El silencio y la responsabilidad
Una de las ideas más fascinantes de la teología judeocristiana anuncia que Dios se revela cuando se oculta. El reformador Martín Lutero, que esboza una dialéctica entre el Deus revelatus (que se nos ofrece y se nos predica en la figura de Cristo, en su Evangelio y en las profecías que lo anticipan) y el Deus absconditus (que se esconde o cuya voluntad nos resulta inescrutable), es solo el culmen de esa tradición. Basta recordar que cuando Dios, según el Éxodo, se le revela a Moisés en el Sinaí, no le permite ver su rostro. También es importante a nuestros fines la exclamación de Isaías: “¡Ciertamente tú eres un Dios que se esconde, Dios de Israel, el salvador!” (Is 45: 15).
La experiencia del ocultamiento de Dios se vive en todo su dramatismo en tiempos de crisis. Interesan menos aquí las especulaciones apofánticas de los místicos, que se rinden ante la naturaleza inefable e insondable de la Providencia, que el desgarramiento y el sufrimiento del creyente caído en desgracia. Es cuando la gracia se pierde que lanzamos a Dios el desafío. Es cuando el mal y la injusticia reinan en el mundo que nos sentimos huérfanos y abandonados. Todos los pueblos, independientemente de su religión, han conocido momentos de este calibre. El libro de Job los sintetiza a todos y la trágica historia de los judíos parece funcionar como paradigma de la relación con un Dios que se retira (o que no deja conocer sus secretos designios) cuando su pueblo-orgulloso, rebelde y de dura cerviz- queda a la deriva y extraviado. Frente a tamaño alejamiento, la disposición judía es doble. Por un lado, estudio, interpretación y comentario infinito de la Torá. Por el otro, espera paciente del Mesías por venir.
Con el cristianismo, se sabe, es distinto, porque Dios se ha encarnado, ha vivido entre nosotros, ha muerto y ha resucitado al tercer día, encargando a sus apóstoles una misión que deberá cumplirse en el plazo o interín previo a la parusía. Pero desde cierto ángulo la cosa no es tan diferente, pues Dios, así como vino, se fue. ¿Qué otra escena más conmovedora presenta el Nuevo Testamento que aquella en la que Jesús, padeciendo las torturas de la Cruz y recitando el Salmo 22, dirige su lamento al cielo y dice: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Chesterton ha sacado en su Ortodoxia las consecuencias decisivas de este acontecimiento, en el que Dios mismo, por un instante, pareció ser ateo. Dios lleva la contradicción adentro. ¿Qué le sigue al grito agónico de Cristo? El silencio absoluto, que será también la verdad absoluta. No casualmente Ignacio de Antioquía, uno de los primeros Padres de la Iglesia, sostiene en su Carta a los Magnesios que la Palabra, el Verbo, el Logos, el Hijo, brotó del silencio.
En las pocas líneas que Lutero destina al problema del Deus absconditus, se explica que Dios no se agota en la Revelación, sino que su esencia se reserva en su propio ocultamiento, que es un aparecer-como-oculto. La militancia debería extraer lecciones de esta dialéctica, como lo hizo la reflexión judía del siglo XX. Para Martin Buber, la supuesta retirada de Dios es como un eclipse. A los hombres y mujeres nos parece estar ausente, pero nada impide que mañana mismo pueda “desaparecer aquello que se ha interpuesto”. En el mismo sentido, Emmanuel Lévinas consideraba de gran interés y profundidad nuestro vínculo con este Dios vivo pero invisible, que esconde su rostro en los peores momentos. Desde la perspectiva del quebrado o el incrédulo, un Dios así es un mal Dios, porque nos deja indefensos y desamparados, y habilita que sucedan acontecimientos terribles (léase: la Shoá). Pero Lévinas cambia el enfoque: si Dios se retira es porque quiere que asumamos nuestra responsabilidad y no nos “lavemos las manos”. Por eso el Dios judío, dice el filósofo, es un Dios para adultos. Por eso, a su vez, para la militancia Dios se revela cuando se oculta. En otras palabras, sólo cuando el Otro demuestra su impotencia se nos aclara lo esencial: Dios es el antagonismo, es originariamente inconsistente, falto de sustancia. Si los cristianos se llamaban a sí mismos Hijos de Dios, la militancia, como ya ha indicado Damián Selci, se declarará Hija del Antagonismo.
Vamos ahora a una cuestión práctica. El silencio de la conducción. Recuerdo que cuando asumió Macri se vivió durante los primeros meses una desesperación inusitada porque Cristina no hablaba. Los sectores más intensos del kirchnerismo salían a movilizarse todos los días, como si debiésemos demostrar que no estábamos muertos luego de la derrota. Cuando Cristina pronunció su famoso discurso en Comodoro Py se sintió un inmenso alivio. Pero de nuevo, reiteradas veces, volvió a ocurrir lo mismo. Silencio prolongado, por una parte, y ansiedad histérica, por la otra.
En la coyuntura que se abrió tras el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, la in-quietud que se revela (que se des-cubre) hace de tapón a la quietud que se oculta. Las preguntas, para variar, son siempre idénticas. ¿Dónde está la línea? ¿Qué le vamos a decir al vecino? Se pretende, inocentemente, que Cristina (o quien fuera) nos salve y nos saque de la desorientación, sin reparar en que la redención ya aconteció. Para no soportar la carga (la Cruz), evitamos hacernos cargo. Pero eludir la responsabilidad es eludir la militancia. Se entiende que la apremiante necesidad de línea sea un hambre de sustancia. Es natural, porque la militancia es in-sustancial y vivir como militante es lo más difícil. Ahora bien, ¿queremos dar el salto a la mayoría de edad o queremos permanecer como eternos infantes? Kant, en un opúsculo célebre, habla de la comodidad de ser menor de edad y explica que se debe a nuestra cobardía y pereza que no intentemos superar ese estado. Tarea de la militancia, sin embargo, es insistir.
Como con Dios, interpretamos que la conducción (a la que Perón comparó numerosas veces con el “Padre Eterno”) se revela cuando se oculta. Esto no significa que en determinados momentos no sea su responsabilidad brindar una orientación general. Pero si el conductor tiene que manifestarse a cada rato, hay algo de la conducción que falla: que los conducidos aprendamos a conducirnos. ¿Cuál era el objetivo del curso de Conducción Política que Perón impartió en la Escuela Superior Peronista? Formar hombres y mujeres (nosotros anotaremos militantes) capaces de analizar situaciones y tomar una resolución, para lo cual se torna imprescindible ejercitar el criterio (la prudencia, la phrónesis), permanentemente. El silencio de la conducción puede responder a motivos diversos: no generar ruidos en un marco de alianzas, no entorpecer negociaciones, no provocar innecesariamente a los factores de poder, mantener intacta la posibilidad de la sorpresa, que se desperdiciará si la información se filtra. Pero su finalidad decisiva es otra. El silencio de la conducción es confianza en la militancia. Por eso la militancia no debe interpretar el silencio como un abandono, sino como un llamado. Ella tiene que confiar en la conducción, o sea, confiar en sí misma.
La confianza, que es siempre sin garantías, es harto complicada. Más en la actualidad, donde somos tan acelerados. La aceleración de la vida provocada por el desarrollo del capitalismo moderno no tiene antecedentes en la historia de la humanidad. Los mil años que separan la caída de Roma y la caída de Constantinopla transcurrieron a un ritmo mucho más parsimonioso que el que caracteriza los últimos siglos, cuando la técnica, literalmente, se desata y las transformaciones no dejan de sucederse. Pero basta poner el foco en las décadas recientes para comprobar que nunca los nietos fueron tan diferentes de sus abuelos. La velocidad que hoy impera es lo que permite, por ejemplo, la fuga de capitales (expresión que es sin duda una redundancia, porque el capital siempre está en fuga, no pertenece a ningún lado). Poco puede hacer la clase trabajadora o un Estado nacional para arrancar al capital las concesiones que definieron los “treinta dorados”, cuando la hipótesis comunista todavía continuaba vigente. Para disciplinar al capital, primero es imperioso atraparlo y esto es lo que hoy se ha puesto en duda. Si la lucha concreta contra la hegemonía capitalista tiene algún horizonte, debería permanecer ligada a una recuperación (universalista) del sentido del territorio que, frente a la desincronización internacional (porque globalizado apenas lo está el capital), queda expuesta al riesgo de lo político, cuyo frágil y equívoco nombre es comunidad, que no la hay sin munus, es decir, sin obligación de dar, sin responsabilidad ante el otro.
La velocidad es poder, ha enseñado Paul Virilio. Pero nosotros no podemos hacer política al ritmo de la televisión o las redes sociales, que son un gran generador de ansiedad. En política la ansiedad, la impaciencia, la indisciplina, llevan al desastre subjetivo (Badiou). Hay que moverse con tenacidad y perseverancia, sin otro apuro que el que exige el tiempo crítico de la decisión. Y no olvidar que caminamos por territorio enemigo, donde la menor flaqueza o la menor premura injustificada pueden hacernos pisar en falso y caer, porque como observó Perón la conducción se practica sobre un tembladeral. Si la década pasada tuvo como polémica central en la Argentina la no-independencia de los medios de comunicación de masas, la década que transitamos habrá de girar en torno a la no-neutralidad de las redes sociales. Ello implica convencernos de una vez que las expectativas de la política militante (que es la verdadera política) fracasan allí donde se someten a la lógica del “click”, el “me gusta”, las “historias de Instagram” o el “grupo de Whatsapp”. No importa “qué consume la gente”. Saberlo solo tiene valor táctico, circunstancial. Lo que importa es qué vida queremos. ¿Queremos ser exitosos según el mundo, disfrutar de los honores que hace circular, o queremos transformar el mundo, partiendo de la transformación de nosotros mismos?
No dar el tiempo para que las discusiones y las decisiones maduren y rindan frutos, solicitar ansiosamente definiciones antes que diga lo suyo Jonathan Viale o que se difunda una fake news, es no comprender que la política trata de subjetividades arrojadas a la inmanencia de una verdad (de la que debemos sacar consecuencias) y, por ende, no se regula con lógicas ajenas. Se dirá que los tiempos cambian. Pero si a esto que hacemos, a esto que le dedicamos la vida, lo seguimos llamando política, corresponde reconocer que hay algo que no cambia. Los atenienses inventaron la palabra y la cosa hace 2500 años. Lo que la política es no depende de ningún criterio apolítico o antipolítico. Depende de las subjetividades que están involucradas en ella, que dan testimonio, que despliegan su proceso de verdad. Y que se interrogan, se cuestionan y se exigen a sí mismas. No conformarse con el silencio o con una información pequeña puede estar bien siempre y cuando no se espere del otro la solución milagrosa, sino que descubramos también en nosotros la potencia de resolver, de resolvernos como el problema que somos. Porque nos convertimos en militantes políticos cuando se nos revela que somos capaces de acciones que antes, como individuos tristes y solitarios, nos parecían imposibles. Eso es escuchar a la conducción, incluso en su silencio.
Así que no hay ningún drama del “mientras tanto”, del “qué hacemos si no nos dicen explícitamente qué hacer”. El único drama es el de decidirse (no hay de-cisión sin corte, sin la disyuntiva entre lo uno o lo otro), cada vez. Esto también aplica al momento en que la conducción se pronuncia y dice cosas distintas a receptores distintos. La cuestión estriba en aprender a escuchar, como si estuviésemos frente a un mensaje esotérico que los poderes no logran descifrar, porque les pasa inadvertido. Los militantes disponemos del criterio para, cualquiera sea el contexto, hacer frente a los desafíos que surgen en el territorio. Ejercitar y perfeccionar el criterio es responsabilidad de la militancia y de nadie más. Introducir aquí, para justificarse, la distinción entre bases “abandonadas a su suerte” y una superestructura “indiferente e insensible” es una excusa para no afrontar esa responsabilidad. De nuevo: la máxima inquietud esconde la máxima quietud. Hacerse el crítico, el disconforme, con todo y con todos, es una manera de no ser crítico con uno mismo, de no ser, en rigor, autocrítico. Además de imposible, no es necesario que esté Cristina al lado nuestro para informarnos qué debemos hacer. Se debe poder actuar y ser creativos interpretando a la conducción, como si la conducción quisiera lo que estamos haciendo. Cristo le dijo al apóstol Tomás: dichosos aquellos que crean sin haber visto. Creer sin ver es el abc de la conducción política, donde se cumple la confianza en el otro y en su responsabilidad. Así como el abismo de Dios despierta la fe, cuando la conducción “calla” la militancia habla, se conduce, es fiel.
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