así en la espera como tal una auténtica forma de emancipación.
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Antes y al comienzo de nuestra Era, el mesianismo había introducido una verdadera novedad al ofrecerse como una sujeción relativa a las normas sociales y, por lo tanto, como una forma de resistencia basada en una aceptación de las leyes del Cesar siempre y cuando no fueran incompatibles con las de Dios. Pero tanto la promesa de un Reino Celestial como de un Salvador, si bien reemplaza la propuesta de una mejora de las condiciones de vida por medios humanos, hicieron del mesianismo todavía un dispositivo que, en su resistencia misma al statu quo, resulta funcional aún a una instrumentalización técnica del mundo.
Si hoy queremos pensar lo nuevo debe ser radicalmente nuevo: no algo que simplemente por su contenido reemplace a lo anterior, sino algo que en la forma misma de presentarse ofrezca una modificación sustancial respecto de lo que venga a reemplazar. Es por esto que J. Derrida considera relevante mantener la forma de la mesianicidad como estructura de no conservación de lo dado y apertura incondicional quitándole, sin embargo, el contenido más propio al mesianismo tradicional, es decir: sin promesa y sin salvador.
La dificultad principal de una mesianicidad sin mesianismo no se reduce a ofrecerse como una paradoja de orden meramente lógico sino que, antes bien, consiste tener que justificar o demostrar una necesidad de no conservación que confrontaría con toda idea instalada de la economía pero daría pie, a su vez y sólo así, a algo radicalmente nuevo. ¿Existe acaso en el hombre un impulso deconstructor semejante, capaz de negar lo dado ya no como un medio para un determinado fin, ni tan siquiera como un fin en sí mismo, sino como un simple medio que se sostuviera sin finalidad alguna?
Es evidente que tal impulso innato no existe, pues por algo la humanidad está en las condiciones como está. Pero si hubiera que darle un nombre, por supuesto, no podría ser otro que el del amor. Y se trataría de un amor por deber cuya apertura incondicional supondría, precisamente, un decidido gesto de resistencia ahora contra lo nuevo concebido como algo a conquistar, porque ese y no otro es el trillado y ya comprobado modo en que lo nuevo se vuelve viejo desde que, en su propia manera de proponerse, se confiesa viejo en sí mismo.
Según Derrida, este dejar venir a lo nuevo implica una preparación para recibir lo completamente desconocido. No se trata nunca por lo tanto de una pasividad total, sino de una nueva concepción de la acción política que habilite el advenir sin intentar controlarlo o anticiparlo completamente. Y como dicha apertura requiere una desconstrucción de las estructuras y convenciones que normalmente regulan y limitan la invención, este permitir el advenir de manera auténtica y no predefinida supone un acto de resistencia.
Dejar venir a lo nuevo significa un mesiánico estar dispuesto a aceptar la alteridad en su plena diferencia, sin reducirla ni un instante a lo ya conocido o ya esperado. Y se convierte en un incansable acto de acogida, entonces, que reconoce la singularidad de lo nuevo y su capacidad de transformar y enriquecer, en definitiva, nuestra comprensión del mundo.
La mesianicidad sin mesianismo no resulta sin contenido tan sólo porque hoy hayamos perdido toda esperanza, sino al revés: perdimos toda esperanza por no saber que ella se sostiene propiamente de la nada. Es muy probable que, en el siglo primero de nuestra Era, la buena nueva que difundían los discípulos de Jesús de Nazaret tuviera esta misma estructura desfondada que atribuye Derrida a la fe verdadera, pero con el paso del tiempo fue ganando la idea de que el Reino de Dios era una cuestión de las almas en las que el cuerpo no estaba por consecuencia implicado y todo, a partir de entonces, se tergiversó para siempre. Las condiciones en este siglo están dadas por lo tanto para transmitir una nueva buena nueva: no hace falta creer ya en algo para poder creer.
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