Gastronomía de la desesperación
El protagonista de Mordiendo en el vacío (Notanpüan, 2022), la primera novela de Juan Pablo Cantini, no cuaja. De chico, era tal el grado de disociación que tenía con la normalidad, que los padres lo medicaron. Y sufría acoso y burlas de parte de sus compañeros por parecer un niño zombi, por tener sobrepeso, y también por padecer la falta de gusto y olfato. Entonces se atrincheraba en lo de su abuelo, quien no solo lo contenía y lo aconsejaba, sino que aparte contaba, en su casa con pileta, con la compañía de unos aliados fantásticos: El Hombre Pez y el Viejo Tiburón.
De más grande, Adil se enganchó con el mundo de la cocina, o el arte de combinar los alimentos y sus formas de cocción. Y también con la escritura. Y otra vez: los combinó, para convertirse en periodista gastronómico. Y se ganó un lugar en una revista especializada del sector, la más influyente, y con esa carta entre manos, intentaba sacar alguna ventaja entre los actores del gremio. Pero seguía sin encajar. Y entonces llegamos al presente de la novela, en la que el protagonista le hace frente a la realidad con astucia, engaño y desesperación.
Cuando Adil, de unos cuarenta años, tamizado como periodista gastronómico, entra o sale de alguno de los bares y restaurantes, para hacer una nota, o entrevistar a algún gerente o dueño, la noche –o el día- puede rumbear hacia un destino impredecible: un cuarto de hotel con una desconocida, acodado en una barra en la que bartender le sirve una cata de whisky escocés, agachado frente a un inodoro para aspirar la cocaína que le rogó a un compañero de un curso de coctelería, en una mesa del salón, en la que le sirven una degustación de ostras, fajando a un tipo en la calle, o con la información que necesitaba para cerrar una nota que debe entregar antes de las ocho de la mañana del otro día.
Adil tiene reminiscencias con Philip Marlowe, el célebre detective de Raymond Chandler, por su perspicacia para interactuar con su interlocutor de turno en función de su perfil psicológico, por su facilidad para seducir mujeres, pero también por su carácter autodestructivo y nostálgico de un tiempo menos tortuoso.
El ritmo de la escritura es uno los puntos más altos del texto. Oraciones cortas y puntos y aparte que funcionan como fogonazos de las peripecias de un personaje que va por la vida tirando manotazos de ahogado para hacerle frente a un presente acuciante, que lo arrincona y asfixia, y también a los fantasmas de un pasado que lo acechan de manera permanente; anda por las barrancas, frente al río, resentido con el mundo, salvo su abuelo –su recuerdo- y Salvador IV, el gato que le tolera frustraciones y borracheras en el monoambiente.
Con todas esas dificultades, Adil sobrevive gracias a las columnas que escribe para la revista. Y escribe bien, y el medio para el que trabaja tiene circulación en el ambiente, y entonces recibe reconocimientos y hasta nuevas propuestas de trabajo, pero no hay manera de llenar su vacío existencial. O quizá sí: vengándose del ex compañero de secundaria –y del equipo de rugby- que más lo acosó por ser diferente, por no cuajar. Y el lector empatiza con ese deseo.
Otro punto destacado de la novela pasa por el lente que Cantini coloca sobre el universo gastronómico. Sus aromas, colores, luces de neón, el frenético funcionamiento de la cocina, los modales del salón. Y entre todo eso, las relaciones humanas. En este punto hay una conexión, entre otras producciones artísticas, con la popular serie estadounidense The bird -El Oso-, que tuvo tanta circulación.
El narrador conoce muy bien el terreno de los bares y restoranes, las cocinas, y por medio de unas descripciones muy detalladas, nos sumerge en la preparación de platos, las bodegas, cepas y tipos de vino, la vajilla y la cristalería, el trabajo de una mesera, o el funcionamiento de una barra, pero también en las diferentes estrategias de marketing y publicidad que hacen que un bar se ponga de moda entre la salida de la oficina y la hora de la cena, o la escenografía y disposición de un salón.
Para quienes ejercieron alguna de las ramas del periodismo, o incluso la ficción, también encontrarán un gancho con la novela, porque el protagonista nos pone a los lectores frente al agobio que significa correr ante la fecha y hora de entrega de una nota, y los malabares que muchas veces hay que hacer para conseguir una información, las palabras de una fuente, o de mínima, entregar un texto digno, y no alimentado a base de copiar y pegar, o en la actualidad, por medio de la Inteligencia Artificial.
Una crítica: el uso del gerundio en el título. Habría que consultar al autor, y también con el editor, para escuchar qué justificación tienen.
Cantini, en la vida real, organiza un taller en el que justamente cruza literatura y gastronomía, llamado Textos crujientes. El hombre sabe, conoce el terreno, y toda esa experiencia está plasmada con mucha sabiduría, y gancho, en su primera novela –más de 200 páginas-, editada por Notanpüan, el sello de la conocida librería de San Isidro.
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