El 14 de julio del 2004, el Washington Post publicó que un subcomité del Senado de los Estados Unidos había detectado movimientos sospechosos en el Banco Riggs, uno de los más prestigiosos de Washington. La investigación reveló que, entre otras celebridades, el exdictador chileno Augusto Pinochet tenía varias cuentas secretas desde 1994 en dicho banco. Comenzó entonces un largo proceso judicial que concluyó este año, cuando la Justicia chilena logró incautar 3,3 millones de dólares de sus herederos.
Los entusiastas del dictador transitaron de la negación inicial a la indignación y luego, pasado el primer momento de estupor, a la justificación. Aquellos montos no declarados serían los ahorros del dictador retirado, “que él suponía, con razón, amenazados por la vindicta del marxismo local” (https://www.elmostrador.cl/noticias/opinion/2013/08/07/y-donde-esta-la-fortuna-de-pinochet/), según escribió el periodista Hermógenes Pérez de Arce, un pinochetista enfiebrado experto en marxismos imaginarios.
Lo curioso no fue la esperable justificación final del desvío de fondos sino la indignación, aún temporal, por un delito menor, comparado a los terribles crímenes de la dictadura de Pinochet. De acuerdo a los informes de la Comisión de Verdad y Reconciliación (“Informe Rettig”) y la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura (“Informe Valech”), la cifra oficial de víctimas directas ascendería a 31.686 personas, de las cuales 28.459 fueron víctimas de tortura y 3.227 fueron víctimas ejecutadas o desaparecidas. Además, unas 200.000 personas habrían sufrido el exilio y un número indeterminado habría pasado por centros clandestinos de detención y tortura.
Ninguna de esas acusaciones impactó tanto en los seguidores del Tata, según el mote cariñoso que le daban al dictador, como la denuncia de robo. Es decir que podían aceptar e incluso aplaudir que Pinochet se hiciera de la suma del poder público a sangre y fuego, transformándose en amo y señor de la vida y el patrimonio de todos los chilenos, pero ejercer ese poder absoluto sobre unos pocos millones de dólares les parecía, al menos en un primer momento, éticamente inaceptable.
Hace unos días circularon por los medios y las redes imágenes de Martín Insaurralde, jefe de Gabinete bonaerense, en buena compañía a bordo de un yate en Marbella. El lujo explícito de dichas imágenes en un contexto económico muy difícil impulsó su renuncia y la disolución de su puesto. Sus funciones serán absorbidas por otros ministerios, aclaró el gobernador Axel Kicillof en un comunicado, a través del cual también explicó que “no podemos distraernos ni perder tiempo” y aclaró que no se trata de hacer “marketing de la honestidad”, una gran expresión.
Como era de esperar, nuestros medios serios se indignaron al unísono, aplicando sin pudor el viejo truco del moralismo selectivo, un instrumento que se activa con funcionarios peronistas pero se desactiva cuando los retratados en lugares paradisíacos e incluso con amable compañía son funcionarios del lado bueno de la grieta, sean estos políticos, jueces, camaristas o fiscales.
Es extraño que las faltas éticas individuales causen tanta furia en ciertos medios, mientras que las políticas que tienen efectos devastadores para las mayorías, como los mega endeudamientos, la fuga de capitales y los eternos ajustes, pasen de largo sus filtros éticos. Una foto desubicada o un desvío espurio de fondos indignan más que una deuda a cien años, con la consecuencia del empobrecimiento de millones de ciudadanos, o son más relevantes que los crímenes de terrorismo, genocidio y tortura.
En realidad, es imposible que un espacio político esté exento de faltas éticas o incluso delictivas. El peronismo, hoy circunstancialmente kirchnerismo, no es la excepción. No hay una superioridad moral entre sus integrantes, y de hecho nadie la invoca: somos imperfectamente humanos y lo sabemos.
Querer supeditar el debate ciudadano a las virtudes individuales es otra cara de la antipolítica. El verdadero debate pasa por otro lado: la virtud en política no debería medirse a partir de tal o cual ejemplo personal, sino en el modelo que se pregona de forma colectiva y que hace realidad efectiva la ampliación de derechos y el desarrollo con inclusión.
Es en eso que debemos hacer foco, no en el marketing de la honestidad y el moralismo selectivo, que ponen más énfasis en la indignación individual que en las iniciativas colectivas; esas que modifican, para bien o para mal, la vida de las mayorías.
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