El color del llanto
Transitando la mitad de la vida, se va más despacio pero más certero. Buscamos momentos, lo presente. Lo que podemos hacer mañana, no dentro de diez años. Una cena en un buen restaurante, un partido de futbol con los amigos, alguna fiesta (si tenemos suerte y poco sueño), asados con gente querida. Ir al teatro, o al cine. Al cine a ver 1985.
Qué hermoso momento, presente, ahí, sentado al lado de mi compañera Julieta, con pochoclo en balde y gaseosa. Ya ir al cine con tu novia es un planazo, siempre, pero 1985, ay, qué belleza.
La película me generó muchas sensaciones fuertes, fomenta la pulsión y el amor por nuestras vidas. Disfruté cada segundo, con esa década del 80, el cigarrillo permanente, los autos, los colectivos, el Palacio de Tribunales. La extraordinaria actuación de Darín. La querida Judith König. Maco. Y ese etapa histórica de nuestro querido país.
Creo que a la película no le falta ni sobra nada. Había leído y escuchado algunas críticas, pero fui libre de prejuicios y, repito, la disfruté con plenitud. Está el horror, el amor (las Madres de Plaza de Mayo), las tensiones políticas de la época, las contradicciones. Está Videla con su banda de genocidas. Se pueden analizar muchísimos asuntos del Julio Strassera de carne y hueso, el real, pero como fiscal hay que tener pelotas para enfrentarse a esa jauría de criminales. Me refiero a lo escénico, no a lo histórico y político. El escenario de un juicio, de la audiencia, donde los tipos están ahí, no en los diarios ni en la radio ni en la televisión, sino ahí, a pocos metros, con las manos manchadas de sangre, con olor a pólvora en sus uniformes, con aires de impunidad. Eso se puede ver en la película y tiene más fuerza, quizás, que una bajada de línea.
Es 1985. El falcón era el auto más usado. Después vendrán años de reivindicaciones políticas y de un concepto más integral de Memoria, Verdad y Justicia. Es 1985 y todavía no hay ni un solo integrante de una fuerza de seguridad o militar en quien se pueda confiar en términos democráticos.
Yo en 1985, con ocho años, vivía con miedo. Hacía solo un año que habíamos vuelto del exilio. En marzo de 1984, cuando empezamos las clases, mi mamá lloró, no de emoción, sino de bronca, porque el acto de inicio del ciclo escolar tenía impronta militar, autoritaria. Una democracia todavía con el cordón umbilical.
En 1985 yo vivía con miedo. Si mi mamá no llegaba a casa, yo pensaba que la habían secuestrado, o si en la calle veía que un padre llevaba a una nena con su mano sobre la nuca, yo pensaba que la estaba secuestrando. Yo no tenía miedo por mí (ya ese año con mi hermana viajábamos solos en colectivo), ni creía que me iba a pasar algo, era un miedo social, difícil de describir, como si a todos les/nos pudiera pasar algo. Veía violencia en todos lados. Lloraba mucho. En el grado me decían “el llorón”.
La dictadura genocida secuestró y desapareció a gran parte de mi familia, entre ellos a mis dos tíos, los hermanos de mi madre, los hijos varones de Moises, mi abuelo. Nos fuimos a Israel en 1977. Mi abuelo nos vinos a visitar y nunca más volvió a la Argentina (la amaba, pero le habían sacado todo: desde sus hijos, hasta su taller de confección de ropa). En 1985 vino solo unos días, y lo hizo para declarar en el Juicio a las Juntas. Ni antes ni después volvió a pisar este suelo. Murió en Israel ya muy grande. Recuerdo a mi abuelo esos pocos días en 1985 en su departamento de Once, leíamos el suplemento deportivo de los diarios, mirábamos la tabla de posiciones del campeonato de futbol de primera, me enseñó a jugar al Prode, íbamos a comer por el barrio con sus amigos de la colectividad judía.
1985 me hizo llorar en una categoría especial de llanto. Pocas veces me pasó o me permití alcanzar ese límite al que podemos llegar con el llanto. Un llanto relacionado únicamente con la tragedia familiar que nos generó la dictadura genocida. Un llanto que tiene un color especial, único, distinto al que podría tener un llanto que nace producto de otra causa. Un llanto que deja salir todo lo roto, profundamente triste, pero liberador y necesario, después del cual, llega la paz.
Me pasó solo en algún aniversario del asesinato de mi papá, o en uno o dos actos conmemorativos. Recuerdo uno especialmente en el Hotel Bauen, en el que habló Viki (Graciela Daleo), en el que lloré mares, con ese color. Así estuve en el cine, hace unos días, con Julieta, en el cierre de la película, cuando se muestran las imágenes de archivo del juicio, cuando la gente, en las gradas, aplaude, grita y llora, conmovida por el alegato del fiscal.
Cada uno podrá trasladarse a su 1985 o simplemente conocer o recordar lo que somos, porque eso fuimos. En estos tiempos de liviandades y de debates chatos, donde se dramatiza por una grieta (que no es otra cosa que la tensión válida de una democracia) que nos lleven a 1985 con ese nivel artístico es una caricia a nuestros corazones.
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