Cultura deportiva Qatar 2022

La pasión argentina

En Argentina jugar a la pelota es un destino, una condición de socialización inevitable. De ahí vienen los campeones del mundo, quienes terminaron con la maldición que sentenciaba nuestra suerte, que pretendía convencernos de que estamos destinados a un sinfín de frustraciones. Lo dijo Scaloni: los jugadores buscaban el honor, no el dinero. Futbol, política, literatura y filosofía, un combo para seguir soñando despiertos.

Foto portada: Estanislao Santos 

Los uruguayos dieron la impresión
de desarrollar un juego más armónico
que el de los argentinos,
pero éstos, aunque desordenadamente,
trabajaron con lo único
que da el éxito en la vida: el entusiasmo
”.

Roberto Arlt

Series azarosas de circunstancias pueden ocasionar verdaderos milagros, hechos de una magnitud y de una intensidad energética totalmente impensados. El destino quiso que la acuciante necesidad de alegrías del pueblo argentino se entrelazara con la ilusión que un grupo de jugadores de fútbol, comprometidos y entusiastas, en búsqueda de un objetivo aglutinador, habían despertado en el 2021, luego de cortar, tras la consagración en la Copa América, una sequía de casi tres décadas sin títulos. En un cóctel explosivo, la nostalgia de la época dorada de Maradona se superpuso con el deseo de que Lionel Messi, en el que probablemente sea su último Mundial, conquistara el trofeo tan anhelado, el único que le faltaba, el más importante. La hazaña del Maracaná terminó con el karma de las finales perdidas, con el derrotismo irrespirable. Que esta vez se podía dar, se tenía que dar, atrapó la fantasía de millones, con el capitán de un equipo que emocionaba hasta las lágrimas por su entrega, sus convicciones y su determinación como abanderado. Luchar contra la adversidad, vencer a la adversidad, se volvió el sello distintivo de esta Selección, que entendió que el único héroe es el héroe colectivo y dejó el alma para que los fantasmas del pasado no se llevaran al sepulcro nuestras cándidas esperanzas. Frente a los tropiezos, la fe permaneció intacta. Quedó demostrado luego de la inesperada derrota con Arabia Saudita, luego de los insólitos empates con Países Bajos y con Francia, en partidos, estos últimos, que estaban en el bolsillo, que fueron prácticamente perfectos, que confirmaban que el fútbol sudamericano nada tenía que envidiarle al europeo, para asombro de Van Gaal o de Mbappé. Parece que estamos condenados a sufrir. Pero no estamos condenados al fracaso.

Cuando un pibe de Virrey del Pino convirtió el penal definitivo y posibilitó que el sueño de Messi se cumpliera al mismo tiempo que un país (que también expresó y sintetizó a otros muchos países del llamado “Tercer Mundo”) entraba en el mayor de los éxtasis, entonces nos dimos cuenta que algo había cambiado para siempre. Tal vez por la conexión del plantel con su gente, a la que representó con hidalguía, patriotismo y sudor; a la que fue a agradecer y a recibir las gracias, en autopistas copadas o en los pueblos que llevan en el corazón. Tal vez porque la sonrisa del 10 evitó que la historia cayera en un absurdo imperdonable. Tal vez porque la gloria, demasiados años esquiva, permite repensar las penurias cotidianas, incluso y sobre todo allí donde todo aparenta seguir igual. “Nada es imposible”, se prometieron y juramentaron los jugadores, que enviaron un mensaje político a todos aquellos que depositaron su confianza y sus aspiraciones en estos 26. Los ateos del fútbol, a los que Galeano no les concedió la menor entidad, podrán argumentar, tristemente, que son un puñado de millonarios detrás de una pelota (era la opinión de Borges, para quien el fútbol es popular porque la estupidez también lo es). Para la mayoría de nosotros, son héroes nacionales, que no se olvidaron de dónde vienen ni a quién se deben. Como recordaron durante todo el mundial, como insistió Scaloni, jugaron por y para la gente. Se le dice amor.

Por eso la felicidad inmensa que generó el triunfo se manifestó desinhibidamente en las calles, en la movilización popular más impresionante de nuestra historia, solo comparable, en proporción, con la celebración del Bicentenario o con el retorno de Perón al país después de más de 17 años de exilio. De alguna manera, se trató también de la victoria sobre una proscripción, sobre una maldición que sentenciaba nuestra suerte, que pretendía convencernos de que estamos destinados a un sinfín de frustraciones. No se puede opacar semejante algarabía con afirmaciones pedantes que rastrean en la dimensión religiosa que en estos pagos detenta el fútbol un equivalente a lo que Marx denominó el “opio de los pueblos”. Cristina escribió en Sinceramente que el fútbol es la pasión de los argentinos. Pasión hay que entenderla aquí en su doble sentido de aquello que nos mueve las entrañas, que toca nuestras fibras más íntimas, que nos trae recuerdos imborrables, que excita afanes irrenunciables, que la razón se ve incapaz de explicar en su naturaleza fogosa o vehemente y también de lo que para Cristo significa su Pasión, es decir, el hecho de “llevar la cruz”. Muerte y resurrección son dos momentos ineludibles de la pasión futbolera. Pero la condición pasional del pueblo argentino es previa a su encuentro fortuito con el fútbol, ese invento inglés (con antecedentes en civilizaciones precolombinas) cuyo secreto se descubrió en América del Sur, en el Río de la Plata o en tierras brasileñas. Para comprender la devoción por el fútbol que existe en el país, hay que comprender esa pasión antiquísima que late en el corazón de las multitudes argentinas.    

Fue el autor de ese concepto, José María Ramos Mejía, quien postuló, contra las hipótesis de la voluntad todopoderosa de los caudillos, que la historia argentina fue hecha, a paso arrollador, por las multitudes. Desde la Reconquista de Buenos Aires y la expulsión de los invasores británicos, una tonalidad plebeya se apoderó de nuestra política. Lo mismo aconteció en Mayo, en la guerra gaucha frente a los godos, en las campañas de San Martín para liberar Chile y Perú, en las montoneras federales, en la ciudad de Rosas. No siempre lo plebeyo tomó idéntica dirección, pero sí podemos decir que dejó en el aire lo que Ramos Mejía llamó la “inminencia de multitud”. Este protagonismo popular, que el peronismo en todo caso interpretó y liberó mas no comenzó, es el causante de que las jerarquías sociales y los criterios oligárquicos de orden no se hayan impuesto de manera rígida e inmodificable. En el espíritu de las multitudes yace la capacidad de incorporar y traducir lo ajeno a su propia diversión, a su propia forma de sentir y vivir la vida. Aún cuando el fútbol, que se originó como distracción y entretenimiento, se popularizó en amplias partes del mundo y abandonó muy rápido la morada de las élites, Sudamérica le dio una impronta distintiva que solo nos resulta accesible si no perdemos de vista lo que rodeaba al fútbol antes de que éste capturara con éxito la disponibilidad pasional de las masas.

En Argentina, en Uruguay, en Brasil, jugar a la pelota es un destino, una condición de socialización inevitable. Con una aureola de inocencia al principio, donde el componente lúdico es lo único que importa, en nuestras sociedades el fútbol se convierte en un camino al reconocimiento. El sueño del pibe es llegar a ser como el ídolo. Pero el sendero está repleto de obstáculos, de adversidades que hay que superar. En la hostilidad del medio, que da por concluidas las infancias más o menos duras, aunque rebosantes de alegrías (por eso la niñez es un paraíso perdido, que se dramatiza solo a posteriori), tiene su raíz el fútbol de potrero, donde a fuerza de voluntad se forjan los talentos. Si el urbanismo capitalista fuera pleno, no quedarían espacios comunes, libres de mercantilización, donde poner reglas e improvisar un partido con los amigos. De ahí que las sociedades más desarrolladas, con sus laboratorios armados, tengan que salir a cazar esos talentos en América del Sur o en África, para luego someterlos a la experimentación del deporte moderno. Los clubes de primera división de la Argentina, con menos recursos y otro estilo, manejan una metódica similar. No alcanza con la destreza individual, con la gambeta, con la garra, para jugar en primera, para ser un profesional. En el culto al deporte que caracteriza a Occidente desde finales del siglo XIX, cuando se retomaron después de una interrupción de casi dos milenios los Juegos Olímpicos, se espera del deportista que lleve la vida de un atleta. Porque como sostenía el filósofo alemán Helmuth Plessner, el deporte pide más que el juego: pide alto rendimiento. Para rendir, para estar a la altura de las exigencias de las multitudes celosas, en su búsqueda del nuevo Hércules, se precisan animales competitivos. Genios como Ronaldo o Ronaldinho brillaron para deleite de todos, pero no pudieron mantenerse en la élite durante el tiempo suficiente. El otro Ronaldo en cambio, o ahora Mbappé, representan los arquetipos de la máquina que el sistema tiene reservada como deber-ser a cada futbolista.

Encontraba Plessner los inicios del deporte moderno en esa combinación entre competencia en el juego y negocio que la Inglaterra del siglo XVIII practicaba ya en las carreras de caballos o en el boxeo, donde las apuestas eran harto frecuentes. Que el fútbol es un rubro lucrativo para las inversiones, que los grandes jugadores son negocios publicitarios o que las promesas carecen de lugar para el disfrute porque son inmediatamente tasadas, convertidas en números o cifras multimillonarias, listas para ser vendidas al mejor postor, no es novedad para nadie. Si le damos la razón a Peter Sloterdijk de que el fenómeno de la devoción por el deporte consiste en una desespiritualización de la ascesis, en la que los entrenamientos son un “metodismo sin referencias religiosas” y que corresponde a los deportistas de élite “el papel de conservar el fuego de lo exagerado”, entonces llegaremos a la conclusión de que las estrellas de fútbol (nuestros 26 lo son) son gladiadores que brindan un espectáculo feroz a tribunas ardientes. “Ganar o morir” es lo que se espera de ellos. En un estadio, o actualmente en las redes sociales, un jugador puede ser aplaudido, ovacionado, endiosado o silbado, abucheado, sacrificado. Errar un penal o un gol decisivo, no correr una pelota, lesionarse de gravedad por no soportar la presión, hacer un gesto a la hinchada, pueden acabar con una carrera. De la multitud Ramos Mejía afirmaba que “vive en perpetuo gongorismo moral, ampliando y magnificándolo todo en proporciones megalomaníacas”. Un jugador, un técnico, nuestro mismo equipo, puede pasar de ser lo mejor a lo peor, o viceversa, en apenas una semana.

Esta idea del fútbol como espectáculo masivo es, como advirtió Spengler, una idea romana. “A la cultura corresponde la gimnasia, el torneo, el certamen agonal; a la civilización, el deporte. He aquí la diferencia entre la palestra griega y el circo romano. El arte mismo se convierte en deporte — no otra cosa es l‘art pour l‘art — ante un público inteligente de aficionados y compradores, ya se trate de dominar masas instrumentales absurdas, ya de vencer dificultades armónicas o de resolver un problema de colorido. Surge una nueva filosofía de los hechos que para las especulaciones metafísicas tiene sólo una sonrisa; una nueva literatura que para el intelecto, el gusto y los nervios de los habitantes de las grandes urbes es una necesidad y, en cambio, para el provinciano resulta incomprensible y odiosa”. Ezequiel Martínez Estrada, que fue un asiduo lector de Spengler, consideraba la pasión por el fútbol como un mecanismo de descarga de la agresividad o el estrés, como una sublimación de la guerra:

“Los estadios de deportes, construidos especialmente para los espectáculos de ese tipo, con capacidad para más de cien mil personas, se convierten los días feriados en templos a los que concurren feligreses de un culto muy complejo y muy antiguo. La forma que reviste es sencilla: asistir con desbordante apasionamiento a un partido de fútbol que el espectador profano jamás podrá sentir qué significa. Es un acto que acumula el violento deseo de lucha, el instinto de guerra, la admiración a la destreza, el ansia de gritar y vituperar. No es un juego, por supuesto, sino un espectáculo semejante a una ceremonia religiosa con que los pueblos antiguos calmaban la necesidad de arrojar de sí a los espíritus de la ciudad sometidos por la disciplina y las normas de la convivencia social (...) Es la misma plaza de toros, la misma disposición romana del circo, y es la misma muchedumbre que espera ansiosa el misterio de su brutal purificación (...) Es la pelota como el león o el toro, un objeto que asume un significado simbólico, de un valor que no puede medirse sino por la tensión de quien combate a muerte”.

Ahora bien, si por el lado del jugador, como observaba Plessner, se trata de ingresar a la élite, a la cumbre de los mejores, por el rendimiento, por el desempeño atlético, por el mérito gratificado, desde el lugar del hincha, que es por definición un futbolista frustrado, se da la embriaguez de la identificación o la proyección y “la simple existencia de un mundo en el que se puede sumergir en cada partido de fútbol compensa ya lo que se niega en el mundo cotidiano”. En Argentina, los domingos se ahogan las penas de la rutina semanal, como el gaucho Martín Fierro ahogaba sus penas cantando. Ir a la cancha es un ritual, una liturgia que no tiene precio. Allí se le aparece a uno la posibilidad de vencer. No solo la de su club contra el rival, sino también y principalmente en las tribunas, donde lo que importa es tener más aguante que el otro, demostrar rebeldía en los malos pasajes del encuentro, alentar al equipo para que saque adelante la situación adversa (o sea, dar un soplo de vida, espíritu), intimidar al visitante. Característica propiamente argentina, a diferencia de Europa, donde se va a contemplar un partido, no a condicionarlo en una batalla de payadores colectivos, donde se narran las épicas hazañas de la hinchada (la “barra brava” es solo un desenlace posible de la pasión, no su natural destino; para el ojo mediático, cualquier hincha efusivo, que viola una regla de convivencia urbana, que quiere destacarse en la agonística de los cantos y el agite, se comporta como un barra). El poeta y militante político Roberto Santoro planteaba que el fútbol, que los intelectuales despreciaban por sus formas supersticiosas, se volvía un canal para que los sectores populares desarrollen facetas artísticas (formas sutiles que no evitan que el contenido sea a veces abominable). La vulgaridad que para muchos representa corear algo tan solemne como el himno nacional, se relativiza con el talento creativo que expone una letra ingeniosa para cada ocasión.

No significa esto que nos encontremos ajenos al “fetichismo del resultado” o que sea equivocada la sentencia de Plessner: “autodisolución e identificación con el vencedor, eso es lo que busca la gente”. Pero en nuestro país, como es tan importante ganar en la cancha como afuera de ella, como la pasión es ama y señora, la derrota en la primera puede ser revertida en sus efectos si la hinchada, que hincha por el equipo y también por sí misma, consigue imponerse en las gradas. Devenir la hinchada más fiel, la hinchada más eufórica y exultante, la hinchada más festiva, es el imperativo que mueve al hincha argentino, que es naturalmente un místico. Culto al coraje y al aguante que es paradigmático de la tradición gaucha, aún si el fútbol es una actividad de las orillas. La astucia, la picardía, el valor que se necesitan en el potrero, donde el futbolista sudamericano se curte, recuerdan las exigentes faenas del campo, la vida salvaje en medio de la llanura pampeana o los duelos de cuchilleros en las pulperías de antaño, así como en Brasil el estilo danzarín de su jogo bonito, atribuido a su dominio exquisito de la pelota, a sus movimientos refinados, a su flexibilidad corporal y a su fútbol ofensivo, presenta semejanzas con el samba o la capoeira. El gran sociólogo Gilberto Freyre dijo en este sentido que 'nuestro estilo de fútbol parece contrastar con el europeo. Nuestros pases, nuestros trucos, están relacionados con el baile, con la capoeira y eso es lo que marca el estilo brasileño de fútbol, que dulcifica el juego que inventaron los ingleses'. En palabras de Galeano:

“Como el tango, el fútbol creció desde los suburbios… Lindo viaje había hecho el fútbol: había sido organizado en los colegios y universidades inglesas, y en América del Sur alegraba la vida de gente que nunca había pisado una escuela. En las canchas de Buenos Aires y de Montevideo, nacía un estilo. Una manera propia de jugar al fútbol iba abriéndose paso, mientras una manera propia de bailar se afirmaba en los patios milongueros. Los bailarines dibujaban filigranas, floreándose en una sola baldosa, y los futbolistas inventaban su lenguaje en el minúsculo espacio donde la pelota no era pateada sino retenida y poseída, como si los pies fueran manos trenzando el cuero. Y en los pies de los primeros virtuosos criollos, nació el toque: la pelota tocada como si fuera guitarra, fuente de música. Simultáneamente, el fútbol se tropicalizaba en Río de Janeiro y San Pablo. Eran los pobres quienes lo enriquecían, mientras lo expropiaban. Este deporte extranjero se hacía brasileño a medida que dejaba de ser el privilegio de unos pocos jóvenes acomodados, que lo jugaban copiando, y era fecundado por la energía creadora del pueblo que lo descubría. Y así nacía el fútbol más hermoso del mundo, hecho de quiebres de cintura, ondulaciones de cuerpo y vuelos de piernas que venían de la capoeira, danza guerrera de los esclavos negros, y de los bailongos alegres de los arrabales de las grandes ciudades”.

Contra la mentalidad ganadora sudamericana, que lucha hasta el fin, que no da nunca una pelota por perdida, que es solidaria con el compañero, que no es displicente, que no se atemoriza frente a la superioridad del rival y saca conejos de la galera con gambetas inventadas o fricciones agobiantes, Europa pretende ostentar el ejemplo de fair play o caballerosidad deportiva, además de un modelo de fútbol científico, maquinal, caracterizado por la alimentación saludable, la disciplina táctica, los movimientos programados, la velocidad con precisión, la resistencia física, la presión en bloque, el hábito de jugar a uno o dos toques sin largos traslados, el remate de media distancia, los circuitos de juego con transiciones rápidas, la solidez defensiva, las jugadas preparadas, la planificación según el oponente, etc (incluso un filósofo de primer nivel como Martin Heidegger, el pensador del ser, se daba el lujo de interesarse por estas cuestiones). Hace tiempo ya que el fútbol argentino ha interiorizado varios de estos aspectos (entre otras razones, porque el talento sudamericano se importa y se entrena en Europa, que a su vez exporta sus metodologías de trabajo), pero sin perder la sangre criolla que es hija de la pasión, ni el talento para eludir a un rival con elegancia o para meter un pase filtrado que rompa líneas. Nada de lo cual es capaz de garantizar un rígido esquema por sí mismo.       

Esa negativa a asimilarse fue maravillosamente retratada en un conmovedor relato de Hernán Casciari sobre “Messi y su valija”, que cuenta cómo el chico rosarino que brillaba en Barcelona se siguió comiendo las s, andaba siempre con el termo y con el mate, cada año iba a Rosario a pasar la Navidad, era más argentino que los argentinos que lo criticaban injustamente, continuó en la selección para que los pibes que lo amaban (entre ellos Enzo Fernández, Julián Álvarez o Lautaro Martínez) no dejaran de soñar. Fue como hombre sencillo que Messi tocó el cielo con las manos y se transformó en un astro del fútbol; pero tocó el cielo solo para bajar y traernos la gloria eterna, para darle una alegría a la gente (así como sus compañeros querían darle una alegría a él, y lo consiguieron). En la supuesta vulgaridad de Messi, que horrorizó a los periodistas “decentes”, se condensa el carácter plebeyo que define al fútbol en nuestro país. La pasión argentina contagia a los jugadores, les impide aburguesarse en la cancha, los hace buscar el honor, no el dinero. Para un argentino, ganar un Mundial es infinitamente superior a ganar una Champions, por muy prestigiosa que esta sea.

Pero esto no sale gratis. Es rebelarse, aprender a rebelarse, contra el sistema que utiliza a las grandes estrellas, que disfrutan de los mayores privilegios y que, sin embargo, por no perder la conciencia social, no se sienten del todo a gusto en él. En el fondo, siguen siendo los mismos niños que se divertían jugando a la pelota en la calle, como nosotros seguimos siendo los mismos niños que nos emocionamos al verlos jugar. Como escribió Galeano, “la historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber. A medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí (...) Por suerte todavía aparece en las canchas, aunque sea muy de vez en cuando, algún descarado carasucia que sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad”. Esa libertad es la que busca desesperadamente el hincha cuando se junta con los pibes a “previar”; cuando des-cubre, como si fuese la primera vez, un milagroso estadio ante sus ojos; cuando salta en la popular, al compás de una multitud contagiosa; cuando grita un “óoooooole” al contemplar la frescura de un juego sin interrupciones, moviendo la pelota de un lado para el otro. Y, sin embargo, aquello no dura para siempre:

“Cuando el partido concluye, el hincha, que no se ha movido de la tribuna, celebra su victoria; qué goleada les hicimos, qué paliza les dimos, o llora su derrota; otra vez nos estafaron, juez ladrón. Y entonces el sol se va y el hincha se va. Caen las sombras sobre el estadio que se vacía. En las gradas de cemento arden, aquí y allá, algunas hogueras de fuego fugaz, mientras se van apagando las luces y las voces. El estadio se queda solo y también el hincha regresa a su soledad, yo que ha sido nosotros: el hincha se aleja, se dispersa, se pierde, y el domingo es melancólico como un miércoles de cenizas después de la muerte del carnaval”.

La alienación del hincha que, en su casa, ya no se siente como en casa, que espera con ansias la llegada del próximo domingo, que desea regresar a su hábitat, es una seria advertencia frente a los intentos de conversión del fútbol en un producto televisivo que, si se mide en emociones, es porque compite en rating. Borges y Bioy Casares lo intuyeron en Esse est percipi, al sentenciar que “no hay score ni cuadros ni partidos. Los estadios ya son demoliciones que se caen a pedazos. Hoy todo pasa en la televisión y en la radio. La falsa excitación de los locutores ¿nunca lo llevó a maliciar que todo es patraña? El último partido de fútbol se jugó en esta capital el día 24 de junio del 37. Desde aquel preciso momento, el fútbol, al igual que la vasta gama de los deportes, es un género dramático, a cargo de un solo hombre en una cabina o de actores con camiseta ante el cameraman”.

Es verdad que no puede imaginarse el segundo gol de Maradona a los ingleses, la mayor obra de arte de la historia del fútbol, sin recordar los relatos de Víctor Hugo Morales. Parecen indisociables. Y, sin embargo, aquella creación espontánea surgida del juego, para estupefacción de propios y ajenos, no se agota en la representación mediática, como tampoco la “mano de Dios”. Es inventiva y audacia de potrero, de esas que se hacen donde no están puestas las cámaras, de esas que despiertan el entusiasmo y la admiración de infinidad de pibes, que querrán, cada uno, imitarla a su modo.

Porque el fútbol es nuestra pasión, nuestra identidad, nuestra carta de presentación en el mundo. Respiramos fútbol, conversamos banalmente sobre él, sobre detalles del juego, sobre chicanas que le dirigimos al que pierde pero que habrán de ser reservadas, porque puede que la próxima vez le toque a él ganar. El fútbol nos da los mayores momentos de felicidad y también las peores amarguras. No es, para nosotros, simplemente un deporte de altas exigencias. El fútbol es poesía, es un contacto místico con lo Absoluto, es folklore, es fervor popular. Es, además, la continuación de la política por otros medios (Martínez Estrada llamó la atención con que las masas del fútbol emplean los mismos estribillos, las mismas tonadas, los mismos ademanes agresivos que las masas de la política y que es lógico que los políticos profesionales se metan en el fútbol, para ganar popularidad y renombre, como hicieron Berlusconi o Macri), como demostró Maradona en el 86, después de Malvinas (tirando de un hilo que nos conectó con culturas de lo más diversas, que nos unió en el rechazo al imperialismo británico que tanto daño nos hizo), desafiando a Europa con la garra sudamericana, o en Nápoles, donde su juego simbolizó la lucha del Sur contra el Norte. 

Puede que en el fútbol depositemos una necesidad de héroes que no encontramos, o que no nos atrevemos a desempeñar en nuestra vida cotidiana. Pero puede también que el fútbol sea la confirmación de que el posibilismo es inconducente y triste y de que no hay que resignarse a la hora de perseguir los sueños. Puede que el fútbol esté repleto de supersticiones, de conjuraciones contra la mala suerte, que ya Scalabrini Ortiz había descrito en El hombre que está solo y espera, argumentando que se trataba de un “sentimiento verdaderamente religioso, tan fidedigno que hasta la propia personalidad doblegaba”, “un fervor religioso sin dogmas”, “un misticismo sin más divinidades que las surtidas por los hechos y sin más ritos que el subrayado de sus entusiasmos”. Pero puede también que la fe despierte energías ocultas y que el hecho de que nos falte D10S en la tierra sea el motivo inescrutable para que la balanza se incline a nuestro favor en el cielo, para gracia del Mesías y sus apóstoles.

Puede que el fútbol no sea un juego intelectual. Pero puede también que sí lo sea, que obligue a pensar en cuestión de segundos, a estar fuerte de la cabeza, a asociarse con otros, a ver pases que nadie ve, a intuir movimientos, a adelantarse a lo que quiere hacer el rival, a engañarlo con una astucia, como se estila en el truco, que Martínez Estrada caracterizó como “una forma mental abstracta, un temperamento, una forma dialectal”, que corresponde a “un mundo de formas equivalentes, al manejo del cuchillo y a la creación en caliente del payador”, por lo que “es la forma inferior de la payada y la forma superior de la política criolla”. Antonio Gramsci ya había expedido su preferencia por el fútbol antes que por los desleales y sombríos juegos de naipes. Lo definió célebremente como “un reino de libertad humana ejercida al aire libre”.

Puede que nuestra pasión por el fútbol resulte para otros injustificada, fanática, loca. Pero puede también que, cuando no se va de mambo, nos permita compartir emociones genuinas en un mundo de emociones impostadas; e, incluso, cuando sí se va de mambo pero no se entrega a la violencia, nos ayude a volver a acariciar el desorden que está en las bases de todo orden y, por ende, comprender que este orden no es el único posible. Quedó visto que en el desorden de la multitud se respira organización, relacionamiento pacífico, diversión lúcida y jovial y no el caos o la delincuencia que las élites quieren arrogarnos, porque detestan lo plebeyo que atraviesa el fútbol y la política de abajo. Puede, por último, que los triunfos del fútbol acontezcan en tierras lejanas. Pero puede también que el fútbol cocine victorias inmortales, ya desde ahora, en humildes escuelitas, amenos clubes de barrio, mágicas canchas improvisadas. ¿Quién dice que allí no esté brillando el próximo Messi, no esté inflando el pecho o atajando penales el próximo Dibu o escribiendo cartas a su ídolo y futuro compañero el próximo Enzo? ¿Quién dice que allí no se esté sembrando, lenta y prometedoramente, la feliz gratitud del pueblo elegido?   

author: Gaston Fabián

Gaston Fabián

Militante de La Cámpora Boedo. Politólogo de la UBA (pero le gusta la filosofía).

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