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Cindi en el encuentro

El escritor Demián Konfino se sitúa en un conflicto gremial, durante la Década Ganada, tensiona el relato con la grieta que divide a peronistas y gorilas, y el descenlace queda a cargo de la voz y el carisma de una inesperada protagonista.

6 de Diciembre de 2025

Por Demián Konfino

Viajábamos a Paraguay por Aerolíneas a visitar parientes de mi compañera. El vuelo salía desde Aeroparque. Hacía pocos meses la compañía de bandera había avanzado en esa propuesta. Los vuelos internacionales a países limítrofes partían desde el mismísimo corazón de la ciudad de Buenos Aires, para que los pasajeros no tuvieran que trasladarse hasta Ezeiza, a unos cuantos kilómetros.

Eran tiempos en los que el fervor político estaba en boca de todos. Alrededor de una letra. La K. Adelante, atrás, a izquierda, a derecha, enfrente. La estatización de Aerolíneas, después de la escandalosa privatización, y peor gestión privada de Iberia primero y Marsans después, había partido aguas y había quiénes bancábamos que el Estado se hiciera cargo para conectar el país y defender los puestos de trabajo y quiénes rechazaban la medida por populista. O, simplemente, por K.

Lo cierto es que la empresa, en manos del Estado, venía haciendo un esfuerzo por recuperar terreno perdido, por mejorar su servicio, por ofrecer nuevas soluciones. Los problemas eran muy grandes desde que el sector privado había dejado a la compañía en ruinas. Casi no tenía aviones. El Estado Nacional tuvo que salir a comprarlos. De ahí en adelante. Todo era muy laborioso. Los trabajadores, por caso, organizados en diferentes gremios que pugnaban entre sí, sin acabar de comprender el momento histórico. Y la prensa opositora incitando la bronca contra la flamante gestión.

En ese marco, durante un crepúsculo caluroso de marzo, la música se filtró por encima de la costanera porteña, como una brisa, y surfeó por encima de la grieta. Más que el genérico, una música, una mujer música, una cantante cazó el micrófono e hizo olvidar fastidios, odios y pasiones políticas para hacer delirar a un público diverso atrás de su voz dulce y su fuerza arrolladora.

Un acento ajeno, una figura enigmática escondida detrás de gruesos lentes negros, de pronto colmó el sonido latoso de los parlantes de la sala de embarque e hizo saltar a los cansados pasajeros de sus asientos improvisados.

Pero vayamos de a poco. Repaso del contexto. Comienzo de un fin de semana largo. Miles de personas se trasladan a descansar, a pasear o a visitar familia. Las rutas argentinas colapsadas. Los aeropuertos, también. Consumo popular a full. Década ganada. Pero no todo lo que brilla es oro. Medida de fuerza de uno de los sindicatos. Probablemente con justa razón. Método remanido. Generar daño a la patronal perjudicando, al mismo tiempo, a miles de personas, terceros necesarios, al no prestar un servicio público. Sala de embarque abarrotada. Demoras indefinidas. Asientos que no dan abasto. La gente se acurruca en los espacios libres de la alfombra. Los mostradores de la tripulación están vacíos. El murmullo empieza a crecer y se transforma en enojo y enajenación.

Los que bancábamos la gestión, desde ya, no nos sumábamos a la expresión de descontento a pesar de masticar las mismas ganas de subir al avión de una buena vez. Tampoco podíamos mezclar un matiz. Era un garrón. No había espacio. No quedaba más que hacer de tripa corazón y tener paciencia. Las puteadas ya empezaban a ser masivas. 

En ese marco, un grupo de rugbiers de Tucumán, todos vestidos con la misma identificación, pasó al frente y decidió tomar la sala. Se acercaron a los mostradores y verificaron que los micrófonos funcionaban. En ese preciso instante comenzaron a disparar consignas contra la empresa pública, contra los ñoquis, contra la letra K y todo su glosario de semántica antiperonista. Los parlantes amplificaban y parecían no dejar resquicio para disidencias. El rugir de odio parecía imparable.

De pronto, alguien la divisó en el medio de la sala. Sentada como una más, sobre la alfombra. Cindi Lauper, la diva del agudo interminable, que venía de llenar estadio en Buenos Aires, aguardaba su vuelo hacia alguna parte del país o del continente. Su nombre comenzó a correr de boca en boca. Como en el teléfono descompuesto, ese juego divertidísimo que jugábamos cuando chicos, el de la frase en secreto que se transmite de boca a oído en una ronda o fila y debe llegar intacta al jugador final, al micrófono llegó como “Cindi López”.

–Está Cindi López en la sala. Que venga a cantar. –Tronó la voz gruesa de un tucumano.

–¡Qué cante! ¡Qué cante! –Comenzó a corear el respetable e imprevisto público, al tiempo que cientos se incorporaban y cogoteaban en busca de la afamada cantante gringa.

Cindi, con una humildad avasallante, obró con movimientos cuidados. Se paró y comenzó a caminar decidida hacia el escenario. Bueno. De repente, la sala de embarque se había convertido en un anfiteatro y la diva hacía su ascenso. El telón se descorría.

Cindi llegó al mostrador de Aerolíneas, copado de tucumanos, y, como un imán, recogió el micrófono. No dijo “Déjense de pavadas, vamos a ponerle onda”. En cambio, su registro sensual y agudo saludó en su idioma y se lanzó. A viva voz. Poderosa. Hermosa.

Las chicas solo quieren divertirse o, en inglés, Girls just wanna have fun sonó como nunca. O como siempre. Bellísima. Con un estribillo digno de canción de cancha. Como el himno feminista en el que se transformó con el paso el tiempo.

Gorilas y K, súbitamente, todos juntos en una misma voz, nos emocionábamos en un solo tono. El de la música. Que no entiende de malentendidos ni bifurcaciones. Cindi Lauper había saltado sobre la grieta, cociéndola, con la audacia de su voz encantadora. La serpiente del odio, por algunos minutos, se había dormido dando paso al canto festivo y al reconocimiento de estar ante un momento único, memorable.

Cindi hizo un bis y después volvió a su asiento con mucha dificultad. Se dejó abrazar por cientos. Posó para unos cuantos celulares no tan modernos. Firmó autógrafos y sonrió a todas y todos. La espera, de pronto, se hizo amena y el paro, finalmente, se levantó.

Cada uno subió a su avión y siguió con su vida, sus amores y sus obsesiones. Eso sí, nadie que estuvo allí presente pudo olvidarse jamás de ese momento. Un recuerdo feliz. Un encuentro.    

"Vamos a ponerle onda", agitó Cindi.

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