El giro de una razón militante
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Aunque Teoría de la Militancia sea un texto que Damián Selci publicara hace apenas siete años, bien puede decirse que fue escrito para un mundo que ya no existe. El Justicialismo había perdido entonces las elecciones, pero su fuego estaba de alguna manera intacto. Y aun cuando el triunfo del macrismo nos había resultado difícil de asimilar, todavía podíamos interpretarlo como un golpe de mala suerte, simplemente, mas que como un preámbulo de lo que efectivamente sobrevino: la pandemia, el albertismo y sobre todo el neofascismo, no estaban en su horizonte - ni, por supuesto, en el de nadie.
Si resulta pertinente reflexionar acerca de la teoría de la militancia es porque, a pesar de que las circunstancias hayan cambiado en pocos años enormemente, el interrogante que a ella la funda es hoy el mismo de entonces: ¿por qué el poder nos resulta esquivo?... Y releer hoy sus principios, a la sombra de todo lo ocurrido, genera entonces una sensación por lo tanto ambivalente. No porque su explícito llamado a pasar a la ofensiva parezca hoy innecesario, por supuesto. Sino porque un estado de movilización popular, todavía en ese momento real, es algo que hoy sería necio pretender vigente y tomar como punto de partida.
Cuando perdimos las generales de noviembre de 2023 teníamos muchas maneras de justificarlo: la sequía, la inflación y la pandemia oficiaban de chivos expiatorios. Transcurridos dos años, sin embargo, el oficialismo no sólo no se derrumbó, como pontificábamos, sino que adquirió una insólita mayoría legislativa. La disyuntiva política a fin de 2025 puede ser planteada entonces de esta manera: ¿el pueblo dio la espalda a nuestro movimiento? ¿o fue nuestro movimiento quien dio la espalda al pueblo?... No animarnos a explicitar este interrogante puede hacernos permanecer en la rosca eternamente, y pasar así finalmente a ser lo peor que podría ocurrirnos como movimiento: un partido político mas del montón.
Hoy no alcanza con reflexionar acerca de los errores que, como movimiento, puedan habernos conducido sin querer a este estado de situación. El asunto a considerar no es más, como entonces, tratar de entender por qué perdimos el poder sino, directamente y aunque duela, por qué perdimos al pueblo. Pues ya no se trata hoy de interpretar cómo, dónde o por qué se demoró la movilización popular, sino de entender por qué el pueblo, o lo que sea entendamos hoy por pueblo, la rechaza de manera cada vez más acentuada y explícita.
Encarar sinceramente esta cuestión resulta algo que decantaría por su propio peso al comprender que no está sólo en juego el destino de nuestro movimiento, sino el de una propuesta emancipatoria universal. Pero aceptar este desafío secular implicaría, para el Justicialismo, superar su actual tono provinciano asumiendo que los males de nuestra nación no sólo son también los de la entera América Latina, sino a su vez y sobre todo de la civilización como tal.
Pensar en grande, por fuera de toda chicana política y con verdadera vocación universal, fue y aún es, sin dudas, otro de los méritos de una teoría de la militancia. Por primera vez en la historia del Justicialismo, con ella se logra hacer dialogar los principios de una comunidad organizada no sólo con los de los filósofos ya consagrados históricamente sino con las ideas contemporáneas más novedosas. Y con la excusa de medir los alcances prácticos de la teoría del populismo de E. Laclau - quien, obviamente, juega un rol protagónico dentro de esta apuesta de una teoría de la militancia -, tremendos personajes intelectuales como S. Zizek, A. Badiou y P. Sloterdick terminan convirtiéndose, de esta forma, en interlocutores con quienes entablar de ahora en adelante una discusión de igual a igual.
La teoría de la militancia tiene como premisa que la derrota de los gobiernos populares de Brasil, Ecuador, Bolivia y Argentina, en la segunda década de este siglo, no debe ser interpretada como una mala aplicación de la teoría populista sino como una posible falla dentro de la misma teoría. Pero que el señalamiento de dicha falla, a su vez, no pretende realizarse con espíritu crítico sino constructivo, pues lo esencial del populismo no sólo resulta compartido sino que debería ser mejor sostenido, incluso, incorporando las críticas de Zizek a Laclau.
Debido a que, básicamente, coincide con Laclau en que el sujeto colectivo que lleve adelante una política emancipatoria no puede ya presentarse con una característica esencialista, la teoría de la militancia se propone a sí misma como una profundización y no como una corrección del populismo. ¿Qué significado tiene este antiesencialismo en política?: que un sujeto colectivo, por ejemplo, no está de ninguna manera destinado de manera irreversible a llevar adelante una transformación de sí mismo ni de su mundo, como suponía el marxismo con respecto al proletariado, sino que todo depende de su determinada forma de organizarse.
Pero esta puesta en cuestión del esencialismo – que va a adquirir mayor protagonismo aún en Organización Permanente, el segundo libro de Damián Selci, y sobre todo en Comunología, de Nicolás Vilela – no se agota en una crítica al enfoque político clasista sino que define, para empezar, la constitución de un sujeto que resulta siempre episódica dado que, técnicamente hablando, tanto en su formato individual como colectivo carecería de identidad. Para Laclau, y por extensión para la teoría de la militancia, ningún sujeto tiene características dadas de una vez y para siempre sino que debe construirse a sí mismo: no es sustancial, y por consiguiente no tiene existencia independiente de su articulación.
Si bien puede decirse que el pueblo vendría a reemplazar entonces a la clase obrera como sujeto revolucionario, el pueblo del populismo es uno que ha perdido consistencia. Todos aquellos valores, mitos y costumbres, que acostumbrábamos atribuirle y ciegamente veíamos reflejados en características culturales, estéticas o ideológicas, incluso, resultan barridas así de un plumazo. Y por este motivo puede decirse, con cierto rigor, que más que hablar del pueblo el populismo nos habla, directa y simplemente, de la muerte del pueblo.
Así como la muerte de Dios, por supuesto, nunca significó para Nietzsche sino la imposibilidad de seguir pensando en términos esencialistas, la muerte del pueblo no representaría tampoco nada malo en sí mismo sino, mas bien, un comienzo completamente liberador. Pero aún cuando la teoría de la militancia buscó extraer las consecuencias positivas de esta insubstancialidad del pueblo, hasta ahora quizás no las haya explotado al máximo y debamos seguir destilando comunitariamente, entonces, toda esa potencialidad que, en forma gratuita, carga esta época que apropiadamente llamamos de la insubstancia.
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El concepto que del pueblo presenta el populismo puede chocarnos de entrada por su curioso aspecto desangelado. No tiene identidad, historia ni tradiciones comunes: sólo demandas. Y si bien la teoría de la militancia rescata, sin duda, el papel articulador de las demandas como resortes para la acción, ello no le impide terminar planteando la sospecha de que una articulación subjetiva planteada en función meramente de demandas insatisfechas, en definitiva, pueda condenarlo sin mas a la dependencia. Porque aún cuando ellas alcanzaran verdadera satisfacción, una subjetividad ligada a demandas permanecería presa siempre de una ilusión de completitud que atenta contra toda verdadera responsabilidad.
La segunda objeción a la teoría del populismo, aún cuando está relacionada íntimamente con la primera, expresa un ajuste de cuentas más explícito y concreto porque operaría, al mismo tiempo, como causa del fracaso de los populismos americanos. Y la idea que propiamente inaugura entonces una teoría alternativa como la de la militancia es que la razón populista no sería fiel a su propia propuesta pues, en lugar de concebir incondicionalmente al pueblo como un sujeto que necesita actualizarse de manera permanente, termina concediéndole sin embargo la gracia de un instante de reposo y plenitud.
Si bien el lazo popular está en principio subordinado para el populismo a las demandas, dicho lazo pasaría a convertirse luego misteriosamente según Laclau en su fundamento. Y aún cuando el pueblo para el populismo es sólo una forma de articular demandas, y nada mas, en última instancia entonces cristalizaría supuestamente en él cierta identidad. Esta resubstancialización no sólo definiría al populismo en el plano de la idea sino también en los hechos, y por eso una teoría de la militancia propone en cambio militar por un pueblo capaz de mantenerse fiel a su propia insubstancialidad.
Lo interesante de esta objeción es que ofrece un diagnóstico político del momento totalmente original, pues atribuye el fracaso de los populismos a una falta de radicalidad que no se reduce sin embargo a sus contenidos sino que se origina, mas bien, en su propia forma. Según esta perspectiva propiamente militante, es la poca atención prestada a su propia insubstancialidad lo que atenta contra lo popular en sí mismo. Es decir: no precisamente su debilidad para llevar adelante tal o cual propuesta, sino su convencimiento de que poseería al contrario un supuesto derecho a realizarlas.
Un pueblo sólo resulta un verdadero sujeto político si renuncia de manera constante a su propia identidad, única forma de comprometerse a su organización permanente. La teoría de la militancia se formula en torno a este postulado. Aunque en rigor, mejor cabría decir militando concretamente este postulado, dado que el mismo carece de todo fundamento. Y si la militancia tiene algún sentido, es precisamente ese: crear de la nada su propio lugar de enunciación.
Pero la teoría de la militancia no se limita a denunciar que la razón populista no sostiene de manera consecuente la muerte del pueblo que presenta como su punto de partida. Como para una razón militante sólo la renuncia explícita a resucitarlo garantiza su potencia, el verdadero asunto es identificar por tanto la raíz de dicha inconsecuencia en una concesión que hace el populismo a cierta idea esencialista del pueblo por la cual éste se constituiría exclusivamente en oposición a la oligarquía.
La tercera objeción de la teoría de la militancia al populismo es que el antagonismo tradicional entre el pueblo y la oligarquía supone que el pueblo en definitiva sería idéntico a sí mismo, sin contradicciones internas y con una sola vocación a la que la oligarquía pretendería anular. Aún estando relacionada con las otras dos como su consecuencia lógica, esta idea de lo popular resulta la que, precisamente por estar tan arraigada en toda práctica política, en definitiva funda las fallas institucionales que el populismo como teoría luego sólo traduce discursivamente.
El ciclo de un empoderamiento popular, que inevitablemente pierde potencia al cosificarse hasta que vuelve a tomar la iniciativa para cosificarse otra vez, es el vicio que la teoría de la militancia propone romper al internalizar el antagonismo que para Laclau sólo sería externo: el pueblo ya no se constituye entonces para ella en oposición a la oligarquía, sino a los sectores del pueblo mismo que lo traicionan. Pero la necesidad de esta internalización del antagonismo es la crítica que hace Zizek al populismo, y que la teoría de la militancia asume ahora explícitamente como propia para seguir concibiendo al pueblo como sujeto político.
Para la teoría de la militancia, el pueblo se mantiene libre de la tentación de una resubstancialización teniendo claro que aquello contra lo que combate no es algo externo a sí mismo. Y es por eso que los resultados de su lucha, mas que en conquistas sociales se medirían en esas conquistas culturales por las cuales los representantes del anti pueblo se convencería de su pertenencia al campo popular. El cambio de perspectiva es por supuesto interesante: en primer lugar porque da cuenta de la realidad social que hoy vivimos de manera mucho más eficaz que la anterior y, en segundo lugar, porque sienta además las bases de una práctica política que se asume explícitamente como una batalla cultural.
3
Más allá de que los motivos por los cuales la batalla cultural no está dando por ahora los resultados esperados, y de que ellos puedan ser identificados y ampliamente discutidos, cabe razonablemente preguntarnos si estamos también dispuestos a poner en cuestión la forma como la teoría de la militancia resolvió - o creyó resolver - la tercera objeción al populismo.
Dos circunstancias al menos legitiman este planteo: en primer lugar, la apropiación descarada que hace hoy la derecha de los conceptos mismos de batalla cultural y de hegemonía para su beneficio y, en segundo lugar, la sospecha fundada de que una interiorización del antagonismo no ha garantizado, en ninguno de los dos lados de la grieta, una supuesta insubstancialidad - sino todo lo contrario.
¿Es coherente plantear la muerte del pueblo y, al mismo tiempo, mantener incólume la idea de antagonismo?: esta misma sería la cuestión que la teoría de la militancia de alguna manera admite como inconciliable, si bien tácitamente, cuando hace de la responsabilidad por la responsabilidad del otro, al menos en un plano teórico, el eje de su práctica política. Pero la idea del antagonismo, aunque sea interno, sigue operando allí todavía como fundamento último e impidiendo, en definitiva, esa organización permanente que pregonamos sin embargo como sinónimo de comunidad.
De alguna manera, es posible identificar en esta actual falla de la teoría de la militancia las razones mismas por las cuales fuimos derrotados en noviembre de 2023. El error del último y tumultuoso período en el poder no sería su debilidad, de acuerdo a esta perspectiva, sino haber persistido y acentuado los términos de la batalla cultural. Es cierto que admitirlo nos sume en la mayor incertidumbre porque: ¿cómo sostener una política emancipatoria desterrando por completo todo antagonismo?... Pero esta es la encrucijada a la que la época de la insubstancia nos arroja, y cabe cuestionar si necesariamente alcanzaríamos a dilucidar una elección responsable tomados de la mano, todavía, de un materialismo dialéctico de Zizek o de cualquier otro.
No sólo no precisamos seguir necesariamente presos de la idea de antagonismo, sino que podría ser preciso dejarla decididamente de lado para adherir, de manera coherente, a una propuesta que parte de un concepto de pueblo que no precisa militar contra nada, sino que él mismo resulta mas bien y al contrario el objeto a favor de su propia militancia. Casi podría decirse que la teoría de la militancia se organizaría hoy, tal vez, plantándose contra la idea misma de antagonismo, pero ni tan siquiera, porque eso significaría una contradicción en los términos. Al antagonismo propiamente no se lo combatioría porque ambas ideas, de antagonismo y de combate, son solidarias. Al antagonismo simplemente lo respetaríamos para aprender a caminar sin él.
De acuerdo a este orden de ideas, un pueblo militante no sería ya ese que, triunfante de una batalla cultural, renacería consciente de las contradicciones del sistema en que le toca desarrollarse. Pueblo militante, en este sentido técnico de la palabra, resultaría uno capaz de asumir mas bien su propia muerte. Y como semejante duelo nunca podría confundirse, por supuesto, con una toma de conciencia, es justo ahí, cuando la época de la insubstancia nos atraviesa corporalmente, que una razón militante daría un giro inevitablemente entonces de carácter contracultural.
Mientras toda batalla cultural se libra siempre en el campo de marte de la moral, una militancia de carácter contracultural renunciaría a imponer unos valores por sobre otros, en cambio, ya que en ese terreno está obligada a aceptar las condiciones de quien precisamente la pretende derrotar. Y en un caso como el del actual debate por la reforma laboral, por poner un ejemplo urgente, el desafío consecuente con esta perspectiva pasaría por diseñar una estrategia que no tuviera como único objetivo fundar nuestra posición en la justicia social ya que, partiendo de que nuestra oposición al oficialismo carece por sí de fundamento alguno, no extraeríamos nuestra potencia pretendiendo tener la verdad de nuestro lado sino poniendo la vida al centro.
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