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150 años del Martín Fierro (parte uno)

El icónico poema en prosa escrito por José Hernández en 1872, es una obra clave de la literatura nacional, aparte de un ejemplar canónico del género gauchesco. En palabras de Fabián, que ensaya sobre el texto en un trabajo de dos entregas, se trata de un libro que goza de una condición única: ser una exitosa metáfora de la Patria. El rol del peronismo.

Dibujo portada: Juan Carlos Castagnino

Hace pocos días se cumplieron 150 años de la publicación de la primera edición de El gaucho Martín Fierro. Leopoldo Lugones condecoró al poema de José Hernández con el título cuasi nobiliario de libro nacional de los argentinos. Quizá esta designación realizada en El payador (junto con las contribuciones de Ricardo Rojas) permitió que para el Martín Fierro se abrieran las puertas de la alta literatura, más allá de cierto desdén mantenido entre la élite intelectual de entonces o gratitudes individuales que tampoco faltaban. Pero lo cierto es que a la oración solemne de Lugones menos le interesaban las pobres o agudas críticas literarias que el hecho misterioso de que los versos cantados por el errante y desdichado gaucho se recitaran a viva voz en las pulperías pampeanas, como hace más de 2.500 años, en las polis de la Antigua Grecia, se entonaban o representaban pasajes icónicos de la Ilíada y la Odisea.

Dentro de todos los textos que componen el género gauchesco, que con tanta profundidad estudió Josefina Ludmer, ninguno ha disfrutado de la bendita suerte de la invención de Hernández, que pareció visitado por las musas en la clandestinidad de un hotel en el que debía pasar las aburridas horas que le tocan a los conspiradores fracasados. Se sabe que alguna influencia tuvo para Hernández la lectura veloz de Los tres gauchos orientales de Antonio Lussich al momento de imaginar y escribir ese texto de denuncia que, en la tradición nacional, se ha vuelto canónico. Decir Argentina y Martín Fierro se aproxima a las analogías mundiales con palabras como asado, mate, fernet, Messi o Maradona. Un libro recibe la condición de ser una exitosa metáfora de la patria. No pocos han querido encontrar en él, cual enigmática pieza, la exposición alegórica de sus dramas irresueltos.

Que Borges distinguiera, a grandes rasgos, entre dos interpretaciones sustanciales de la estructura formal del texto denota su ambigüedad constitutiva. Lugones, con una osadía que muchas veces rozaba el delirio, lo caracterizó como un poema épico, con la suficiente dignidad para reclamar la herencia de Homero. Como el poema evoca o sintetiza a la Argentina, su figura típica, el gaucho (porque Martín Fierro, según Borges, es todos los gauchos; “Y ya con estas noticias/Mi relación acabé,/Por ser ciertas las conté,/Todas las desgracias dichas/Es un telar de desdichas/Cada gaucho que usté ve” se canta en la Ida; “Pues son mis dichas desdichas/Las de todos mis hermanos;/Ellos guardarán ufanos/En su corazón mi historia;/Me tendrán en su memoria/Para siempre mis paisanos”, se canta en La vuelta), obtiene para sí una gloria póstuma.

En la perspectiva de largo aliento que Lugones impone, el gaucho es el héroe y civilizador del desierto (o de ese “mar de hierba” que es la Pampa), el caballero mestizo que da por concluida la conquista, la fuerza brava e indomable que llevó a los ejércitos de la independencia a la victoria o que combatió las arremetidas del “indio” en las siempre disputadas fronteras. Contexto del Centenario, Lugones participa de la polémica por la conformación del panteón nacional. Sería ingenuo omitir que su reivindicación del gaucho extinto, tan castigado y expoliado por los “progresos” y “avances” de la civilización, se encuentra directamente vinculada con su rechazo a la inmigración promovida por la oligarquía gobernante. Del gaucho pretende extraer Lugones una esencia o ser nacional capaz de salvar al país de la heterogeneidad que lo “invade” y 'contamina'. Y, sin embargo, lejos de postular una diferencia o especificidad argentina (como insinúa su ferviente nacionalismo), el poeta pone al gaucho y al Martín Fierro en los galardones de la tradición occidental, hasta el punto de afirmar que pertenecen al linaje de Hércules o que los payadores de nuestro suelo siguen los pasos de los bardos o trovadores medievales, en una sucesión (en la que opera una especie de metempsicosis o reencarnación de las almas) que va de Grecia al Oriente (donde se conserva y se salva de la barbarie el tesoro humanístico y literario de Atenas y compañía), de Oriente a España y de España a América.

La comparación establecida por Sarmiento en el Facundo entre la llanura pampeana y los desiertos de Arabia alcanza en Lugones su máxima expresión y desarrollo. Dentro de aquella extensión que el sanjuanino calificaba como nuestro principal mal (y que Arturo Jauretche no olvidó incorporar a su listado de zonceras argentinas) se configuran subjetividades como las del rastreador, el baqueano, el gaucho malo o el cantor, a las que Ezequiel Martínez Estrada, desde Radiografía de la Pampa (que es el Facundo del siglo XX), sumará muchas otras, entre ellas el guapo, el compadre, el guarango, el político etc., además de ensayar análisis fenomenológicos de excelso nivel, como el que dedica al cuchillo, de importancia fundamental en la literatura gauchesca, o de pensar temas como el tango, el carnaval, la casa, por mencionar unos pocos ejemplos.

Es en ese marco que Lugones descifra en el gaucho un elemento activo y constructivo en la cruzada por hacer una Nación en el desierto argentino, empleando el título de Tulio Halperín Donghi. Esta heroicidad del gaucho, que no es otra cosa que lucha enérgica contra la adversidad del medio, haría del inspirado Hernández casi un estoico que, en su papel de estanciero que conoce la campaña y de federal que se rebela ante la opresión porteña, logra conectar con el desamparo que sufren y enfrentan los paisanos en la comprensión de su crucial destino:       

“La poesía gaucha, como la de los griegos, no fue, pues, imaginativamente creadora. Su objeto consistió en expresar las afecciones del alma con sentida sencillez, casi siempre a las confidencias del amor y a las inclemencias del destino. Sus sentencias cristalizadas en adagios, que conforme a la tendencia española eran pares octosílabos, de fácil incorporación a la estrofa popular, formulaban eternamente el pesimismo burlón de la literatura picaresca o el heroico fatalismo del antecesor musulmán. Sólo en este caso intervenía la imaginación, para tornar símbolos los objetos y accidentes de la vida cotidiana”.

La definición del texto como epopeya había sido probada tres décadas antes de El payador, pero en un sentido negativo. En aquella oportunidad, Alberto Navarro Viola, uno de los padres del mercado editorial en el país, había dicho que se trataba de una “epopeya de crímenes puestos cuidadosamente en relieve como hechos heroicos”. No deja de ser llamativo que una recepción elogiosa del poema ocurriera antes en España que en Argentina, de la mano del genial Miguel de Unamuno, que quiso incorporar la obra de Hernández a los anales de la literatura universal, pero a través de la mediación ibérica, a cuya tradición pertenecería.

A finales del siglo XIX, Unamuno confiesa a sus allegados estar practicando una especie de apostolado para que todo el mundo leyera el Martín Fierro, que lo deslumbró profundamente. Desde su punto de vista, el poema podía servir a las letras españolas para un necesario retorno a lo popular, olvidado por las élites. “Es el soplo de nuestro viejo Cantar de Mío Cid, de nuestros primitivos romanceros” (cuando en su Historia de Sarmiento Lugones afirma que “Facundo y Recuerdos de Provincia son nuestra Ilíada y nuestra Odisea; Martín Fierro nuestro Romancero”, en Unamuno se inspira la comparación). Que el alma del gaucho emane del alma de la pampa (pampa que, como observa Borges, se encuentra siempre insinuada, pues es el ambiente natural del gaucho), como sostiene en su ensayo en 1894, es lo que demuestra para Unamuno el bello, desnudo y polisémico realismo del poema, en el que se mezclan elementos típicos de la épica, la lírica y la picaresca (para la cual están reservados un nombre y una historia: los de Picardía). La referencia a las letras españolas puede rastrearse también en La vuelta, que hace un símil con la segunda parte del Quijote al advertir que las peripecias de la vida del protagonista ya son conocidas por sus interlocutores: “No faltaba, ya se entiende,/En aquel gauchaje inmenso/Muchos que ya conocían/La historia de Martín Fierro”. Contra la fiebre épica, que en Unamuno pone al gaucho en un lugar de acciones equiparables a las de la Reconquista, Borges declara que el poema debería leerse más bien como una novela. Y sentencia: “La estrafalaria y cándida necesidad de que el Martín Fierro sea épico ha pretendido comprimir, siquiera de un modo simbólico, la historia secular de la patria, con sus generaciones, sus destierros, sus agonías, sus batallas de Tucumán y de Ituzaingó, en las andanzas de un cuchillero de mil ochocientos setenta”.

Muy diferente a la de Lugones es la exégesis propuesta por Ezequiel Martínez Estrada en su monumental obra Muerte y transfiguración de Martín Fierro, que es el segundo punto de vista que Borges resalta en la lectura del poema. No sobresale ya una dimensión épica sino una dimensión trágica. Dimensión que de alguna manera el escritor había anticipado en su Sarmiento, cuando ironizó con que “todavía muchos leen Facundo y Martín Fierro sin miedo, como cuentos pintorescos y divertidos” (una apreciación parecida ofrece Borges en relación con el episodio del asesinato del moreno a manos de Fierro: “Desgraciadamente para los argentinos, es leída con indulgencia o con admiración, y no con horror”).

En otras oportunidades, lo mismo afirma Martínez Estrada de libros como Amalia de José Mármol o Una excursión a los indios ranqueles de Lucio V. Mansilla, por no mencionar El matadero de Esteban Echeverría o los relatos de los viajeros ingleses, en especial los de su amado Guillermo Hudson (o el conde alemán Hermann Keyserling, que interpretaba la llanura pampeana como recién salida del tercer día de la Creación). Casi todo el resto de la literatura, según su percepción, se acostumbró a negar la terrible realidad (que la compromete y responsabiliza) y a pactar con una cultura bastarda que hipostasia los graves problemas nacionales. Parecen desconocer que las guerras civiles duermen agazapadas en las entrañas de un Estado frágil y peligroso, tan condicionado por otros Estados paralelos que socavan sus endebles cimientos (no hay mejores reflexiones sobre el rol cumplido por el ejército en nuestro país que las de este autor) como funcional a la reproducción de los males que nos aquejan. Quizá toda la ensayística de Martínez Estrada condensa su investigación en la necesidad de descubrir cómo se sedimenta, se continúa o se sublima lo que, en este pasaje que parece una descripción hobbesiana del estado de naturaleza, Sarmiento decreta en el Facundo:

“Esta inseguridad de la vida, que es habitual y permanente en las campañas, imprime, a mi parecer, en el carácter argentino, cierta resignación estoica para la muerte violenta, que hace de ella uno de los percances inseparables de la vida, una manera de morir como cualquiera otra, y puede, quizá, explicar, en parte, la indiferencia con que dan y reciben la muerte, sin dejar en los que sobreviven impresiones profundas y duraderas”.

Llegados a este punto, le pedimos al lector o la lectora el perdón del caso y que nos permita citar algunos fragmentos de Martínez Estrada, que entendemos que nos van a facilitar la vuelta al Martín Fierro y al significado de su segunda parte, sobre la que todavía no hemos dicho nada. Pues bien, se pregunta el ensayista en Radiografía de la Pampa, texto de 1933:

“¿Qué es lo que en definitiva constituye la potencia del Estado al que todos recurren evadidos de la realidad? ¿Por qué, si sólo es fuerte en razón de lo que debilita fuera de él, se acude a su protección? Porque el miedo primitivo, el que se entró hasta los huesos del primer poblador, del primer hacendado y del primer artista, no tuvo oportunidades para ser reemplazado por la seguridad, y la muerte, la ruina y la vergüenza quedaron dentro de la nueva estructura, como sentimiento que una censura y un anhelo demasiado vehementes enterraron en la subconciencia, donde está más vivo que nunca”

Luego, al comienzo de La cabeza de Goliat, su alberdiano libro en el que denuncia el centralismo con el que la Ciudad de Buenos Aires se alimenta a costa del país entero, plantea que:

“Sentimos miedo porque estamos solos. En vano muchedumbres incesantes hormiguean junto a nosotros. Estamos solos. Es el miedo a los campos que yacen bajo el pavimento, como si de pronto pudieran surgir hordas que nos pasaran a cuchillo; como si lo que tenemos y amamos nos pudiera ser arrancado en nombre de un derecho bárbaro e inclemente. La tierra desde lejos nos transmite ese pavor. No es el de los aviones cargados de dinamita ni el de ninguna invasión violenta. Un pavor mortecino, húmedo, terrestre y antiguo que también brota al menor descuido. Una ciudad inestable y atroz reposa muda y quieta, dentro o debajo de las otras”.

Lo que Martínez Estrada exhibe en estas líneas y en todos sus grandes libros no es la falta de garantías jurídicas para vivir tranquilos sino la interiorización, la permanencia, la transfiguración de la barbarie en la civilización (Civilización Barbarie, no Civilización Barbarie), tema que Sarmiento había previsto pero no comprendido en toda su profundidad. Esa civilización que se desarrolla y conquista progresos materiales sin medidas de justicia social, excluyendo o masacrando a los llamados “bárbaros”, olvidando sus orígenes criminales, termina aterrada y atrapada en medio de una pesadilla en la que siempre es inminente el regreso del malón, de las hordas, del aluvión zoológico, de los gauchos que atan sus caballos en la Pirámide de Mayo, frente al estupor o el pánico de los “buenos vecinos”. Sobre la Ciudad de Buenos Aires explicó una vez el escritor patagónico que “el país es la colonia a la que tiene que mantener sometida y embrutecida, para evitar que se le venga otra vez encima con los caudillos a caballo”. Por eso no es casualidad que, sacando el de Lugones y alguna que otra excepción, los estudios clásicos sobre el Martín Fierro ocurrieran en tiempos del peronismo, después del acontecimiento del 17 de octubre. En esa atmósfera, en ese clima hostil respiran Borges y Martínez Estrada, en tanto Carlos Astrada o Leopoldo Marechal llevan adelante interpretaciones del poema de Hernández que tienden a legitimar la irrupción peronista: el filósofo que osciló de Heidegger a Mao, llamó a los cabecitas negras “los hijos de Martín Fierro”. El poema como libro viviente, como mito que desencadena efectos en la realidad, es la hipótesis de El mito gaucho. Mas lo paradójico es que el propio Martínez Estrada había profetizado el nuevo escenario ya en su temprana Radiografía de la pampa, debido a que su diagnóstico del país era tremendamente exacto y perturbador:

“Lo interior, que es lo que no queremos ser, prosigue su vida torácica, pausada, imperceptible. Y sin duda la libertad verdadera, si ha de venir, llegará desde el fondo de los campos, bárbara y ciega, como la vez anterior, para barrer con la esclavitud, la servidumbre intelectual y la mentira opulenta de las ciudades vendidas”.

Para el ojo civilizado, trazando una analogía con Roma, esas son nuestras grandes migraciones, las invasiones bárbaras. Dice Josefina Ludmer que la oposición campo-ciudad es una de las divisiones constitutivas del género gauchesco. Recordemos que el Facundo había querido situar la civilización en las ciudades (luego barbarizadas por el “refinado” y “frío calculador” Rosas) y la barbarie en los campos. En la gauchesca, donde la palabra letrada del escritor culto cede la voz al gaucho que canta, se ha intentado conectar los dos mundos en ocasiones escasas. No hay registro de la ciudad en el Martín Fierro, por ejemplo. Sí en Bartolomé Hidalgo, que hace asistir a un gaucho a un festejo patriótico, a una celebración político-estatal que allí se organiza, porque como argumenta Ludmer, lo que articula el género, lo que legitima, valida o da derecho a la voz del gaucho, son las armas, la participación de los gauchos en la guerra. Algo que también los compromete para siempre, porque desde entonces estarán disponibles para los fines militares del gobierno de turno, habitualmente abusivos (por eso dice Eduarda Mansilla, la hermana de Lucio, en su Pablo o la vida en las pampas, que al gaucho la civilización se le presenta siempre bajo la forma militar).

Distinto es el recurso del Fausto de Estanislao Del Campo, en el que la visita del gaucho a la ciudad, específicamente al Teatro Colón para contemplar la historia del doctor que vende su alma al diablo, se debe a motivos de deleite o curiosidad cultural. En el Fausto el género se parodia a sí mismo, se procede a su despolitización, a la “pura literatura” (como muestra Ludmer, con el cierre del género, después de La vuelta, se abre otra cadena de usos: sainete, grotesco, tango, milonga, incluso novela o cuento sobre el gaucho, es decir, uso del género para producir literatura, no política), que sin embargo queda en la memoria. Quizá por eso plantea Borges, con algo de ironía, que “no pertenece el Fausto a la realidad argentina, pertenece-como el tango, como el truco, como Irigoyen- a la mitología argentina”. De hecho, en el poema breve Gobierno Gaucho, también de Del Campo, la hipótesis política no es más que producto de una borrachera, tan inconcebible como La asamblea de las mujeres en la comedia de Aristófanes.

Si en la literatura argentina, desde El matadero a El sur, la llegada del hombre urbano a la pampa, o simplemente a las afueras, al Afuera, termina en violación por parte de los bárbaros o en muerte violenta, trágica o destinal (frente a la impotencia de las letras, las armas, bajo el mando de Roca, asumen la estrategia de la conquista), el recorrido inverso, el que va del campo a la ciudad, sólo puede ser imaginado como invasión, como toma (Casa Tomada), liberadora o destructiva según el punto de vista. Que en 1970 una organización político-militar de carácter urbano, destinada a ser la más numerosa de Argentina, tomara su nombre de las montoneras federales que habían sido derrotadas exactamente un siglo antes (el Martín Fierro es el testimonio de esa derrota), puede parecer irónico, pero responde al hecho de que, a partir de ahora, la perspectiva de las multitudes argentinas (por emplear el célebre título de Ramos Mejía), el temible Afuera, ya está adentro de la ciudadNada queda de la unidad patriótica de Hidalgo, ni de la inocencia de Del Campo. Por eso, volviendo a donde nos encontrábamos, la visión mesiánica de Radiografía de la Pampa es a su vez confirmada en ¿Qué es esto?, el libro antiperonista que Martínez Estrada redactó en 1956 y que inmediatamente Borges olfateó que se trataba de una justificación indirecta del peronismo (más arriesgada aún fue la aseveración de Horacio González, quien lo definió como el mayor libro sobre el peronismo jamás escrito). Allí sostiene que:

“El 17 de octubre Perón volcó en las calles céntricas de Buenos Aires un sedimento social que nadie habría reconocido. Parecía una invasión de gentes de otro país, hablando otro idioma, vistiendo trajes exóticos, y sin embargo eran parte del pueblo argentino, del pueblo del Himno (...) ¿Qué país era ese sobre el que Perón cayó como un águila? ¿No el de Facundo sino el de Radiografía de la Pampa? (...) En el fondo de los campos, en los pueblos sórdidos, sin alegrías ni esperanzas, esa voz tenía el mismo poder que la de San Pablo a los Gálatas. Negar la pureza de esos corazones que acogían sollozando sus palabras sería negar lo más puro de la condición humana. ¿Qué contenía esa torta de Navidad? Ése es otro cuento.”

Que Martínez Estrada, que reconoció llorar con discursos de Evita, acuse a Perón de demagogia, de desempeño teatral, de mala retórica, de corromper las almas, no quita que encuentre en su figura una especie de necesidad histórica que obligaba a la política a prestar atención a los corazones huérfanos y a la justicia postergada, tal como Mansilla solicitaba en su obra paradigmática. Víctima de aquella injusticia es Martín Fierro, el que lo pierde todo, según lo resume Ludmer. Si el oriundo de Bahía Blanca argumenta que el libro de Hernández es el reverso del Facundo, el anti-Facundo, esto se debe, entre otras cosas, a que la escena pintada por el poema es la del triunfo de la civilización que en el 45 solo era una promesa: de hecho, Sarmiento es presidente. Ironía de la historia que le tocara al Facundo ser publicado un siglo antes del 17 de octubre. Cuando Borges plantea que otro hubiese sido el destino si Facundo y no Martín Fierro recibía el honor de ser el libro nacional, ignora que el drama del Facundo fue no haberse podido imponer ni siquiera bajo el gobierno de su autor y que es de su rotundo fracaso que se genera el ambiente en el que transcurre el Martín Fierro. Frente a la decisión existencial que Sarmiento llama a responder, cual fatal dilema hamletiano, 'ser o no ser salvaje' (civilización barbarie), la realidad ofrece un panorama distinto, desolador, en el que, por obra de la dialéctica, los salvajes son los mismos civilizados. “Las leyes y los ejércitos ‘civilizados’ de Sarmiento transforman a los sujetos en bárbaros”, escribe con lucidez Ludmer, al describir cómo es el ejército el que produce la “delincuencia”. Opera aquí una especie de retroactividad, donde lo que era designado como “bárbaro” en el Facundo lo es por el triunfo mismo de una de las vetas del texto.

En El hombre que está solo y espera, Raúl Scalabrini Ortiz esgrime las razones de esta impotencia:

“Ellos creían que el bienestar espiritual brotaría automáticamente cuando la República tuviera cuarenta millones de habitantes y hubiera en su territorio cien mil kilómetros de vías férreas e incomputable número de fábricas y manufacturas. En su obstinación mecánica y geométrica se olvidaron del hombre. Fueron los más europeos de los criollos”.

En su hermenéutica del Martín Fierro, Martínez Estrada dice que no hay que tomar el poema de Hernández como un reflejo autobiográfico, adornado con sofisticados simbolismos, de la agitada vida del autor, independientemente de su carácter de panfleto político. La lectura propuesta es más bien la de una transferencia psicoanalítica, donde el mundo de Fierro presenta las características de un sueño o pesadilla. El hecho de que las acciones sean narradas por la modalidad del canto (“Cantando me he de morir,/Cantando me han de enterrar/Y cantando he de llegar/Al pie del Eterno Padre/Dende el vientre de mi madre/Vine a este mundo a cantar”), desde el que el hombre se muestra, mantiene el relato en una tensión lírica que nos permite acompañar las transformaciones de los personajes al compás de sus fracturados y desgraciados recuerdos, de sus amargas y olvidables vivencias. Todos ellos son articulados por un mismo tema: la injusticia, que se manifiesta casi siempre como violencia arbitraria y sin razón de autoridades distantes, que han renunciado a la clemencia, a la compasión y a los grandes valores cristianos. El gaucho se ve arrojado a un campo ineludible de adversidad, a transitar un calvario, a confrontar con un destino que es conjurado por fuerzas extrañas que están fuera de toda comprensión. “Es un territorio inmenso donde flotan los individuos como náufragos famélicos”.

Martínez Estrada, siguiendo las analogías que el poema traza, lo define como un infierno dantesco, como un valle de lágrimas, pero sin horizonte de salvación. Frente a los círculos infernales, las realidades más prosaicas del pasado se asemejan a paraísos perdidos, a una edad de oro que, sin ser un país de jauja repleto de opulencia y abundancia, conocía la tranquilidad de la forma de vida. No es que Hernández idealice la estancia rosista. Simplemente revela la fatalidad que vino después. “Yo he conocido esta tierra/En que el paisano vivía/Y su ranchito tenía/Y sus hijos y mujer/Era una delicia del ver/Como pasaba sus días (...) Pero ha querido el destino/Que todo aquello acabara”. De repente, el gaucho es designado y arrojado “fuera de la ley”. Es un perseguido, un condenado, un proscripto. “Porque ya no hay salvación/Y que usté quiera o no quiera,/Lo mandan a la frontera/O lo echan a un batallón”.

En un país atravesado y acuciado por las guerras, civiles o americanas, contra paraguayos, caudillos provinciales o indios, todas ellas fratricidas, el gaucho debe servir como soldado en las levas militares, en los fortines que protegen la frontera, cuando no es puesto a trabajar obligado, como mano de obra barata, en alguna hacienda. “El anda siempre juyendo/Siempre pobre y perseguido./No tiene cueva ni nido,/Como si juera maldito;/Porque el ser gaucho…¡barajo!/El ser gaucho es un delito”. Si descansa en su rancho, el gobierno lo identifica como un vago y lo recluta. No puede conservar su libertad sin convertirse en un prófugo de la justicia e, inevitablemente, en un matrero o gaucho malo, que sobrevive de puro guapo, ganándose el respeto en reyertas inútiles. “Si uno aguanta, es gaucho bruto;/Si no aguanta, es gaucho malo;/¡Déle azote, déle palo,/Porque es lo que él necesita!/De todo el que nació gaucho/Esta es la suerte maldita”. Con intuición sutil, Martínez Estrada compara el clima agobiante que se respira en el Martín Fierro con las ficciones de Franz Kafka, donde los protagonistas se despiertan, de un día para otro, como insecto monstruoso o como acusado ante los tribunales, sin saber nunca la razón. Los gauchos se quejan de las autoridades que no los cuidan, de que les hacen la vida imposible, de que destruyen su hábitat, pero denunciando los atropellos son incapaces de desarticular un sistema que funciona más allá de lo que hagan los representantes o signos del Estado con los que tienen que lidiar, sea un juez de paz o un comandante de guarnición (escribe Eduarda Mansilla en su Pablo: “la política interesa a los gauchos más de lo que se piensa; frecuentemente un cambio en las autoridades de un Departamento, es para ellos un asunto de vida o muerte”). Que no se nombre a un gobierno puntual, a un presidente, a una política no es una discreción del autor sino la manera en que el gaucho sufre sus penurias, a la espera de que algún día llegue a esta tierra “un criollo a mandar”, de acuerdo con los más elementales criterios de justicia. Mientras tanto, es un ser abyecto, caído, que se desplaza, errante, dentro de un mundo que en cada momento se le viene abajo. En palabras de Martínez Estrada:

“Hay que tener en cuenta que el mundo del Martín Fierro es ese mundo informe, el del caos primitivo, el de las regiones del planeta aún no civilizadas, el de los climas que rechazan la vida, el de las temperaturas malsanas, el de las zonas epidémicas: el mundo inhabitable. Todos sus representantes están al servicio de potestades incógnitas, como en La muralla china de Kafka aquellos seres de un imperio de miles de millones de habitantes y de millones de kilómetros cuadrados están al servicio de un emperador arcaico, lejano, ya inexistente, que impartió sus órdenes decenas de siglos atrás. Podéis cambiar uno a uno a todos los habitantes de ese mundo y poner otros: harán lo mismo, y ésa es la nota trágica más intensa del Poema, ésa la concepción realmente asombrosa de Hernández, cuando ningún autor había penetrado tan hondo en la urdimbre secreta de la sociedad, de la familia, porque pone al descubierto los toscos hilos de su trama”.

El disciplinamiento del gaucho por los poderes triunfantes acontece tras la explotación de su heroísmo en las luchas por la independencia, que Lugones reconstruye en La guerra gaucha y que ya Bartolomé Hidalgo (que Mitre avisó a Hernández que siempre sería su Homero; tirando de otro hilo, Borges lo llamó el Adán) expuso no sin recibir fuertes críticas en sus Diálogos Patrióticos. A las expectativas originales, inmediatas a la declaración, por ejemplo “Se acabarán nuestras penas/Porque ya hemos arrojado/Los grillos, y las cadenas” o “No queremos españoles/Que nos vengan a mandar,/Tenemos americanos/Que nos sepan gobernar”, que no son gratuitas sino que plantean un enérgico imperativo ciudadano, que prevé el “los hermanos sean unidos” del Martín Fierro, el “unidos o dominados” vaticinado por Perón para el año 2000 o el “Libres o muertos, jamás esclavos”, que se vuelve la cifra de la resistencia popular (“Unidos seremos libres,/Sin unión no hay libertad”, “Queremos antes morir/Que volver a ser esclavos”), le continúan las frustraciones ocasionadas por el incumplimiento de las promesas de la Revolución de Mayo, en tiempos de la “anarquía del año 20”. Tras cantar las gestas de San Martín, los gauchos de Hidalgo empiezan a cantar, como el sucesor Martín Fierro, sus penas y lamentos:

“Así yo de rancho en rancho,/Y de tapera en galpón/Ando triste y sin reposo,/Cantando con ronca voz/De mi patria los trabajos/De mi destino el rigor./En diez años que llevamos/De nuestra revolución/Por sacudir las cadenas/De Fernando el baladrón/¿Qué ventaja hemos sacado?/Las diré con su perdón./Robarnos unos a otros,/Aumentar la desunión,/Querer todos gobernar,/Y de facción en facción/Andar sin saber que andamos:/Resultando en conclusión/Que hasta el nombre de paisano/Parece de mal sabor,/Y en su lugar yo no veo/Sino un eterno rencor/Y una tropilla de pobres,/Que metida en un rincón/Canta al son de su miseria;/¡No es la miseria mal son!”

No obstante, el drama percibido por el fundador del género gauchesco no cancela todavía el fervor patriótico, que ante la descomposición social puede responder desde las profundidades de la tierra autóctona: “Pues renace el patriotismo/En el más infeliz rancho”. Lo que resiste en el campo a la barbarie de la guerra es una hospitalidad que las ciudades no comprenden y que se manifiesta a través de elementos destinados al acto de compartir: el mate, el fogón, la guitarra, los naipes. “La hospitalidad fue su fiesta”, anota Borges sobre los gauchos. Hudson ha retratado con preciosura el antiguo espíritu. En el poema de Hernández, sólo queda la nostalgia de ese mundo sumergido en las tinieblas. Apenas la amistad, que es el segundo don que nos ha concedido Dios después de la palabra, según razona uno de los hijos, y que Borges consideró la más íntima de las pasiones argentinas (y desde la cual puede emanar un secreto juramento para hacer frente a las fuerzas enigmáticas que nos oprimen), permanece subterránea, esperando su oportunidad para demostrar que no todo está perdido. El macedoniano Scalabrini Ortíz, en un hermoso pasaje, afirma que “la amistad no persigue remuneración alguna. Se da libremente. Un buen amigo no podría ser feliz sabiendo que sus amigos no lo son. Dos amigos forman una tertulia, un mundo completo y ficticio en que el mundo ya no es valedero. La amistad porteña es un fortín ante el cual los embates de la vida se mellan. La amistad porteña es un olvido del egoísmo humano”. Pero en el Martín Fierro sólo es posible la amistad, en plena disolución de los lazos de confianza, entre aquellos que se encuentran mancomunados en la fatalidad, en los infortunios.

author: Gaston Fabián

Gaston Fabián

Militante peronista. Politólogo de la UBA (pero le gusta la filosofía).

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