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Inocente y luminoso

La primera novela de Julián López, Una muchacha muy bella, tiene dos notables cualidades: su prosa -bella, luminosa- y la construcción y solidez del punto del vista del protagonista, un chico de menos de diez años, durante los años del terrorismo de Estado.

13 de Enero de 2021

Por @matupandeiro

Es a través de un chico de unos diez años, porteño, y durante la segunda parte de la década del 70 -una marca temporal insoslayable para cualquier obra artística argentina- que los lectores nos introducimos, paso a paso, plano a plano, detalle a detalle, en las peripecias que vive junto su madre, una joven mujer que con el transcurso de la narración uno va infirieron que está comprometida con la militancia política de su tiempo. No hay figura paterna ni otros familiares. Solo ellos dos, quienes viven en un departamento discreto, y al que se accede por un pasillo, en el que también vive una vecina, quien queda a cargo del nene cuando la muchacha muy bella se ausenta.

Una muchacha muy bella (Eterna Cadencia, 2013) retrata un mundo íntimo, en el que el nene da cuenta no solo de su tiempo, su universo, sino también del amor que siente por su madre, tan bella como inquietante.

López escribe con una belleza deslumbrante. Puede dedicarle una página a la descripción de un vestido, un juego de vajilla, una postal, o cinco páginas a una de las pocas escenas que transcurren en el espacio público, en el Jardín Botánico de Palermo, con una precisión extrema, ya que explora el lenguaje en toda su dimensión, un asunto que para los que leemos y escribimos resulta ser un pizarrón a cielo abierto, y en muchos casos, la necesidad de ir a la biblioteca a buscar el diccionario.

El punto de vista del nene, construido por el narrador en un tiempo presente histórico, está muy bien logrado, a través de una prosa con destellos de destreza poética, y aparte muy ajustada, verosímil, con respecto a la sensibilidad del pequeño hijo de una militante que, a pesar de las urgencias, siempre tenía tiempo para arrodillarse, ponerse a la altura de sus ojos, y ofrecerle las palabras justas, darle un beso en la mejilla, o prometerle para el otro día el desayuno más sabroso del mundo.

No es nada sencillo ponerse en la piel de un chico y construir su mirada del mundo que uno tiene, goza o padece a esa edad, y más aun si se tiene en cuenta que ahí nomás, del otro lado de la puerta, acecha la muerte. Sin dudas la novela pasa a engrosar la lista de historias sobre la dictadura genocida del 76, junto a La casa de los conejos, de Laura Alcoba, o Kamchatka, de Marcelo Figueras, en las los y las narradoras son chicos de diez años, o menos.

López también tiene publicadas los libros La ilusión de los mamíferos (2018), El día inútil (2019) y Meteoro (2020).

Durante la mayor parte de la historia uno tiene la sensación de vamos hacia un final irremediablemente violento, ya que el terrorismo de Estado forma parte de nuestro inconsciente colectivo, y porque aparte el autor va tirando algunas pistas que permiten construir ese inequívoco final. Es en los dos últimos dos capítulos donde se devela la intriga, de una manera abrupta, quizá, cuando el chico ya es mayor de edad, y donde uno se queda siente en el pecho una sensación de vacío, o nostalgia, por no poder seguir pegado al hombo del nene.

También se produce un quiebre con el tono que caracterizó al texto hasta ese momento. Y es lógico, porque el narrador creció, dejó atrás esa infancia cargada de inocencia.

El texto arranca así: “Mi madre es una muchacha muy bella. Tenía la piel pálida y opaca, hasta podría aventurarme a decir que azulina, un destello que la hacía única y de una aristocracia natural, lejana a toda trivialidad mundana”.

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