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El horror del cuerpo
Elisabeth Sparkle, interpretada por Demi Moore, es una estrella que, como su apellido lo indica en inglés, brilla. O brilló. Ahora está grande. Tiene algunas patas de gallo, los surcos al costado de la comisura de los labios están más marcados que hace unos años. Unos labios que se afinaron. La panza ya no es chata, y el culo está caído. La piel y su historia. Su recorrido. Aún así, es una mujer de una belleza extraordinaria.
Se mira al espejo y se maquilla sus labios finos con un rojo carmesí. Se acomoda las tetas, las levanta. Hace unos pasos. Vuelve. Agarra el corrector (¿qué corrige?) y maquilla con vehemencia las imperfecciones, las zonas del rostro con manchas, arrugas, una cara que perdió colágeno. Las ilumina con desesperación. Se mira. No está convencida. Se cubre con un pañuelo el escote por el que asoman las tetas que intentó acomodar, y se va. Hace unos pasos y vuelve al espejo. Se mira y se detesta. Se refriega la cara, pero no se la refriega, la ataca. Al final claudica, y cancela la cita.
Una escena universal. “Hoy no me puedo ni ver”. Una frase repetida, constante. La escuché pronunciada por mi madre, mis amigas, y por mi misma. Nos vi romper fotos, borrar fotos, no querer aparecer en fotos. ¿Qué esperamos ver cuando nos vemos?
La sustancia se estrenó en cines hace dos semanas.
A Elisabeth la descartan, por vieja. La descarta una industria impiadosa y cruel que expulsa a los cuerpos que empiezan el recorrido del deterioro. Porque lo viejo no vende, no seduce, y no es merecedor de la mirada de nadie. Es antiestético. Eso me dijo un varón cuando le pregunté si había visto La Sustancia. “Está vieja Demi. Me resulta antiestético. No me interesa”. Lo viejo no despierta deseo. Ni siquiera si sos Demi Moore. Qué nos queda al resto de las mortales.
Y justo ahí, cuando la vulnerabilidad acecha, alguien le ofrece la juventud eterna. Una sustancia que crea una mejor versión de sí misma. Más joven, más radiante, más turgente, más, más, más.
Sue, interpretada por Margaret Qualley.
La sustancia se entiende como aquello que es permanente a pesar del cambio, lo esencial de una cosa. “Lo que permanece de un ser más allá de sus estados”, dice el diccionario. Y le advierten. “Recordá que son una misma persona”. Cuando traspasa el umbral de la duda, nace Sue -interpretada por Margaret Qualley, increíblemente hermosa-, como una suerte de Alien que emerge de la espalda de Elisabeth. Y ahí ya no hay vuelta atrás. Es exitosa, demandada, deseada. Un camino de ida. El mismo camino que imponen los tratamientos estéticos, las dietas, el bótox, el ácido hialurónico, la liposucción, las cremas antiage, y todo aquello que nos lleva a un circuito cerrado sin retorno de consumo, de un comportamiento adictivo que otorga una recompensa inmediata aunque siempre efímera.
¿Cómo volver al deterioro cuando hay una fórmula que lo evita?
En ese desencadenamiento, Elisabeth, que es Sue, se odia de tal forma que inicia un proceso antropofágico que termina por su autodestrucción. Porque nunca alcanza, nunca es suficiente. Un poquito más. Un pinchazo más. El cuerpo aparece así como un pedazo de carne, un envase recubierto por ese ideal de belleza, imposible, que en algún momento cae también. Cuando ya es Gollum queriendo acaparar algo de ese tesoro que se le escurre entre unos dedos rígidos y repulsivos, y con la decisión de sostener su feminidad, agarra una plancha de pelo, se peina, se pone aros y un vestido azul de gala. Porque las chicas lindas siempre tienen que sonreír.
Elisabeth Sparkle es interpretada por Demi Moore.
Mención aparte para una actuación brillante pero también valiente de Demi Moore. La decisión de interpretar un papel que la interpela y que también habla de sí misma, da cuenta de su inteligencia.
Una película plagada de referencias a grandes obras cinematográficas, con citas que la engrandecen, en una sinergia artística que conmueve. El Resplandor, La muerte le sienta bien, Carrie, Requiem para un sueño, Kill Bill, Alien, y la lista sigue. Una experiencia sensorial difícil de soslayar pero que también abre un espacio para una risa medio psicótica que causa el grotesco del gore, de esa sangre exagerada, de ese monstruo amorfo que ya no habla ni camina. Un género, el Body Horror, que muestra algo de lo visceral que calienta la sangre, la despierta, y sacude hasta sentir el horror en el propio cuerpo. El horror del cuerpo, cuando el cuerpo no goza.
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