
Benjamin lo vio venir
14 de Abril de 2025
Por Juan Pablo Cantini
Gracias a las posibilidades técnicas que ofrece la nueva versión de ChatGPT, los usuarios pueden editar sus fotos y generar imágenes al estilo de distintos artistas. Por un fenómeno viral que solo puede explicarse parcialmente, miles de personas comenzaron a usar la herramienta para transformar fotos propias y ajenas al “estilo del Studio Ghibli”, la legendaria productora japonesa fundada en 1985 por Hayao Miyazaki, creadora de películas icónicas como El viaje de Chihiro y Mi vecino Totoro, entre tantas otras.
Es cierto que tal vez, ya no sorprenda que la tentación de convertirse en personaje animado haya capturado el deseo colectivo. Sin embargo, quizás haya aquí preguntas para hacerse al respecto.
Como era previsible, tanto el propio Miyazaki —quien tiempo atrás calificó a estos desarrollos como “un insulto a la vida misma”— como otros ilustradores reconocidos, manifestaron su rechazo ante esta tendencia. Los problemas del derecho de autor son claros y merecen un capítulo aparte, por ello no me ocuparé de este tema aquí.
Y es que, aunque no se trata exactamente de una copia directa de una obra de arte, estas producciones generadas por inteligencia artificial bien podrían entenderse como un simulacro: imágenes sin trazo humano, pero sobre todo, y por ello, sin trabajo, sin emoción, sin pasión. Imágenes sin cuerpo y, siendo cauteloso con el concepto, podría decir también sin alma. Imágenes que, sin embargo, han deleitado a miles de usuarios. Pareciera que alcanza con reproducir una atmósfera, estas piezas solo copian un conjunto de rasgos estilísticos. No se trata de ver a Chihiro detrás de la selfie animada, sino de apropiarse de una textura para verse inmerso en ella. Para ser protagonista de una obra devaluada desde el inicio por el propio usuario.
En esta lógica, la atmósfera no se contempla: se consume. Se absorbe como quien se disuelve en una estética reconfortante que no exige nada a cambio.
Tal vez la fascinación por ver nuestras propias fotos transformadas al estilo de Miyazaki diga más de nuestros vínculos con el otro que de nuestros vínculos con el arte. En una cultura visual centrada en la autopromoción, la idea de insertarse en un universo bello y reconocible, aunque simulado, ofrece una forma inmediata de validación emocional y estética. En el mejor de los casos, el vacío que conlleva esto parece ser un daño colateral aceptable.
Frente a este fenómeno, puede resultar esclarecedor volver al ensayo “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, de Walter Benjamin. Allí, el pensador alemán analiza cómo la capacidad de reproducir técnicamente una obra de arte —por ejemplo, mediante la fotografía o el cine— transforma su naturaleza. El “aura” de una obra, entendida como su unicidad, su autenticidad, su conexión con el tiempo y el espacio en que fue creada, se diluye cuando esa obra puede ser replicada infinitamente. No es lo mismo contemplar una pintura original en un museo que ver su copia en un libro o impresa en un mantel de una cadena de comida rápida.
La IA da un paso más: ya no se limita a reproducir, sino que crea copias sin original. Ya no hay una pintura que contemplar: solo un estilo replicado, personalizado, domesticado, deshumanizado.
Benjamin no demoniza la técnica: reconoce que cambia no solo la producción del arte, sino también su percepción, su función social y su valor cultural. A la vez, celebra la democratización del acceso. Sin embargo, sería ingenuo aplicar esta lógica al uso de ChatGPT para copiar el estilo de un artista y generar, de forma instantánea, es decir sin esfuerzo ni búsqueda creativa, una imagen que quisiéramos que ese artista hubiera hecho. Aquí entran tanto las fotografías propias de nuestra intimidad como las que retratan hechos históricos que por diversos motivos hubiese sido interesante ver desde la mirada de Miyazaki. Una selfie con nuestro gato o una escena de la caída del Muro de Berlín: todo parece disponible para ser reimaginado al estilo Ghibli.
El gesto encierra una doble operación: al elegir el estilo de Miyazaki para alterar una foto propia, el usuario asume la belleza de ese trazo artístico reconociendo su valor y, al mismo tiempo, la usurpa y banaliza. Se toma al estilo como un formato aplicable a todo lo que a uno se le ocurra. Como si lo que conmoviera de Miyazaki fuera solo un molde para la producción seriada de emociones.
Esta duplicidad se traduce en una suerte de doble moral: mientras se condenan los alcances de la inteligencia artificial, las imágenes “al estilo Miyazaki” se viralizan sin freno. La velocidad con la que consumimos imágenes no deja margen para el juicio ético. Solo después de compartir, de subir la historia o la selfie, tal vez —si acaso— nos preguntemos por el sentido del gesto.
Hay algo de Fuenteovejuna en los fenómenos virales: no hay responsables.
¿Qué hacer entonces? La tecnología que permite producir estas imágenes está disponible y seguirá evolucionando. Enojarse por ello, o intentar detenerlo, roza el absurdo. Aunque resulta comprensible el malestar de los creadores del Studio Ghibli y de tantos ilustradores que ven desdibujado su trabajo, es claro que el problema excede la indignación puntual: las preguntas de fondo son otras.
Supongamos, aunque no lo discutamos aquí, que la ideología de la técnica contemporánea se sostiene en una premisa inquietante: todo lo que puede hacerse, debe hacerse. La pregunta, entonces, es por qué sentimos la necesidad de ver nuestras propias imágenes recreadas al modo de tal o cual artista. ¿Qué hay detrás de esa compulsión por apropiarse de una estética ajena? ¿Qué nos impulsa a buscar una réplica desangelada que nos permita creer, aunque sea por un momento, que formamos parte del universo del artista que al mismo tiempo estamos despojando de sentido?
En el fondo, sabemos que esas piezas no son arte: no hay alma, ni trazo humano detrás. El impulso de replicarlas —guiado muchas veces por la lógica de “si todos lo hacen, ¿por qué yo no?”— revela más que una moda: una necesidad de poseer por poseer, de devorar lo otro y al otro. Tal vez estemos frente a una forma de vincularnos con el arte que abandona la contemplación de lo bello para lanzarse a una voracidad que busca consumirlo todo, rápidamente, sin pausa.
Me pregunto qué tipo de encuentro o comunión puede surgir del arte cuando se lo concibe de manera tan caníbal, tan superficial. Porque el punto no es si la inteligencia artificial va a destruir el arte o el gesto creativo —esa discusión ya se ha dado muchas veces—, sino qué quedará en pie frente a esta necesidad urgente de aniquilar lo bello en cuanto aparece, apenas las condiciones técnicas lo permiten. Es sabido que lo inquietante no es el avance técnico en sí, sino nuestra forma de responder a él.
¿Y qué queda de lo bello cuando su función principal es hacernos sentir parte de algo que no hicimos?
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