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“Me gusta pensar a la novela negra como las historias donde la moral es puesta a prueba”

Nicolás Ferraro publicó en octubre del 2021 su cuarta novela, Ámbar, para convertirse así en uno de los más profusos exponentes del género negro argentino. Kranear conversó con el autor sobre las motivaciones del texto, y los ejes que atraviesan su obra: la violencia, la traición, la moral, la lealtad y los vínculos afectivos. También habló sobre la gestión de la Biblioteca Nacional, donde trabaja.
Foto portada: Alejandro Meter

Nicolás Ferraro viene pisando fuerte en el ambiente del género negro argentino. Es joven, tiene un estilo propio, sus historias son sangrientas pero también profundas, y sus colegas, editores y, en especial, los lectores del género –que tiene una rica historia en nuestro país-, saben que sus textos funcionan como una letal combinación de golpes a la mandíbula, o si se prefiere, para ponernos a tono, un fusilamiento a menos de un metro de la nuca.

Ferraro publicó sus cuatro novelas en los últimos cinco años, y según contó en alguna entrevista, tiene algunos textos avanzados que espera sumar a su obra publicada. Trabaja en la Biblioteca Nacional, es fanático de los videojuegos, el cine y los comics, y cuenta con importantes reconocimientos en festivales de novela negra de España y México.

Kranear contactó al escritor para hablar de su última novela, Ámbar, publicada en octubre de 2021 por Ediciones Revolver, un texto en el que la violencia vuelve a imponerse en la vida de los personajes, y una vez más estamos frente a una historia de persecución y venganza, pero en la que también aparece un elemento disruptivo, por lo menos en comparación con sus otras tres novelas, que tiene que ver con el punto de vista de quien cuenta la historia.

Esta es tu primera novela narrada por una voz femenina, y aparte en primera persona. ¿Cuáles fueron las motivaciones?

Hace un poco más de una década se estrenó Lazos de Sangre —Winter´s Bone— dirigida por Debra Granik, basada en Los Huesos del Invierno de Daniel Woodrell. Tardé mucho tiempo en ver la película, un poco menos en leer el libro, pero la imagen —y la sinopsis— de esta adolescente metida en un drama criminal se quedó conmigo. Empecé a pensar cómo se comportaría una chica en ese mundo de cocineros de metanfetamina, de herencias de forajidos, cómo pertenecía o cómo huía —o si intentaba hacerlo—.

Digo que tardé en ver la película y leer el libro, porque no quería encontrar las respuestas, sino fabricarlas yo mismo. Allá por el 2014, 2015, traté de hacer un remake de esa historia con los pocos ingredientes que conocía, pero no pasó de unas cuantas páginas de notas, apuntes, esbozo de temas, pequeños conflictos.

En 2017, en el marco de la Bienal de Arte Joven, para un taller se pedía que entregaras un cuento a trabajar. Me senté y en dos tardes, con el apuro del deadline —qué hermoso es el dealine a veces— saqué un cuento que se terminó llamando Telarañas, en el que narraba un día en la vida de una chica de quince en la que un padre malandra volvía al hogar y sacudía ese ámbito familiar. Durante bastante tiempo intenté —sin éxito— continuar esa anécdota, desarrollarla en una novela.

Ya en el 2019, tratando de encontrar una historia para un proyecto en el que había que escribir una nouvelle fronteriza, volví sobre esas ideas que habían quedado en el tintero y escribí unas primeras líneas —que terminaron siendo las primeras de la novela— y una especie de sinopsis y situaciones, pero sentía que el formato nouvelle se me quedaba corto. Dije: ya volveré a Ámbar.

En 2021, finalmente volví. Estaba ese deseo de contar algo diferente a lo que venía narrando. O al menos, de mirarlo desde otro lugar. Era un desafío al mismo tiempo y que venía a ser un intento de responder esas preguntas iniciales: cómo se comportaría una chica que se ve atrapada en un ambiente marginal, cómo conviven estas dos partes, los deseos de cualquier chica de quince, y al mismo tiempo, el estilo de vida del padre, con sus limitaciones, mandatos y consecuencias. Al final del día, cumplía con lo que intento trabajar y preguntarme en las otras novelas, cómo mantener la confianza en un mundo —en una familia, en una persona— que al mismo tiempo hace que esa tarea se vuelva cada vez más difícil.

¿Por qué elegiste una adolescente con una madre abandónica y un padre cuyo mayor legado es haberle enseñado a cocer heridas y no dejar rastros de los lugares por los que anduvo?

A veces uno tiende a simplificar las historias para poder manejarlas. Uno entiende que los personajes se mueven en un mundo que va más allá de la historia que está contando, que hay un mundo en el que se inscriben. Esta historia necesitaba que la madre no estuviera, que Ámbar viviera con su padre, porque eso daba una profundidad más al padre. Por un lado, sí, es un criminal, pero por otro lado es el que se hizo cargo de una chica —a su manera y con mil comillas— y no se borró. Las contradicciones siempre suman.

El tema de la madre no quería resolverlo solo con la muerte, me parecía simplista, reduccionista. Entonces pensé: que la haya dejado, aún sabiendo con quién iba a dejarla. Esa decisión me permitió jugar o instaurar el miedo al abandono en Ámbar, como un trauma. Y que se jugara esa carta todo el tiempo en su cabeza: que no me deje papá, porque no quiero estar sola, y al mismo tiempo, desde los ojos de una chica de quince, que tuviera ese terror de preguntarse a sí misma qué tipo de chica soy si mis dos padres me abandonan, qué carajo está mal conmigo.

Una vez más, como en Dogo y Cruz, los protagonistas de la historia son familiares directos, padre e hijo, un par de hermanos, ahora padre e hija. ¿Es inmejorable, en términos narrativos, ese vínculo?

Como narrador uno siempre está buscando el conflicto, poner a los y las protagonistas frente a decisiones difíciles. ¿Qué harías por los tuyos, ya sean familia —Cruz / Ámbar— o “hermanos de la vida” —Dogo—? Es en esas decisiones donde se produce la pulseada entre cabeza y corazón, entre lo que quiero hacer y lo que tengo que hacer, entre lo que está bien y lo que hay que hacer. Y además, la idea de que la familia está por encima de todo siempre es tentadora. Lo hice por mis hijos, para que tuvieran algo que comer, se escucha varias veces, y lo interesante es tratar de dilucidar cuándo eso es real y cuándo es coartada para algo más, cuándo es algo que bordea la desesperación y cuándo responde solo a un hecho egoísta. En qué momento la familia se convierte en excusa o condena.

La familia es ese lugar donde uno tiene que sentirse seguro, donde va a estar a salvo, pero qué pasa cuando aquel que se supone que debe protegerte es el que te pone en peligro, como en el caso de Ámbar. La misma sangre también permite, soporta, tolera esto más que otros vínculos. “Es un desastre, pero es mi papá”. Da más oportunidades que otras relaciones y ahí se juega la tensión de “hasta dónde vas a bancarte”, cuándo vas a decir basta.

La violencia vuelve a salpicar con crudeza el texto, aunque un poco menos que en las otras tres novelas. ¿A qué se debe esto?

Cuando escribo trato de representar lo mejor posible la realidad. Y eso se aplica a cada apartado: los vínculos, los diálogos, la manera de manejarse de los personajes, los ambientes y, claro, la violencia. Quizás esto último choca más porque no es algo con lo que convivamos en un grado de “intimidad”, pero a la hora de retratarla intento que se muestre tal como es. Con nombre y apellido, y no como un efecto especial. No es que a la hora de escribir tengo un interés particular en que sea gore —que no considero que lo sea— o tratar de pasarme de listo. De decir cuánta sangre le puedo a meter esto. Ni ahí. Si te dan un tiro pasa esto, si te pegan una piña, esto otro.

En algunas reseñas me “criticaron” el exceso de violencia en otros libros, pero lo interesante, para mí, es que terminaban diciendo “pero no es gratuita”. Es en esa misma enunciación donde está la respuesta. Es algo que se desprende del texto, de lo que se cuenta. Uno no puede vanagloriar la violencia o edulcorarla. Ambas decisiones son nocivas. Tampoco la podemos rechazar. Lo mejor que se me ocurre es tratar de mostrarla de la manera más real para poder afrontarla. Si negamos el problema, ahí sí que no hay una solución o un abordaje del tema.

Y más que la violencia, me interesan las consecuencias de la violencia. Tomás Cruz se toma 120 páginas para decidirse a meter en un ambiente criminal porque sabe lo que hay ahí adentro. No es Jason Staham que agarra dos fierros y sale a bajar muñecos a lo pavote. El viejo Reiser en El Cielo Que Nos Queda, por más facilidad que tenga en el oficio de la violencia, intenta estar lo más lejos posible de ese mundo porque sabe las consecuencias de primera mano. Tanto como víctima como victimario.

Creo que la principal diferencia en Ámbar, como decía al principio, es el punto de vista. Ámbar es una persona lateral a esta violencia, puede ver las marcas que deja en su padre, en los cercanos. Si yo narrara desde el punto de vista del padre, desde Mondragón, la violencia seguiría estando a la orden del día. Ámbar, protagonista, lidia con ciertas consecuencias —sacarse un muerto de encima, coser una herida de bala, la imposibilidad de desarrollar una identidad propia (más violento que eso, pocas cosas, creo)— pero en especial con la potencialidad de la violencia. Y eso era lo que me interesaba en este caso.

Ámbar sabe que la ignorancia es la mejor manera de tolerar a su padre, de seguir convenciéndose que es un buen tipo, o que al menos no es aquel que escucha en bocas de otros. Y en ese abordaje tangencial, aquello que no se sabe con exactitud se vuelve una multiplicidad de versiones y posibilidades. Para resumirlo, dejo una frase de Rodolfo Santullo que quedó fuera por razones de espacio en la contratapa de la novela, pero que sintetiza bien este aspecto: “Y esa violencia dejará de estar en el cuarto de al lado, o al tiempo que se construye otra trama, pero no por eso será menos potente. Incluso podríamos creer que al ser muchas veces imaginada antes que vista, esa violencia es más terrible, más chocante y traumática”.

La protagonista de la novela es una adolescente de quince años.

Una parte de la historia transcurre en Misiones, un territorio fronterizo, con sicarios que hablan en guaraní, con el que ya trabajaste en Cruz. ¿Por qué elegís ese lugar del mundo para narrar tus historias?

Un poco tiene que ver con lo que comenté de este proyecto de nouvelle fronteriza. Tengo varias novelas inconclusas ambientadas ahí que, quién sabe, quizás algún día termine.

También tiene que ver con que la frontera es un lugar ideal para ambientar historias marginales debido a la cantidad de actividades ilegales que se manejan. Tráfico de drogas, guerra de clanes, sicarios, prófugos, talleres clandestinos, venta de bebés. De conseguir lo que quieras si sabés dónde golpear. La posibilidad de cruzar un río y desaparecer. También es la construcción de un lugar imaginario que me permite más licencias. En tanto el tema del lenguaje, sea guaraní o portugués, como una manera de agregar caos a los protagonistas. El quedarse ajenos, afuera, y lo que no se entiende siempre es amenazante.

Los valores de la lealtad y la honestidad son otros de los asuntos principales que atraviesan la novela. ¿Por qué, qué se juega ahí?

Siempre me gusta esta idea de pensar a la novela negra como las historias donde la moral es puesta a prueba. Queda onda tag—line, pero no por eso deja de ser verdad. Me interesa cuando todo aquello que uno cree y sostiene es puesto a prueba, cuando todo eso que era teoría —o verso— le llega la hora de ponerle el pecho. Es en ese estado donde uno vive una conexión más intensa con el mundo y le puede salir mal al darse cuenta de que uno iba de bluff, que todo aquello que se jactaba era mentira, o todo lo contrario. Es ese descubrirse lo que termina revelando a los personajes. Y son esas preguntas las que, si medianamente funciona el pacto de lectura, si medianamente puedo narrarlas y trasmitirlas, me interesa que el lector se lleve. ¿Qué harías vos? Quizás no puedas justificarlo, aprobarlo, pero lo entenderías. Como siempre digo, las historias como un entrenamiento de la empatía.

Si tenés que elegir una tus cuatro criaturas, cuál elegís, y por qué.

Es una pregunta que antes de la publicación de Ámbar hubiera sido más sencilla. Antes, y ahora, te digo Cruz. Es una novela que la empecé a pensar —con más profundidad— a mediados de 2014, que la arranqué a escribir en diciembre de ese año y la terminé en abril de 2015 y desde ahí es como que siempre estuve conviviendo con esa historia. Ya en 2016 empezamos a juntarnos a pulirla con Iñigo Amonarriz, el editor de Revólver. En 2017 seguimos dándole duro y se publicó ese año. Tengo un recuerdo muy lindo de esos días. Después ya en 2018 quedó finalista del Hammett y tocó presentarla en Gijón. En 2019 salió en México y tuvimos una gira por allá. En el 2020 volví a España para presentar la edición española en el marco del BCNegra. Entonces, como que siempre la estoy pensando por entrevistas, comentarios, festivales, etc. También se abren nuevas lecturas, la podés mirar de otro lado. Son casi 8 años. Un montón, si te parás a pensarlo. Eso por un lado, el convivir con la novela.

Y por otro estoy muy contento del texto en sí. Venía de cinco novelas anteriores, donde el registro iba más por un coloquial porteño, con tramas urbanas, incluso Pulp o cómicas, y con Cruz intenté ir por otro registro, salir de ese corsé que a veces es el género en cuanto a lenguaje —prosa parca, seca—, en cuanto a temas. Fue una apuesta. Y salió.

Y siento que con Ámbar me pasó algo de eso, en lo personal. Al menos en términos de riesgo, de apuesta. De salir de lugares o zonas de confort, de pensarlo desde la perspectiva de una chica, también de profundizar en ese registro, de alejarlo unos verbos, unos adjetivos más del corsé del género. Después si sigue el mismo camino o no, habrá que esperar y ver.

¿Cómo viene la gestión de la Biblioteca Nacional, luego de dos años de pandemia y cuatro de neoliberalismo vaciador?

En lo que hace en el área que yo me desempeño, si bien durante la gestión del gobierno anterior hubo recortes de personal y de funciones, desde la llegada de Sasturain retomamos el camino iniciado por Horacio González, obviamente, trabajando a distancia y/o cumpliendo tareas en días y horarios limitados. Lo cierto es que se siguió trabajando y tenemos en proceso de ejecución de una serie de proyectos a desarrollar durante todo este año. Muchos de ellos son procesos ambiciosos. Ojalá podamos concretarlos.

¿Goza de buena salud la novela negra argentina?

Qué pregunta. Creo que ahora mismo estamos en el medio de un río revuelto. Hay grandes autores, pero en especial estos grandes autores no participan de colecciones o gran parte de su masa lectora no los consume como novelas de género negro.

Por otro lado, todo el tema del “boom” que empezó con la saga Millenium, fue algo que sí, se vendió más género negro, se publicaron más títulos —tanto extranjeros como nacionales—, pero se consumían los nórdicos y no los súrdicos. Porque es interesante aclarar que la novela que vende es la policial, no la negra, vende la que reconforta, no la que desafía, la que te dice: tranca, todo se resuelve. Y acá no se escribe mucho policial.

En 2011 tenés el primer festival Azabache. En un par de años tenés el BAN, el Córdoba Mata, la Chicago Argentina en Rosario. De todos esos el único que queda, o se hizo anualmente, es el Córdoba Mata. Y después de todas las colecciones (Tinta Roja, Negro Absoluto, Extremo Negro, Revólver, Código Negro, Opus Nigrum) solo Revólver y Negro Absoluto siguen, pero sacando títulos en cuentagotas.

Y también, si tratamos de encontrar autores con más de tres novelas negras, no sé si armamos un equipo de once.

No llamaría a eso buena salud.

Ahora por otra parte, dos de los últimos tres ganadores del Hammett, el premio a la mejor novela negra en español, son argentinos: Piñeiro y Sasturain. Uno de los últimos grandes éxitos de la literatura argentina es Cometierra de Reyes. También se empieza a hibridar con otros géneros, pienso en las novelas de Ferrari, Mattio, lo que renueva las posibilidades. Y también hay escritores de puta madre. Por mencionar a los que sacaran libros pandemia y post, el último libro de Convertini, Lo Oscuro que hay en mí, es genial. Escliar está dándole rosca y negrura al policial con la saga de Parodi. Melina Torres también se vino con una saga. Sería interesante ver en dos, tres años quiénes todavía estamos, quiénes se sumaron y quiénes reincidieron. Ojalá sean —seamos— muchos.

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Ferraro publicó Dogo (Nuevo extremo, 2016), Cruz (Ediciones Revolver, 2017), El cielo que nos queda (Ediciones Revolver, 2019) y Ámbar (Ediciones Revolver, 2021).
author: Mariano Abrevaya Dios

Mariano Abrevaya Dios

Director de Kranear. Escritor.

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