Militancia Filosofía

Una democracia militante

Si todo es política para un militante, ¿habría que distinguir analíticamente al menos dos órdenes dentro de la práctica militante? Y si ese fuese el caso: ¿qué función cumpliría dicha distinción, y qué tipo de relación cabe señalar, entre la política y lo político? El autor de la nota propone estas cuestiones como las más provocadoras de un pensador militante como Jean-Luc Nancy.

30 de Mayo de 2024

Por Fernando Tort

1

En diciembre de 2023 los argentinos cumplimos 40 años de una recuperación de la democracia que, con el triunfo de la nueva derecha, no hubo por supuesto ganas ni forma alguna de celebrar dignamente. Pero esa derrota terrible para la democracia que entonces se expresó, al menos en los papeles y de manera tan paradójica, en términos estrictamente democráticos, es la que debería impulsarnos de una vez por todas a asumir el desafío implícito en el espíritu democrático. De qué tipo es el desafío del espíritu democrático, sin embargo, resulta por supuesto la pregunta por excelencia que una democracia militante nos conmina a pensar de manera especialmente urgente cuando hoy la globalización y su contrapartida, la apelación a los regionalismos y el nacionalismo como últimas defensas desesperadas, ha puesto al orden del día.

Para empezar a transitar este camino, es oportuno recordar que a muchos nos molestó sobremanera cuando, pandemia mediante, surgió una nueva forma de nombrar la grieta que divide a nuestro país pero que puede nombrar a la que tensiona todo sistema político contemporáneo: Comunismo Vs. Republica. La razón de nuestro enojo, por supuesto, consistía que el comunismo está asociado generalmente al autoritarismo y un proyecto nacional y popular, en cambio, expresaría lo que nosotros entendemos como la verdadera esencia de la democracia. Lo interesante de este insólito resurgimiento de la palabra ‘comunismo’ - que tan sólo el también inaudito escenario mundial en cuarentena pudo justificar – es que representó una oportunidad excelente que dejamos pasar olímpicamente, sin embargo, para plantear esa política por venir ligada a un replanteo profundo del espíritu de la democracia que en Argentina parece no terminar nunca de hallar una voz propia.

Hace diez y seis años, en cambio, al cumplirse también los cuarenta años de un acontecimiento militante como fue la revuelta del ‘68 en Francia y la democracia liberal ya parecía el único discurso posible ante el descrédito en que había caído el ideal comunista, un Jean-Luc Nancy rápido de reflejos publicó el oportuno artículo cuyo modesto título “Sobre la democracia” hoy nos interpela como nunca en estas tierras:

“Si la democracia tiene un sentido, debe ser el de no disponer de ninguna autoridad identificable a partir de un lugar y un impulso diferentes de los de un deseo -una voluntad, una expectativa, un pensamiento- en el cual se exprese y se reconozca una verdadera posibilidad de ser todos juntos, todos y cada uno de todos. Aquí es menester repetirlo una vez más: las palabras «comunismo» y «socialismo» no cargaron por casualidad -cualesquiera que hayan sido las distorsiones a que fueron sometidas- con la exigencia y el fervor que la palabra «democracia», precisamente, no lograba o no logra ya infundir”.

Si para Nancy la democracia se liga al comunismo es porque, antes que una institución, ella expresaría más que nada un espíritu en sí misma. Pero ese espíritu no es uno que sirve como fuente de inspiración al hombre del viejo humanismo, por supuesto, sino a la del hombre que supera infinitamente al hombre. Este es el punto de partida de la original consideración de lo político considerado como algo diferente a la política, puesto que la política se ha ocupado históricamente sólo de lo intercambiable, es decir, de todo lo que sólo tiene valor de cambio porque es del orden de lo mensurable.

Una democracia militante no es esa democracia formal de consenso que en nuestro país fue la responsable de que sólo celebraran los cuarenta años de su recuperación quienes se proponían combatir a la casta política. No tiene la menor importancia que ello haya sido en definitiva un slogan, y ahora veamos a la casta económica entronizada en el gobierno: eso es anécdota. Lo verdaderamente crucial hoy, para nosotros, debiera ser que lo que sentimos como una verdadera democracia lo podamos expresar con herramientas diferentes a las que lo hicimos hasta ahora. Y para eso es imperioso reclamarle hoy a ella, junto a Nancy, la exigencia del infinito y de lo común propios de lo político, es decir, eso mismo de lo que la política sin embargo jamás se ocupó hasta ahora porque formaba parte, precisamente, de lo no intercambiable y lo incalculable:

“La parte de lo que carece de valor -parte del reparto de lo incalculable y, por lo tanto, estrictamente hablando, imposible de compartir- excede a la política. Esta debe hacer posible la existencia de esa parte; su tarea consiste en mantener su apertura, asegurar sus condiciones de acceso, pero no adopta su tenor. El elemento en el cual lo incalculable puede compartirse lleva por nombre arte o amor, amistad o pensamiento, saber o emoción, pero no política; no, en todo caso, política democrática. Esta se abstiene de aspirar a ese reparto, pero garantiza su ejercicio. La decepción ante la democracia proviene de la expectativa de un reparto político de lo incalculable”.

2

O. Marchart es un pensador que tiene el mérito de haber puesto en relieve el problema en danza actualmente dentro de la filosofía política exponiéndolo ya en el título mismo del libro que en el 2007 lo hizo conocido: Pensamiento Político Postfundacional. Admitida esta indudable virtud, conviene tomar en cuenta al menos dos cuestiones en las que su gran influencia puede ser sin embargo un obstáculo para la comprensión del asunto en cuestión.

Abarca una amplia gama de autores y, como es lógico, la profundidad con la que resultan abordados resulta limitada. Esto no sería por supuesto una deficiencia si no fuese porque en definitiva atenta contra el objetivo principal de la obra, que es dar cuenta de la importancia de la distinción entre ‘lo político’ y ‘la política’. Porque aun cuando Marchart muestra acabadamente la relación que dicha distinción muestra con la diferencia entre el ser y el ente, precisamente por eso todo ocurre para él como si la distinción entre lo político y la política resultase el requisito meramente teórico de un heideggerianismo de izquierda sin raíces prácticas y vivenciales que son, en realidad, las únicas que justifican el recurso a la diferencia ontológica en un planteo de tipo político.

El primer autor que Marchart aborda para el desarrollo del posfundacionalismo político en su libro es  J-L Nancy. Con ello le hace justicia porque puede decirse con rigor que es quien recién de manera explícita plantea la necesidad de desfondar la filosofía política. Pero en lugar de tomarlo precisamente por eso como un referente a cuyo planteo prestar debida atención, Nancy habría pecado según Marchart de ‘filosofismo’, un lamentable prejuicio interpretativo que tiñe luego toda la propuesta del Pensamiento Político Postfundacional e impide al lector, finalmente, llegar a comprender de forma más o menos clara los motivos del debate con el pensamiento político clásico.

El filosofismo que Marchart atribuye a Nancy consistiría en el supuesto privilegio que este último concedería a lo político por sobre la política, una interpretación que se demuestra sin embargo completamente improcedente por el enorme protagonismo que Nancy le asigna a la democracia en el artículo de 2008. Pero si resulta necesario destacar el prejuicio de Marchart no es para simplemente cuestionar su lectura sino para mejor poner en evidencia con ello, por contraste, el verdadero alcance de una propuesta militante como la que sólo el genio de Nancy pudo en su momento exponer acabadamente.

Marchart insiste hasta el cansancio en la necesidad de comprender que el posfundacionalismo no es un antifundacionalismo, dado que para el primero no se trata de negar todo fundamento y afirmar cualquier cosa sino, al contrario, de sostener fundamentos de naturaleza contingentes con un determinado sentido. Eso es indudablemente un acierto de su parte. El aspecto del posfundacionalismo que Marchart no termina de destacar especialmente, sin embargo, y termina limitando la comprensión cabal que hace de su asunto, es el terremoto que supone un pensamiento de este tipo para quien lo encarna y que Nietzsche hizo famoso con la metáfora “Dios ha muerto”. Nancy, en cambio, hizo de ello la materia misma de su filosofía.

3

Es totalmente cierto que por política haya que entender el arte de lo posible. Pero si de un arte se trata, justamente, es porque lo posible no se reduce en manera alguna a un ordenamiento más o menos diferente de los elementos de una estructura que en nada difiere de su anterior disposición. La política sólo se convierte en el arte de lo posible cuando lo posible mismo se tensa como una flecha en el arco de su propio límite. Es por eso que la política y lo político resultan dos aspectos complementarios de una teoría militante que se buscan mutuamente: sin lo político, la política deriva en una democracia formal de consenso pero, sin la política, lo político se convierte en un tópico más de las casas de altos estudios.

Ubicándose ciertamente a contramano por eso de ciertas posturas actuales en boga para Nancy, entonces, no todo es política. El punto sobre el que Nancy llama la atención cuando marca el límite de la política es de esta manera el siguiente: nos acostumbramos a criticar al liberalismo por su falta de igualdad y por ende de democracia cuando el principio rector del liberalismo es, al contrario, el mundo de la anulación de las diferencias. Y creemos erróneamente que profundizando entonces la exigencia de equivalencia seríamos más democráticos y podríamos combatir mejor a favor de la democracia siendo que, al revés, la equivalencia no es sino el principio que rige la moneda y la forma mercancía.

La democracia por venir tiene que ser capaz para Nancy de hacer visible lo común en la afirmación de cada uno por cada uno, afirmación que resumiría el oximorón de una ‘democracia nietzcheana’ donde el 'todos' de la democracia surgiera de un marco en el que cada singularidad valga infinitamente. No se trata por ello que para Nancy sin embargo todo valga igual sino de que, salvo lo acuñable, nada es precisamente equivalente. Cada uno es una singularidad que se obliga a ser puesta en acto y la igualdad, en sentido estricto, sería en todo caso para Nancy esa instancia donde se pudieran compartir esas inconmensurabilidades propias de lo singular. Con lo cual, si la tarea política consiste en la afirmación in-equivalente de ese espacio, queda claro que dicha afirmación en sí misma no es ya propiamente política sino de tipo más bien existencial, artística, soñadora, amorosa y lúdica:

“El destino de la democracia está ligado a la posibilidad de un cambio del paradigma de la equivalencia. Introducir una nueva in-equivalencia que no sea, desde luego, la de la dominación económica (cuyo fondo sigue siendo la equivalencia), la de las feudalidades y las aristocracias, la de los regímenes de elección divina y salvación, y tampoco la de las espiritualidades, los heroísmos o los esteticismos: este es el desafío. No será cuestión de introducir otro sistema de valores diferenciales: se tratará de encontrar, de conquistar, un sentido de la evaluación, de la afirmación evaluadora que le da a cada gesto evaluador -decisión de existencia, de obra, de porte -la posibilidad de no ser medido de antemano por un sistema dado, sino, al contrario, ser en cada oportunidad la afirmación de un «valor» -o un «sentido»- único, incomparable, insustituible. Sólo esto puede desplazar la supuesta dominación económica, que no es más que el efecto de la decisión fundamental por la equivalencia”.

Nancy considera indispensable desligarnos de ese extendido preconcepto de que todo es política porque sólo así podemos indagar el sentido del ser en común implícito en el espíritu de la práctica democrática. Dicho espíritu acabaría así refundando un concepto de ‘comunismo’ basado exclusivamente así en la búsqueda de los medios para mantener abiertos esos espacios donde el hombre sea capaz, tal como proponía Nietzsche, de bailar al borde del abismo. Porque el orden de lo político, definido agudamente por Nancy como el ámbito que no tiene relación más que indirecta con el intercambio y con el cálculo, es el espacio que se mantiene danzando de forma incondicional su más completa falta de fundamento.

Lejos de fundar la política, como critica Marchart, lo político para Nancy es entonces tan solo un ámbito a distinguir necesariamente dentro del universo vivencial del ser en común. Y como el propósito de dicha distinción es evitar que la política halle en el intercambio y el cálculo un fundamento y se abra, finalmente, al don y al despilfarro propio del ámbito de lo político, ello tampoco significa de ninguna manera convertir a estos últimos en un nuevo fundamento sino, apenas, el simple señalamiento de un más acá de la política que a ella le facilite el reconocimiento de su propio límite.

Apostar por la democracia es apostar por la política. Pero sólo una democracia capaz de convivir con un más acá de la política misma resulta una democracia militante. Nancy entrevió como ningún otro pensador que, tal como se suceden actualmente los acontecimientos y no sólo en nuestro país sino el mundo entero, una democracia será militante o no será nada. Pero como su concepto de lo político, ligado al don y al despilfarro, linda lógicamente con la abolición misma de las condiciones de posibilidad de toda sociedad, se ha convertido por ello mismo en un pensador político maldito al que sólo quien se asuma militante en cuerpo y alma querrá tomar como guía.

Mientras que otros pensadores posfundacionale, más académicos y por ello menos extremistas como C. Lefort y E. Laclau, por ejemplo, asignan entonces a lo político un carácter preferentemente ‘instituyente’ al diferenciarlo del ‘institucional’ que caracteriza a la política, para Nancy lo político asume un status instituyente que opera en simultáneo con el destituyente: de otra forma, el ser en común que tensiona e intenciona el espíritu de una democracia abandonaría precisamente esa gran apuesta cuya vigilia precisamente la mantiene en vilo.

De alguna manera, podríamos atrevernos a identificar a modo de hipótesis en esas democracias formales que, como la nuestra, nunca terminan de confirmarse como tales, una señal implícita de la tensión irresoluble que impide a la democracia como tal, entendida ya en términos militantes, consolidarse cómodamente y la impele así a quedar siempre, como a mitad de camino, en espera indefinida de eso que de hacerse efectivo terminaría por contradecirla. De nosotros dependería, si ese fuese el caso, hacer hoy entonces explícito su desafío.

Sigamos conectados. Recibí las notas por correo.

Suscribite a Kranear

wave

Buscador