Cultura deportiva

Bandera Maradona

En las horas previas a la nochebuena, la figura de Diego emerge en la conciencia de millones de compatriotas, y más aún en este tiempo de retrocesos y crueldades. Konfino lo recuerda con detalle alrededor de adolescencia y primera juventud. Qué me importa lo que hizo Diego con su vida, me importa lo que hizo con la mía”, tal como inmortalizó Roberto Fontanarrosa.

24 de Diciembre de 2025

Por Demián Konfino

Para mi generación, los que nacimos en los primeros ochenta, el mundial ochenta y seis lo empezamos a comprender algunos años después. Recordamos alguito la alegría familiar. No así los partidos. Mucho menos los relatos. Las genialidades de Diego recién, tengo el recuerdo, las conocí con el VHS de Héroes que alquilamos en el videoclub del barrio.

La película reproducía con precisión y preciosura buena parte de las mejores jugadas de Maradona, su liderazgo en el vestuario y en la cancha. Con una belleza de fotografía excelsa y la música exacta de Valeria Lynch, Héroes, sigue siendo, hoy, la mejor película que se haya hecho sobre justa deportiva alguna.

Contexto. Años ochenta y primeros noventa, sin celulares ni internet. Con escasos teléfonos fijos en casas privilegiadas. La tele, en el conurbano de Buenos Aires, con cuatro canales y medio. Porque canal dos se veía cuando el viento traía buena señal desde su planta en La Plata. Los partidos de Argentina en los mundiales se veían en directo, no así los del resto de las selecciones. Los de las ligas europeas, ni de casualidad. No había cable, ni mucho menos Youtube.

Los partidos del Nápoli tampoco podían verse con regularidad, aunque alguno que otro era transmitido por uno de los canales de aire que televisaba la liga italiana, los domingos por la mañana. Pero, tampoco había una locura generalizada por ver esos cotejos.

Irreverente, único.


Recién me empiezo abrazar al futbolista Maradona, tal vez, en el comienzo de su ocaso. Con el chispazo brillante contra Brasil en el mundial noventa y la épica de su tobillo pelota de tenis.

Pero, si me preguntaran desde cuando empecé interesarme sinceramente por él, pienso que fue a partir de su enojo ante el himno calumniado por los italianos y, días más tarde, con su llanto de bebé ante la derrota consumada en la final afanada contra Alemania. La tristeza que me genera la bellísima canción “Un estate italiana”, cortina de ese mundial, aún hoy, me transportan al armatoste de la tele rectangular, con el vidrio redondeado en el frente, en el living de mi casa. La imagen de Diego gimiendo como un chico en cualquier potrero patrio, consolado por Goyco, flamante ídolo del momento por los penales que había detenido para llegar hasta allí.

El periplo posterior de su vida, con las sanciones por doping, las noticias de Diego en las secciones espectáculos o policiales, y no en la de deportes de los medios, me tenían expectante con mis jovencísimos años, deseando que volviera a hacer, alegrar a la gente mientras él jugaba con el cuero.

Me alegré por lo Ñuls y por lo de Sevilla. Le deseé lo mejor en su incipiente carrera de técnico en Mandiyú y en Racing. Pero, siempre anhelé que tuviera su revancha en la selección. El “Maradó, Maradó”, como grito de guerra en la goleada cero cinco contra Colombia nos acercó al desenlace.

Recuerdo despertar ansioso en la madrugada para ver el repechaje ante Australia y delirar por la vigencia del diez. Todavía conservo la revista Goles con la cobertura de esa gesta. La clasificación nos trajo uno de los momentos más puros en la vida de Diego. Su preparación sin club para ir al mundial de Estados Unidos. Los noticieros mostraban a nuestro capitán corriendo en senderos agrarios como Rocky Balboa antes de enfrentar a Iván Drago, esquivando maizales, jugando picados con los peones rurales.

Amé a ese Diego, el del mundial noventa y cuatro. Fui feliz con su gol de billar y su grito enajenado ante la cámara. La dicha continuó en ascenso con el increíble partido que hizo ante Nigeria, incluida la asistencia a Cani, después del “Diego, Diego”. La enfermera rubia nos tomó de la mano a medio país y nos llevó al cadalso. Cuando Diego dijo “Creeme que me cortaron las piernas”, lloré mares, como él en la final del noventa. Después me enteraría que esa misma frase había enunciado Perón, cuando mataron a Rucci, justo antes de comenzar su tercera presidencia fallida.

Recuerdo en el exacto lugar donde lo vi. La tele de una canchita de fútbol a la que el colegio nos llevaba a practicar deportes. Una tele sintonizada en un canal de aire que transmitía un flash informativo. Catorce pulgadas de desgracia.

'Me cortaron las piernas'.


Para los pibes es muy difícil entenderlo. Hoy todo es inmediatez. La información abunda y se sobregira. La verdad, ¿qué carajo es la verdad? A nadie parece importarle demasiado. La dictadura de lo efímero valora el impacto fugaz por encima del buen gusto.

Lo analógico que seré que en la facultad estudiaba la cultura del videoclip como una novedad que reproducía imagines sucesivas a una velocidad desconocida, producto de una sociedad de consumo que requería estímulos constantes y entretenimiento pasatista. Eran épocas de videocaseteras aún. Un poco después, treinta canales de cable, entre ellos, MuchMusic y MTV. Más tarde, el DVD reemplazaría al VHS aunque el mecanismo seguiría requiriendo una unidad de almacenamiento y un aparato de reproducción conectado a la tele.

Por eso, cuando Diego volvió definitivamente a la Argentina, tuve la necesidad de verlo en la vida real. No importaba que ya no jugaran en la selección. Mucho menos que no jugara en mi equipo. Primero lo vi en un partido a beneficio en la cancha de Ferro y, más tarde, en la cancha de Boca. Había vuelto y era la estrella del equipo que dirigía Bilardo. Venía en una racha negativa errando penales y vi a un ignoto Labarre de Belgrano de Córdoba atajarle un penal al coloso Diego Maradona. Lo que no vi fue cuando, sobre el final del partido, vengó su orgullo haciendo un gol increíble de emboquillada desde afuera del área. El papá de mi amigo bostero que nos había llevado a la tercera bandeja había tenido el mal tino de decidir la salida anticipada para evitar embotellamientos. Escuché el rugido de gol a dos cuadras y me quise morir.

Pero, tendría revancha. Y vaya. Estuve en la tribuna de socios de la bombonera cuando se retiró y el país estaba a punto de explotar en el corralito. Codicié con todas mis fuerzas que Higuita no le atajara el penal y grité ese gol como el de una final de Libertadores. Diego se equivocó y pagó, pero la pelota no se manchaba.

Hasta acá, eran recuerdos imborrables, pero nada se compara con el día que conocí a D10s y supe que tenía aspecto humano. Diego jugaba en mi cancha, en el Centenario del viejo y querido Quilmes, un partido a beneficio de la fundación Pupi, las colectas que organizaba el Pupi Zanetti.

El partido fue un amistoso que enfrentó a glorias del club contra futbolistas en actividad, esos partidos bastante lentos que alternan con alguna genialidad. Diego estuvo superlativo como siempre. Había bajado de peso una vez más. Venía de hacer el exitazo televisivo “La noche del diez” y giraba por el mundo con el “Showball”, unos amistosos internacionales en espacios reducidos. Además, su compromiso político latinoamericanista crecía día a día. Estaba espléndido.

Yo lo vi a Maradona cuatro veces. Una de ellas lo toqué. Fue esa tarde, cuando con mis hermanos nos colamos al sector plateas y al divisar una verja sobre el corner que se encontraba entreabierta decidimos acceder, sin permiso, al campo de juego. Como siempre hizo el diez, sin obediencia debida. Con rebeldía. De ahí pasamos al vestuario y desde allí directo a Diego. Lo vimos y estuvimos a punto de paralizarnos. Diego estaba por irse. Alcanzamos a posar nuestras manos sobre la suya, la izquierda, la de Dios. Después le tocamos la espalda mientras la decíamos lo mucho que lo amábamos.

Salimos a la cancha y nos encontramos con Chirola Romero y el Negro Leiva, dos jugadores de Gimnasia. Chirola le regaló sus medias a mi hermano y el Negro Leiva bardeó al organizador del partido, como si nos conociera de toda la vida.

En épocas de estadísticas falopa por GPS y streamers que multiplican likes con gritos y superficialidad, recordar el Maradona humano, el que puteó y lloró, el que cantó las cuarenta ante cada injusticia, el que toqué en la vida real, el que se fue demasiado pronto, es un bálsamo que alienta a pensar en la deidad de un tiempo que se fue, pero que puede volver a ser si plantamos bandera. Una bandera que diga “Maradona”.

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