
La dignidad de CFK
10 de Junio de 2025
Por Nicolás Sticotti, co-director de RGC Ediciones
En 2010 Argentina fue país invitado de honor en la Feria del Libro de Frankfurt, la reunión más importante de la industria editorial global. Una vidriera de tendencias, derechos y traducciones donde se decide buena parte del mapa editorial del mundo.
Nuestra participación se organizó con anticipación, pero también entre tensiones que reflejaban la época. Ya en 2008 se debatía el perfil cultural que debía representarnos en el evento: el Che, Diego, Gardel y Evita fueron los íconos elegidos por la Cancillería para visibilizar nuestra identidad en el exterior. La reacción de sectores literarios no tardó en llegar: acusaciones de populismo cultural, de falta de erudición, de desvío del objetivo comercial de la feria. Rubens Bayardo y Ivana Mihal analizaron este proceso en un artículo donde muestran cómo lo que parecía una discusión sobre íconos culturales era, en el fondo, una disputa por el sentido de la nación, por un proyecto político.
No todo fue perfecto en esa puesta del kirchnerismo, hay mucho para discutir, pero sin duda descolonizó miradas y sacudió consensos: habilitó otra forma de narrar lo argentino. Y todo ese recuerdo me vino a la cabeza por estos días con el estreno de la serie El Eternauta, la interna, la proscripción, el contexto.
Todavía recuerdo el día en que saqué la foto que acompaña este texto. Cristina Kirchner subió al escenario a Elsa Oesterheld, que con 85 años cargaba el secuestro, tortura y asesinato de su marido (el autor de El Eternauta), sus cuatro hijas y tres yernos. Se cree que también tiene un nieto que podría estar aún apropiado.
Cristina, en un auditorio lleno de escritores, editores y funcionarios alemanes, contó su historia y la invitó a subir. Y Elsa dijo: “Yo que creí estar muerta y hoy vuelvo a tener esperanzas.”
Esa frase, en ese contexto, fue una definición de humanidad y una epifanía política. Horacio González escribió días después en Página/12: “La frase es de las más fuertes que puedan pronunciarse, pues les da un punto de vista estremecedor a las militancias por los derechos humanos, porque en un chispazo inusitado de verdad pone en acto el volver de la muerte, y a la muerte en vida como un debate íntimo en el que hay que triunfar sobre sí mismo.”
En ese instante, lo que estaba en juego no era solo un stand o una feria: era el lugar desde donde queremos contar quiénes somos para poder disputar un futuro. Se trataba de una aventura intelectual y política, un gesto meditado.
Más temprano, ese mismo día, en un acto donde se firmó un convenio con el Instituto de Investigación Social —la legendaria Escuela de Frankfurt de Benjamin, Horkheimer y Adorno—, Cristina dijo:
“Desde Argentina, con la experiencia que nos ha tocado vivir, podemos hacer un aporte al pensamiento crítico, que ayudará a repensar el mundo luego de los cambios que se estaban dando a nivel global'.
Esa dignidad es la que se le cuestiona a Cristina. Por eso quieren meterla presa. Por haber osado trastocar el orden, por haber disputado el relato de la historia, por haber empujado una política que incomodaba a los dueños del poder, y que todavía hoy, en plena ofensiva neoliberal, se defiende como una alternativa.
Nosotros no olvidamos. Y aunque la encierren, seguiremos construyendo desde esa dignidad. Porque sabemos que, incluso después de los bombardeos, la muerte, la proscripción, el secuestro, la tortura y la cárcel, se puede volver con esperanza. Y también sabemos que nadie se salva solo.
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