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A 30 años de ¿la mejor novela de la historia argentina?

Ambientada en los tempranos años noventa, cuando la fruta todavía no se había podrido pero ya largaba mal olor, la novela El traductor, de Salvador Benesdra, ofrece claros indicios tajantes de esa descomposición, que lastima no solo el cuerpo social, sino también, su propia existencia. Según la exquisita reseña de Gastón Fabián, se trata de una historia en la que 'un marxista deprimido y una absentista incrédula abren en el mundo una excepción”. El diálogo literario y político con Roberto Arlt.

Acaso el título sea una provocación, si no podemos considerarlo un vaticinio. Es una gran injusticia que Salvador Benesdra permanezca del todo desconocido en nuestro país. Rehabilitar su nombre, adorado en algunos nichos literarios que lo tienen por escritor de culto, quizá sea una reparación más necesaria para nosotros que para él. A fin de cuentas, el mito le sienta bien. Que se haya tirado de un décimo piso unos meses después de haber dado a conocer una novela de tamaña envergadura solo me hace recordar—aunque en un sentido contrario—el desequilibrio de Kafka en su fallido intento por arrojar al fuego su inigualable obra. No casualmente el autor de El castillo es una de las principales fuentes de inspiración del enigmático Benesdra, junto con Dostoievski, Arlt y Lacan, ninguno demasiado cuerdo que digamos. “Su manera infinitamente despojada de describir el infierno que es la sociedad moderna era la única forma posible de hacerlo”, confiesa el antihéroe de Benesdra en cierta ocasión.

Descubrí El traductor por una de esas carambolas de la vida difíciles de explicar. Veía yo un vídeo de un simpático youtuber español, en el que aludía a sus novelas argentinas favoritas, y menuda sorpresa me llevé cuando arriba del podio coronaba este ignoto libro, cuyo misterio causó en mí un profundo interés. El hombre, apasionado por nuestra narrativa, llegó a Benesdra gracias al comentario preciso y contundente de un escritor mexicano amigo suyo, en medio de un debate acerca de literatura argentina donde el peninsular, sin caer en el lugar trillado de Rayuela,  candidateaba La grande de Saer como aspirante a ese honor (podría haber dicho también Los siete locos, Adán Buenosayres o Los sorias), hasta que se encontró con una respuesta que lo descolocó por completo. El mexicano había leído a Benesdra en la primera edición de 1998, ya póstuma, que apenas se vendió. No tengo idea si su acceso ocurrió de la mano de los tempranos esfuerzos de Elvio Gandolfo por editar y publicar El traductor—a quien Benesdra le envío por vez primera el manuscrito para disputar el premio Planeta de 1995—pero no deja de ser cómica esta secuencia de hallazgos inesperados de una obra cuyo destino está evidentemente compenetrado con la ardua insistencia de predicadores solitarios, un papel al que ahora me imagino para siempre condenado.

En su prólogo de la nueva edición lanzada por Eterna Cadencia, Gandolfo califica esta novela como una de las mejores escritas en nuestro país desde 1810. No explica a qué se debe un juicio tan categórico ni por qué arriesga una conclusión así de audaz, pero sin duda cuesta olvidar una frase semejante. Me empeñaré en hacer el trabajo sucio de contar, de acuerdo con mí experiencia personal, por qué creo que Gandolfo tiene razón, aún si con eso me aventuro, yo sí, a enunciar argumentos prontamente olvidables.

Dos fueron las sensaciones primarias que me ocasionó la semana frenética en la que, como un caníbal, devoré El traductor. Primero, que estaba frente a un testimonio de época genial, crudo, despiadado, vesánico. Ambientada en los tempranos noventa, cuando la fruta todavía no se había podrido pero ya largaba mal olor, la novela ofrece indicios tajantes de esa descomposición; es la crónica de una muerte anunciada. Todo es síntoma, todo perturba, todo da vueltas alrededor de la insatisfacción de un goce inefable. Quitamos el manto sagrado y nos encontramos con un cadáver hediondo. El siglo XX llega a su fin y con él sus certezas, sus grandes proyectos, su sistema de referencias. Los valores se degradan rápidamente, porque no hay de dónde agarrarse. La fantasía, en lugar de expandirse y conquistar realidad social, se repliega a los salones más sombríos del alma humana, a sus recovecos más brumosos, a sus miserias más elementales. Transgrede límites, pero hacia adentro. Perdido el horizonte de la revolución, tras la caída del Muro de Berlín, la violencia implosiona. Cada sujeto se ve envuelto en una crisis profunda, se descubre quebrado, fragmentado, desencajado. No pertenece a ninguna tribu. El faro del comunismo ya no brilla para la izquierda. El faro del peronismo está fuera de quicio, alumbra ferraris, modelos, privatizaciones, despidos, corrupción, pizza y champagne. ¿Qué es esto?, habría podido interpelar un Martínez Estrada nuestro. La memoria centellea entre lo residual y lo nostálgico, mientras los protagonistas andan boyando entre la cordura y la locura, entre el acatamiento y la pulsión.

Mi segunda impresión fue la de lidiar con una novela envolvente como un remolino. Demuestra Benesdra una prosa intensa, locuaz, por momentos esquizofrénica. Atrapado en el campo de batalla, me sentí asediado, cercado desde múltiples direcciones, con la retirada impedida, con la línea de suministros cortada. Porque todo es corte en Benesdra, todo es interrupción. Cuando la situación está a punto de llegar a su clímax, algo la detiene. Es como el sexo entre Ricardo y Romina. Prueban de un ángulo al otro, en todas las posiciones, con mil estrategias y semblantes, pero ella no consigue llegar al orgasmo jamás, se distrae sin esfuerzo, parece frígida. La obsesión por aquello que no concluye, que ni siquiera arranca, desconcierta a Zevi, lo extravía hasta el filo del abismo. Convengamos que es la regla de su vida. Una idea se apodera de él, la realiza a medias, luego se aburre, la deja, encara para otra parte, en un rapto de desesperación regresa… Va y viene en un círculo vicioso, como en ese noviazgo turbio que lo atormenta y a la vez lo salva. Previo al momento decisivo, no hay combate frontal en Benesdra, nunca nos arroja el grueso de su ejército. Ataca por los flancos. Amor, trabajo, ideología, introspección, literatura; novela psicológica, realismo sucio, realismo delirante, seducción, compromiso político, ensayo… cada tema es abordado por un género, por un estilo, por una táctica militar, hasta que de repente advertimos que todo se superpone y se condensa en un instante fatal, rocambolesco, en el que hemos sido brutalmente superados y con la espada de Damocles al cuello declaramos la rendición incondicional frente al señorío de la obra.

Todo lo que debiera proporcionar estabilidad y confort—el calor de una mujer, las convicciones políticas de siempre, el desarrollo del oficio que te apasiona en una emblemática editorial progresista—, es para Ricardo Zevi fuente de alienación y desesperanza. “Me dije que tal vez era cierto después de todo que las ideologías están muertas” es la oración inaugural de la novela. No conocemos otro panorama que el del hielo que se derrite ante una temperatura sofocante. Es la imagen que, después de un punto y coma, propone el siguiente enunciado: “me regodeé mirando por la ventana del bar cómo el sol caliente de la primavera de Buenos Aires comenzaba a fundir todas las convicciones del invierno”. Este fresco cubre el libro entero. A pesar de sus conocimientos idiomáticos (Benesdra era políglota), de su diestro manejo del lenguaje, de su talento como traductor, de su amplia cultura general, de sus vastas lecturas interdisciplinarias, la palabra de Zevi es más titubeante que firme. No es él quien la gobierna. Narra cómo su mundo se desmorona, pero es una narración repleta de fisuras e inconsistencias, de dudas y especulaciones. Lo que cabía esperar en sus rígidos esquemas, que ante el enloquecimiento del mundo Turba fuera el último reducto de la solidaridad y el altruismo, se cae a pedazos luego del primer despido, cifra de lo incomprensible, que es descrito como un momento de iniciación, como bautismo de la verdad soterrada que no se quiere asumir. Zevi explora motivos, apela a teorías conspirativas, a enconos personales, a análisis económicos marxistas, casi sin mediaciones. Así carbura su cerebro perplejo y trastornado. Olvida la naturaleza del silencio, porque el silencio es la muerte. Su impotencia está hecha con el barro de la verborragia. 

Benesdra fue redactor de Página 12 durante los primeros años del diario.

“Por primera vez en mi vida estaba ocupado más en seguir una dirección de acción, incluso de pensamiento, antes que en preguntarme las causas de nada. Sentía energía, eso sí. Una energía desacostumbrada en esos casos. La misma energía que me invadía cuando avanzaba a velocidad de crucero en medio de una traducción interesante o de una lectura que me abría un mundo nuevo”, teclea la cabeza del cada vez más histriónico judío sefardí. Aquel aura, sin embargo, se convierte pronto en una atmósfera glacial y tediosa, en la que Zevi, cada vez más cansino, enajenado e impaciente, pierde el gusto por lo que hace. Ahora se ocupa de “páginas traducidas con el distanciamiento profesional de quien ha dejado de creer que un libro puede torcer el rumbo de alguna cosa”.

Estas metamorfosis y transformaciones abruptas que sufre Zevi se deben, entre otras razones, a lecturas inquietantes. Por un lado, se identifica con el rufián melancólico (pero también con el inventor fracasado Erdosain y con el farmacéutico Ergueta, que sufre arrebatos místicos y termina internado en un hospital psiquiátrico), uno de los más llamativos personajes de Roberto Arlt en Los siete locos. Sin explicación, sin transiciones coherentes, como en una elipsis cinematográfica, Zevi pasa en su empresa de seducción de charlar con Romina acerca de problemas de la cultura, de historia argentina, de la lucha entre la izquierda y la derecha, de la religión y la ciencia o de asuntos biográficos y se pone a reproducir en un tono surrealista el fraseo del inconsciente sexual urbano; deja de ser un intelectual miedoso y contemplativo y se pasa de guapo, se vuelve un arrogante, un malandra, un macho alfa, un perverso sin ninguna conciencia moral, sin ningún límite. Este vértigo responde también al interés obsesivo y la penetración que produce en su baja autoestima la traducción del libro del filósofo alemán (ficticio) Ludwig Brockner, que es la verdad siniestra de Fukuyama. Saborea en esas páginas—primero con asco y espanto, luego con indefensión—el triunfalismo derechista, que reconstruye la historia a su arbitrio. Comprueba, a la vez, que no hay neoliberalismo sin neoconservadurismo y que el proyecto de restauración de las jerarquías sociales ya no necesita divorciarse de la democracia para prosperar y cosechar adeptos. Con el derrumbe de la Unión Soviética, el neonazismo brota y florece gracias y no a pesar de la democracia.

Tanto le impacta a Zevi este desenlace que lo termina por interiorizar en su propia conducta, como un zurdo que, mientras planea una huelga, puertas adentro se siente amo; que domina y obliga a la inexpresiva Romina a hacer lo que no quiere, solo para complacerlo o porque está aburrido, igual que Haffner acompaña al Astrólogo y monta una red de prostíbulos porque no le encuentra sentido a la vida. Lo irónico del caso es que tampoco mediante su oscuro sadismo Ricardo encontrará la plenitud del goce. Siempre le faltan cinco para el peso y al final decide invertir los roles. De creerse cafisho y forzar a su novia a prostituirse, ahora, invadido por los celos (reforzados por la arquitectura del periscopio, que lejos de permitir la visualización de todo, deja latiendo un enigma impenetrable, que desespera al controlador), Zevi se humilla, le otorga suplicante a Romina el bastón de mando, hasta el punto de jurarle que se suicidaría si ella así lo definiera. ¿Acaso no es lo que le dice Erdosain a Hipólita? Otro plagio de Los siete locos (que parodia, a su vez, Los demonios y Crimen y Castigo), en el que la figura del cafisho es central.

Recordemos que al inicio de la novela Erdosain desea ser cafisho, casi como una idea al pasar frente al absurdo que lo rodea, sin jamás concretarla. Luego lo tenemos a Haffner, que es cafisho pero su vida transcurre de manera insípida y anodina. Y por último está Ergueta, jugador compulsivo que pudo ser cafisho y renunció a la empresa, cautivado por las señales del cielo. En lugar de explotar a “la coja”, se casa con ella, en signo de arrepentimiento. “Los hombres adentro de sus almas están llorando. Pero no quieren escuchar el llanto de su ángel. Y las ciudades están como las prostitutas, enamoradas de sus rufianes y de sus bandidos”, reflexiona ante Erdosain. El traductor explora, como Arlt, el bajo mundo de la nueva Década Infame. Mas eso que Arlt expone hasta el ridículo, en Benesdra asoma de forma onírica, bajo la estructura del como si, porque el hampa brilla por su ausencia, aunque Zevi y Romina hagan también su descenso a los infiernos. Todo contado con un humor maligno, tétrico, aterrador. Lo que hace reír es lo mismo que hace temblar.

Romina, por cierto, podría ser un personaje imaginado por Brockner, una joven del norte olvidado de la patria, formada por valores tradicionales, que, ante los desamparos de la vida, se convierte al adventismo y sale a predicar, encuadrada en una iglesia porteña, la Palabra del Señor. Así lo conoce a Ricardo, en un bar. Situación atípica, porque si los bares pertenecen al entorno de los intelectuales, no es frecuente que los devotos entren a dar su mensaje. De manera que el encuentro que cambia sus vidas lleva la marca de la excepción. Luego, el contraste y las diferencias no pueden ser mayores. Ella es una paleolibertaria, una evangelista convencida que reniega de los grandes consensos científicos y se muestra sumisa frente a las imposiciones del nuevo orden mundial, que la precariza, que no le renueva el contrato, que le sube el alquiler. Ricardo, a la inversa, hace profesión de fe de una religión secular, el socialismo, que cree en la ciencia, en la historia, en la lucha de clases, en el progreso y en la victoria final de la razón y la justicia. A medida que su vínculo azaroso y volátil se consolida, ambos devienen más escépticos y prosaicos, menos entusiastas, pero no por eso despojados de obsesión y megalomanía. Ante el colapso de la última catedral del socialismo, del “último testimonio de que la izquierda había sido alguna vez una realidad, defectuosa como un mundo, malvada como un gulag, vigente como una piedra”, solo queda margen para lo que Silvia Schwarzböck denominó vidas de derecha.

La fatídica experiencia del novelista en Página 12 se asemeja a la que el novelado padece en Turba, que se jactaba de progresista y, sin embargo, se acopla al ajuste que se impulsa desde el gobierno y que el mercado practica sin culpa ni clemencia. El viejo Gaitanes actúa igual que todos los demás empresarios, pero con un profundo cinismo, mientras la resignación y el achanchamiento priman entre los empleados, tema que irrita soberanamente a Zevi. “¡Qué revolución ni qué carajos! Pero no se puede pasar de la noche a la mañana de decir que se puede hacer de todo a fingir que se sabía que no podía hacerse nada”, le dice indignado a su amigo Mario, un ex stalino que ante las primeras frustraciones se volvió anarco-derechista. Lo que Ricardo no puede aceptar es que todo un ideario, toda una concepción de mundo se desintegre en un abrir y cerrar de ojos, sin luchas, sin resistencias, como si un día nos despertáramos convertidos en un monstruoso insecto que ya no es capaz de comunicarse con los otros más que a través de gestualidades grotescas; como si de repente nos enterásemos de que ya fuimos, de que somos anacrónicos, de que hablamos un lenguaje anticuado y prehistórico, de que tenemos que pedir perdón por los crímenes que cometieron algunos personajes infames o gélidos sistemas burocratizados y casarnos con un statu quo que produce miles y millones de vidas miserables, abyectas, sin futuro, abandonadas al hambre y la enfermedad, desplazadas por guerras tan destructivas para los pueblos como jugosas para un puñado de rapaces compañías multinacionales. Todo lo que colmaba a Ricardo, su razón de ser, se revela un sinsentido. Todo lo sólido se desvanece en el aire. El día que desapareció la URSS, Zevi escucha la noticia por la radio y se hunde en el taxi que lo lleva, se siente abatido, su alma naufraga en las tinieblas… “Ahora ya no había reformas. Había un gigantesco agujero en el mundo. En mi mundo”. Hasta entonces podía afirmar que “yo antes de quedarme sin nada, prefiero la pose”. Después, en la “hazaña puramente casual de no haberme pegado un tiro”, su pose será la de un tipo acabado, agonizante, desgarrado por los traumas, entregado al nihilismo más disparatado y demencial. A propósito,

“es notable cómo una simple noticia puede llegar a transformar completamente nuestra visión de las cosas. Un lugar en el que hemos estado trabajando durante años puede aparecércenos bajo una luz completamente diferente si el mundo ha tenido alguna transformación importante, aunque el testimonio de ese cambio solo nos haya llegado por los diarios o la televisión. Pero el grado en que cambia nuestra visión de un lugar, de todos los lugares, es ya impresionante cuando la noticia no se refiere a lo que pasa en otra parte del mundo, y ni siquiera en nuestro propio país, sino a nosotros mismos”.

El manuscrito de El traductor fue rechazado por más diez editoriales, y publicada luego de su muerte, en Ediciones de la Flor, y más tarde reeditada por su amigo Elvio Gandolfo por Eterna Cadencia.

Cerrado el camino de las utopías globales, entonces Zevi apuesta por la utopía individual, pululando en el mercado de las filosofías new age. Un tipo duro, doctrinario, un marxista, escucha por momentos el canto de sirena de quienes claman que es una estupidez cambiar el mundo, porque lo que importa es cambiarnos a nosotros mismos y ya. ¿Cómo resignificar el giro espiritualista y también hedonista en una clave revolucionaria si la revolución, ahora, se la apropia el capitalismo para endulzar sus grandes avances tecnológicos? Si Zevi se pusiera a reflexionar, no actuaría. La reflexión es posterior, el argumento quiere justificar la acción, rodearla de una aureola más suave y benigna, ocultar su violencia originaria. Pero de repente se topa con la certeza casi matemática de Brockner acerca de los nuevos conquistadores, y se estremece. “Esa paciencia siniestra, esa maduración refinada, capaz de integrar el pasado ultraderechista en un discurso moderno que tenía Brockner me provocaba escalofríos”, confiesa Ricardo. “Malabarista de la perversión ideológica”, lo llama. Revuelve los textos y hace lo que quiere con ellos. Convierte a Lacan en un reaccionario. Pero todo desfila de modo implacable, desolador. Zevi no logra oponer resistencia. Quiere comprobar a Brockner en carne propia.

¿Reniega de sus antiguas ideas? No del todo, no oficialmente. La izquierda pasa a ser para él un resto. La revolución, como para aquella heroína de la Comuna de París, es lo que queda. Porque en la actualidad el aire que se respira es de derecha. Zevi, de hecho, se prende a la autocrítica, pero manteniendo algo de la insignia de lo que supo ser. A los maoístas los defenestra no por el desvarío de la Revolución Cultural sino por su confusión, por haber apoyado a López Rega y a Pinochet, por tener una comprensión meramente poética y sentimental de la política, dejándose regodear por cualquier brujería.

De los viejos stalinistas, con quienes se codea en las oficinas de Turba, plantea que sueñan con encerrar a sus oponentes en manicomios, porque desean la verdad absoluta e incuestionable, ser obispos que denuncian y queman locos o herejes por doquier; a diferencia de los burgueses, que simplemente quieren esclavizar, llevar la corona, sin pretensión dogmática. Pienso que la novedad del neoliberalismo, que Benesdra insinúa, consiste en convertir a los burgueses en stalinistas de mercado, en gente que cree en la infalibilidad totalitaria del Mercado como los militantes del PC creían en la infalibilidad totalitaria de Stalin. Frente a ambas realidades, los trotskistas son los mismos de siempre. No exagero al afirmar que Zevi ofrece la mejor descripción del trotskismo que leí en mi vida, en un tono tan jocoso como enternecedor. El pasaje es largo, pero vale la pena:

“Para mí el trotskismo había sido el marxismo de mi época, y listo. La ortodoxia marxista, si se quiere, pero la verdadera, no la del fusil, no la del Gulag, no la de los juicios de Moscú, o las invasiones a Hungría y Checoslovaquia, sino la de la repetición, la aplicación, la rumia talmúdica, enloquecidamente fiel, de la letra y el espíritu de los textos que habían encendido las cabezas de los obreros europeos en el siglo XIX, desde el Manifiesto Comunista en adelante (...) Porque el trotskismo era sobre todo racionalismo, en una época donde la poesía, el sentimiento, la intuición y la mística ganaban terreno en las izquierdas bajo la bandera del maoísmo y del nacionalismo populista. Por algo Trotsky, vecino en eso a Lenin, había sido un razonador, un polemista, un historiador, mientras que Stalin y Mao, como berretín más personal, habían preferido probar su suerte con la versificación (...) No sabía decir que bastaba con que alguien gobernara en nombre de una bandera roja para que el ideal rojo se hubiera realizado y sus materializadores se vistieran con los hábitos de la santidad. Entonces, único izquierdista sin un metro cuadrado de esperanza territorial sobre la faz de la tierra, único comunista sin patria socialista, único marxista apegado a la utopía originaria, el trotskista fantaseaba cual cristiano milenarista que las masas estaban a punto de traer el reino de los cielos socialistas sobre la tierra aquí, allá y en todas partes, no por imperio y voluntad de nadie, no por bondad o lucidez de un líder, no por acierto de ninguna vanguardia esclarecida, sino por la fuerza de las cosas, por efecto de las mismas leyes que habían traído un dominio creciente sobre la naturaleza en la historia humana (...) Hasta que el trotskista iba pasando la barrera de los veinte años y a Salvador Allende no lo ‘superaban’ las masas con sus consejos obreros sino Augusto Pinochet con sus masacres, y a Velasco Alvarado en el Perú tampoco las masas sino el general Moralez Bermudez, y al general izquierdista Torres tampoco los mineros trotskistas sino el general Hugo Banzer, y al gobierno peronista tampoco las masas ni los sindicatos, aunque lo limpiaran al menos del pseudonazi López Rega, sino una alegre banda de demonios desatada en una orgía de sangre soñada por lo más loco de la oficialidad y los capellanes militares…”

Liberado el mundo de la ilusión de la izquierda, el mundo es una mierda. Y peor. Porque Zevi, defraudado, llega a recapitular que siempre lo había sido. “Simplemente se había tomado su tiempo para adaptar toda su apariencia a su esencia infame”. El mundo es un gran prostíbulo, pura hipocresía. Por eso justifica el hecho de volverse malevo, de hacerse cafisho, desde la descarnada lógica de la voluntad de poder. El fragor nietzscheano se siente en la novela también en su recurrente apelación al eterno retorno, que es lo que parece definir el tóxico vínculo entre Ricardo y Romina. Luego de fracasar en la conversión ideológica de su compañera, que intenta a través de la sugerencia de lecturas, Ricardo pretende romper esa inercia ensuciándose las manos, vendiendo su alma al diablo, mediante el despotismo más cruel. La escena del décimo capítulo en la que la narración pasa de la primera a la tercera persona es rotunda e impactante. Contemplamos, estupefactos, la caída de Ricardo. Y después vuelve, como si nada, a la primera persona. Romina no ha sido convertida a la izquierda o a la literatura, sino que ahora es esclava sexual. Pero es precisamente siendo puta como el marxismo y la literatura permanecen a la guardia, esperando su oportunidad. Porque lo que se desarrolla a partir de entonces es la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo. Ella se somete por miedo a la muerte, reconoce a su señor. Mas el señor, impotente e improductivo, empieza a morirse de los celos, como Erdosain ante Elsa. En cambio, el trabajo (que en el resto del tejido social precariza, en vez de dignificar) emancipa a la esclava, es el motor del progreso y vemos luego cómo es el propio Ricardo el que, sin reciedumbre, se muestra dependiente de la esclava, que por ese mismo gesto deja de serlo. Concluida la secuencia, Romina ya no cree en Dios. Romina ostenta el poder.

¿Qué hace Zevi con su delicada situación laboral, mientras se desdobla en Dr. Jekyll y Mr. Hide? Rechaza los métodos trotskistas de los otros dos delegados y acude al sindicato, algo que en Turba se percibe como una decisión cismática. “Yo no amaba a la conducción de la CGT, pero odiaba suficientemente a Turba y la prepotencia patronal de cualquier empresa típicamente argentina, típicamente tercermundista, típicamente rentista y parasitaria, y en tren de autovaciamiento, como para matizar cualquier inquina contra la conducción acomodaticia y corrupta de los sindicatos de nuestro país”, piensa Ricardo, que recuerda cómo fue Lorenzo Miguel—y no el ERP o Montoneros—quien produjo la caída de López Rega. Frente a la obscena y conciliadora práctica de los sindicatos en pleno menemismo, Zevi descubre en ellos un remanente que todavía significa algo, frente a la disolución total del proyecto comunista y sus símbolos. Los sindicatos, es verdad, no son lo que eran, pero mantienen cual reliquia de peregrinos una mínima objetividad en un mundo cada vez más evanescente, donde todo lo objetivo entra en período de venta por liquidación. Con esta intensidad describe Ricardo su primer contacto con aquel paraíso perdido:

“Al día siguiente estaba frente a la imponente sede de diez pisos del sindicato, con esa sensación tan compleja que deben tener todos los izquierdistas cuando visitan uno de esos templos del poder sindical en nuestro país. Una mezcla de orgullo, alegría, sentimiento de protección por el poder creado por los trabajadores y un temor generalmente mayor aún ante la dirigencia habitualmente corrupta, casi invariablemente macartista y ocasionalmente antisemita que gobierna esas organizaciones.”

El desenlace de la novela no da indicios de una solución de fondo a la crisis. Zevi no retoma su militancia política. Pero tampoco sucumbe a su patología. Se abre como un interregno, en el que la literatura se desplaza sigilosa y audaz. De hecho, la misma relación entre Ricardo y Romina se vuelve literaria. “Pensaba en esa riqueza inagotable de fantasía de las Mil y una noches pugnando por distraer las mentes árabes de la aridez del desierto, buscando consolarlas de una sed insaciable con manantiales de palabras y de sueños (...) siempre una nueva orilla que contenga al menos una gota, minúscula pero brillante como una joya, de esos mil y un cuentos que salvaron la vida de Sherezade y dieron sentido a la del sultán”. Esa interrupción del paroxismo, del goce total, se revela entonces al modo de la narración que nunca concluye, como la seguidilla creativa de historias que la joven cuenta a Shahriar para conservar su interés. Porque la mejor narración está todavía por venir y lo que se interrumpe es también el círculo. El mundo siniestro que los oprime, que pudre sus almas, aparece al final como inconsistente e inacabado. No hay fin de la historia. Brockner no tiene razón. La vida sigue. Y la marca de esa novedad es, parafraseando a Hannah Arendt, el nacimiento del hijo que ambos engendran, de nombre Román.

En francés y alemán, Roman quiere decir novela. La ficción y la realidad se abrazan una vez más, como los amantes, que saben que toda historia de amor es bastante literaria y no por eso ajena a lo real. Es la síntesis donde un marxista deprimido y una absentista incrédula abren en el mundo una excepción. “Creo que al paso que marcha el mundo, cuando Román tenga edad para preguntarse esas cosas nuestra historia ya le va a parecer a cualquiera más comprensible y menos novelesca”. Benesdra, falto de toda esperanza, no tuvo la paciencia de ver publicada su obra y se quitó la vida, justo cuando andaba escribiendo otra. Pero su primogénito Román camina entre nosotros y anuncia, en una historia sin fin, la posibilidad de su redención. Quien quiera oir, que oiga.

author: Gaston Fabián

Gaston Fabián

Militante peronista. Politólogo de la UBA (pero le gusta la filosofía).

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