Política

El Rey Falaz

Desde Mar del Plata, el profesor de Filosofía Walter Doti, rastreó algunos datos poco conocidos de Javier Milei, repasa el surgimiento y crecimiento de su personaje, como si fuese un sismo, y propone algunas ideas para subvertir el triunfo de la colonización del sentido común sobre una buena parte del electorado, y llevar al absurdo los falaces argumentos libertarios.

21 de Agosto de 2023

Por Walter Doti. Foto: Martín Bonetto para la revista Rolling Stone

Devastador

El terremoto de Valdivia de 9.5 Mw en la escala sismológica de magnitud de momento - que mató casi seis mil personas en Chile, ciento treinta personas en Japón y sesenta y una en Hawaii (por el Tsunami que generó seguidamente) - mantuvo el récord de haber sido el más potente, desde el 22 de mayo de 1960 hasta el domingo 13 de agosto de 2022. 

Ese día, en Argentina, tembló la tierra como nunca antes, después del holgado triunfo en las P.A.S.O. del candidato libertario Javier Milei.

La técnica sismológica de predicción de terremotos tiene muchas limitaciones en cuanto a precisión. Por mucho esfuerzo que hagamos, por ahora es imposible establecer científicamente cuándo, cómo y dónde habrá un movimiento telúrico. En la política, el mismo inconveniente lo tienen las encuestas: nadie parece haber sospechado, siquiera, un resultado tan devastador para las ilusiones de quienes todavía tienen fe en la sabiduría de los electorados. Y ante tamaña catástrofe, el aire de las radios, las líneas de los diarios y los ledes de los televisores y teléfonos, se llenaron de asombrados intentos de explicación de lo que ahora comenzó a calificarse como “fenómeno inesperado”.

De entre todos ellos, una hipótesis pareció contar con la anuencia de la mayoría de los analistas: la gente se inclinó por Milei por hartazgo con la clase política. De hecho, si alguien se tomara el trabajo de rankear las expresiones más repetidas en la última semana, de seguro “voto bronca” aparecería en el podio. Y con variantes: “voto contra”, “voto castigo”, “voto que debe encender las alarmas de la 'casta'”. La gente habría elegido la boleta de La Libertad Avanza en un movimiento espasmódico, visceral, no racionalizado, que no representaría realmente lo que quiere para su sociedad. Sin embargo, es posible mostrar que no es el caso. Solo la incredulidad de las almas sensibles, incapaces de hacerse a la idea de que alguien acepte las conocidas aberraciones de la plataforma del libertario despeinado, pueden haber gestado una explicación tan salvífica. Porque quienes votaron a Milei saben perfectamente qué propone y qué defiende el paladín de la libertad de elegir entre Pepsi y Coca-Cola.

Comienza el temblor 

Para entender el terremoto hay que saber que las placas tectónicas comenzaron a moverse friccionándose y deformándose hace ya varios años, generando las primeras fracturas del suelo allá por el 2017.

Milei – economista en jefe desde el año 2008 de Aeropuertos Argentina 2000, del empresario Eduardo Eurnekián – era, por así decirlo, una pieza prescindible en la empresa. Un empleado un tanto disparatado, aunque ingenioso, al que estaban a punto de dejar cesante. Sin embargo, un conflicto económico relativo a la concesión de las terminales aéreas entre el empresario armenio y Mauricio Macri, se convertiría en el turning point de la vida del economista.

En efecto, Eurnekián y Franco Macri - a quienes sus paralelas historias de inmigración, contratos con el Estado y consecuentes éxitos económicos, habían convertido en grandes amigos – coincidieron también en la abierta subestimación hacia el hijo más famoso del hombre de negocios nacido en Roma. Y tal vez eso explique que, cuando fuera ungido como presidente de la Nación, Mauricio quisiera vengarse de las descalificaciones recibidas, disputándole a Eurnekián las concesiones del Aeropuerto de Ezeiza y del Aeroparque Jorge Newbery, todo esto a través de la gestión de su mano derecha: el ahora extraviado ex jefe de gabinete Marcos Peña.

Despierto como pocos, Don Eduardo supo siempre que los medios de comunicación pueden ser un arma muy poderosa. Por eso, nunca se desprendió totalmente de sus acciones en el canal América. Y sin ser socio mayoritario, su participación incluía la prerrogativa de tener influencia sobre los contenidos de los programas periodísticos del canal. De modo que tenía el control de la escopeta y sabía muy bien cuál debía ser su blanco. Restaba tan solo encontrar el proyectil. 

Y así fue que Javier Milei apareció como la opción ideal para esta función. En definitiva, si con su carácter belicoso y sus modos incontrolados había logrado no gestar prácticamente ninguna amistad sólida en la empresa, tal vez fuera el indicado para dispararle a muerte al detestado Peña. Milei comenzó a tener minutos de aire en la tele con esta única misión. Conductores y periodistas genuflexos no pudieron más que sentarlo en sus livings de decorado para cumplir con las exigencias de una agenda mediática destinada a defender los negocios de su jefe. 

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Su incorrección política, su virulencia y sus excesos lo llevarían, sin embargo, a convertirse en una garantía de ratings elevados, multiplicándose sus apariciones en todas partes. En definitiva, quienes acceden con su control remoto al circo de la realidad, quieren ver payasos.

El líder de la secta y sus focas aplaudidoras

Correr a Macri por derecha en los medios, atacando a Marquitos Peña. Eso señaló el director técnico del “Club Deportivo Negociados Armenios”. Y por eso Milei tuvo que armarse una estrategia retórica tan agresiva que dejara empequeñecida la prédica pro mercados de los cambiemitas. No le era difícil: siempre había sido admirador de los economistas que crearon la Sociedad Mont Pelerin, el primer think tank neoliberal, nacido para darle cuerpo teórico y argumental a la defensa corporativa de las grandes multinacionales que veían en el Estado de bienestar de la post guerra a un enemigo para sus pretensiones de quedarse con todos y cada uno de los beneficios del capital. De allí provienen esos apellidos que la mayoría de los argentinos comenzamos a conocer hace relativamente poco: von Mises, von Hayek o Lippman, como ejemplos de la primera camada; y otros como Friedman, Rand, Becker o Stigler, un poco más tarde.

La escuela austríaca de economía y la escuela de Chicago, junto con algunos outsiders funcionales a la causa, a los que parece que les debemos el concepto de “libertad”, ahora salían de los labios de un economista agresivo y provocador de vergüenzas ajenas, y en el prime time de los shows de política de la televisión abierta y de cable.

Desde ese momento, las amenazas de privatización de Mauricio, los llamados al orden de Patricia, los intentos de despolitización de la sociedad de Marquitos, el control de los medios que propugnó Hernán o el recurso al Fondo Monetario Internacional que gestionó Nicolás, empezaron a sentirse como medidas tibias, a pesar de su altísima temperatura. 

Algo así como lo que pasa cuando alguien mete la mano en un vaso con agua a 50º, después de haber hecho lo mismo en un recipiente calentado a 75º. Es que los libertarios no se andan con vueltas: las medidas deben ser de shock, nada de gradualismos. Las privatizaciones no solo deben ceñirse a la aerolínea estatal: todo, absolutamente todo, debe estar en manos del mercado. La educación no debe ser dirigida hacia otros ideales más afines: tiene que dejarse librada a la oferta y la demanda, convertirse en mercancía de consumo individual, para destejer cualquier trama que tenga la forma de una sociedad. Ahora la represión ya no debe ser el medio privilegiado para imponer las reformas: debe convertirse también en un fin en sí misma, para dejar bien en claro las nuevas reglas.

¿Y qué hay de la justicia social? ¿Se afirmará con las palabras para no cumplirse en los hechos, como lo hiciera Cambiemos? De ningún modo: se ofrecerán argumentos para que se entienda que en realidad se trata de una aberración. Porque – sostendrán junto con Ayn Rand – cobrar impuestos supone castigar al exitoso, quitándole a la fuerza el fruto de su trabajo, al tiempo que premiar al derrotado, que recibe injustamente un beneficio que no le pertenece.

Milei – quien nunca fue capaz de pergeñar una sola idea propia, loro repetidor (y hasta plagiario) de los razonamientos que desde fines de la década del cuarenta del siglo pasado han elaborado hábilmente los intelectuales orgánicos del capitalismo – se convirtió así en la puerta de acceso masiva a una serie de justificaciones falaces para avalar las más perversas formas de concebir la realidad. Falaces dijimos; es decir, razones lógicamente inválidas, pero psicológicamente muy persuasivas, para lograr que lo inaceptable resulte, de algún ingenioso modo, deseable.

Así, el odio y la crueldad de amplios sectores de las clases altas y medias empezó a encontrar en su discurso las herramientas más pulidas para obtener un “encuadramiento ético” que le permitiera salir a la luz, dejando de tener que esconderse dentro de las oscuras almas de sus huéspedes. Desde llamar “respeto irrestricto por el proyecto de vida ajeno” al abandono de toda obligación moral con los otros; pasando por identificar la libertad con el sometimiento a los resultados del juego impersonal del mercado; para llegar a afirmar, incluso, que es posible la comercialización de órganos humanos o bien la creación de una compra y venta de infantes, por primera vez – y aunque se tratara de sofismas de segunda mano - alguien brindaba elementos de juicio con apariencia de corrección para convencer de que, lo que habitualmente habíamos considerado bueno era en realidad malo, mientras que lo que decididamente vicioso podía ser, en cambio, una virtud.

Mientras que hacía tan solo unos años afirmar que los pobres eran despreciables e inferiores suponía exponer la propia vileza, o que declararse abiertamente de derecha llevaba a un verdadero escándalo social para cualquier persona; mientras que elevar la idea de que alguien fuera superior genética y estéticamente resultaba imposible por las censuras impersonales de la moral social, ahora, de repente, todo ello comenzó a contar con una legitimación fundada en elegantes argucias. 

El indigente no debía ser objeto de piedad porque, en definitiva, su improductividad lo había hecho llegar a esa posición tan poco propicia para colaborar entregando al prójimo bienes de mayor calidad: no se trataba de un benefactor social y por ello tenía su castigo en la marginalidad. Ser conservador en lo económico y en lo político, pasaba a ser desde ese momento el reflejo de una madurez intelectual, de aceptar las cosas como eran en realidad, de dejar de lado la pueril pretensión de la igualdad (que, además – sostienen – genera discriminación). 

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Y de allí al supremacismo, tan solo un paso. Por supuesto, como teorema surgido de esos axiomas, el Estado –que hubiera sido entendido desde de los acuerdos de Breton Woods como el contrapeso al poder del capital y como dador universal de bienestar – pasó a identificarse como la materialización institucional de estas ideas y por lo tanto como el espacio al que dirigir el descontento. Y sus actores, los políticos, a ser señalados como la “casta”, culpable de todos los males.

En definitiva, tal como sentenciara Bourdieu, “el que nomina, domina”. El libertarianismo se apoderó del discurso utilizando a Milei como vehículo. Y con ello se ganó la fidelidad ciega de todos aquellos a quienes las nuevas fundamentaciones les eran útiles para poder hacer salir a la luz sus antes vergonzantes cosmovisiones clasistas, viles y mezquinas.

El ex arquero de Chacarita les había hecho un inmenso favor y sus seguidores se lo pagaron con enorme entusiasmo. Las redes se poblaron de canales proselitistas que, o bien reproducían sus intervenciones mediáticas, o bien generaban contenidos propios con el mismo estilo beligerante, agresivo y vulgar de su nuevo ídolo. Las eufemísticamente llamadas “ideas de la libertad” prendieron especial y velozmente entre los jóvenes de las clases media y alta, que encontraron en esa horrible bandera de Gadsden (amarilla y con una serpiente espiralada) la simbología perfecta para representar sus venenosas ideas. E hicieron la tarea: fueron a buscar y leyeron los “clásicos” que Milei recomendaba, estudiaron, aprendieron el vocabulario específico de la disciplina.

Comenzó a ser difícil responderles desde el mero sentido común, porque parecían tener una respuesta, una estratagema, para refutar cada convicción de quienes nos educamos para pensar que el Estado de bienestar encarna derechos irrenunciables. Se pertrecharon también de justificaciones pseudomorales para realizar una transmutación total de los valores. Aquello que sentenciara en una famosa entrevista Margaret Thatcher (“La economía es el método, pero el objetivo es cambiar el alma”) comenzó a suceder aquí.

 Claro que nada de ello surgía de su propia manufactura intelectual, sino de la acumulación de más de setenta años de labor sofística llevada a cabo por teóricos y técnicos de la economía política más rancia en todo el mundo, patrocinada por ingentes empresas y prestigiosas instituciones y universidades. 

Como fuera, con asiática paciencia y siguiendo la intuición del inicuo Milton Friedman - para quien hay que dedicarse con esmero a la elaboración de ideas alternativas a las políticas existentes para que floten en el ambiente, de modo que, ante una crisis, lo que antes se concebía como políticamente imposible se vuelva políticamente inevitable - se fueron sembrando los espíritus más fértiles para el cultivo de la indiferencia ante el dolor ajeno. 

Y la cosecha fue notable: una secta de fanáticos dispuestos a seguir al líder adonde este los llevare, una masa de epígonos adecuadamente insensibles para poner la doctrina por sobre sus efectos en la sociedad, al tiempo que suficientemente decididos a divulgar la palabra sagrada de la economía ortodoxa y dispuestos siempre a eliminar a cualquier hereje que osare enfrentar la verdad revelada por los patriarcas austríacos.

El voto más racional no es el más razonable

Las propuestas de Milei, a partir de este trabajo que combinó la sobreexposición mediática con la labor evangélica de los robinsones que siempre le estarán agradecidos por darles la oportunidad de poder exhibir con orgullo su individualismo y su infamia, se viralizaron. Al punto de que hoy, para bien o para mal, no es posible encender ningún dispositivo sin ver algo que a él se refiera. El terremoto se produjo cuando un tercio de los votantes saltó al mismo tiempo sobre aquellas conquistas que hacen de la Argentina un país único. Al caer, el piso tembló y aplastaron la educación pública, la salud de acceso universal, los derechos laborales, las reivindicaciones feministas, el respeto por los pueblos originarios, la dignidad de las diversidades y hasta el compromiso con el “Nunca más”. 

La gente bienpensante, entonces, habló de irracionalidad: de una decisión convulsiva, temblorosa, guiada por la niebla mental de un hartazgo con los resultados de la política tradicional; de una crisis que habría llevado a decir basta, optando por cualquier cosa que se mostrara diferente.  Sin embargo, con esta explicación quedan dos aspectos fundamentales sin responder. Por un lado, por qué casi nadie orientó su voto hacia la izquierda. Y, por otro lado, por qué estos movimientos se están dando a nivel global.  

Menos son las anomalías si pensamos en un enfoque alternativo. Porque el de Milei no es, como muchos han postulado, un voto impensado. Me animaría a decir que, por el contrario, se trata de la única elección realmente informada. Quienes votan a Milei han recibido explicaciones para dar cuenta de la inflación, de los motivos de la pobreza, de los impuestos: de todo lo que preocupa a la gente. El problema es que, por un prejuicio negativo contra el personaje, y por un prejuicio positivo a favor de la altura moral de la gente, se lo subestimó. “Un tipo tan ridículo nunca llegará a nada”; “La Argentina no se derechizó”. Y entonces, en vez de responder a sus argumentos seriamente, en vez de exhibir sus debilidades estructurales, simplemente se los dejó avanzar por la banquina (bien a la derecha del camino). 

Quizás la lucha no era cultural, sino mediática y retórica. Quizás deberíamos haber tenido preparadas algunas respuestas sólidas ante las falacias y los datos incorrectos con que inseminaron las mentes de tantas personas. Quizás deberíamos haber dejado claro que no todo lo racional es razonable y que no todo lo que está vigente es válido. Quizás deberíamos haber sido más rigurosos al contar qué pasó en nuestra historia. Quizás la democracia se defiende poniéndose a discutir con sustento todas las ideas y no indignándose y yéndose cuando se escuchan atrocidades

Se me dirá que lo que digo puede ser cierto respecto al “núcleo duro” del partido libertario, pero que se pierde con ello el esclarecimiento de la imprevista repercusión que la doctrina tuvo entre las clases bajas. Responderé que no es cierto. Porque si hay algo que caracteriza al pensamiento de derecha es su habilidad para hacerle creer a los afectados que son, en realidad, los beneficiarios. Esto se logra de un modo bastante ramplón: simplemente convenciéndolos de que sus problemas los provocan aquellos que están por debajo; que la causa de todos los males siempre proviene de los más vulnerables. Esto impide que se levante la cabeza y que se vea al titiritero; y siempre hay alguien aún más abajo a quien señalar con el dedo acusador. 

También en esos estratos se sabe perfectamente qué se está eligiendo. La prueba puede verse en los comentarios de los lectores cuando se anuncia el cierre del CONICET, en las charlas del conductor de cualquier servicio público al hablar con una suerte de sonrisa vengativa sobre los muchos que se quedarán sin trabajo, en la risa cínica del empleado raso que festeja la represión a los que piden dignidad cortando una calle.

La clave para dar vuelta esta aciaga circunstancia que puede generar un quiebre histórico en la vida política del país está, de este modo, en reactivar el trabajo del pensamiento, en subvertir este lento triunfo de la colonización del sentido común, llevando al absurdo los argumentos libertarios, señalando sus contradicciones, detectando y haciendo ver sus erróneos puntos de partida. Y, tal vez lo más importante, no sucumbiendo jamás a ningún tipo de concesión; a ninguna clase de aprobación, ni siquiera provisional, de sus premisas. Este es el exitoso método que los teóricos neoliberales llevaron a cabo para lograr la globalización del pensamiento económico y es lo único en que deberíamos tomarlos como modelo. 

Si avanzamos por el camino de las mejoras salariales de último momento, del refuerzo de los planes y cosas por el estilo, la propia prédica mileista ya tendrá contemplada una desaprobación a ello como un movimiento desesperado y fútil, que reforzará la idea de que se está ante un intento populista de revertir una situación que se siente desesperada.

Estamos viviendo las réplicas del sismo. Pero el mayor peligro es que después de un terremoto, suele venir otro de mayor potencia. Para evitarlo hay que confrontar las ideas de Milei desde el plano mismo de las ideas. ¿Nos alcanzará el tiempo para lograrlo?

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