Azucena
Arte de la portada: Ramiro Abrevaya.
Cuando volvió a abrir los ojos, Azucena tuvo que parpadear dos veces para acostumbrar la vista a la luz que bañaba la habitación. Eran las diez y media de la mañana, calculó, a pesar de que los postigones de madera tapiaban la única ventana de la habitación.
Se despertó tarde, porque tal como le viene sucediendo desde que está postrada en su propio departamento, en algún momento de la madrugada sufre un sobresalto producto de un trueno, el fuerte revoloteo de las ramas de los plátanos de la cuadra, un sueño, las ganas de hacer pis, o desde hace algunos días, un intenso murmullo que sube desde la calle.
Aquella madrugada del 27 de agosto, cuando por fin pudo volver a dormirse, su conciencia se apagó por completo y aquello significó una gloria porque pudo descansar no solo el cuerpo sino también la cabeza, víctima en el último tiempo de una actividad febril, pero al despertarse, turbada, fueron dos los asuntos que le inquietaron el cerebro recién activado, como si se lo hubieran enchufado a una fuente de energía: no le dolían las piernas, y el murmullo de la calle tenía mucho más cuerpo que los días anteriores.
Ahora Azucena agita la campanita que tiene sobre la manta, a un lado de la baranda de metal de la cama de hospital que su hija le instaló en la habitación, y llama a la enfermera, con quien no se habla, no porque tenga algo personal con ella, sino porque la quimioterapia le quitó, entre otras facultades, el habla. La empleada, de unos cuarenta años, enfundada en un ambo blanco y con una cofia sobre el cabello recogido, irrumpe en el umbral de la puerta, pega los brazos al cuerpo como un granadero y se pone a disposición. La dueña de casa le hace el gesto inequívoco de quien se lleva un bocado a la boca. Se le abrió el apetito. La mujer afirma con la cabeza, da media vuelta y se pierde en el pasillo en dirección a la cocina, dejando atrás suyo el sonido seco de sus zapatos contra el parqué.
Azucena está enclaustrada en su propia vivienda desde hace un mes. Perdió peso, el habla, le duele todo el cuerpo, pero se le agudizó el oído, y ahora es capaz de escuchar sonidos que antes pasaban de largo, o no merecían su atención. Es por eso que ahora tiene con qué entretenerse y morigerar la soledad y el encierro.
Dos tiempos de todos los tiempos
Ficción para tolerar la realidad (#UnAñoDeImpunidad)
Diez pisos abajo se armó una especie de misa permanente, y ella, a sus ochenta y cinco años, probablemente por haber ejercido durante muchos años la docencia como profesora de música, tiene la habilidad para distinguir la variedad de ruidos que vivorean cuarenta metros más abajo, incluso con la ventana cerrada.
Durante la mañana, pesca un puñado de voces entusiastas, que se mezclan con las bocinas y otros sonidos habituales de la zona, y a partir del mediodía, o primera hora de la tarde, ya se escucha alguna arenga, aplausos, que luego se intensifican hasta el punto de alcanzar un clima de algarabía y celebración, ya cuando cayó la noche. Dos noches hubo fuegos de artificio, y sus efectos visuales y sonoros se metieron sin pedir permiso en su habitación.
Nada de eso era frecuente allí en la Recoleta.
Luego de comer unas galletitas saladas con queso blanco y beber una taza de té, Azucena siente que el alma le vuelve al cuerpo. Si lo pudiese expresar, diría: ahora que tengo algo en el estómago, a pesar de todo, me siento mejor. No deja de ser llamativo, piensa, que en condiciones de extrema vulnerabilidad, en el hombre -o la mujer, se corrige, y tiene la certeza de que esa rectificación tiene que ver con el clima de época-, la pulsión de vida siempre se impone.
Son solo un par de galletas de agua y un té común, pero ahí está ella, con el ánimo fortalecido.
El intenso zumbido que llega de la calle la saca de sus cavilaciones, y una asociación de su cerebro la lleva a las colonias de hormigas que había en el campo de su padre, en Navarro, provincia de Buenos Aires, que después de la lluvia, en especial durante los días calor, formaban montículos de tierra de hasta medio metro de altura alrededor del tanque australiano. El juego con su hermana consistía en desarmarlos a puro ramazo, y la que más tiempo toleraba el palito en la mano, ganaba. Fueron días felices, y duraron hasta que fue madre, o un poco después.
La enfermera irrumpe en la sala y le avisa que su hija está a dos cuadras, imposibilitada de llegar al departamento porque la zona está bloqueada. Utiliza esa palabra: bloqueada. Azucena no se alarma, sino más bien lo contrario. La ausencia de Marcela, esa tarde, puede significar mucho más que un alivio, pero se queda pensando, con inquietud, en la idea de un bloqueo.
¿Qué pasó?, le hace la mímica a la enfermera con la boca. La mujer no sabe, pero puede que tenga que ver con la juntada de gente de la calle, arriesga. Y es en ese instante que Azucena detecta que el murmullo no sólo aumentó, sino que proviene desde la esquina.
La enfermera se retira, pero enseguida Azucena agita la campanita. Escucha el corte en seco de sus pasos, y de inmediato, la vuelta, con un paso apretado que le parece de fastidio. Desde la puerta, y con un gesto inexpresivo, la joven pregunta qué necesita. Abrime la ventana, por favor. La enfermera palidece. Mi hija no se va a enterar, le explica con la boca, lentamente, palabra por palabra. Como la joven no reacciona, Azucena tira una carta, esta vez, con el anotador que tiene sobre la falda, para los momentos que no tiene ganas de hacer mímica: “dale, nena, no te cuesta nada, y a mí me salvas no el día, sino la semana”. Por favor, reforzó, con las dos manos juntas en el pecho, en señal de rezo.
Con la doble hoja de vidrio y los postigos abiertos de par en par, los sonidos de la calle se metieron en la habitación como si fueran una manada de elefantes escapando de una amenaza. Ahí abajo había cientos, quizá miles de personas, y no parecían contentos, como hasta ayer, sino todo lo contrario. Azucena comprendió, enseguida, que el blindaje con el exterior, por decisión de su hija, hubiese sido completo si no fuese por el entrenamiento de los oídos que le había dado su profesión. Incluso había llegado a cegarle las ventanas con unas mantas, para inhabilitarla también del acceso a la luz, esa misma maravilla natural que ahora invadía el ambiente con una potencia arrolladora, a pesar de que el cielo, o por lo menos el recorte que apreciaba desde su cama de hospital, era una enorme mancha gris plata, uniforme y fría.
De dónde venía tanto resentimiento, se pregunta Azucena. Ella había cometido un error, sí, muy grave, es cierto, imperdonable para casi cualquier hija, pero no se merecía este trato en el ocaso de su vida. Estaba enferma, se iba a morir pronto, y le resultaba demoledor que la condenase a la sombra y al silencio.
Junto con el ruido de la calle también ingresó el frío, un viento helado que se coló en la habitación y comenzó a zarandear las cortinas e hizo volar unos papeles que había en su mesa de luz, pero Azucena estaba feliz, a un mes de una quietud casi absoluta, teniendo en cuenta además que desde hace varios días dejó de ir a hacer sus necesidades al baño y tuvo que empezar a arreglarse, en la cama, con la ayuda de la enfermera y ese espantoso papagayo.
Que ingrese el viento, que se vuele todo, que se tirite de frío, no le importaba. Lo mismo con el ruido, que ahora era apabullante hasta el punto de tener que taparse los oídos con las manos. Es más: si tuviese voz sumaría su propio grito o alarido, ya que así se sentía: con ganas de exteriorizar todo lo que la aquejaba, allí postrada en la cama de hospital, dentro de su propia casa.
Su hija avisa que sigue imposibilitada de llegar al departamento, que cada vez hay más gente, nervios e incertidumbre, que por favor tenga paciencia, le comunica la enfermera, otra vez firme como un soldado en el umbral del cuarto. Azucena le contesta que no hay problema y se desentiende de la situación con un gesto de mano. Ella quiere disfrutar de la sinfonía de tonalidades que reverberan en el ambiente, sin el filtro de plomo que le impuso la censora de su hija: los sonidos agudos son los chiflidos, los silbatos y hasta algunos gritos que se escabullen del murmullo compacto que late en el corazón de la multitud, porque eso es lo que palpita allá abajo: una multitud, pero también escucha con nitidez los timbres medios, como la melodía de unas trompetas, las bocinas de unas camionetas o colectivos, a lo lejos, las palmas, los cánticos que suenan acá y más allá, y también los graves: golpes de puño contra las rejas, o vallas, arrebatados, con fuerza, también contra los contenedores de basura, los carteles de metal de la vía pública, e incluso el techo de un coche, y por último, unas bombas de estruendo y los insultos, que se intensifican minuto a minuto en cantidad y agresividad.
Todo cambia en un instante: ahora hay gritos, corridas, vallas que se desploman contra el pavimento, sirenas y más bombas de estruendo, pero más violentas que las de hace un rato. Azucena se inquieta, pero solo un poco. No llega a alarmarse ni a tensar los músculos, sino que afina al máximo sus sentidos.
No se puede quejar, aunque ahora todo se pueda terminar de un momento a otro. Transitó su vida casi sin concesiones, atenta a su propio deseo y la construcción de un destino que hoy, a la distancia, la tiene no solo conforme sino también en paz consigo misma. En el campo, allá en Navarro, escribió las páginas más intensas de su vida, primero de la mano de una infancia plena, y con la mayoría de edad, como propietaria, junto a su hermana, de las cien hectáreas que heredaron tempranamente de sus padres. Disfrutó del magisterio y de pararse frente al aula para transmitir la riqueza cultural del folclore, y cuando le tocó enfrentar el desplante de su marido, que la golpeó de modo inesperado, se repuso pronto, y ya nadie más pudo engañarla o pasarla por encima. A su hija la crió sola, y aparte tuvo que ocuparse del campo, las vicisitudes del negocio, la relación con los empleados y el mantenimiento del caserón.
Un nuevo bombazo, en la calle, sacude a Azucena y la saca de los laberintos del pasado. De inmediato, ella siente ese impulso voraz que primero de joven pero también de adulta, la puso en el sendero de la toma de decisiones, aún cuando tuviesen un costo para sí misma, o para un tercero. Juntó fuerzas de su alma, espíritu, o el mismísimo universo, y sacó las piernas de debajo del acolchado, con la ayuda de los puños, que hacían fuerza contra el colchón, más la zona del vientre, y con mucho esfuerzo logró colocarse de costado. Luego de inhalar y exhalar aire, durante varias repeticiones, pisó, hizo un poco de fuerza, y sintió que tenía la fortaleza para ponerse a andar. Hacía como diez días que no pisaba el piso de parqué, y pensó que ya no volvería a hacerlo, pero se estiró para manotear el andador, utilizó las dos manos como fuerza de apoyo, y con un envión que le nació de la cadera, se levantó.
El camino hacia la ventana despojada de la manta cegadora, las cortinas blancas y los postigones de madera, la conecta con el camino de ingreso a la estancia, flanqueado por dos hileras de viejos y altísimos álamos. Cada paso, pesado como una maceta, le lleva varios segundos, y requiere de la ayuda de sus propios brazos, que actúan como tenazas. Avanza, lenta pero inexorablemente, la respiración entrecortada y el corazón golpeándole el pecho. No importa que abajo pareciese que se produjo una catástrofe, y que incluso una nube tóxica esté ingresando en el pulmón abierto que se había convertido su habitación. Avanza. Uno, dos pasos más, hasta que apoya las manos sobre el marco de madera y logra asomarse unos centímetros en dirección a la calle, recortada por las copas de los plátanos de la vereda.
Está distinguiendo algo de que lo sucede allá abajo, pero un grito la devuelve de un manotazo a la realidad:
¡¡¡Mamaáaaaaaaa, qué haces, por Dios!!!
Su hija Marcela tenía el rostro desfigurado, estaba toda manchada con un líquido azul, y temblaba de frío. En ese momento, el efecto lacrimógeno del gas pimienta que había ingresado al cuarto, les empezó a quemar la piel. Azucena retrocedió hacia el centro de la habitación, con la ayuda del andador, y su hija se dirigió a la ventana y la cerró con un rápido movimiento.
Abajo hay una guerra y vos te pones a mirar por la ventana, mamá, te volviste totalmente local, qué mierda haces levantada, le recriminó Marcela. Azucena no contestó. Si lo hacía, el enfrentamiento subiría de intensidad y no tenía ganas de profundizar la herida que había entre ellas hacía muchos años.
Lentamente, volvió sobre sus pasos con la ayuda del andador, y se sentó sobre la cama.
¿Quién carajo te crees que le paga a la peloluda ésta que debería cuidarte, y quién te crees que te compra la comida, los remedios y los pañales? Yo, por supuesto. ¿Quién te creés que te cuida de los monos que en este mismo momento avanzan sobre la policía avasallando todos nuestros derechos a vivir en paz?
Sí, yo.
Azucena escribe frenéticamente en su libreta y le pasa el papel a su hija: “¿sabías que esos mismos ruidos me generan un entusiasmo fundamental para transitar el día, porque si fuera por vos, ya estaría muerta?”.
Marcela tiene el cuerpo inclinado hacia adelante, y su aspecto, piensa su madre al mirarla con detenimiento, y bien de cerca, es lamentable: el pelo desordenado, la ropa manchada y arrugada, el rostro despintado y masacrado por una crisis de nervios que ahora se profundiza por un repentino ataque de tos por el gas que flota en el aire.
Y aparte huele mal, a transpiración.
Bueno, me chupa un huevo ese supuesto bienestar, grita Marcela entre una tos y la siguiente. No podes tener la ventana abierta, lo indicó el médico, recuerda.
¡Mentira!, balbucea Azucena, quien ahora también sufre el efecto gas, pero no tanto como su hija.
Me lo sugirió por el polen de los plátanos, ya te lo expliqué, devuelve la hija, entre toses.
Azucena la refuta con un movimiento de brazo, y la cara arrugada por el hastío, pero su hija ya no la observa: está cegando la ventana con las mantas que habían quedado tiradas en el piso.
Luego de manotear el andador, de mala manera, la hija se retira del cuarto. Enseguida aparece la enfermera con su cara de mosquita muerta, y la ayuda a acomodarse de nuevo en la cama, con las piernas estiradas, y tapada con sábana y acolchado. Azucena siente un picor muy intenso en los ojos, pero se la aguanta sin chistar. No quiere darles el gusto de mostrarse vulnerable.
Esa noche, en la calle se celebró como nunca antes desde que había comenzado la misa a cielo abierto. Azucena advirtió una intensidad muy especial, como si un coro de miles de almas se hubiera juntado en un anfiteatro para entonar un repertorio lleno de luz, festivo, casi definitivo. Unos instantes antes de dormirse, con una parte de la conciencia recostada ya del lado de los sueños, le pareció escuchar el tono grave y desolado de una mujer, amplificado por el silencio respetuoso y admirado de una multitud.
Esa noche tuvo un sueño: volvía al aula para dar su clase de música frente a los guardapolvos blancos del pueblo.
A partir del otro día, y durante las tres jornadas siguientes, la sinfonía de sonidos que llegaban amortiguados desde la calle se mantuvo inalterable en cuanto a la firmeza y lo festivo: a medida que se acercaba la noche, crecía en intensidad, y cuando ya había oscurecido del todo, el entusiasmo alcanzaba su pico máximo de la mano de la entonación de una melodía muy pegadiza que se repetía una y otra vez, como un mantra.
Durante aquellas horas su hija no le sacó el ojo de encima. Intercambiaron muy pocas palabras -ella siempre utilizó el anotador- y en ningún momento le dejó abrir la persiana, las hojas de la ventana, ni retirar las mantas cegadoras. A la enfermera la había echado, y era cuestión de horas de que apareciese una nueva.
El quinto día sucedió un hecho absolutamente inesperado: sonaba amortiguada aquella melodía pegajosa, en boca de cientos de almas, hasta que hubo una detonación que ascendió los diez pisos y llegó hasta sus oídos de manera muy clara.
Una detonación, e inmediatamente después, un silencio atroz que se lo volvió a comer todo.
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