Argentina en Weimar
Quería escribir este texto hace tres o cuatro meses. Por distintas razones, la ocasión se postergó. Pero la idea ya venía asomando desde esa escritura nerviosa que nos tocó ensayar en textos como La lucha contra la estupidez, Curar el odio o Nuestros años 20, todos publicados en este medio durante el 2022. El clima entonces era el del atentado a Cristina, que si falló en su ejecución material, no fracasó ni en sus efectos psicopolíticos ni en la evidente naturaleza sintomática que supo manifestar. La Argentina, con todo lo bueno, con todo lo valorable y único que tiene como país, ha ingresado en un camino de descomposición, que aun siendo parte de una oleada global que presenta casos similares (en la región, que tiene de antecedente a Bolsonaro, es muy grave lo que viene ocurriendo en Ecuador), dispone de causas intrínsecas. ¿Estamos a tiempo de salir del pantano y no hundirnos? Sí, pero sólo si encontramos la manera de leer el momento, incluso en nuestra propia praxis. De revisar los afectos que hay en juego.
El triunfo de Milei en las PASO, por muy sorpresivo que fuera después de que el sistema político y los canales de televisión empezaran a bajarle el precio (tras meses de inflarlo para beneficio de uno o de otro: la cobertura morbosa hizo ganar a Trump y Bolsonaro), fue menos arrollador en números (para octubre se perfila un triple empate en el que apenas los dos primeros se ganan el derecho de competir en el ballotage) que en el shock de expectativas y en las alarmas que encendió. Una triste preocupación se respira en lo más profundo del campo popular. Una preocupación que debemos transformar en energía, compromiso, voluntad de lucha, claro. Pero es más fácil decirlo que hacerlo. En especial cuando los motivos se reducen a un miedo que casi roza el terror. Planteaba Maquiavelo que mejor para el príncipe es ser temido que amado y que bajo ningún punto de vista debe despertar el odio de sus súbditos, porque el odio no se detiene ante las barreras de ningún temor. Nuestro gobierno perdió muy rápido la capacidad para intimidar al poder económico (cuando reculó con Vicentín) o a la derecha radicalizada de Bullrich y Milei, al permitir que los antivacunas se congregaran a quemar barbijos, al no oponer resistencia a que los periodistas digan cualquier barbaridad o estupidez, al exhibir una timidez vergonzosa para avanzar contra los responsables de la deuda externa, el intento de magnicidio sobre la vicepresidenta, el lawfare o las violaciones a los derechos humanos en Jujuy. Sin respeto no hay autoridad. Sin autoridad no hay respeto.
No obstante, sería un craso error atribuir únicamente al gobierno aquella tibieza o liviandad. Igual de dócil fue el movimiento en su conjunto. Por la falta de presión, por la falta de rebeldía en muchos instantes fundamentales. Porque cuando la tocaron a Cristina, primó la prudencia. Y Cristina, que en agosto del 2022 había conquistado la centralidad de la agenda y generó una impresionante desesperación en los gorilas, quedó muy limitada después de la fatídica fecha del 1 de septiembre. La impotencia fue la principal característica que nos aquejó a todos en estos duros años. Es una obviedad responsabilizar al ministro de Economía por los altos niveles de inflación que arrastra el país y el deterioro de los ingresos. Ser oficialismo dejó de ser una ventaja comparativa y hoy es una pesada carga. Pero tampoco se vió ningún plan de lucha de los sindicatos o los movimientos sociales para contrarrestar los abusos empresariales. Los piquetes se hacen en pleno microcentro, no en la puerta de los grandes supermercados. La bronca es con toda la dirigencia tradicional, de izquierda a derecha, privada y pública. Hasta el punto de que la insurrección popular en Jujuy contra el 'imbatible' represor Morales fue capitalizada por el porteño Milei y no por el FIT o el kirchnerismo.
Cuando la sensación que se propaga es la de que todo funciona mal, aún si está equivocada, es fácil ser seducido por alguien que dice que hay que romper todo. La gente puede fantasear con prender fuego lo establecido. Pero solo lo fantasea. El enojo, sublimado, lo canaliza en un protofascista que dice que hay que hacerlo. Con que lo diga de malos modos y exponiendo su rabia, alcanza. Su estilo es su imagen. Los abandonados por todos, incluso si no representan al escalón más bajo de la sociedad (pero son desestimados o señalados con el dedo por la retórica progresista), descubren en Milei a un personaje grotesco y medio místico que parece que les habla a ellos. No les interesa la Escuela Austríaca. Su esoterismo, sus mensajes ocultistas, su pasión por la demonología, colaboran con su verbo incendiario, articulado por la palabra 'libertad'. Es el fenómeno que con lucidez Peter Sloterdijk advirtió en la figura de Hitler, que como artista o soldado fue mediocre y solo conoció la frustración, pero logró cotizar su vulgaridad mejor que nadie, en un época donde lo refinado y los buenos modales equivalían a una hipocresía traicionera:
“La específica adecuación del papel desempeñado por Hitler dentro del psicodrama alemán no estriba en sus extraordinarias aptitudes o en sus archisabido y resplandeciente carisma, sino, antes bien, en su incomprensible y evidente vulgaridad, por no hablar de su consecuente disposición a vociferar sin rebozo alguno delante de grandes multitudes. Hitler parecía llevar de nuevo a los suyos a una época en la que gritar todavía servía para algo. Desde este punto de vista, fue el artista de la acción más exitoso del siglo”.
Si decimos que Milei es Hitler, exageramos. Sin embargo, existe una indudable relación metafórica entre Milei y Hitler, que es la que hace mirarse a la Argentina en el espejo roto de la República de Weimar. La pandemia fue nuestro 1914. Así lo interpretó Damián Selci en aquellos meses de cuarentena estricta e imposible (porque para que muchos nos quedáramos en casa, otros tantos tenían que salir a trabajar todos los días, y siguen esperando el merecido reconocimiento). Para nosotros la pandemia, de la que Milei es hijo como Hitler lo fue de la Primera Guerra Mundial, representó un verdadero infierno. Para los suyos, se trató de una revelación. La moralina progresista juzgó en especial a los jóvenes para quienes la rebeldía se volvió sinónimo de fiesta clandestina, sin importar los contagios. El individualismo se convirtió en un alivio, no en una condena. Para colmo, los que a desgano se mantuvieron encerrados e interiorizaron el resentimiento, hallaron en las plataformas digitales una manera exitosa de combatir su soledad. Solo que la llamada 'vuelta a la normalidad' significó el mismo problema de inserción social para los inmovilizados del 2020 que para los desmovilizados de 1918. Entonces apareció alguien que les habló de la puñalada por la espalda de la clase política, de los privilegios de la casta, de conspiraciones judías, o comunistas, o feministas, o ambientalistas. En definitiva, el presidente que ejerció de maestro ciruelo cada vez que se ensañaba por cadena nacional, alimentó su bronca autoexcluyéndose de las reglas que pedía a los demás cumplir a rajatabla. La indignación fue total. Y pasó lo que tenía que pasar. Si el estancamiento de larga duración en el malestar económico no recibe una contención y compensación espiritual, que necesariamente implica la ayuda mutua y compartir los sufrimientos hasta que la situación material se revierta, se impone la cólera antisistémica. Seis millones de desocupados llevaron a Hitler al poder. 40% de trabajadores precarizados, sin sindicato ni derechos laborales, ajenos o resistentes al acompañamiento del Estado, pueden convertir a Milei en presidente.
El extremismo, de nuevo, es consecuencia de la impotencia, propia y ajena. Weimar, como régimen político, supuso la incapacidad de poner límites a los agoreros de la violencia polarizada, que se mataban a tiros en la calle en medio de las graves crisis económicas que sacudieron Alemania. De hecho, cuando los salarios mejoraron tras la hiperinflación, los nazis y los comunistas perdieron votos, aunque los motivos espirituales de sus estilos e ideologías continuaban vigentes. Y hubo un sistema institucional que, obsesionado con reprimir a los 'bolches' (hoy diríamos “los piqueteros”), favoreció el apogeo nacionalsocialista. Hitler pasó unas vacaciones en prisión, después de intentar ni más ni menos que un golpe de Estado. Los militantes comunistas, en cambio, recibieron penas durísimas por parte de un Poder Judicial conservador y aristocrático, que no juzgaba a todos con la misma vara. La primera experiencia democrática en Alemania resultó fallida porque tenía para las mayorías sabor a poco. Es la insatisfacción sobre la que advierte hace rato Cristina y contra la cual un frente democrático antifascista parece tan necesario como vano. Porque a quienes hay que contarles que la democracia está en peligro, son quienes la dictadura les queda lejos y, sin sustancia histórica, creen que poco tienen que perder con el desmoronamiento de un orden político-social que ha incumplido sus promesas y no les permite organizar sus vidas con dignidad.
La base social de Hitler y Mussolini, en principio, no fue la clase obrera organizada, sino la clase media empobrecida (además del denominado, en jerga marxista, lumpenproletariado, que en las formaciones orgánicas de nazis y fascistas obtuvo algún grado de jerarquía; los lúmpenes desamparados fueron 'algo' para 'alguien'), los veteranos de guerra ofendidos, la juventud desilusionada y sin ninguna misión en la vida. La movilidad social descendente lo que provoca es un desequilibrio psíquico, por la pérdida de proporcionalidad entre el status al que se aspira o que se pretende tener y la realidad efectiva en la que somos visibles para los otros. Hitler le ofreció un sentido trascendente a sus seguidores, un destino de grandeza para sus vidas depresivas e insustanciales. Milei, con un discurso contrario en lo económico, que reza al Dios-mercado, repite sin embargo las formas. Da un poder impensado a los que hasta ahora se sentían marginados u olvidados. El poder de hacer temblar a la casta, de terminar con el kirchnerismo, de poner fin a un siglo de decadencia. De ahí a la libre portación de armas, que caracterizó a la política nazi, hay un paso. Primero es meter miedo, desde el anonimato o la vergüenza (el famoso 'no sabe-no contesta' que enloquece a las consultoras), en las cúpulas pero también en la propia familia, en el propio círculo (además de un voto bronca, hay un voto rebelde, sin argumento ideológico o programático, sencillamente porque sí, sin medir consecuencias, para llamar la atención). Después, el poder sobre la vida o la muerte. La democratización de la crueldad, según Íñigo Errejón. Milei no tiene cientos de miles de soldados organizados y que sirven a la voluntad de un Führer, pero su construcción involucra a no pocas milicias digitales, preparadas para agredir, escrachar o instalar tendencias en las redes. Y ya han empezado a cometer acciones (financiadas por empresarios poderosos, igual que sucedió con los nazis) con el propósito de ganar la calle y aterrorizar a sus enemigos. Desde las bolsas mortuorias hasta probar con matar a la vicepresidenta. En Weimar, fue emblemático el crimen, a manos de nacionalistas de ultraderecha, del político judío y demócrata-liberal Walter Rathenau, cuya reflexión acerca de que estaban transitando la era de los mediocres y que “sólo los políticos que frecuentan los bares tienen oportunidad de ganar” acabó siendo profética. La endeble Alemania republicana lo lloró con sinceridad. Cuando Hitler asumió como canciller en 1933, levantó un monumento en homenaje a sus asesinos.
No tengo ninguna certeza sociológica, ninguna aseveración estadística de esto. Es una intuición. Pero tiendo a creer que el votante mayoritario de Milei es alguien que se siente solo, que necesita ser escuchado y contenido, y que en su arrojo individualista desea pertenecer a algo, formar parte de una comunidad, aunque sea ilusoria. La encuentra en la red, sin un vínculo afirmativo, sin un proyecto de vida en común. Solo se abre a ser reclutado para una santa cruzada contra la hipocresía progresista, que opina culpable de su ansiedad y desasosiego. Hay que tomar nota de esto. Ni la mejor campaña electoral, ni la mayor remontada de votos puede arreglar este país en estas condiciones, aun si corremos con chances de vencer en el ballotage (difícil con estos niveles de inflación y luego de devaluar, pero no imposible). En el mejor de los casos, estamos frente a un escenario de fragmentación electoral y parlamentaria, atmosféricamente (no en su sustancia) inclinado a la derecha. La dispersión de votos fue el sello distintivo de la República de Weimar. Hitler fue nombrado canciller con apenas el 33% de los sufragios y después de haber perdido dos millones en un par de meses, aunque con los “partidos de centro” (socialdemócratas, católicos y liberales) en declive e incapaces de formar gobierno producto de la crisis. Toda la derecha nacionalista fue absorbida por los nazis, en medio del caos que sus activistas generaban en las grandes ciudades. También Hitler era subestimado y considerado un “idiota manipulable” por la gran burguesía, los periodistas y los políticos de todas las orientaciones. Muchos lo usaron para romper huelgas o asustar a la izquierda y se les fue de las manos. El estereotipo de los libertarios como varones de 35 años que insultan en redes pero son sujetos inofensivos que viven con su madre y tienen problemas de maduración no debe hacernos perder de vista la peligrosidad de un fenómeno que está lejos de ser una “moda” o algo “pasajero”, porque responde a tendencias mundiales, igual que la impotencia del Estado para enfrentar los desafíos de nuestro tiempo y dar esperanzas a trabajadores enojados o jóvenes deprimidos y nihilistas que no encuentran sentido a su vida y que, en su errancia o desorientación, se han emancipado de los ritos y mandatos de la vida adulta todavía vigentes en el siglo XX (servicio militar, matrimonio, primer trabajo), entregándose forzadamente a la libertad, pero sin saber para qué la quieren.
Más análisis que indignación
Un emergente muy peligroso
Hay que estudiar la lectura que Ezequiel Martínez Estrada hizo del 17 de octubre, a pesar de su nula simpatía por Perón. Tengo la ambigua y dolorosa fe de que muchos de los que optaron por Milei son seres que están pidiendo ser comprendidos, que anhelan algún tipo de redención. Por eso Carlos Maslatón tiene razón al decir que, en caso de llegar a la presidencia, sería el acontecimiento político más significativo desde 1945. Milei aparece como una especie de Perón rabiosamente antiperonista, satánico, que en lugar de ampliar derechos como el entonces secretario de Trabajo y Previsión promete erradicar el concepto de justicia social; que se dirige a quienes creen “pagar los derechos de otros”; que jamás gestionó nada ni resolvió ningún problema, pero en una época de orfandad total al menos simula escuchar. Con su histrionismo y sus frases de manual captura las emociones y simplifica las inestables y desordenadas vidas de sus consumidores, que compran acciones de una empresa fantasma. Solo que si Perón fue un sustituto del padre (y Evita de la madre), la canalización vía Milei es un mensaje parricida, una agresión al padre y a la madre que dejaron abandonados a los hijos (esto vale también para los grandulones: no por casualidad Alain Badiou definió el “juvenismo” o la “adolescencia eterna” como la principal tracción de la época del capitalismo neoliberal y posmoderno, donde los adultos permanecen pueriles e infantiles en sus hábitos y en su consumo). Muy distinta es su imagen a la de la sargenta Patricia Bullrich. Milei es representado como un Dios justiciero, que les va a hacer rendir cuentas a “los mismos de siempre”. Pone a pobres contra pobres, pero a todos les promete el paraíso, aun si dice que su ajuste será mucho más terrible que el exigido por el Fondo Monetario Internacional, que en su mente conspirativa es también kirchnerista.
Que la principal base electoral de Milei sean varones heterosexuales menores de 30 o 35 años puede leerse como una reacción contra el avance del feminismo o del colectivo LGBT+, en el sentido de que se trata de un sujeto que, al tener que problematizarse o resignar espacios, se siente agraviado, muchas veces falto de contención, sobre todo cuando su familia se halla diezmada o golpeada o cuando está privado de perspectiva de futuro y se ve obligado a subirse a una bicicleta para ganar muy poco dinero (de ahí la poca eficacia de alertar sobre los derechos que vamos a perder a quienes no tienen casi ninguno). Sin embargo, existen también razones más profundas, por supuesto vinculadas con la crisis de la sociedad patriarcal, que Badiou comprendió hace ya bastantes años. Desde su punto de vista, el problema de los hijos es que nunca llegan a madurar, a convertirse en algo distinto de lo que son, porque (muerte del Padre mediante) carecen de un punto de apoyo simbólico. Están sometidos a la tentación de la adolescencia eterna. “El sujeto que comparece ante la mercancía debe seguir siendo un niño que desee juguetes nuevos”. Sufren así una vida sin idea. Con las chicas, dice Badiou, ocurre al revés: la ausencia del límite tradicional (el hombre, el matrimonio), conduce a una feminidad prematura. “En otras palabras: el hijo está expuesto a no convertirse nunca en el adulto que encierra en sí mismo, mientras que la hija está expuesta a estar convertida desde siempre en el adulto-mujer en que debería convertirse activamente. Dicho de otro modo: en el hijo no hay ninguna anticipación; de ahí la angustia del estancamiento. En la hija, la retroacción adulta devora la adolescencia, e incluso la infancia misma; de ahí la angustia de la prematuridad”. Desde muy jóvenes, las hijas se muestran extremadamente capaces para todo lo que se les pide. “Mientras que los hijos son inmaduros para siempre, las hijas son desde siempre maduras”. Ante la opresión que padecen, las hijas ya llevan en sí la mujer libre, independiente, fuerte y segura en la que quieren convertirse, cosa que no sucede con los hijos, porque no saben lo que son. Por eso, explica Badiou, el problema de las hijas no existe como tal; solo existe el problema de las mujeres. Tal vez la liberación de las mujeres esté profundamente conectada con la liberación de los hijos. Y la política transita en el medio, articulando.
Pero la política, si quiere estar a la altura de las circunstancias y de su concepto, tiene que reinventarse. Para volver a sintonizar con la sociedad en un contexto de escasez, de insuficiencia de recursos, de falta de ideas y horizontes, tiene que pasar por una penitencia ascética en el desierto o hacer un giro monacal, que ofrezca muestras de austeridad y de solidaridad. Darse un baño de humildad, de purificación. Esto quiere decir lo siguiente: perder el gusto por los cargos, por el poder vano, por la rosca, por el dinero, por el prestigio, por la popularidad, por los placeres superfluos, por la inmediatez, por el exitismo, por “llegar”, por las cámaras, por las luces de colores del ego. Achicar la brecha entre lo que se dice y lo que se hace. Adoptar una vida ejemplar, auténtica, verdadera, que merezca ser imitada; que sea digna de ser vivida. No para sumar votos desde la honestidad o la pulcritud, sino para mejorar a las personas y a uno mismo, para acompañar a los que sufren y no dejarlos tirados o ignorados. Que no se sacrifique la vocación por transformar la realidad en el altar de la especulación electoral o mediática. Una regeneración moral o espiritual depende hoy de la disciplina religiosa que la política se atreva a ejercer para limpiar sus pecados. Si queremos impedir que el país caiga a la deriva, es necesario confesarse y pedir perdón; abandonar la comodidad del palacio, o del sindicato, o de la básica y ponerse a disposición de humillados y ofendidos. Pueden movilizar la desesperación y el miedo a lo que amenaza venir, mas no alcanza con eso; hay que escuchar de verdad, sinceramente. Los dirigentes cuentan con la mayor responsabilidad, pero los militantes tenemos que marcar el camino y desaprender las prácticas que colocan a la política en el lugar de una casta insensible y fracasada. Porque la militancia es una religión laica, una Iglesia. Cuando pretende devenir-Estado, se corrompe, se burocratiza, piensa equivocadamente. En algún momento, el republicanismo creyó que mejor era salvar la patria a salvar nuestras almas y, en la misma línea, Max Weber sostuvo que el político estaba condenado a pactar con fuerzas diabólicas. Hoy, para salvar la patria hay que salvar las almas. Las nuestras, para salvar las de los otros. Las de los otros, para salvar las nuestras.
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