
La estafa de la caverna
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Que la noción de verdad está hoy día en cuestión no es algo que pueda ponerse en duda. A diario vemos que los medios de información nos mienten en forma descarada y que la posibilidad misma de refutarlos carece ya de prestigio alguno. Y por otra parte, cotidianamente asistimos al deterioro de nuestra propia confianza no solo en en supuesto triunfo de la verdad sino, incluso, en que la verdad misma pueda seguir siendo utilizada como bandera de una transformación profunda de nuestras condiciones de vida. Muchos analistas atribuyen a esta desvalorización de la verdad el motivo por el cual hayamos perdido toda utopía y, por sobre todo, la posibilidad concreta de ofrecer una resistencia firme y coherente al avasallamiento que sobrevino cuando cae el estado de bienestar a partir de los '90 del siglo pasado.
En lugar de señalar cuestiones teóricas como responsables de debacles prácticos, como consideran los intelectuales, más coherente sin embargo sería indagar desprejuiciadamente cómo determinadas condiciones prácticas nos llevaron a esta sin razón que hoy domina en el ámbito público. Aunque abordar esta inversión del planteo habitual y, en lugar de atribuir nuestro estado de situación a la pérdida de valor de la verdad considere, al revés, los motivos materiales por los cuales la verdad hoy está puesta en cuestión nos lleva, por supuesto, a revisar los fundamentos mismos a partir de los cuales la cultura produjo determinado ser social y no otro. Y si alguien se caracterizó por analizar las relaciones entre saber y poder, mucho antes que M. Foucault pusiera este asunto en discusión, fue S. Kierkegaard
Para él resulta bastante obvio que lo que ya sabemos no necesita ser buscado. Pero señala que desde el origen mismo del filosofar se ha objetado que lo no sabido tampoco podría ser propiamente buscado ya que no tendríamos idea alguna de qué sería lo que desconocemos, motivo por el cual se ha concluido, aunque demasiado rápidamente, que buscar la verdad no consistiría en descubrir algo sino en redescubrir, mas bien, algo que ya sabríamos de manera innata. Y como la condición para hallar dicha verdad habría estado en nosotros eternamente, el instante mismo en que reconociéramos algo como verdadero no sería de ninguna manera entonces algo decisivo para nadie.
Esta fue y es la perspectiva socrática de la verdad, para la que conocer equivale, implícitamente y en definitiva, al conocimiento de Dios. Puede decirse que ella fue la que primó tanto tacita como explícitamente en la literatura filosófica en general, constituyendo por supuesto el fundamento de esa Alegoría de la Caverna que, al menos en la línea que reconocemos como canónica desde Platón y Aristóteles, hasta Kant y Hegel, representa la historia sin mas del pensamiento occidental y se traduce como ese paradigma por el cual la razón se ofrece como instrumento redentor por excelencia.
Frente a esta perspectiva, S. Kierkegaard señala la posibilidad de una concepción de la verdad, radicalmente distinta, por la cual el discípulo no posee en cambio jamás la condición para comprender la verdad y ha de recibirla, por eso, a través del encuentro con un maestro que ya no resultaría para él entonces algo ocasional. El instante en que el discípulo de tal maestro recibe su condición para hallar la verdad ha de tener ahora una importancia decisiva, ya que a partir de él se pasa no sólo de la ignorancia al saber, sino a reconocerse él mismo en permanente polémica con el saber. Si este instante es de naturaleza decisiva, en definitiva, resulta entonces porque implica para el discípulo poder verse encadenado entonces a sí mismo, y poder actuar en función de este descubrimiento - o no - en consecuencia.
El hombre del que la filosofía quiere dar cuenta desde la antigüedad hasta Hegel era entonces uno que, por confundir las sombras que se proyectan en la caverna con la realidad, precisa advertir que ellas son meros reflejos que proyecta un fuego detrás y que todo su mundo no es más que una sombra, a su vez, de la verdadera realidad que la luz del sol supuestamente le descubrirá una vez que salga a la superficie. Pero que la verdad nos libera del error fue precisamente la estafa sobre la que sostuvo nuestra civilización, y esto es algo que quizás hoy comienza a ser difusamente experimentada como tal por una minoría silenciosa.
El hombre que Kierkegaard nos quiere mostrar, por lo tanto, es alguien muy parecido a uno que hoy, viviendo ya en la superficie de esa caverna metafórica, nunca alcanza a recibir ni el más mínimo calor ni rayo alguno de la luz del sol, sin embargo, porque todo le resulta en definitiva un mero decorado: experimenta firmemente que la caverna continua afuera de forma camuflada y se para en el mundo torpemente, entonces, como ante una puerta a la que empuja ciega y tercamente ignorando - o no aceptando - que se abre sólo a quien resulte digno de reconocerse sin derecho hacerlo sólo por sí mismo.
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El movimiento que resulta del arrepentimiento por haber permanecido preso de la soberbia ilusión de poseer uno mismo la condición para la verdad - y estar, de esta manera, alejándose continuamente de ella-, resulta apropiadamente una ‘conversión’, en primera instancia, porque cambia expresamente el sentido hacia donde, desde siempre y por lo general, el hombre se orienta. Y resulta con justicia un ‘renacimiento’, a la vez, ya que por el viene de nuevo al mundo como hombre propiamente singular, y sin deberle nada a nadie como no sea por supuesto a su maestro.
Si el discípulo ya convertido olvidara al maestro que le brindó la condición para la verdad se hundiría sin embargo otra vez en esa perspectiva por la cual la razón se adjudica a sí misma, de manera sistemática, la potestad de poseer la condición para la verdad. Por eso dice Kierkegaard que a este hombre ahora se le exige que haya de ser plenamente responsable para estar así en condiciones de poder rendirle cuentas a su maestro en todo momento.
Que la puerta de la felicidad se abra en el instante no significa en absoluto que por ello lo haga de una vez y para siempre. Si el encuentro con la verdad no se trata de un instante ocasional es, justamente, porque esa condición ha de venirle constantemente ofrecida: no se reduce a una mera puesta en acto del hombre que el discípulo ya sería previamente sin que lo sepa, sino en el convencimiento de que sólo al cruzar la puerta, y sólo en tanto la cruce indefinidamente, resulta que se convierte en un hombre - cada vez - propiamente nuevo.
El maestro, dentro de la perspectiva socrática, resultaba una ocasión para que el discípulo se comprenda a sí mismo. A la vez, el discípulo representaba también una ocasión para que el maestro hiciera lo propio consigo mismo: esta es la razón de ser ejemplar de la mayéutica socrática, y lo que la ha convertido en desiderátum de toda buena enseñanza entre seres humanos. Pero al maestro del hombre nuevo no le hace falta nunca auto-comprenderse, en cambio, ya que movido sólo por el amor no está en relación de reciprocidad con quien ha encontrado como discípulo: dicho maestro existe desde una eternidad que, por y para el discípulo, en el orden del tiempo se convierte en instante. De manera que en este caso, por supuesto, el maestro no puede ser humano, sino que se trata propiamente de Dios.
Que a Dios lo mueva el amor significa tanto que resulta su causa eficiente como final. A diferencia entonces del Dios de Spinoza, en consecuencia, podría decirse que un Dios de amor no se define ya sólo como causa de sí mismo sino, también y sobre todo, como determinado libremente por una causa final que consiste en dirigirse al discípulo y seducirle aun cuando, para ello, deba rebajarse entonces a sus ojos. Como Dios quiere ser nuestro maestro, su preocupación consistirá según Kierkegaard en conseguir una sintonía basada necesariamente en la supuesta igualdad, y resulta importante comprender cómo puede ser ofrecida al hombre la condición para la verdad porque de ello pende la posibilidad de un instante decisivo.
Dios quiere enseñar a su discípulo no a amar tan sólo, sino que pueda amarlo. Y no porque lo necesite sino porque ese, simplemente, es su propósito por excelencia. Presentándose como su benefactor no lograría sino una admiración sumisa, y el amor que Dios en este caso recibiría de parte del discípulo no haría más que abatirlo porque no sería auténtico. Por eso dice Kierkegaard que Dios se reserva el dolor de saber que puede alejarlo de sí, es decir, de permitir que su discípulo en definitiva también pueda hundirse en sí mismo y finalmente abandonarlo puesto que, sin esta posibilidad real y efectiva, su amor sería irresponsable. Es por eso que Dios, como maestro amante y salvador, asume para el discípulo la novedosa figura de servidor, deseando entonces ser igual al amado en serio y en verdad.
La presentación de este Dios que se rebaja a sí mismo puede resultar, además de una paradoja, simplemente una apología del cristianismo. Y si bien esta es una interpretación legítima, el planteo que Kierkegaard presenta en Migajas Filosóficas muestra sin dudas un recorrido inverso: se llega al Dios cristiano a partir de la exigencia propia de la razón, que es la de chocar con la paradoja y abrirse así a lo absolutamente desconocido. Obviamente, también se podría objetar que la razón tenga necesariamente a la paradoja como fin último, pero con ello no se discutiría ya sino una determinada concepción de la existencia por la cual se intenta dar cuenta de un tipo de hombre al que no le basta con caminar derecho tras su nariz.
No para todo el mundo, obviamente, la paradoja ha de resultar la pasión del pensamiento. Descubrir algo que ni siquiera se pueda pensar no es por supuesto precisamente un lugar común para la humanidad en su conjunto. Por eso mismo, sin embargo, el intento de demostrar la existencia de Dios le parece a Kierkegaard una pérdida de tiempo. Más bien, lo que opera para él como motor de su escritura pensante consiste en dar cuenta de algo que bien podríamos llamar hoy la 'función Dios’, es decir, el rol que Dios cumple en un determinado tipo de hombre que, en lugar de ese que toma lo falso por verdadero y al que, por lo tanto, es posible redimir ayudándolo a que se libere de sus cadenas, toma lo verdadero por falso y, justamente, no puede liberarse porque está preso de sí mismo.
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