Cultura Literanacional

El siglo kafkiano (parte 2)

Segunda parte de la semblanza de Franz Kafka, a quien Gastón Fabián considera el escritor más enigmático del siglo XX.

“Kafka es el gran escritor clásico de nuestro atormentado y extraño siglo”. 

Jorge Luis Borges, Los diálogos

 

“—¿Por qué no dices nada?—preguntó—. ¿Por qué dejas que te ocurra todo esto?”. 

Franz Kafka, El desaparecido

 

“—Chesterton es tan gracioso que casi se podría pensar que ha encontrado a Dios —dijo Kafka.

—¿Así que la risa es para usted una señal de religiosidad?

—No siempre. Pero en estos tiempos tan despojados de Dios es preciso ser gracioso. Es un deber. La orquesta del barco siguió tocando en el Titanic hasta el final. De este modo se le arranca a la desesperación el suelo que está pisando”. 

Gustav Janouch, Conversaciones con Kafka

Parte 1 de la nota, acá.

¿Fue Kafka el profeta de la burocracia?

Un “tribunal invisible” (la expresión es suya), perseguía a Kafka cada día de su vida. Es una imagen frecuente, sea bajo la figura del padre (en la Carta al padre—carta que por cierto nunca llegó a destino—, donde admite su miedo primitivo, causa de su timidez, de su introversión, de su repliegue a la literatura, pero también en La condena, cuando el padre postrado adopta de repente una postura erguida y el hijo se achica cada vez más, hasta que lo condena a morir ahogado y Georg, sin temple ni dignidad, lo acepta) o la de la burocracia, que Kafka conocía de cerca por su propia función en el Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo de Praga. A propósito, existe una sensacional anécdota relatada por Max Brod, luego de una visita que hizo a su oficina en un contexto de grandes cantidades de personas mutiladas y lisiadas producto de la guerra. Casi pidiendo permiso, Kafka le dice: 'Qué modestas son estas personas. Vienen a suplicarnos. En lugar de asaltar el Instituto y destrozarlo todo, vienen a suplicarnos'. Es como si viviéramos en medio de una virtualidad inestable, a punto de estallar, al filo del abismo, igual que el trapecista del cuento. El arte, parafraseando a Blanchot, es conciencia de la desdicha, no su compensación. Su búsqueda no es la felicidad mundana, sino la verdad, con el costo inconmensurable que suele acarrear. En cambio, la mayoría de nosotros andamos colgados en el aire y no lo percibimos. ¿Por qué los solicitantes no destruyen todo? ¿Por qué no se les agota la paciencia? ¿Por qué la seguridad de que no van a prender fuego el Instituto? Nuestro hábitat no reconocido es ese interregno.

El tema de la espera es uno de los grandes temas de Kafka. Tema judío por antonomasia: la larga espera del Mesías. Cual rabino estudioso y sabio, Kafka anota: “El Mesías llegará cuando sea posible el más desenfrenado individualismo en la fe, y nadie destruya esa posibilidad, nadie tolere la destrucción, es decir, cuando se abran las tumbas” y “el Mesías no vendrá hasta que ya no sea necesario, es más, llegará después de su propia venida, no vendrá el último día, sino el día posterior al último.” Huele tanto a Walter Benjamin, a interrumpir o hacer saltar el continuum de la historia, que me alegra (también la idea de que “el rasgo decisivamente característico de este mundo es su caducidad” evidencia una feliz cercanía con el Fragmento teológico-político). Son adagios sin moraleja clara, así como en sus ficciones tenemos parábolas sin conclusión. “Si llamamos así al Juicio Final es debido a nuestro concepto del tiempo; en realidad es un juicio sumarísimo” (para la jerga de Benjamin, violencia divina contra violencia mítica). En este mundo, sufrimos los procesos sin juicio (como Cristo con Poncio Pilatos en la lectura de Giorgio Agamben, como Josef. K en su fatal agonía); en el más allá, habrá un juicio instantáneo, sin proceso. Ejemplo notable del otro Kafka. No ya el prosista obstinado, sino el místico, que en su fraseo conciso, interrogativo, distante, dice cosas que parecen salidas del fondo de los tiempos.

Es el Kafka de los aforismos que, en el cenit de su inspiración, escribió en sus cuadernos en octava. Muchos de esos textos, en la edición póstuma de la obra, compusieron narraciones independientes, siempre brevísimas. O, en verdad, más que narraciones al estilo de Contemplación o Un médico rural, estas delicadas piezas, como observó con lucidez Stach, “son apuntes experimentales, movimientos mentales convertidos en imágenes, coagulados en imágenes”. Y luego lo tenemos a Kafka revolviendo en la inacabable olla del mito, jugando y probando variaciones de lo más diversas. Somete el cánon a su versátil imaginación. Entonces el Quijote es el demonio de Sancho Panza, que engañado por su astucia se pone a leer libros de caballería y se arroja a tener desopilantes aventuras, mientras Sancho lo sigue por sentido de la responsabilidad y entretenimiento; Poseidón, un burócrata que desde la profundidad gobierna los mares sin conocerlos; Alejandro Magno, un conquistador inhibido que, a pesar de las fuerzas interiores que lo mueven a atravesar y unificar las naciones, se detiene en el Helesponto (su Rubicón), “no por miedo, ni por indecisión, ni por pusilanimidad, sino por la pesadez de la tierra”; el arma letal de las sirenas no es su canto sino su silencio, por lo que Odiseo fingió que se tapaba los oídos para no escuchar sus dulces voces; Prometeo, un héroe sobre cuyo fatídico desenlace existen al menos cuatro versiones, por no mencionar otros versados ejemplos.  

“A Kafka podemos leerlo y pensar que sus fábulas son tan antiguas como la historia, que esos sueños fueron soñados por hombres de otra época sin necesidad de vincularlos con Alemania o con Arabia”, dijo con elegancia Borges. Ahora sí es imposible olvidar sus sentencias y reflexiones, que suenan a talmúdicas o a proverbios chinos (imagina y narra el bohemio en una mixtura del judaísmo cabalístico y el taoísmo; “Kafka podría figurar, por muchos de sus relatos, en los anales de la literatura china”, remata Canetti). La biografía de Max Brod y el libro de Gustav Janouch (que sigue el modelo de las Conversaciones con Goethe de Eckermann y trata a su héroe con seriedad, como doctor) disfrutan de esas intervenciones cortas, milagrosas y fulminantes que Franz Kafka supo regalarnos para toda la eternidad.

Que yo sepa, varias de las anécdotas de Brod son anteriores a la Revolución Rusa y al surgimiento de los movimientos fascistas. Las de Janouch, por el contrario, son posteriores y reflejan a un Kafka adulto; enfermo, vacilante y sombrío como siempre, pero ya sin la juguetona y tierna mirada del niño que hace reir, a pesar de que tanto Brod como Janouch compartieron con Kafka momentos de suma algarabía. Su rostro envejecido es cada vez más penetrante y melancólico. Su locura desaforada parece serenarse. Pero detrás del silencio calmo, se siente un pálpito acelerado y nervioso, un latido de resignación, guarida de los más inconfesables arcanos de un escritor que nunca dejó de estar asediado por las penumbras. El 28 de febrero de 1920, Kafka le dijo a Brod que “somos pensamientos nihilistas que surgen en la mente de Dios', pero no un dios en esencia maligno, el demiurgo de los gnósticos, sino un Dios bondadoso, que también se altera. Finiquita la broma aventurando que no somos “una caída tan radical de Dios, sino sólo uno de sus malos humores, un mal día'. “¿Así que habría esperanza fuera de nuestro mundo?”, le pregunta el amigo. La respuesta de Kafka, sonrisa mediante, fue apoteósica: 'Mucha esperanza... Por Dios... esperanza infinita, excepto para nosotros'. ¿Para quién hay entonces esperanza? Según Walter Benjamin, para la estirpe de los ayudantes, desde “el estafador desenmascarado en Contemplación, como el estudiante que se hace visible por la noche, en el balcón vecino de Karl Rossmann, como también los locos que viven en aquella ciudad al sur y nunca se cansan”. No olvidemos que Benjamin rastreaba en Kafka una débil fuerza mesiánica, expresada en estas figuras del que es un ejemplo Bucéfalo, que emancipado del conquistador Alejandro, lejos del fragor de sus batallas, asume la tarea del nuevo abogado, para quien “el derecho que ya no es ejercido, y que solo es estudiado, esta es la puerta de la justicia”.  Parafraseando a Agamben, es la ley que se vuelve inoperante.

Es indudable que en la obra de Kafka resuenen los ecos de un clamor sufriente por una trascendencia fallida. La parábola Ante la ley (que es la espera de una justicia que se mantiene lejana), la imposibilidad de K. para acceder al misterioso castillo o el cúmulo de obstáculos que bloquean la llegada a destino del mensaje imperial son algunas de las varias pruebas de esto. Blanchot la denomina trascendencia muerta, el Dios que ha dejado un espacio vacío (el emperador muerto, el ex comandante muerto, el juez supremo muerto) y todavía gravita. Gerschom Scholem atribuía a Kafka la imagen de un mundo de la revelación “en la perspectiva en que es remitida a su nada”, esto es, “una situación en que aparece como vacía de sentido, en que todavía se afirma, en donde es válida, pero no significa” Por eso la idea de Deleuze y Guattari de que el de Kafka es un pensamiento de la inmanencia resulta bastante forzada y oportunista. Cuando escriben que “ya no hay sentido propio, ni sentido figurado, sino distribución de estados en el abanico de la palabra” o que “la cosa y las otras cosas ya no son sino intensidades recorridas por los sonidos o las palabras desterritorializadas que siguen su línea de fuga”, aciertan en la crítica de la “teología encubierta” que Brod y otros intentaron poner de moda después de la muerte de Kafka (“esforzándose por descifrarlo fue como los kafkólogos mataron a Kafka”, estila con sarna Kundera), pero creo que se equivocan en la comprensión de su técnica narrativa, que es algo más que una sucesión de flujos y transformaciones spinozianas. Sí me parece mucho más contundente la descripción de las dos facetas de la burocracia en Kafka, ambas complementarias. Por un lado, la burocracia vieja, que se expresa en la Altura, en la pirámide, en la verticalidad, en la diferencia de jerarquías entre un emperador y sus súbditos, entre un juez y sus secretarios. Y por el otro, la burocracia nueva, con su segmentación, su flexibilidad, sus largos pasillos y corredores, su comunicación entre despachos, su encadenamiento de las oficinas y sus funcionarios que trabajan desde la cama.  El mundo de Kafka es un mundo de gestos automatizados, sin alma ni destellos de personalidad, muy bien condensado en la icónica escena de Karl Rossmann trabajando como ascensorista de un hotel de lujo. Sobre su empleo en el Instituto, le explica a Janouch: “no hay maravillas, sino sólo instrucciones de uso, formularios y normativas. A la libertad y la responsabilidad se les tiene miedo. Por eso el hombre prefiere ahogarse detrás de las rejas que él mismo se ha fabricado.” Es la jaula de hierro weberiana.

De ahí que, como razonó Slavok Zizek, Kafka no haya escrito la hipérbole de la burocracia, sino el retrato más crudo del funcionamiento del aparato burocrático en tanto concepto. ¿En qué corriente nada Kafka? Muchos quisieron suscribirlo al podio de los expresionistas. En el sentido más cabal del término, podríamos decir que expresionista es quien liberando sus fuerzas interiores, sus múltiples yoes en perpetuo combate, nos produce la sensación de que es capaz de conocer (crear) el mundo sin salir de su propia casa, de acuerdo con el precepto del Tao. “La literatura de Kafka, la más esclarecedora y terrible (y también la más humilde) del siglo XX, así lo demuestra hasta la saciedad”, planteó en una oportunidad Roberto Bolaño. Para él, Kafka experimenta el exilio en su propia intimidad. Como escritor es un desterrado, un desarraigado, que sin embargo tiene conciencia de que una misión lo llama, sin saber exactamente cuál. “El tremendo mundo que tengo en la cabeza. Pero cómo liberarme y liberarlo sin desgarrarme. Y es mil veces preferible desgarrarme que retener o sepultar ese mundo dentro de mí. Para eso estoy aquí, eso lo tengo completamente claro”, anota Kafka en su diario, en uno de sus pasajes más estremecedores.

Sin embargo, hemos visto que en su narrativa, aun cuando funde los sueños con la realidad (Adorno lo llama “liquidación del sueño mediante su omnipresencia”), aun cuando componga la forma con materiales pesadillescos, acicala meticulosamente la prosa. Poco tiene que ver con el surrealismo y su escritura automática, que deja correr a través de las palabras los flujos salvajes del inconsciente (que esconde también su matemática). Incluso si hay evidentes afinidades problemáticas entre Kafka y el expresionismo (de hecho, La metamorfosis fue publicada en una de sus emblemáticas revistas), sus relatos (no así sus cartas y su diario) carecen de arrebatos emocionales drásticos. Los personajes quedan envueltos en nudos de ambigüedad, en medio de una sensación de extrañeza y desconcierto, tienen comportamientos pedantes y desatinados, pero no son particularmente intensos, salvo en su adicción a la tontería. Son, por lo general, chatos, perezosos y desganados. Muchos de ellos atraviesan situaciones límite y es en la situación, no en el sujeto, donde reside la intensidad. Lo esencial en Kafka, como notó Borges, son el argumento y el ambiente, no la penetración psicológica; la invención, más que la elaboración. Los miedos, las ansiedades, incluso la desesperación de las criaturas kafkianas se ven siempre contenidos, jamás estallan. ¿O acaso Gregor Samsa y Josef K, el hijo de La condena y el fogonero en El desaparecido se rebelan frente a la humillación y la injusticia que padecen? ¿No causa irritación y perplejidad su naturaleza alienada y dócil?

En algunos momentos, se simula una lucha contra los mecanismos impersonales y la autonomización de la técnica, así como se lucha contra los fantasmas que atormentan la mente. Luego, lo que resta es una calmada resignación, una tendencia a esperar a ver qué pasa, una asimilación de la culpa. Su vulnerabilidad e impotencia son tan extrañas como la situación misma. Todo parece inverosímil y exótico. Se modifica la percepción del entorno, la atmósfera, que se vuelve brumosa, espesa, nauseabunda, irrespirable (Camus, Sartre y Beckett, cada uno a su manera, han explorado estos mares del absurdo, a veces desde la meditación filosófica, a veces desde un mínimo casi apático de recursos expresivos), sin que implique ninguna transformación de ese mundo arcaico, operado por leyes que nadie conoce ni está preparado para desentrañar (léase, como modelo, Sobre la cuestión de las leyes). Por eso, de nuevo, lo intenso en Kafka no es el personaje, como en Dostoievski, sino la incomunicación entre los personajes, la irrelación, el abismo (como ejemplos paradigmáticos tenemos Una confusión cotidiana o La preocupación del padre de familia). De ahí que Hans Blumenberg defina lo kafkiano como “anagramas poéticos de la experiencia irrenunciable y sobrevenida de lo no objetivo”. Esto quiere decir que “el ser está desgarrado por los abismos de la transcendencia, no solo en los dominios metafísicos más remotos, sino ya en lo más cercano y cotidiano, en la separación en el seno mismo del entendimiento entre persona y persona”. El momento histórico, para colmo, daba testimonio sobre la trepidante degradación de los valores, que Hermann Broch retrató con maestría en su trilogía de Los sonámbulos y en su novela El maleficio. Kafka compartía el diagnóstico, intuía lo que se estaba germinando. “Vivimos en una época tan poseída por los demonios que pronto sólo podremos realizar la bondad y la justicia en la más profunda clandestinidad, como si con ello estuviéramos violando la ley. La guerra y la revolución no se atenúan. ¡Al contrario! Su ardor crece a medida que se enfrían nuestros sentimientos”, le dice a Janouch. Esa frialdad es la panacea de todo sistema burocrático.

Pero entonces, si Kafka indaga la burocracia como concepto, diremos que más que surrealista o expresionista, es platónico. “Todavía puedo obtener una satisfacción pasajera de trabajos como Un médico rural, en el supuesto de que aún logre escribir algo así (cosa muy improbable), pero felicidad, sólo si puedo elevar el mundo a lo puro, verdadero, inmutable”, registra en el diario. Las historias de Kafka nos cautivan desde la búsqueda de la verdad, pero no consuelan ni brindan respuestas satisfactorias. Entendía el arte como “un estar deslumbrado por la verdad: lo único verdadero es la luz en el rostro monstruoso que retrocede”. Un poco a la manera del cuadro de Klee que tanto admiraba Benjamin. Como le dice una vez a Janouch: “Yo no tracé a personas, sino que conté una historia. Son imágenes, sólo imágenes (...) las cosas se fotografían para apartarlas de la mente. Mis historias son una forma de cerrar los ojos (...) el sueño descubre la realidad, que siempre supera a la ficción”. El sueño no es un mecanismo para evadirnos de la realidad, sino una manera indirecta, nebulosa y anárquica de conectar con las dimensiones y capas más profundas de lo real, con las verdades más próximas y los recovecos más oscuros de nuestro ser. Pero nunca saboreamos la jugosa carne de lo real más que por unos confusos instantes. Un bocado de más y nos descomponemos. Por eso no hay un sentido último en la narrativa kafkiana, por eso la aproximación teológica carece de asidero. Su mundo, como argumenta Piglia, “es el de las mediaciones infinitas. Allí reside su grandeza. Lo que se posterga, lo que siempre es interrumpido y desviado es, para él, lo real mismo”.

Generalmente uno despierta frente a las pesadillas y luego tiene que lidiar con sus huellas. Hasta en Kafka, donde la posibilidad de despertar está cancelada (Gregor se despierta y es un insecto, Josef K. se despierta y se entera que está detenido sin saber por qué), el terreno de la pesadilla es menos nítido que brumoso y el abordaje más oblicuo que centrípeto. No hay una razón de ser que detrás del telón ordene y clarifique los papeles desempeñados. Puede entonces Ezequiel Martínez Estrada contradecir a Hegel y postular que “lo que es absolutamente racional, lo absolutamente real, es lo absurdo”. Pero si Joyce, como observa Piglia, “trataba de despertarse de la pesadilla de la historia para poder hacer bellos juegos malabares con las palabras (...) Kafka, en cambio, se despertaba, todos los días, para entrar en esa pesadilla y trataba de escribir sobre ella”. Blumenberg refiere a la irradiación de poderes desconocidos, con los que el personaje ya no sabe cómo se tiene que manejar, a quién responden, qué aspiran. Es necesario añadir, sin embargo, lo esgrimido por Canetti: ese poder supremo que nos humilla, que nos vuelve seres abyectos, solo es omnipresente mediante su ausencia. Se trata de un poder que se sustrae, que se esconde, un deus absconditus. “Klamm, la jerarquía de funcionarios, el castillo. Uno los ve, pero sin tener luego la certeza de haberlos visto. De hecho, la verdadera relación entre la humanidad impotente asentada al pie de la montaña del castillo y los funcionarios es la de esperar al superior”. Esperamos al superior como esperamos la justicia divina. Pese a todo, la paciencia es sagrada para Kafka, que imaginaba que al hombre lo habían echado del Paraíso por la impaciencia y que por la negligencia no puede regresar a él. “Aunque en realidad quizá sólo haya un pecado principal: la impaciencia. Por la impaciencia los arrojaron y por la impaciencia no vuelven.”

Ahora bien, especular sobre lo que hay detrás de la frase, hacer de cuenta que la novela tiene su explicación, su código o su clave fuera de la novela misma, es no haber entendido a Kafka.  No hay un Kafka exotérico y un Kafka esotérico. “Es una prosa que no se expresa por lo que expresa, sino por la negativa a la expresión, por la ruptura. Es una parábola sin clave; e incluso aquel que creyó poder convertir en clave la falta misma cayó en error, al confundir la tesis abstracta de la obra de Kafka, la oscuridad de la existencia, con el contenido de esa obra. Cada frase dice: interprétame; pero nadie quiere hacerlo. Cada frase impone con la reacción ‘así es’ la pregunta: ¿dónde he visto yo esto?”, razona Theodor Adorno, en cierto acuerdo con su amigo Walter Benjamin (que lo corregiría afirmando que los textos kafkianos no son simbólicos “pero tampoco quieren ser tomados por sí mismos; están constituidos de tal manera que se los pueda citar, que se los pueda narrar como ilustración”. En este punto, Benjamin se muestra más cercano a Borges que a Adorno). Es lo que Marthe Robert, una de las mayores estudiosas de la obra de Kafka, llamó técnica de la alusión. ¿Qué es una parábola sin significado? Que en lugar de tener un símbolo medular (el Reino de Dios o la Gracia para El Castillo, el infierno para El proceso, la tierra para El desaparecido, según opina Willy Haas), lo que tenemos es una analogía evanescente que, como dice Roland Barthes, se diluye apenas se ha propuesto, porque la alusión es una fuerza defectiva. No hay una interpretación más válida que las demás, ni se reemplaza una función por otra: la idea de Brod de que lo maligno en Kafka está en las instancias intermedias, en los funcionarios, en los ángeles, pero no en la dirección suprema del castillo, o sea, en el Dios invisible, debe ser puesta en tela de juicio. La densidad de los textos habilita a que varias de ellas sean posibles, dentro de la lógica del como si.

La literatura no es asertiva, es interrogativa. Resulta posible, siguiendo a Barthes, porque el mundo no está hecho, porque se nutre de sueños y de posibles. Kafka ofrece un escenario, un teatro para lo experimental, donde los gestos se aggiornan a contextos e intensidades diferentes, algo en lo que tal vez coincidirían Deleuze y Benjamin. Percibimos la estructura del “como si”—evaporada, ausente, porque lo que hace Kafka es una contracción semántica—en fragmentos del estilo de “el ordenanza echó a correr, encorvado y con los brazos preparados para atraparlo, como si estuviera cazando una alimaña” de El desaparecido a “‘¡Como un perro!’ (...) fue como si la vergüenza debiera sobrevivirlo” de El proceso. No hay ningún secretismo en el como si; es un trastorno de la identidad. El lenguaje ha contaminado la vida y la realidad ya no puede purificarse del significante, que se le ha metido en la sangre. “Escribe como si las imágenes correctas permitieran romper al fin con las mutuas atribuciones cotidianas, ensayadas desde hace décadas, y empezar a otro nivel, más allá de los meros hechos, a un nivel, cree Kafka, más profundo y por eso más real”, considera Stach. El biógrafo menciona también una reseña temprana de Kurt Tucholsky a En la colonia penitenciaria. “No tenéis que preguntar a qué viene esto. No viene a nada. No significa nada”. Hay núcleos problemáticos. No hay soluciones establecidas. En el mismo sentido, ironizaba Gabriel García Márquez esbozando que

“debo ser un lector muy ingenuo, porque nunca he pensado que los novelistas quieran decir más de lo dicen. Cuando Franz Kafka dice que Gregorio Samsa despertó una mañana convertido en un gigantesco insecto, no me parece que eso sea el símbolo de nada, y lo único que me ha intrigado siempre es qué clase de animal pudo haber sido.”

En palabras de Hannah Arendt, cuya interpretación de Kafka es tan luminosa como poco revisitada, “mientras que el surrealista trata de mostrarnos el mayor número posible de aspectos y puntos de vista contradictorios de la realidad, Kafka crea libremente tales aspectos y nunca se conforma con la realidad, pues lo que a él le interesa no es la realidad, sino la verdad. Si el fotomontaje es la técnica preferida de los surrealistas, la técnica de Kafka podría definirse más bien como la construcción de modelos. Así como el que quiere construir una casa o asegurarse de su solidez ha de proporcionarse unos planos del edificio, del mismo modo podríamos decir que Kafka elabora los planos del mundo existente. Obviamente, comparados con una casa real, sus planos tienen algo de ‘irreal’, pero sin ellos la casa no habría podido construirse; sin ellos no podríamos reconocer los pilares y los muros de carga, los únicos que confieren a la casa una existencia en el mundo real”. ¡La burocracia de Kafka es la verdad de toda burocracia! No tengo certezas acerca de si Kundera había leído estos textos arendtianos, pero también él captó con profundidad la dimensión platónica de la obra de Kafka:

“En el mundo kafkiano, el expediente se asemeja a la idea platónica. Representa la auténtica realidad, mientras la existencia física del hombre no es más que el reflejo proyectado sobre la pantalla de las ilusiones. En efecto, el agrimensor K. y el ingeniero praguense no son más que sombras de sus fichas; son aún mucho menos que eso: son sombras de un error en un expediente, es decir, sombras que no tienen siquiera derecho a su existencia de sombra. Pero, si la vida del hombre no es más que una sombra y si la auténtica realidad se encuentra en otra parte, en lo inaccesible, en lo inhumano y sobrehumano, entramos en la teología. Y, en efecto, los primeros exégetas de Kafka explicaban sus novelas como una parábola religiosa. Esta interpretación me parece falsa (porque ve una alegoría allí donde Kafka captó situaciones concretas de la vida humana) aunque reveladora: dondequiera que el poder se deifique, éste produce automáticamente su propia teología; donde quiera que se comporte como Dios, suscita hacia él sentimientos religiosos; el mundo puede ser descrito con un vocabulario teológico. Kafka no escribió alegorías religiosas, pero lo kafkiano (tanto en la realidad como en la ficción) es inseparable de su aspecto teológico (o, más bien, pseudoteológico)”.

Para el discurso de la burocracia, la persona que hace una petición no es más que un número o un dato en un registro (si no está dentro del registro, no existe) y se caracteriza por la condición de “no saber”, siendo el funcionario el que “sabe” (atribución ciertamente inconsistente, porque tampoco los engranajes del aparato comprenden su funcionamiento, como Kafka demuestra con la figura de los ayudantes en El castillo o los subalternos en El proceso. En este último libro se dice: “la jerarquía y el escalafón del sistema judicial eran infinitos e incluso imprevisibles para los iniciados. Sin embargo, el procedimiento ante los tribunales de justicia era en general secreto también para los funcionarios subalternos, por lo que casi nunca podían seguir por completo, en su curso ulterior, los asuntos en que habían trabajado”). Así, cuando la maquinaria brinda la respuesta que se solicita, no hace más que mantener esta división fundamental entre un campo del saber y un campo donde el saber brilla por su ausencia. Quien lucha contra la burocracia, recibe por su parte un trato abstracto y a menudo desinteresado. Deja de ser un hombre o mujer de carne y hueso, deja de pertenecer a una clase social, deja de tener ideas y compromisos políticos. Simplemente es un “expediente”, un “legajo”, un “archivo”. Los derechos que detenta, lejos de poder ejercerlos de manera inmediata, deben pasar por el filtro burocrático, que clasifica y segmenta. Imaginemos entonces a una persona que está muriendo de hambre y es incapaz de acceder a una ayuda estatal por faltarle algún papel o documentación o porque tiene que derivar su caso a otro “departamento”. O que, incluso accediendo, está obligado a esperar a que se cumplan los tiempos procedimentales del “circuito administrativo”. Ejemplos como estos, de mayor o menor gravedad, sobran. Y aunque los gobiernos se esmeren por “acelerar los trámites” o “acercar la gestión a la gente”, la lógica de la burocracia mantendrá intacto su espíritu (inerte). Burocracia, no lo olvidemos, viene de una mezcla entre el francés bureau (escritorio) y el griego kratos (gobierno, poder). Nunca está claro quién toma la decisión, es como si la máquina la vomitara en un momento de indigestión, como sugiere este pasaje de El castillo:

“Cuando un asunto se ha considerado demasiado tiempo, puede ocurrir que, sin que que su consideración haya terminado, de pronto, con la velocidad del rayo, recaiga una decisión en algún lugar imprevisible y luego no localizable, que resuelve el asunto de una forma la mayoría de las veces muy acertada pero al fin y al cabo arbitraria. Es como si el aparato administrativo no pudiera soportar más la irritación de años causada por un mismo asunto, quizá en sí insignificante, y tomara la decisión por sí mismo, sin intervención de los funcionarios. Naturalmente, no se produce ningún milagro y sin duda algún funcionario redacta la decisión o adopta una decisión no escrita, pero, en cualquier caso, al menos por nosotros e incluso por la propia oficina, no puede determinarse qué funcionario ha decidido en el caso ni por qué razones”.

Las conversaciones con Janouch son elocuentes al respecto. “El puño de hierro de la técnica derriba todas las murallas protectoras. Eso no es expresionismo. Es la vida cotidiana y desnuda. Estamos siendo empujados a la verdad como los criminales al patíbulo”, solloza Kafka. ¿La verdad de los campos de concentración, de la matanza industrial a gran escala, tal vez? Conviene recordar la escena imaginada por Piglia en Respiración artificial, sobre un hipotético encuentro entre Kafka y Hitler en Viena, en un bar de mala muerte. Kafka, lejos de percibir a su interlocutor como un chiflado, se toma en serio todo lo que le dice. Su narrativa posterior no sería más que el frenético despliegue de aquella terrible impresión que le causaron los delirios de ese joven frustrado y resentido. Un ejercicio de historia contrafactual como este puede ser muy útil para comprender a un autor tan enigmático como Kafka. A Janouch, por cierto, le plantea que “la guerra nos ha trasladado a un laberinto de espejos deformantes. Vamos tropezando de una perspectiva ficticia a otra, víctimas confusas de falsos profetas y charlatanes que con sus recetas baratas para la felicidad no hacen sino taparnos los ojos y los oídos, así que por culpa de los espejos vamos cayendo de una mazmorra a otra como a través de trampillas abiertas”. Y sobre Mussolini decía que “tiene la boca cuadrada propia de un domador de fieras y los ojos artificiales simuladores de seriedad y profundidad característicos de un cómico de mala muerte. En suma: es el auténtico feriante en jefe de unas girls politizadas apolíticamente y que sólo cuentan como masa. ¡Ahí las tiene!”. Por eso, frente a las crecientes manifestaciones callejeras y la aceleración del descontento social, Kafka temía que aquello no llevara a una mayor libertad, sino a un nuevo despotismo. Janouch, para apaciguar sus preocupaciones, le recordó que el Estado era fuerte y que podría contener los reclamos sin desplomarse como un castillo de naipes. Kafka, que siempre parecía estar un paso adelante, reflexionó:

“su fuerza se basa en la inercia y en la necesidad de tranquilidad de la población. Pero ¿qué pasará cuando ya no podamos satisfacerlas? Entonces sus increpaciones de hoy podrán transformarse en una norma de menosprecio de validez general, porque las palabras son fórmulas mágicas. Dejan huellas dactilares en los cerebros que en un abrir y cerrar de ojos pueden convertirse en pisadas de la historia. Tenemos que tener cuidado con cada palabra que pronunciamos”.

El pesimismo, para Kafka, significaba dejar morir la fe de una conexión inteligente entre cosas y momentos, asumir que no funcionan las leyes de causalidad. No hay ya, diría Blumenberg, una relación compensada entre esfuerzo y éxito, entre rendimiento y beneficio. Uno va a tocarle la puerta a la Ley y la Ley le cierra la puerta en la cara. Por eso, reiteramos, su tema fundamental es la incomunicación, el malentendido, que está presente desde los primeros relatos de Contemplación y hasta se nota en el lenguaje (tan intenso y bello como raro) de la única escena de sexo que describe, la de K. y Frieda en El castillo. También los besos entre Josef K. y la señorita Bürstner en El proceso exhalan los mismos sentimientos de abismal lejanía. De hecho, Kafka se tomaba muy en serio la revolución de las telecomunicaciones y observó primero que nadie cómo el hecho de estar cada día más conectados supone que estemos cada día más solos, o cómo el imperativo de transparencia resta profundidad a nuestras vidas. “Ahora en un solo instante una chispa puede llevar la voz de un hombre por toda la Tierra. Ya no vivimos en espacios humanamente limitados, sino en una pequeña estrella perdida en el espacio, rodeada de millones de otros mundos mayores y menores que ella. El universo se abre como las fauces de una fiera. En su garganta perdemos más y más libertad personal de movimiento a cada día que pasa. Creo que ya no faltará mucho para que llegue el día en que tengamos que disponer de pases especiales para salir a nuestro propio patio. El mundo se está transformando en un gueto”, le comenta a Janouch. Kafka veía perfectamente que el ingreso de las masas en la historia no conllevaba una experiencia colectiva de salvación, porque justamente no era colectiva. Le dice a Janouch: “El pueblo de la Biblia es la agrupación de individuos bajo una ley común. En cambio, las masas de hoy se oponen a toda agrupación. Se dispersan a causa de su propia falta de leyes interiores. Aquí radica la fuerza impulsora de su incansable movimiento. Las masas se precipitan, corren, avanzan a zancadas a través del tiempo. ¿A dónde? ¿De dónde vienen? Nadie lo sabe. Cuanto más desfilan, tanto más se alejan de una meta. Consumen sus fuerzas sin sentido. Creen que avanzan, pero en realidad con su desfilar en círculo no hacen más que precipitarse al vacío. Eso es todo. En ellas el hombre ha perdido su patria”. Es lo que transmite Canetti en su obra monumental Masa y poder, en la que Kafa no es citado ni una sola vez pero se olfatea su presencia en todas partes. Problema el de la incomunicación, el de la soledad existencial y metafísica al interior de la masa que es todavía más evidente para las masas moleculares y digitales de la actualidad.

Frente a semejante avance del capital (“las divisiones de soldados han sido reemplazadas por los bancos de los hombres de negocios. La capacidad de combate de las finanzas ha ocupado el lugar del potencial bélico de la industria”), frente a semejante desarrollo de la tecnología, liberada de toda restricción ética o política, los Estados entran en una crisis terminal.  “El capitalismo es un sistema de dependencias que van de dentro afuera, de fuera adentro, de arriba abajo y de abajo arriba. Todo depende de todo, todo está atado. El capitalismo es un estado del mundo y del alma”, manifestó en una ocasión. En ese marco, es curioso que Kafka hermanara el destino de los alemanes y el de los judíos. Porque, en su perspectiva, también a los alemanes les sería destruido su templo.”Los alemanes tienen al dios que creó el hierro. Su templo es el Estado Mayor prusiano.” No fue otro el martillo destructor que el movimiento nacional-socialista. El futuro que vislumbra es un panorama desolador de grandes guerras religiosas que arrasarán el mundo. Por eso Kafka, de simpatías anarquistas, desconfiaba tremendamente de las tácticas y los motivos de los bolcheviques. “Estas gentes están tan convencidas y seguras de sí mismas, y de tan buen humor… Dominan la calle y creen que por eso dominan el mundo. Pero están equivocadas. Tras ellas ya están los secretarios, funcionarios y políticos profesionales, todos los sultanes modernos a quienes les están preparando el camino al poder (...) Al final de cualquier proceso verdaderamente revolucionario siempre aparece un Napoleón Bonaparte (...) Cuanto más se extiende una inundación, tanto más vadeable y turbia se vuelve el agua. La revolución se evapora y sólo queda el barro de una nueva burocracia. Las cadenas de la atormentada humanidad están hechas de papel de oficina”. Esta declaración visionaria y sublime podría haber sido firmada por Weber, que pensaba, desde la sociología, que la burocracia era el destino. No casualmente Bertolt Brecht leyó a Kafka es los mismos términos: el destino es la organización. Por lo tanto, se trata de luchar contra la tendencia maquinal de la organización en el seno de la organización misma. A diferencia de lo que creen Deleuze y Guattari, no hay programa político en Kafka. Hay intuiciones, destellos de lucidez que pocos han tenido. Pero no hay una alternativa de construcción colectiva (aunque también quedó en su itinerario un hueco para la utopía social, como exhibe su borrador sobre La comunidad de los obreros sin posesiones). Hay, eso sí lo detectan, una lógica de desmontaje, una vía ciertamente negativa (“hacer lo negativo es una tarea impuesta, lo positivo nos está dado”, leemos en sus cuadernos), de fuga, que sus diminutos animales—casi siempre intelectuales o artistas, anota Piglia— recorren mientras los hombres ya no hacen la historia sino que la padecen.

La esperanza del último narrador

Ahora bien, Kafka no tendrá programa, mas tiene una ética. Y toda ética contempla la posibilidad de una política. Me refiero a la ética de la verdad. “La verdad es lo que todo hombre necesita para vivir y que, sin embargo, no puede obtener ni adquirir de nadie. Cada persona tiene que producirla una y otra vez a partir de su propio interior, o de lo contrario dejará de existir. La vida sin verdad no es posible. Quizá la verdad sea la vida misma”. Para él, “pecado es retroceder ante la propia misión. La incomprensión, la impaciencia, la apatía… eso es pecado”. Por eso también escribe que “no todo el mundo puede ver la verdad, pero sí serla”. La salvación, reflexiona Kafka, es única, más las posibilidades de salvación, los escondites (esconderse del rostro de la Gorgona), las cavidades subterráneas donde escabullirse, donde meter la cabeza como los topos, innumerables. ¿Hay que interpretar, entonces, que Kafka estaba en “camino a la santidad”, que era un inmaculado o un nuevo Tolstoi, como hace Max Brod? Mérito indudable de Brod es haber rescatado el aspecto gozoso, piadoso y compasivo; la indestructible voluntad de vida, la batalla por el bien que atraviesa toda la obra de Kafka, desde un lugar marginal, es cierto, pero resistente al fin. No era solo un Job sufrido, solitario y martirizado. No sucumbe Kafka ante el nihilismo. Confiaba en la existencia de una chispa de esperanza, quizá más divina y cósmica que antropológica, porque el mundo de Kafka, como intuyó genialmente Martínez Estrada, es un mundo anterior a los hombres, ilógico, donde los hombres se sienten extranjeros y se habla un lenguaje ya olvidado: “el texto de la realidad no está escrito en lengua matemática sino poética”. Kafka nos lleva directo hasta el corazón de las tinieblas. “El mundo que nos revela es el que habitamos pero no el que vemos (...) Sólo en instantes fugaces, en relámpagos que iluminan parte de un panorama enigmático entrevemos sus perspectivas y profundidad abismal”, dice Martínez Estrada. Y hay que hacer algo con eso. No estaba en manos de Brod, por su tesis dogmático-religiosa, desarrollar las consecuencias o las posibilidades mínimas de redención que guarda como semilla la escritura de Kafka. Sí, en todo caso, de Walter Benjamin, para quien la teología no era trasfondo o razón secreta, sino tinta invisible.

Porque en sentido estricto, en Kafka, la teología rinde honores al mito. Sus textos, explica Benjamin, “remiten mucho más allá del tiempo de la legislación de las doce tablas, hacia un mundo prehistórico sobre el que un primer triunfo fue el derecho escrito. Y si bien aquí el derecho escrito está en los libros de leyes, sin embargo secretamente, y basado en estos, el mundo prehistórico ejerce su dominio aún más ilimitadamente”. De lo que se trata es de amortiguar la fiereza del mito, de domar a sus poderes invencibles. ¿Cómo? A través del cuento maravilloso. A través del pasaje del mito como inconsciente colectivo (que, sin embargo, jamás cesa de perturbarnos) al mito como narración. “Quizá su prosa no demuestre nada; en cualquier caso está constituida de tal manera que en todo momento podría ser puesta en contextos de demostración (...) Como las partes hagádicas del Talmud, así también estos libros son cuentos, una hagadá que continuamente se interrumpe, se demora en las más detalladas descripciones, siempre con la esperanza y al mismo tiempo con el miedo de que la orden y la fórmula halajicos, que la doctrina pudiera sobrevenirle de camino”. De manera que Kafka sería más un narrador que un novelista: pensaba que escribir era guiar y que sólo guía la palabra correcta.

¿No son sus novelas— donde escasea el desarrollo psicológico profundo de los personajes—más parecidas al arquetipo del cuento, según el cual los personajes son más ilustrativos que entidades bien definidas y complejas? En La metamorfosis Kafka propone un recorrido más clásico. Tal vez por eso Borges le dijo a Bioy Casares que es el único de sus relatos que no parece de él. Sus novelas, por el contrario, nos introducen en un mundo laberíntico y fantasmal, dónde cualquier hoja de ruta se demuestra absurda, donde no es posible hacer pie. Y, sin embargo, su estructura formal responde más bien a una lógica de relatos autónomos. El castillo, que presenta una arquitectura más barroca, sofisticada, espesa y absorbente, como una alquimia de géneros y estilos, también se entrega a una dinámica de narraciones intermedias, burocráticas, opacas—pasillos y habitaciones de un palacio inmenso, donde resulta fácil extraviarse—que distraen y alejan al protagonista de su objetivo central. Son episodios interminables, como las mil y una noches; historias dentro de historias, una narrativa en constante expansión, que es la característica general de la obra kafkiana. “El estado incompleto de los fragmentos es el verdadero imperio de la gracia en estos libros”, anotó Benjamin en sus apuntes sobre Kafka. “Gracia” lo entiendo en la múltiple acepción de lo gratuito y lo gracioso, de lo sobrenatural y lo profano, de lo que viene sin precio, sin resumen de cuenta, sin manierismo; lo que salva y hace reír. Pertenece ese estado fragmentario al aspecto satírico del problema de Kafka, que a su manera de ver es un hermafroditismo entre la mística y la sátira, que se anuda en la blasfemia. Frente a esta trama, nos lleva de nuevo al principio aquella misión que Benjamin compartió con Scholem en una carta de 1939, a pocos meses del estallido de la Segunda Guerra Mundial:

“Por supuesto que no fue un humorista. Fue más bien un hombre cuyo destino era toparse en todas partes con esa gente que hace del humor una profesión: los payasos. América en especial es una gran payasada (...) Sea como sea, le caerá en las manos la llave de Kafka a aquel que obtenga de la teología judía su costado cómico”.

Lo cómico, el echar luz sobre las inconsistencias, sobre la contingencia de lo que parece fatal, quizá de una manera muy sutil e imperceptible, dentro de las posibilidades de alumbrar que tiene una mínima chispa en medio de la oscuridad… todo esto significaba para Kafka una gigantesca responsabilidad, que no quería eludir. Porque para Kafka la responsabilidad no es distinta a la vida. La responsabilidad es la verdad. “Si te imponen toda la responsabilidad, puedes aprovechar el momento y desear sucumbir a la responsabilidad, pero inténtalo y verás que no te han impuesto nada, pues esa responsabilidad eres tú mismo”. Léase su relato póstumo intitulado Comunidad y entenderemos de lo que estamos hablando. En unas pocas líneas, Kafka ilumina el sinsentido originario que atraviesa a toda comunidad y que se escuda en las falacias lógicas con las que la misma pretende protegerse de la llegada disruptiva del otro, es decir, el extranjero. No hay ninguna razón suficiente que aclare por qué los cinco primeros “amigos”, que nada tienen en común, se integran en una comunidad, dejando afuera al sexto (el extranjero es el que ha quedado afuera), aquel que, sin embargo, regresa. Si el sexto no regresara con obstinación, si no fuera una permanente molestia o amenaza para la tranquilidad existencial del grupo, este no podría sostener su identidad. Esto es demasiado conocido como para gastar tinta en recordarlo. Toda la reflexión de Roberto Esposito sobre la communitas se encuentra ahí condensada, en uno o dos párrafos kafkianos.

Es cierto que en su búsqueda irrestricta de la verdad, en su paciencia casi divina, Kafka abogaba por una terrible soledad, sin la cual no podría llevar adelante su misión. Pero también aspiraba a la comunidad, a sentirse parte de algo mayor, como lo muestra el Teatro de Oklahoma, o el intento de llegar al castillo, o su última narración, Josefina la cantora. Que la manía de la verdad al precio de la vida el deseo de integración comunitaria se excluyen mutuamente, reflexiona Stach, “había sido desde siempre el núcleo heroico del mito privado de Kafka. Ahora, al final del camino, parece abandonar esa posición, y la lucha de su vida se presenta bajo la luz de la ironía”. Puede que pensara que en el estertor del día no habría salvación para él, pero tal vez sí para los otros, como deja traslucir esta bonita reflexión ante la presencia siempre atenta de Janouch:

“Sólo hay una forma de superación que empieza con superarse a sí mismo, eso es insoslayable. Salirse de esta vía siempre implica un desmoronamiento. Tenemos que absorberlo todo pacientemente en nuestro interior y crecer. Sólo el amor puede hacer saltar por los aires las fronteras del temeroso yo. Más allá de las hojas secas que nos rodean con sus susurros hay que saber intuir los brotes jóvenes y frescos de la primavera. La paciencia es el único fundamento verdadero para la realización de todos los sueños”.

Tiendo a pensar, como Walter Benjamin, que todo en Kafka se debate entre la culpa y la redención, y que el mundo redimido no sería más que un mundo arreglado “en una diminuta proporción”, un mundo “un poquito diferente” a como es hoy (todo es parecido , salvo la perspectiva) y en el que ya desde ahora es necesario vivir, sin perder el tiempo “buscando el obstáculo, que quizá no existe”, como decía Kafka. “Solo existe una meta y ningún camino. Lo que llamamos camino es vacilación”. Resulta irónico que Benjamin creyera que aquella caracterización del mundo abierto a la justicia pertenecía a un rabino antiquísimo, cuando se la había inventado su amigo Gershom Scholem. Sin duda, es una de esas fábulas kafkianas atemporales, que parecen extraídas de una tradición milenaria o de un sueño eterno. Como la parábola Ante la ley, cuya puerta que se cierra siempre deja una pequeña hendidura por donde, cuando menos lo esperamos, en plena noche y mientras dormimos, el Mesías puede entrar y sorprendernos. Entonces nos dice, igual que Kafka al padre de Janouch, despertado por su intromisión: considéreme un sueño.

author: Gaston Fabián

Gaston Fabián

Militante de La Cámpora Boedo. Politólogo de la UBA (pero le gusta la filosofía).

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