Los regresos son muy esperados porque representan la posibilidad de volver a transitar momentos de felicidad, grandeza o incluso gloria, ocurridos en nuestra juventud, una etapa de la vida en la que vivís al máximo y con muchas menos responsabilidades, y en la que justamente vas moldeando la persona que serás como adulto.
El rock, en nuestro país, y más todavía en una ciudad como Buenos Aires, tiene un lugar central en nuestro ser social, cultural y político, y allí nos formamos, enamoramos y curtimos quienes fuimos jóvenes en los 90. Los Piojos fueron una de las bandas que marcaron ese tramo de nuestra vida, y son especiales porque en mi caso, y un grupo de amigos, no solo eran la banda que íbamos a ver cuando todavía no eran masivos, sino que los teníamos como modelo en nuestra propia banda de rock.
El regreso de Los Piojos fue muy especial porque quince años después de su separación, en 2009, aquellos pibes de veintipico de años ya fuimos padres, y son nuestros hijos los que ahora andan por los veinte, y como nuestros gustos culturales se transmiten, la serie de recitales de este cierre del 2024 -y comienzos de 2005-, se vive junto ellos. Un ritual intergeneracional que en muchos casos incluye tomarse un ferné en la previa, darles unas pitadas a un porro, probarse una remera, comer un choripán y saltar enloquecidos, en el medio del campo, junto a otros cientos de pibes y no tan pibes que dejan el alma en una canción que los remonta a experiencias vitales de sus vidas, nuestras vidas.
En la previa, mucha venta ambulante.
Fuimos temprano. Por que era domingo, porque el clima invitaba y porque estábamos ansiosos. En especial, los pibes que crecieron escuchando a Los Piojos, pero que nunca los vieron en vivo. La previa, en sintonía con las misas ricoteras, o de La Renga, se hizo en el arbolado y muy bien cuidado boulevard de la avenida 32, que nace en la rotonda de ingreso a La Plata y se extiende hasta el estadio. Miles de seguidores de la banda amenizaron la espera a la caída del sol con bebidas frías, bajo el sol o la sombra de un árbol, con amigos, novias, hijos, mientras se asaban unos chirizos en una parrilla improvisada y de unos parlantes, o una guitarra, lo mismo daba, sonaba algún himno de la banda. Sobre la calle, decenas de vendedores ambulantes ofrecían a los gritos comida, bebida y remeras, pantalones y gorros.
Un dato clave: Diego estaba por todos lados. Remeras, banderas, gorros. Por la relación que Los Piojos forjaron con él, por la canción que le compusieron, y por el peso propio del astro y mito argentino.
El ingreso fue muy bien organizado, y en consecuencia, ordenado, y no hubo que apretarse en el último tramo, ni se generaron tensiones con la policía, que casi no se mostró, porque alguien que estuvo en el armado general del espectáculo lo sabe bien: cuanto más lejos, mejor.
Volvieron los rituales.
El Estado Único Diego Armando Maradona es una de las perlas que ostenta la ciudad de las diagonales, y más ahora que la AFA y el gobierno de Axel firmaron un convenio para convertirla en la Casa del Fútbol Argentino. De afuera es imponente, y una vez adentro, también. Otra gran idea de la organización fue tender unos puentes entre la popular y el campo, ya que eso habilita más ingresos y salidas, y la circulación de la gente, que anduvo por las 50 mil almas.
En la primera parte del show la banda repasó temas de sus últimos discos, los que editaron en la década del 2000, algunos tanques que hicieron vibrar el Único. La batería estuvo a cargo de Sebastián Cardero. María y José, Civilización, Luz de marfil, y Sudestada, con homenaje para Tavo, el primer violero de la banda, que falleció en un accidente automovilístico, junto a su mujer, y una de sus hijas, en 2011.
La muerte lastimó el corazón de la banda, que aparte pasó por separaciones, internas y fuego cruzado, incluso hasta hace un mes atrás, con Miki, el bajista histórico, que no tocó estos días ni tocará en enero, ni lo hará en el Cosquín Rock y Quilmes Rock, por razones que solo conocen los de la mesa chica del grupo. Su lugar fue ocupado por una sesionista a la que se vio disfrutar del recital como si fuese una criatura. En Instagram su cuenta es @LuliBass, y se llama Luciana Valdéz. Impecable.
El segundo tramo del recital, luego de una pausa, fue formidable. Piojoso hasta que me muera, y con Daniel Buira, miembro fundador de la banda, en la batería. Con un repaso de las canciones-himnos del disco Ay ay ay, el álbum más combativo y rioplatense de todos, de 1994, cuando la banda encontró un sonido nuevo, con más brillo, raíces negras en lo rítmico y versatilidad en lo musical, en comparación con Chac tu chac, su primer disco, rockero y oscuro, del que también sumaron temas.
Arco, Esquina libertad, Ay ay ay, Ando ganas, Tan solo, Los mocosos, Pistolas. Un combo que significó un pico altísimo en la historia del rock nacional, por la vuelta, por la emoción, por la fiesta. Otra vez: la mirada cómplice con tu hijo entre la marea de gente, mientras a tu alrededor se abría una aureola humana que palpitaba la llegada del estribillo con la mirada cómplice y extasiada con el de enfrente, o al lado, para finalmente, ahora sí, saltar todos juntos en un pogo delirante.
Las estrofas y estribillos se corearon unas detrás de las otras, en las gargantas afónicas, en las palmas de las manos, en las banderas que flameaban en el campo y se desplegaron en las plateas. Colgados del tren, como racimos. Pistolas, que se disparan solas, caídos, todos desconocidos. Los mocosos se trepan y se van hacia el sol, en bolsitas de nylon. Movete así, movete así. A mí sí que me gustan tus piernas mecerse, como si fueran olas.
Una mención para otro himno, Verano del 92, una exaltación a la marihuana que se fumaba en los 90, junto a los amigos del barrio, a escondidas de la policía, para reírse un rato y también evadirse de conflictos personales y colectivos, en especial para la juventud que no veía futuro en aquel presente de deuda externa y desocupación. La banda tocó acompañada por un grupo de percusionistas de La Chilinga, la escuela de Buira –quien durante el tema ofició de director-, y cuando finalizó la canción, Ciro habló con ellos frente a la multitud: eran los hijos e hijas de los músicos de la banda. Se trató de un momento muy tierno, que otra vez, denotó el inexorable paso del tiempo (durante el tema, en las pantallas, transmitieron una imagen del pasado, en la que esos mismos pibes, todos chiquitos, cantaron los coros de la canción Agua).
50 mil personas, 7 fechas. Así es la vuelta de Los Piojos.
Capítulo aparte para Andrés Ciro: nuestro Jagger criollo. Un artista fenomenal. Manejó todo el show con una soltura notable. Cambió varias veces de vestuario. Mostró una vez más sus virtudes actorales y de manejo del público y el escenario. Podrá tener un costado polémico, incluso criticable, por haber pasado de ser un pibe que en los 90 se rebelaba contra el neoliberalismo con canciones, declaraciones y un gran poder de convocatoria, y que luego, con el kirchnerismo, cuando las condiciones generales del país y de la gente mejoraron, se llamó a silencio, y pasó a ser un músico que se dedicó a amasar plata, o un músico empresario (motivo por el cual también se desataron internas hacia el interior del grupo), pero nadie puede negar su profesionalismo. Tampoco su encanto. Ya se ganó un lugar en lo más importante de la historia –y presente- del rock nacional. Dos horas y medias de show, con una calidad impactante. Y no solo mantiene una alta dosis de ternura, también su gracia, estado físico y calidad estética.
Y si Ciro es Jagger, El Piti es Keith Richards. Otro fenómeno.
Un punto más para acentuar el concepto de profesionalismo del espectáculo (que produce la empresa de Ciro; 300): el sonido, la técnica y las pantallas, alimentadas todo el tiempo con distintos trabajos artísticos, aparte de la imágenes en vivo del escenario. También sale una mención para el resto de los músicos, entre los que hay un Farías Gómez, quienes suelen tocar con Los Persas, la banda de Ciro.
El cierre de la noche fue a pura adrenalina y emoción, con una mezcla de épocas: Como Alí (toda la banda vestida con capas verdes de boxeadores), Bicho de Ciudad, El balneario de los doctores crotos (Ciro se movió por el extenso escenario emulando a un linyera que se desplazaba con una renguera), El farolito, una falsa despedida, El himno nacional argentino con la armónica, otra falsa despedida, y el tema que esperaba todo el estadio, y que incluso muchos creemos que se lo sacamos como público luego de corear su nombre durante varios pasajes de la noche: Maradó.
Durante el recital no se cantó contra Milei –sí contra los ingleses-, ni los músicos hicieron un solo comentario sobre la dolorosa realidad que atraviesa el país, pero en la salida sí se cantó contra el gobierno, y que la Patria no se vende.
La desconcentración del Diego Maradona fue tranquila, y otra vez, bien organizada. No vimos más que una camioneta de la policía bonaerense. Los puesteros de comida tenían las parrillas llenas de carne, chorizos y bondiolas, y no vimos largas filas para hacerse de un sanwiche, por lo cual, deducimos que no fue una buena noche para todas esas familias que se apostaron el calle, durante muchas horas, para hacer una diferencia económica. La malaria se siente, y se ve.
Cruce intergeneracional, emociones y el inexorable paso del tiempo.
Después de estirar las piernas al costado del auto, comer algo y tomar la última cerveza, pegamos la vuelta. La subida a la autopista Buenos Aires-La Plata, que siempre significa un dolor de cabeza cuando se van a ver recitales a la capital de la provincia, no fue tan dura como otras veces, y una de las razones la expuso mi sobrino Manuel, experto en recitales y sociología argentina en el ámbito del rock: no había micros de larga distancia, que sí aparecen de a montones cuando tocan bandas como Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado o La Renga. No fue masiva la presencia de ese público en la segunda jornada de la vuelta de Los Piojos.
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