Bajo ningún punto de vista sería oportuno concebir el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional como una buena noticia. Incluso si llegáramos a aceptar o confirmar que era la única opción viable y que dentro de "lo posible" el saldo es bastante positivo (o, sin eufemismos, el "mal menor"), habría que reconocer que se trata de la consumación de una derrota: la del trabajo frente al capital, la del pueblo argentino frente a las finanzas internacionales. En ese sentido, resulta obvio que permanecemos en el interior del ciclo económico-político inaugurado bajo el gobierno de Macri y que el cierre final de las negociaciones (en caso de que el Directorio Ejecutivo del FMI y el Congreso Nacional lo avalen) no supone la superación del problema sino su prolongación por otros medios. Solo si asumimos la desdichada conciencia del derrotado (lo que no es lo mismo que resignarse en ella) se abre la posibilidad de enfrentar con grandeza el peligro que se abalanza sobre nosotros.
Por el vasto y heterogéneo mundo del campo nacional y popular circulan desde justificaciones ocasionalistas y pragmáticas hasta indignaciones furiosas. Lo último es entendible: luego de tantos años de penuria, pedirle al pueblo más sacrificios y postergaciones, mientras los que tomaron la deuda se regocijan en la impunidad, no parece de buen peronista. ¿Deberíamos catalogar entonces la voluntad de acordar como una capitulación histórica, como una entrega de soberanía digna de los peores momentos del neoliberalismo? Una lectura de ese extremismo y rigor (que, sin embargo, capta con naturalidad el nerviosismo y la gravedad que la situación amerita, contra el optimismo estúpido y guionado que hoy exhalan numerosos funcionarios) es en cierta manera injusta, porque tampoco presenta una alternativa mejor y es evidente que en el barro de la política no bastan las abstracciones ni las buenas intenciones, de las que ha dicho el poeta que está empedrado el camino al infierno. De la naturaleza de un acuerdo con el FMI se deduce que el mejor acuerdo es un mal acuerdo y que implicará, necesariamente, una cesión de soberanía, a partir del monitoreo permanente de las cuentas públicas que quedará en manos de los tecnócratas del organismo. Pero hay que indagar más si lo que queremos es comprender el trasfondo de la cuestión.
En primer lugar, la opción del acuerdo surge como consecuencia del terror al default. Defaultear equivale, básicamente, a quedarse sin dólares para hacer frente al desarrollo, producto de la clausura del “crédito fresco” y a la inevitable fuga de capitales que seguirá al “incumplimiento de las obligaciones”. Entre los argumentos de los “soberanistas críticos” podemos encontrar la fantasía naif de un salvataje misericordioso por parte de Rusia o China, que sacaría al país de la órbita de Washington. La imaginación progresista no puede ir más allá de un nuevo coloniaje. Si había posibilidad para una posición de intransigencia, de rebeldía, era con un bloque continental alineado, es decir, con un espacio más poderoso y resistente que el de un Estado-nación que padece los dramas del “subdesarrollo” o la “dependencia”. Esa oportunidad se perdió hace tiempo. En la situación concreta que atravesamos, la alternativa del default no es una evasión a los sacrificios de largo aliento que impone un plan de pagos. Para lidiar con los lastres de un default precisaríamos de un pueblo unido, organizado y responsable, con un espíritu aguerrido y un sentido de comunidad y solidaridad de magnitudes colosales, capaz de soportar con orgullo, dignidad y altura las carencias que sobrevendrán.
Pero, en segundo lugar, resulta que si hay acuerdo, es porque el pueblo, mansamente, lo permitió, en los mismos orígenes de la tragedia. Hoy es fácil denunciar que Macri tomó esa deuda sin pasar por el Congreso y que, por lo tanto, es ilegítima, además de que viola los propios estatutos del FMI. Mas, en aquel momento, ¿se hizo lo suficiente para evitarlo? ¿Se movilizó y se luchó con los ánimos y la persistencia indispensables para frenar tan drástico desenlace? Nuestra actualidad lo pone en duda. Se apeló, por el contrario, al “pacífico” recambio electoral. ¿Creíamos que un gobierno condicionado por la “bomba de tiempo” de la economía macrista podía maniobrar con soltura y contundencia ante las presiones del capital financiero? La pandemia, que ensombreció el panorama, destapó también la debilidad intrínseca que asoló al Frente de Todos desde el principio de su gestión. Nos costó aseverar que nos hallábamos en una posguerra (que, como indica la expresión, jamás es la culminación de la guerra), viendo cómo eludir pícaramente las imposiciones de los vencedores, que llegarían más temprano que tarde. Buscamos persuadirlos de que ellos tenían una gran responsabilidad en lo sucedido y, en esa dirección, la amenaza del default sirvió, ante la proximidad de los vencimientos de pagos impagables, como carta negociadora que podía conservar su valor durante algún tiempo, hasta que ya no le daba miedo a nadie. Cuando se hace un pacto con el diablo, por muchas artimañas y astucias que interpongamos, no hay vuelta atrás. El usurero siempre se sale con la suya.
Y, sin embargo, desde el gobierno se anuncia que hemos podido engañar al diablo, que no habrá ajuste, que el crecimiento con inclusión social está asegurado. Es decir: que la reducción del déficit fiscal no seguirá caminos ortodoxos, con las viejas y fracasadas reformas estructurales como horizonte. Se dice que el FMI, más bueno que de costumbre, no las exigió. Pero, por todas las historias de pactos con el diablo que conocemos, sabemos que éste seduce con promesas que acaban por desvanecerse. La realidad es que no podemos anticiparnos con exactitud a lo que ocurrirá, aunque olemos desde ya el azufre. Con la refinanciación acordada no se ha desterrado al default de las inquietudes presentes, sino que se lo ha colocado como el centro de gravedad, como la posibilidad inminente de todas las coyunturas. Las revisiones periódicas no significan otra cosa que una repetición incesante de la agitación cambiaria y la crisis de expectativas que se vivieron la semana pasada, manteniendo en vilo a todo el país. Si el balance de las negociaciones es que “ganamos tiempo” (porque los pagos se aplazarán varios años y en cuotas), su reverso es el trabajo a contrarreloj para cumplir con las metas pautadas, mientras los Anoop Singh del ahora vienen a hacer tronar el escarmiento. La incertidumbre respecto a la llegada de los desembolsos, torna a la incertidumbre un destino.
Claro que la cuantificación de los objetivos nada indica sobre los métodos. Podrán festejar el acuerdo los economistas del establishment y la Sociedad Rural, pero la reducción del déficit es compatible con una reforma fiscal progresiva, con la suba de retenciones y con otros mecanismos de intervención en la puja distributiva. Una vez resuelto que se va a pagar la deuda, la pregunta es cómo se la paga, quién la paga. ¿Podrán pagarla los capitalistas, como siempre reclama el Frente de Izquierda? ¿Hasta qué punto un derrotado tiene la entereza para demostrar semejante osadía? ¿Y hasta qué punto, también, el crecimiento del país permite condicionar la producción, la inversión privada, la exportaciones, el ingreso de dólares comerciales? La correlación de fuerzas, admitámoslo, es completamente adversa, fatal, apabullante.
Si el acuerdo sirve para ganar tiempo, bien vale lanzar este interrogante: ¿ganar tiempo para qué? Arriesguemos nuestra hipótesis: para liquidar la impotencia del pueblo. Sin duda el gobierno, por muy duro que se exhibiera en las negociaciones, apostó todo su “capital” al entendimiento “superestructural”, con jefes de Estado, representantes de instituciones y técnicos. Las jornadas maratónicas en Washington tuvieron mayor peso que el desafío del pueblo y al pueblo (se nos dijo: “quédense tranquilos”). Por todos los medios, se evitó la solución plebiscitaria. Esta, se sabe, no ofrece ninguna garantía. La claudicación de Tsipras en Grecia ocurrió luego de una victoria electoral inesperada. Y nadie le hizo rendir cuentas por tamaña traición, como si el pueblo solo se presentara cuando lo convocan a las urnas. Es verdad que la pandemia funcionó como condicionamiento sanitario y, a su vez, como excusa. Excusa para comodidad del gobierno y excusa para comodidad del pueblo. En un momento tan incómodo, es sobre esa dócil comodidad que es estratégico trabajar, que es estratégico militar. Como con belleza supo anunciar Hölderlin , “allí donde crece el peligro crece también lo que nos salva”.
En medio de las negociaciones de paz con los alemanes, Lenin postuló la consigna de “ceder espacio para ganar tiempo”. Dado que un país exhausto y dividido no podía enfrentar la formidable máquina de guerra germana, el líder soviético consideraba que había que depositar las expectativas en el desarrollo de la revolución europea, pues definía el comunismo de los primeros meses como el gobierno de una fortaleza sitiada, que precisaba urgentemente del rescate comandado por refuerzos o aliados. En tales circunstancias, la posición de Lenin perdió la primera votación contra las opiniones más extremas de Trotsky, que quería provocar a los alemanes boicoteando los acuerdos, y de Bujarin, que proponía una guerra de guerrillas contra el invasor. ¿Podemos extraer alguna enseñanza de este ejemplo? En principio, que hay un margen para decidir cuándo una derrota es estratégica y cuándo es táctica, cuándo capitulamos en la guerra y cuándo en la batalla, o en la escaramuza. No hay mejor arte de la simulación que aquel con el que se convence al enemigo de que ha ganado para, una vez despistado, arrinconarlo con la sorpresa del contraataque, que se prepara en secreto. Pero una decisión de magnitud histórica supone, sin embargo, una conmoción, una crisis de la subjetividad, un despertar sobresaltado.
Del acuerdo y su repelente estofa es posible desprender una lección esotérica, de la que se debe empezar a correr la bola. Hasta ahora hemos usado un solo ojo para analizar la situación. Tan cierto como que el instante en el que nuestros nuevos señores vienen a decirnos si recibiremos los dólares que necesitamos para no quedar a la deriva tiene una carga dramática inmensa (el tiempo se contrae y los pelos se ponen de punta) es el hecho de que ese mismo instante, modificando la perspectiva, se presenta como una oportunidad. Quizás aquel sea el significado profundo del mensaje de Cristina, de que “los pueblos siempre vuelven”. Porque en el instante, de manera imprevista, se puede decir “no”. Porque en el instante, parafraseando a Walter Benjamin, cada segundo es la pequeña puerta por donde puede entrar el mesías.
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