6 de Enero de 2017
Por Rocío Bilbao. Ilustraciones: Chula.El Estado en disputa
El 1 de marzo de 2016, Mauricio Macri dio su primer discurso de apertura a sesiones ordinarias del Congreso Nacional. Allí dejó plasmado el pilar fundamental del relato discursivo de la gestión Cambiemos: la existencia de una “pesada herencia”, causa de una -supuesta- crisis, que obliga al actual gobierno a implementar políticas de ajuste. Y si ésta es la piedra angular del relato, existe un blanco concreto contra el cual arremeter: el Estado, ese elefante indómito legado por la gestión anterior.
Durante la poco fluida lectura de su hoja de ruta ante los legisladores, Macri apuntó una y otra vez contra el aparato estatal. “Un Estado enorme que no para de crecer (…) con dificultades para resolver sus principales responsabilidades”; “un Estado que fue obstáculo, en lugar de estímulo y sostén”; “un Estado plagado de clientelismo, de despilfarro y corrupción (…) que se puso al servicio de la militancia política”, sostuvo.
Pero, ¿de qué Estado estamos hablando?
De todas esas afirmaciones, hay una que es innegable: en estos últimos doce años el Estado no ha parado de crecer. Como señalan Cao y Rey “la burocracia es el resultado de la política y, en tanto tal ’está determinada por la naturaleza y los contenidos de las políticas públicas que implementa’ (Oszlak, 2006:2)”i. Por lo tanto, como el Estado incrementó sus responsabilidades y programas, aumentó la cantidad de trabajadores bajo su órbita para llevarlos adelante.
Asimismo, durante la anterior gestión, también se produjo la nacionalización y reestatización de empresas públicas que habían sido privatizadas en los años 90. No es casualidad que el mayor incremento de trabajadores estatales se haya registrado en estos ámbitos. En un artículo reciente publicado en Le Monde Diplomatique, Verónica Ocvirk señala que el mayor aumento de la planta de empleados públicos se asienta en empresas como YPF (22 mil empleados), Administradora Federal de Recursos Humanos Ferroviarios (20 mil), Correo Argentino (17 mil), Aerolíneas Argentinas (10 mil setecientos) y Aguas y Saneamiento (6 mil) ii.
En este sentido, podría decirse que durante la gestión de los tres gobiernos kirchneristas, el rol del Estado fue funcional a un modelo denominado de “crecimiento económico con inclusión social”, donde el aparato estatal fue un actor estratégico en tanto garante, promotor y ejecutor de beneficios económicos, sociales y culturales para las grandes mayorías.
En cambio, la matriz ideológica de Mauricio Macri, y todo su séquito de ministros y asesores, es diametralmente opuesta. Está ligada fundamentalmente al sector privado y a la necesidad de liberalización de las fuerzas del mercado. Alcanza con observar la composición del actual gabinete. De manera inédita, ex empleados de grandes corporaciones, sin experiencia en la administración pública, arribaron al Estado ya no como lobistas, sino como gestores directos de áreas estratégicas. Por ejemplo, ex gerentes de JP Morgan, Grupo Clarín, Shell, HSBC, General Motors, LAN o Telecom.
Si tenemos en cuenta estas consideraciones, el furibundo embate presidencial, al calificar al Estado como algo enorme y como un obstáculo, adquiere otra dimensión. Su tamaño no es sinónimo de ineficacia, sino que, por el contrario, es nocivo para aquellos intereses que quieren dejar al libre arbitrio del mercado las principales fuerzas económicas que hoy ocupan el poder.
Desde esta perspectiva, también se pueden enmarcar los despidos masivos que se han producido en la administración pública y el permanente descrédito hacia los trabajadores estatales. Si el volumen del Estado se encuentra en relación a las políticas públicas que implementa, la cesantía de sus trabajadores implica un cercenamiento a su capacidad para llevar adelante planes y programas. Menos políticas es menos acceso a derechos y beneficios sociales. En este sentido, mucho se ha hablado sobre clientelismo y de la existencia un aparato al servicio de la militancia. Pero cabe recordar que el clientelismo es posible cuando el Estado se retira y se desdibujan los lazos institucionales entre las políticas y sus beneficiarios.
¿Menos Estado dónde? ¿Menos Estado para quién?
La batería de políticas implementadas durante los primeros cien días de gobierno PRO constituye una profunda regresión en términos de distribución del ingreso. Como primera medida, se quitaron las retenciones a la exportación de granos, los impuestos a la actividad minera y se hicieron más laxos los permisos para la importación. Al mismo tiempo, se levantó el tan denostado “cepo” cambiario, lo que provocó el aumento del precio del dólar y, consecuentemente, una devaluación abrupta de la moneda local. Todo ello, en el marco de una incontenible escalada inflacionaria.
Estos movimientos provocaron ganadores y perdedores. Entre los primeros, se encuentra el reducido grupo de grandes exportadores, beneficiados tanto por la baja de la carga impositiva como por el aumento del precio del dólar. También el sector financiero, el cual pudo obtener una renta extraordinaria a partir de la liberalización del mercado cambiario. De la vereda de enfrente, los principales perjudicados por la devaluación y la inflación son aquellos que perciben ingresos fijos. Es decir, los asalariados y los jubilados. Este grupo, a su vez, se vio notablemente afectado la quita de subsidios a servicios indispensables como la luz, a los que prevén sumarse el gas, el agua y el transporte.
Al mismo tiempo, la pérdida de la capacidad adquisitiva de los sectores medios y bajos, sumado a un aumento incesante de la desocupación (a marzo de 2016, se calcula que los despidos ascendían a 110 mil entre el sector público y privadoiii) incrementó los niveles de conflictividad social. La respuesta desde el Estado fue la legalización de la criminalización de la protesta, con la aprobación del Protocolo de Actuación de las Fuerzas de Seguridad del Estado en Manifestaciones Públicas. También se han registrado varios casos de violencia institucional, precisamente, en movilizaciones en contra de la pérdida de las fuentes laborales.
Por lo tanto, se asiste a una reconfiguración del rol del Estado, que está perdiendo su capacidad distributiva e incrementa la represiva. Que favorece la concentración del ingreso y profundiza la brecha entre los que más y menos tienen. En síntesis, se trata del pasaje de un Estado garante y promotor de derechos, al de un Estado gendarme de los privilegios de los intereses corporativos.
La Alianza Cambiemos está instrumentando entonces un movimiento de pinzas sobre el Estado. Por un lado, desarticula y vacía áreas claves de gestión, ligadas fundamentalmente a lo social. Por el otro, promueve un relato que busca legitimar su desguace. El argumento utilizado: la búsqueda de la modernización. Éste es un clásico slogan del neoliberalismo, que pretende la eficiencia y eficacia del aparato estatal. Ese latiguillo ha adquirido en la actualidad rango ministerial. Así, se conformó una cartera todopoderosa, capaz de decidir sobre la composición de los recursos humanos, administrativos y patrimoniales de toda la administración pública nacional.
La búsqueda de la eficiencia no es mala en sí misma. La cuestión es qué se entiende por ello. No puede haber estado eficaz si éste favorece la profundización de las desigualdades sociales, la exclusión y la concentración de la riqueza. No hay estado eficiente si promueve un endeudamiento irresponsable, el desempleo de miles de trabajadores y la pauperización de las condiciones de vida.
No se trata aquí de decir que todo lo que se hizo anteriormente estuvo bien, sino de correrse de la anécdota y de intentar captar una transformación de carácter estructural. Sin duda, las políticas aplicadas por el nuevo gobierno son de corte neoliberal y, en función de ellas, es el rol que se le quiere dar al Estado. Sin embargo, no puede decirse que se trata de un mero retroceso a la década de los 90.
Por un lado, porque a diferencia de aquella década, la capacidad de movilización de los sectores populares -principales damnificados por este tipo de medidas- es amplio. En segundo lugar, porque hoy no impera la hegemonía del pensamiento único. La memoria reciente indica que otras experiencias de lo público son posibles y, fundamentalmente, deseables para las grandes mayorías. Incluso para aquellos que hicieron una apuesta con su voto a la actual gestión.
En suma, la disputa por el rol del Estado implica la defensa de las conquistas logradas y la garantía de los derechos conseguidos. La pelea por un Estado fuerte y presente es la piedra fundamental para el desarrollo de un modelo inclusivo, más justo e igualitario.
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i Horacio Cao y Maximiliano Rey, “Planta Permanente”. Revista Anfibia, en http://www.revistaanfibia.com/ensayo/planta-permanente/#sthash.SL3I4BGC.dpuf
ii Verónica Ocvirk “El empleo público en debate” en Le Monde Diplomatique, Año XVII, N° 200. Febrero 2016.
iii Informe de la consultora Tendencias Económicas, citado por http://www.infonews.com/nota/283852/un-informe-revela-que-hubo-110-000-despidos
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