9 de Febrero de 2020
Por Laura FuhrmannDesde que el mundo es mundo, la historia de la constitución de cualquier tipo de sociedad, comunidad o pueblo, está dada por el choque de fuerzas entre los opresores y los oprimidos, siendo los primeros dueños de cierto capital (material, cultural o simbólico) cuyo dominio será disputado, o no, por el otro grupo.
Esta historia es la más vieja de todas y ha sido recreada por la mayoría de las civilizaciones a través de distintas manifestaciones artísticas. Hoy por hoy, en épocas de consumo masivo de series en plataformas de streaming, estos relatos sobre los orígenes siguen vigentes y se van aggiornando a los distintos formatos de géneros.
Ragnarok, serie noruega estrenada en Netflix hace tan solo una semana, se vale de varios recursos para construir un relato mitológico nórdico ambientado en la actualidad, y sale airosa a pesar de algunos excesos tomados prestados directamente de la hiperbolización yankee.
Dirigida mayormente a un público adolescente -el escenario elegido es el de una escuela secundaria donde se reflejan los mismos conflictos que tienen los jóvenes de esa edad: la convivencia, el amor, la discriminación, el cambio climático, etc.-, la serie cuenta con el gran mérito de sondear los distintos géneros cinematográficos (con predominio del fantástico, sin dudas) e incorporar, como si fuera poco, una fuerte crítica a las empresas monopólicas que obtienen ganancias millonarias a través de la contaminación ambiental.
En la primera temporada -dirigida por Adam Price-, los Jutul (corporización de “Los Gigantes” de la mitología nórdica), que son los dueños de todo el pueblo de Edda y vienen ejerciendo su poderío desde hace millones de años, serán puestos en jaque por un nuevo estudiante, Magne (que representa al Dios Thor), quien hará uso tanto de sus poderes sobrenaturales como de su compromiso social con el medioambiente, para enfrentarlos y… ¿derrocarlos?
Esto último quedará librado a la suerte, o no, de una segunda temporada.
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