Política Militancia Peronismo

La defensa estratégica

Las últimas horas de la vertiginosa y apasionada política nacional, con el pelotón de fusilamiento mediático que encabeza el fiscal Luciani, y la defensa que realizó Cristina, en su despacho, despertaron a un león dormido, el peronismo, que sabe de campañas de difamación y persecuciones. “Lo que hoy aparece ante nuestros ojos como un intento desesperado de evitar que nos destruyan por completo, puede ser también el inicio de una ofensiva inminente”, plantea Fabián, y el masivo acompañamiento militante en Recoleta, más otras demostraciones de apoyo a la vicepresidenta en todo el país, parecen ir en ese sentido.

Existe en la situación política argentina una necesidad imperiosa de volver a desplegar un pensamiento fuerte, atravesado por la intensidad que supone toda decisión. Que el campo popular se halla en estado de reflujo es evidente para cualquiera. Pero el reflujo puede desarrollarse de manera caótica y desperdigada o con cierto orden y disciplina. Puede también ocurrir en la mayor de las desorientaciones o con un norte que nunca se pierde de vista y que, por lo tanto, permite girar la cabeza y contemplar de nuevo el panorama. Para que la segunda condición resulte viable, debemos barajar hipótesis osadas, que pongan sobre la mesa verdades incómodas y duras. La principal de ellas, hoy por hoy, es que el “gobierno” del Frente de Todos está agotado y se desenvuelve bajo la forma de un “resto”, o que el teatro de maniobras en el que se mueve es un territorio ocupado, conquistado, arrasado por las fuerzas enemigas.

Que se trata de un gobierno siempre al borde de la capitulación, o que trabaja completamente condicionado por la naturaleza desleal de la economía, es una conjetura tan verosímil como aterradora. El escenario podría explicarse por la seguidilla de oportunidades desaprovechadas (vacilaciones, falta de audacia y de iniciativa) o por un conjunto de desgracias, de desventuras, de infortunios, que no fueron enfrentados con la suficiente virtud. Lo cierto, sin embargo, es que sean cuales sean las causas de este momento crítico, hoy el Frente de Todos, y la Argentina como Nación, se encuentran suspendidos sobre un abismo. La lógica del ajuste como salvación que actualmente impera poco se distingue del carácter de un gobierno de derecha. Aun así, los enemigos del pueblo permanecen intranquilos. La única razón de semejante nerviosismo es el sobrante, el resto fantasmal que se desprende de la gestión en buena parte deprimente a la que acostumbra diariamente el oficialismo: el nombre de Cristina, que no significa otra cosa que el excedente o plusvalor político que se esconde bajo -y, a la vez, trasciende- el ropaje de la mera eficiencia económica que la lengua palaciega predica por doquier.

La fenomenal campaña de difamación y desprestigio orquestada y lanzada por los poderes fácticos con el objetivo de condenar y proscribir a Cristina sin una gran resistencia popular, tiene como finalidad última intervenir quirúrgicamente el corazón del peronismo e introducir un trasplante que lo domestique para siempre. Del clima mediático-terrorista que alimenta el funcionamiento de la maquinaria judicial se deduce no solo la mirada bélica de las cosas que todavía conserva la derecha, sino además la profunda debilidad de un gobierno que se encargó de detonar su propia base de sustentación y parece incapaz de hacer frente a tamaña ofensiva.

El desafío del enemigo no puede ser desatendido ni subestimado. Por eso Cristina advirtió que la sentencia ya está firmada y que el juicio se parece a un pelotón de fusilamiento, sin derecho a defensa. Una declaración así debería bastar para poner sobre la mesa todo lo que está en juego y encender la alarma entre nuestras filas. Ecuador y Brasil representan precedentes siniestros. Para colmo, la pandemia se ocupó de deshabituar al pueblo argentino de su vieja gimnasia de movilización, que resulta más necesaria que nunca. La sensación de peligro que se respira, no obstante, aparece hoy como una prueba de fuego. De ella es prioritario extraer la energía política de la que carece un gobierno paralizado por la impotencia que produjo la mala costumbre de retirarse de las batallas antes de que sucedan. La acumulación de derrotas autoinfligidas no podía más que generar desconfianza respecto a lo que somos capaces. Pero el ataque directo y vehemente del enemigo, podría representar la ocasión perfecta para que nos despertemos de una vez. ¿Acaso no vivimos una especie de sensación apocalíptica, de que el mundo se viene abajo, de que el Día del Juicio está por llegar? En la presión fatal, se comprende el significado etimológico de la palabra apocalipsis, que quiere decir revelación. Los tiempos peligrosos son también tiempos de contacto inesperado con la verdad, tiempos en los que se pone en juego lo que somos, tiempos donde, una vez abiertos los ojos, se dificulta soñar, porque de lo que se trata es de velar, de mantenernos vigilantes y atentos, hasta que soñar sea posible de nuevo.

Nadie se despierta jamás bajo las circunstancias deseadas, mucho menos en el marco de una guerra que se libra donde antaño nos creíamos seguros. Cuando Cristina usa la expresión “pelotón de fusilamiento”, confiesa que no la juzga un tribunal de la constitución sino una especie de tribunal militar. Fusilar no es un acto repentino; es todo un procedimiento, que supone grados fenomenales de teatralidad y solemnidad. Por eso el fiscal Luciani quiere pintar con una dimensión histórica, nunca vista, a la “corrupción kirchnerista”. Ahora bien, como “castigo ejemplar” el fusilamiento se aplica cuando se mancha el honor militar o cuando se presiente una atmósfera de guerra ¿Quiénes reciben esta ejecución sumaria? Los desertores, los espías, los traidores y los rebeldes. El modus operandi del Poder Judicial argentino es el de una máquina de guerra, que escudada detrás de una armadura legal implementa soluciones ilegales. La legalidad y la ilegalidad se vuelven tácticas usadas a piacere, como recomienda un célebre texto del marxista húngaro Lukács. Ello nos obliga a tomarnos en serio esta realidad, con todos sus pliegues dramáticos.

La naturaleza defensiva del conflicto es ineludible. Digamos que se nos pasó el tren. El aforismo clásico de Sun Tzu, que enseña que la mejor defensa es un buen ataque, se nos presenta, sencillamente, como una frase intempestiva. La correlación de fuerzas nos es abrumadoramente desfavorable. Pero lo que hagamos en esta situación adversa iluminará si acaso hacía falta tomar el tren. ¿Cómo evitar la derrota cuando las cartas están todas echadas? Cambiando las reglas del juego. O haciendo de la penosa debilidad, la condición, o más bien la carnadura mesiánica de la fuerza. Si como dice Andrés Larroque, la política argentina se resume en “Cristina contra el poder” y “en el medio no hay nada”, entonces el cerco con el que se busca acorralar a Cristina y poner contra las cuerdas al kirchnerismo, porque se han eliminado o desplazado todas las mediaciones, desencadena una serie de circunstancias que obligan a volver a Cristina, sin intérpretes ni delegados. Un pensamiento fuerte es un pensamiento desde Cristina, desde lo que ella abre como posibilidades.

El pensador esencial de nuestra asfixiante actualidad no es otro que el oficial del Estado mayor y teórico de la guerra prusiano Carl von Clausewitz, quien frente a las mitológicas lecciones de Sun Tzu opuso un punto de vista dirigido a resaltar la superioridad estratégica de la guerra defensiva. En Clausewitz se inspiraron Lenin, Perón y Mao Tse Tung, también Carl Schmitt, a veces poniendo el foco en su lectura politizada de la guerra, otras en la activación y el aprovechamiento de las fuerzas morales del pueblo o la idea de la nación en armas. De la noción de que la defensa mantiene, en abstracto, una primacía sobre el ataque, no podemos omitir que la situación concreta desde la que Clausewitz piensa es la de una Prusia ocupada por los ejércitos de la Revolución Francesa comandados por Napoleón. Contra la tradición prusiana, basada en la leyenda de Federico el Grande y el servicio profesional y disciplinado, un grupo de militares propuso, frustradamente, desarrollar una guerra de guerrillas, al estilo de lo acontecido en España o en Rusia, para desgastar y desorganizar a los invasores. El propio Clausewitz, respirando el mismo clima espiritual que suscitó los Discursos a la Nación Alemana de Fichte, entregó un informe secreto a sus superiores en el que aconsejó la guerra absoluta contra Napoleón, que incluía un llamado al levantamiento popular. Schmitt lo definió como “un documento inquietante de una enemistad profunda y desesperada”.

Importa aquí, especialmente, la analogía formal que podemos trazar con nuestra tensa coyuntura. Las grandes corporaciones, que huelen sangre, disparan su artillería contra Cristina porque es el único obstáculo que las separa de un control total de la política argentina, que les permita disciplinar a cualquier dirigente y restringir o vetar cualquier medida que no responda a sus intereses. El pedido de inhabilitación perpetua planteado por el fiscal íntimo de Macri, es parte fundamental de esa estrategia beligerante, cuyo objetivo de fondo es la conquista del pueblo mismo. Para el establishment, acabar con Cristina, además de una rencorosa vendetta, es una necesidad ineludible. Este escenario de guerra por ahora desmilitarizada, nos coloca en una posición defensiva, desde la que es prioritario distinguir cuál es la fortaleza principal que debemos proteger del asalto enemigo y donde todavía nos sentimos cómodos al momento de replegarnos y montar guardia. Que el tribunal, violando la Constitución, se transforme en un pelotón de fusilamiento, supone que la guerra desatada no se libra con las reglas de un duelo caballeresco. La intensidad del conflicto, sin embargo, hace que el centro de gravedad de la política popular pase por la defensa estratégica de Cristina, que es el mayor valor y capital político de nuestra fuerza. De repente, los resultados mediocres obtenidos por el gobierno se opacan ante la contienda decisiva, en la que se dirime el futuro de la Patria, no en lo inmediato, no en lo electoral, sino por las próximas décadas.

Convertir a Cristina en la jefa de una asociación ilícita tiene como propósito deslegitimar la experiencia kirchnerista en su conjunto y sentenciar de nulidad toda vocación militante, para hacer de los “arrepentidos” la nueva y depresiva voz de la época. El tribunal mediático pretende disfrazarse de tribunal de la historia. Pero como Cristina es una potencia histórica, como ella, cuando el tribunal decide no citarla, para no dejar lugar a su parrhesía (su decir veraz y corajudo, sin filtro, sin miedo a lo que pueda acontecerle… “Cristina expresa una política con coraje”, sintetizó Larroque en la radio), es capaz de concertar una cita con la historia, el fusilamiento se vuelve simulacro de fusilamiento. Si hasta ahora la derecha no pudo matar a Cristina (deseos no le faltan), es porque el pueblo la cuida y porque transformarla en una mártir sería su perdición (el cristianismo hizo sucumbir el Imperio Romano a base de mártires, es decir, a base de testimonios de fe que no se intimidaban con las acusaciones y las torturas). Como escribió Horacio González en su libro póstumo sobre los fusilamientos, “es oficio muy arduo fusilar un símbolo. Pero un símbolo, cuando está afirmado en el cuerpo que lo sostiene, la ráfaga de ametralladora penetra en la carne y es mortal, y cuando busca en vano al símbolo jamás puede herirlo. Lo proyecta en el tiempo. Pues el símbolo es el halo sin contornos al que la bala que lo traspasa hace perdurar”. Para acabar con Cristina, tienen que destruir lo que representa. El espectáculo terrorista que montan día y noche tiene como finalidad exclusiva quebrarla, liquidar su estado de ánimo, resignarla a lo que hay, forzarla a arrepentirse. Ella, sin embargo, redobló la apuesta: “si naciera veinte veces, veinte veces haría lo mismo”. Esa vitalidad, que corre los límites de lo posible, que revela que la política militante (la verdadera política) no es en vano, es la que hay que defender.

Como indica Clausewitz, la defensa se propone rechazar el ataque enemigo, con el fin de preservar la fuerza propia. Pero de ninguna manera la defensa está desconectada, dialécticamente, de la situación de ataque. Cuando los rusos, en la tierra del eterno invierno, resistieron heroicamente la cruzada napoleónica, ocasionaron en las tropas francesas un daño irreparable. Lo que hoy aparece ante nuestros ojos como un intento desesperado de evitar que nos destruyan por completo, puede ser también el inicio de una ofensiva inminente, que tome por sorpresa a la derecha en su caótica retirada. Dicha posibilidad, es cierto, se presenta lejana, mas pertenece al análisis político que demanda la hora.

En su teoría de la guerra prolongada, Mao Tse Tung toma la idea de defensa estratégica como momento inicial de la lucha de un pueblo por su liberación, siempre en condiciones de inferioridad respecto al enemigo. La defensa estratégica implica aguantar, resistir, frenar, pero dentro de un campo que se tiende a dominar, porque acumulamos más fuerzas que el enemigo. Muchas veces, de ello no está exenta la retirada, pues lo que interesa es cubrir exitosamente la retaguardia, que es mucho más decisiva que la vanguardia. Traducido a la Argentina contemporánea, significa que allí donde se encuentre Cristina, debemos ser más fuertes que la derecha. Sea en el Senado, en Comodoro Py o en Juncal y Uruguay, que con excelente tino Manuel Saralegui definió como la esquina más importante del país.

Por fuera de las líneas defensivas interiores, está el territorio donde el poder de fuego del enemigo es muy superior al nuestro. Sin embargo, un territorio tan extenso, tan complejo y heterogéneo, nunca puede ser completamente controlado. Allí es viable realizar incursiones rápidas (léase, medidas de gobierno), o encender chispas subversivas (dirigir mensajes a la población) para molestar, distraer o debilitar a la fuerza contraria, mientras aseguramos la defensa de la fortaleza principal y nos preparamos para la siguiente etapa de la guerra, que debe tornarse más favorable a medida que el enemigo entra en período de confusión, comienza a desconfiar de sus posibilidades o se desgasta por el paso del tiempo. Lograr rebatir una embestida, incluso cuando no se provocan pérdidas considerables en el adversario, permite darle una inyección anímica a un espíritu que se creía abatido. También así se modifica una correlación de fuerzas.

La militancia que, en plena Recoleta, consiguió ganarle la calle al gorilismo, resistiendo los gases de la policía, comprendió que lo fundamental de la coyuntura en curso es la guerra de movimientos, es decir, hacerse presentes con la mayor fuerza disponible en tanto la ocasión nos llama. Cuando el fragor de la batalla se disipa (y los mensajeros llevan las noticias de acá para allá), ya hay que empezar a prepararse para el próximo encuentro. Lo relevante, entonces, es llegar con mayor volumen y energía a dicha contienda. Para lo cual resulta primordial organizar una multiplicidad de pequeños actos a lo largo y a lo ancho del territorio, con el fin de generar conciencia de lo que está en juego. Son actos rápidos e intensos, que saben perfectamente que no dirimen la cuestión, pero aun así visibilizan en el campo enemigo que el invasor no tiene la “vaca atada”. Durante la resistencia peronista, los caños, el sabotaje de la producción o el silbido colectivo de la marcha para luego dispersarse constituían ejemplos típicos de cómo introducir pequeñas grietas o agujeros en el corazón del régimen. En la instancia actual, toda manifestación que contribuya a blindar a Cristina contra la ofensiva de los mercenarios del imperio es el gesto mínimo e indispensable de heroísmo que se requiere para que la oscuridad no siga expandiéndose, para que un atisbo de luz pueda volver a alumbrarse.

Con su alegato histórico, Cristina destapó una vez más las cloacas podridas de la democracia de la derrota y puso el foco en las relaciones promiscuas que conectan a los poderes fácticos y sus agentes estatales. Ponerle nombre al poder, describir con rigor y coraje el funcionamiento de su maquinaria, es una manera de exponer fisuras en su seno. Por eso Cristina es el eslabón fundamental del peronismo y llevarla a juicio es hacerle un juicio sumarísimo al peronismo. Porque sin Cristina, ¿cuántos peronistas aguantarían las presiones de la derecha? Una lectura fácil sería afirmar que el gorilismo le devolvió al peronismo la mística perdida, que el peronismo dormido, de repente, se acordó de que existía. Pero en verdad lo que insufla mística e inyecta confianza es la decisión de Cristina, de plantarse, de no acobardarse, de enfrentarse, una vez más, al poder real. La adversidad es un llamado de atención, pero tomárselo en serio y actuar en consecuencia depende de que alguien, guiando, conduciendo, dé un paso al frente “y quien quiera seguir, que siga”. Cooke le dijo alguna vez a Perón, en su epistolario, que él valía por millones de los nuestros. En este instante de absoluto riesgo, Cristina aparece en toda su importancia trascendental.

Que el pelotón de fusilamiento se disponga a medio siglo de Trelew, es una de esas señales de la historia que, para citar la bella expresión de Walter Benjamin, nos permite ver, sentir, descubrir, en esta hora de peligro, “el secreto acuerdo entre las generaciones pasadas y la nuestra”. Si el pasado oprimido tiene un derecho imprescriptible sobre nosotros, es porque nos corresponde la responsabilidad mesiánica de la redención. “Hay un fusilado que vive”, fue la frase espectral que Rodolfo Walsh escuchó antes de lanzarse a la investigación que derivó en Operación Masacre, libro en que reconstruyó los terribles crímenes sucedidos en junio del 56. No puede hacerse justicia sin una compenetración con el pasado que gime. Horacio González, retomando una observación de Nietzsche (en alemán suena igual decir “soy justo” que “estoy vengado”), escribió que “la semejanza entre venganza y justicia está amparada en los secretos de la lengua”. Pero mientras la venganza, que obsesiona a la derecha, se encuentra anclada y petrificada en el “fue” que contraría la voluntad, que González define como el “subsuelo del pensar” o como la madeja que “se desovilla de tanto en tanto porque lo cree su derecho”, la justicia supone una emancipación de la venganza (una “venganza de la venganza”, anota González), que no tome al pasado como algo que hay que vengar para reparar el equilibrio cósmico (aunque resulten inevitables los cruces y confusiones entre ambos momentos, porque sus límites son finos e imperceptibles), sino como una fuerza actuante, necesitada, que hace de los abismos de la historia un pozo del que, cada tanto, seguimos oyendo ecos que nos perturban o nos conmueven.

Que la militancia lleve en sus remeras o banderas la cifra “lomje”, escrita en sangre en el penal de Rawson por María Antonia Berger, luego de ser fusilada, es una manera de rendir cuentas que revoluciona la noción misma del tiempo. Cuando Cristina habla de “juicio al peronismo”, resuena la palabra proscripción. El pasado amenaza con repetirse, sin dejar resto. Desde el lado de los oprimidos, en cambio, la repetición exige concluir lo que fue interrumpido. Entonces la proscripción, que es reactiva, reenvía a las profundidades de su historia. No a los orígenes que pretende cancelar o interrumpir, sino al acontecimiento que, de una sacudida, mas también con fidelidades de largo aliento, interrumpió la nefasta tradición de proscripciones que es en sí misma la historia, cuando desconoce su relación con la política. Por eso, cuando la proscripción resuena, es el 17 el que asoma. Cristina es Perón.

author: Gaston Fabián

Gaston Fabián

Militante peronista. Politólogo de la UBA (pero le gusta la filosofía).

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