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La banalidad del mal y el crimen de Fernando

Ahora que los responsables del homicidio de Fernando Báez Sosa recibieron sus condenas, y que el caso ocupa un lugar central en la opinión pública, Celeste Abrevaya arma una genealogía de casos y propone hacer un ejercicio de interpelación colectiva, y problematizar el discurso dominante, incomodando(nos), para prevenir nuevos casos que nos estremezcan como sociedad.

Astiz entra esposado a los Tribunales de Comodoro Py. Tiene uñas, pelo, una nariz, dedos. Detrás suyo entran varios más: Cavallo, Acosta, Capdevilla, Donda, García Velasco. Todos ellos son integrantes del Grupo de Tareas que ejecutó desapariciones y vejámenes en la ESMA entre 1976 y 1983. Van a ser juzgados por jueces civiles en la Sala AMIA.

Son como yo. Igual de humanos. No puedo dejar de mirar cada detalle, cada pliegue de la piel. Me detengo en la oreja, en ese espiral que lleva al oído. Pensé que quizás iban a medir cuatro metros, con ojos rojos, y un andar monstruoso. Pero no. Esto es peor. Somos contemporáneos, transitamos los mismos espacios. Nos comunicamos de formas similares.

Enseguida le di carnadura a la expresión de la filósofa alemana Hannah Arendt sobre la banalidad del mal. La crueldad y lo diabólico que históricamente le atribuimos a los responsables de la última dictadura cívico militar argentina se enmarca en un sistema, en una planificación económica, política y cultural. No son actos del mal fuera de control, paréntesis atemporales e ininteligibles de nuestra historia. Saberlos humanos no implica eximirlos de su responsabilidad, sino, por el contrario, adjudicarles la responsabilidad penal y jurídica que merecen. Creerlos monstruosos, o locos fuera de control, los vuelve inimputables.

Unos quince años más tarde, se transmite en vivo el veredicto a los acusados por el crimen de Fernando Báez Sosa. Durante meses asistimos a un circo mediático que nos taladró la cabeza con la reiteración de los detalles más cruentos de lo que sucedió: la sangre en las zapatillas, las hamburguesas de McDonalds, la selfi, los chats. Condena perpetua para cinco de ellos, y quince años para los otros tres. La transmisión se interrumpe cuando uno se descompensa. En los canales de televisión y en redes sociales se replica esa imagen en loop hacia el infinito. El show del morbo. Pareciera que la escena del sufrimiento de una persona que está recibiendo la noticia de que va a pasar el resto de su vida en la cárcel vende, y vende mucho. No alcanza la pena de un Tribunal, la sociedad tiene que verlos sufrir.

¿Qué diferencia hay con los espectáculos que se montaban en el 1600 en torno a la tortura de acusados por los más diversos crímenes? El pueblo se reunía frente a las horcas o el cadalso y pedía más sangre, y los dirigentes se la daban. 

¿Qué implicancias sociales y culturales tiene fomentar esos circuitos? ¿Es la ejemplaridad punitiva y el recrudecimiento de la condena mediática lo que va a prevenir estos delitos en un futuro?

No pude evitar sentir la conmoción en el cuerpo. Esos pibes, responsables de un homicidio terrible por el que sin dudas merecían una pena, también pueden ser cualquiera de nosotros. ¿Son asesinos perversos? ¿O son jóvenes inmersos en un sistema que le enseña a los varones que para demostrar su hombría tienen que pegar y mostrarse violentos? No seas maricón, Raúl. Los hombres no lloran, ¿no es cierto?

Cuando las feministas hablamos del iceberg de la violencia, hacemos referencia a que un golpe tiene otras violencias silenciosas que lo sustentan, a que existe un universo menos visible de acciones, mandatos y roles que van gestando una violencia mayor. ¿Eso los excusa? Claro que no, pero el de Fernando no fue un homicidio aislado y fuera de todo sentido. Forma parte de una cadena de eslabones que tiene componentes de clase, de racismo histórico, de género.

¿Puede mi hijo de ocho años en un futuro formar parte de un ataque de esas características? ¿Alcanza con las herramientas que puedo darle? “Estábamos en la canchita de la plaza y vino un nene a insultarnos y a decirnos que nos vayamos o nos quebraba una pierna”. ¿Y entonces?

Quizás sea más tranquilizador ubicar  aquello que hicieron como algo lejano e improbable en nuestro entorno cercano. No quiero tranquilizarme ante el horror cotidiano, quiero reflexionar.

Cuando Fernando fue asesinado, pensé en su mamá, en ese dolor inenarrable, en el miedo de atravesar una situación similar. Pero es bastante más incómodo mirarse en el espejo con los “rugbiers”, con sus familias, no en una búsqueda por empatizar, sino por cuestionarse y hacerse responsable de la parte que nos toca, por intentar ver qué rasgos de ellos vemos en nosotros mismos.

Cuando explotó la noticia de la violación grupal a una mujer en Palermo, una publicación en Instagram rezaba: leo muchos “¿y si hubiera sido mi hija?”, y ningún “y si hubiera sido mi hijo?”.

¿Es únicamente responsabilidad de las familias y de los valores que se puedan transmitir en un hogar? La Ley de Educación Sexual Integral, a dieciséis años de su sanción, todavía no se implementa de forma efectiva en todo el país. ¿Qué otras políticas le vamos a exigir al Estado? La tan mentada corresponsabilidad social en el cuidado de niños, niñas y adolescentes implica repartir la carga de cuidado entre familias, comunidad, Estado, y mercado.

Promover que esa carga no sea exclusiva de las familias, también implica comprender que hay más posibilidades, que no estamos a la deriva con definiciones y criterios individuales, sino que hay un conjunto de actores que también se va a tener que involucrar en la crianza y el desarrollo de las personas. Significa que existe una comunidad presente y activa, algo que también puede pensarse en relación al caso de Lucio Dupuy. ¿Quiénes estaban mirando a Lucio? ¿Qué mecanismos fallaron? ¿Qué alarmas no se activaron? ¿Qué hubiera pasado si hubiera habido más personas sintiéndose responsables y parte de su cuidado?

Como escribió Arendt “hubo muchos hombres como Eichmann, y estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terroríficamente normales”. Ella no pretendió eximirlo a través de este razonamiento, pero ¿qué hacemos entonces con la normalidad de ese terror? Entender el contexto social de este caso es buscar herramientas para evitar que se repita, es hacer un ejercicio de interpelación colectiva que nos obligue a involucrarnos, sin creer que el mal es algo inalcanzable o supraterrenal. Es mucho más banal y cercano de lo que pensamos.

author: Celeste Abrevaya

Celeste Abrevaya

Licenciada en Sociología por la Universidad de Buenos Aires, especialista en Políticas del Cuidado con perspectiva de género por CLACSO y Diplomada en Género y Movimientos feministas (FFyL).

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