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Seremos lo que deberemos ser o no seremos nada

El autor del artículo se propone, a partir del triunfo de Milei, es dar cuenta de todo lo que estaría implicado en la palabra ‘libertad’, o qué significa el libertarianismo. Para eso, acude al pensamiento de escritores como el argentino Juan José Saer, filósofos como el alemán Martín Heidegger, y patriotas como San Martín y Belgrano.

18 de Enero de 2024

Por Fernando Tort

Antes que una forma de gobernabilidad y mucho antes, incluso, que una filosofía económica, el libertarianismo es esencialmente una filosofía de vida: de ahí extrae toda su potencia. Y hasta no estar debidamente al tanto de la filosofía de vida alternativa que, más allá de una burda oposición esquemática entre el individualismo y el colectivismo, nos anima a nosotros mismos, toda crítica a sus propuestas políticas caerán por lo tanto en el vacío. Por eso es tan preocupante que la campaña que llevamos adelante en diciembre fuera calificada como 'del miedo'. Pues si bien sería incorrecto aplicar ese mote a la performance de Massa, que siempre fue al contrario propositiva, es una descripción que acertadamente describe al grueso de nuestros votantes que, de manera explícita, nunca militaron a favor de un proyecto sino sólo en contra de Milei. Militar en contra de algo o alguien es probablemente militar por la mitad, o directamente no militar siquiera.

Ese proyecto de unidad nacional con el que nos presentamos en las últimas elecciones fue sin duda alguna el indicado, ya que daba cuenta de una necesaria autocrítica dentro de nuestro movimiento. Pero cómo comunidad lo dejamos pasar, sin embargo, porque precisamente no confirmamos comunidad. El desastre resulta entonces mayor de lo que parece, ya que no solo perdimos la estupenda ocasión de cerrar la grieta sino que la misma palabra ‘pueblo’ ya  no sabemos hoy qué refiere. Por eso es que una caracterización comunológica del proyecto nacional resultaría sumamente reveladora para un tiempo en que la mera defensa de lo propio, como criterio interpretativo, sería la peor forma de enfrentar la debacle política que sufre nuestro país.

El mayor daño que un periodo libertario puede provocar a nuestro país puede no pasar necesariamente por la recesión económica que de manera inevitable provocará, sino en el seguro descrédito en que caerá lo político cuando, quienes confiaron en estos salvadores, se descubran estafados. La resistencia que hoy precisamos practicar, por lo tanto, no es la que se formula exclusivamente por el poder del pueblo en las calles sino por lo preparados que estemos, cuando todo estalle, para dar cuenta de un proyecto de país que excede largamente lo económico y sepa expresar, al contrario, lo que desde hace doscientos años en nuestras tierras late.

Lo que nos propusimos en este artículo entonces fue comenzar, muy modestamente, esta tarea mayúscula que significa dar cuenta de lo que, para nosotros, estaría implicado en la palabra ‘libertad’. Acudimos para ello en ayuda de un concepto de lo literario para iluminar la libertad desde esa perspectiva donde lo común no sería sólo lo que se comparte entre varios sino, más bien, el misterio a lo que nos abrimos cuando somos efectivamente en el mundo.

El guardián de lo posible

“Todo escritor debe fundar su propia estética -los dogmas y las determinaciones previas deben ser excluidas de su visión del mundo. El escritor debe ser, según las palabras de Musil, un “hombre sin atributos”, es decir un hombre que no se llena como un espantapájaros con un puñado de certezas adquiridas o dictadas por la presión social, sino que rechaza a priori toda determinación. Esto es válido para cualquier escritor, cualquiera sea su nacionalidad. En un mundo gobernado por la planificación paranoica, el escritor debe ser el guardián de lo posible”.

Juan José Saer, Una literatura sin atributos.

1 - En cualquier taller literario se nos enseña que el secreto de la escritura - si es que algo así existe - resulta de sortear la tentación de querer contar algo para permitir en cambio que, aquello de lo que se trata, pueda ser vivenciado por el lector como algo que a él se le aparece: es decir, en definitiva, en dejar así que el asunto en cuestión cobre vida y se muestre realmente por sí mismo. Todos los talleres literarios a que yo concurrí se convirtieron así para mí, por eso, en verdaderos aprendizajes de una fenomenología aplicada.

Gracias a ellos, descubrí que en este difícil arte de dejar que la cosa se muestre a sí misma como método estaría, en primer lugar, la explicación de esa experiencia misteriosa que relatan siempre los escritores por la cual los personajes de pronto cobran vida y comienzan a actuar por su cuenta. Y también, pienso que ésta es también, seguramente, una explicación para ese miedo característico ante la hoja en blanco al que aluden reiteradamente los escritores dado que, para que en ella algo se abra, es preciso que simultáneamente uno se abra a ella.  

Pero… ¿cómo abrirse a lo que previamente no se nos abre?: aquí, lo que era aparentemente sólo un método parece convertirse en algo que excede lo meramente técnico y alude, en cambio, a algo de la esfera vital de clara naturaleza aporética. Yo, en lo particular, no sufro exactamente este dilema porque no soy propiamente un ‘escritor’. Sólo escribo cuando algo me sacude, y en cierta forma me obliga a sentarme a escribir. Pero dado que, por lo general, me encuentro en situaciones a las que no puedo encontrarles un claro sentido, y no porque sean excepcionales, precisamente, sino por encontrarlas, al contrario, absolutamente rutinarias y carentes de interés, es que puedo decir, si se me permite la analogía, que conozco a la perfección el síndrome del escritor dado que me dejan, ante la vida, como ante una hoja en blanco.

Mas que con la literatura, es mediante la filosofía como cubro yo, muchas veces, esa necesidad de transitar la falta de sentido que habitualmente caracteriza mi realidad, abriéndome así entonces ante algo que al fin siento que pide a gritos abrirse, a su vez, a partir de mi lectura de la misma: primero ofreciéndose como un largo encadenamiento de palabras en medio del cual logro desplazarme agradecido y, luego, con el desplazamiento mismo que se afirma durante mi ejercicio de escritura.

Juan José Saer dejó una marca profunda en la literatura nacional. Falleció en 2005.

Es sobre todo gracias a este último paso que muchas veces me sorprendo a mí mismo, tal como le ocurre supongo a los novelistas con sus personajes, cómo las ideas cobran una insólita vida propia y un texto mío, una vez terminado, me da la impresión de haber sido redactado por alguien que supiera de lo que está hablando, cuando yo, en realidad, sólo hilé dos o tres nociones que mínimamente me llamaron la atención, dejando se juntaran, como ellas mismas querían, sin tomar yo otro recaudo que el de seguir, algo así, como un efecto de verdad.

Supongo que de mi propia vida tendré que hacer algo por el estilo cuando, al fin, aprenda de alguna manera a escribirme: cuando, más precisamente, dejando de querer contarme pueda pegar esa suerte de salto mortal, como quien dice, capaz de alojarme dentro de ese círculo donde las cosas se abren, exclusivamente, a quienes al mismo tiempo se abren a ellas. Creo que a esto se resume por lo tanto todo el asunto de la escritura, al mismo tiempo que el de la existencia: poder deshacerme del prejuicio que entorpece habitualmente mi ser por no saber de antemano quién es, o por creer que es otro del que soy, y ofrecerme entonces como un regalo para vivir el lujo de mostrarme a mí mismo por mí mismo, sin el obsesivo propósito de llenar ninguna hoja en blanco sino de contemplar, simplemente, cómo va escribiéndose ella sola, y por sí misma, con cada uno de mis pasos al costado.

Empiezo a intuir en ello la ocasión de ser así, justamente, eso que J. J. Saer llamaba un 'guardián de lo posible'.

2 - Quienquiera haya leído medianamente algo de la obra de Saer compartirá conmigo, me parece, que él jamás salió, si se me permite la expresión un poco irrespetuosa, de su burbuja rioparanaense. Sin embargo, y pese a ello, fue un crítico declarado de las definiciones localistas de la literatura y, de manera especial, de eso que pomposamente se llamaría ‘literatura latinoamericana’. O también, podría decirse, se trató él mismo de un ser que, asumiendo su mundanidad, puso paradójicamente en duda esa supuesta necesidad de proclamarse latino para escribir desde estas costas, prejuicio que él atribuye no precisamente a nosotros, sin embargo, sino a los europeos que califican y en consecuencia engloban a nuestros escritores como tales.

El error del prejuicio latinoamericanista, de acuerdo al planteo saeriano, consiste en suponer al latino como un ‘ahí’ determinado del ser, supuestamente impermeable e incontaminado, enfrentado a un opaco mundo sobre el que, de manera racional y anecdótica, detectaría sigilosamente los rasgos supuestamente ‘americanos’ para articularlos luego discursivamente en un texto. Y el pensar situado de M. Heidegger, con sus brillantes desarrollos de lo que implica ser en el mundo, resulta de vital importancia para clarificar este asunto dado que discute precisamente los dos preconceptos que habilitan esta confusión: tanto que el ‘ahí’ del ser pueda ser concebido de manera sustancial, es decir, cerrado en sí mismo, como que el mundo le sea algo a lo que se enfrenta y le resulte en consecuencia externo y ajeno.

De alguna manera, la cuestión de la pregunta por el sentido del ser en general es algo que podría comenzar a ayudarnos a encarar esta otra pregunta menos pretenciosa como es, quizás, la que se cuestiona por la del mundo del escritor. Y tal vez, aunque ya un poco tangencialmente, también, por la del ‘ser latinoamericano’, si es que algo así pueda darse como tal. Pero no porque la importancia de una pregunta filosófica deba estar ligada, inevitablemente, a una determinada utilidad - en este caso, el secreto de la escritura - sino porque es el propio Heidegger quien ya estableció, a manera de premisa, la necesidad de abordar la cuestión del ser elípticamente, esto es, haciendo el rodeo por los modos de ser implicados en el ‘ahí’ donde el ser se manifiesta, y no tanto como tal sino, más modestamente incluso, también como pregunta.

Si el ser tiene su determinado ‘ahí’ se debe a que no responde a un ‘qué’ sino a un ‘quién’, dice un poco crípticamente  Heidegger, lo cual significa, en otras palabras, que las modalidades que lo afectan no resultan del mismo tipo que presentan las cosas. Porque las cosas poseen, básicamente, – y esto lo sabemos desde Aristóteles – dos sentidos de ser: como ‘sustancia’ (que expresa lo que la cosa es por sí misma, sin necesidad de ninguna otra distinta para ser), y como ‘atributo’ (cuyo modo de ser resulta derivado al predicarse de la sustancia, dando lugar con ello a las distintas ‘categorías’). Y como lo que Heidegger pretende, por supuesto, es justamente un pensar capaz de no categorizar, mal podríamos suponer que el ‘ahí’ determinado del ser fuese, justamente, factible de ser categorizado.

Cuando Saer nos dice, con toda la determinación propia de su formación en las sutilezas de la literatura y de su propia palabra errante, que 'el escritor debe ser, según las palabras de Musil, un ‘hombre sin atributos’',  nos está alertando entonces, a su manera, del mismo error histórico de la metafísica occidental del que ya nos previene Heidegger: el ‘ahí’ del ser no es una sustancia, no se basta a sí mismo. Y no sólo porque dicho 'ahí' no sea causa de sí mismo, sino porque su modo de ser, por definición, resulta de la apertura al mundo. Sólo por eso es que Ser y Tiempo comienza por distinguir a las 'categorías' de los ‘existenciarios’ para nombrar a las respectivas modalidades del ser de las cosas, por un lado, y del ‘ahí’ del ser, por el otro, una distinción que le permitirá, a continuación, desarrollar en extenso la estructura fundamental del ‘ahí’ del ser: su ser en el mundo.

Ser y Tiempo, la obra más conocida de Heidegger, no transcribe sino este rodeo. Es cierto que una lectura quizás demasiado literal del mismo puede hacernos suponer, sin embargo, que lo que hace especial al ‘ahí’ del ser, que en cada caso somos cada uno de nosotros, consiste el vivir ya en cierta comprensión del mismo, y que la tarea filosófica vendría luego a explicitar una pregunta que late en dicho 'ahí' tácitamente. Pero, sin forzar demasiado la propia intención heideggeriana, también cabría afirmar que las cosas ocurren justo al revés: es decir, que sería en el ’ahí’ del ser, y no en la filosofía, donde su sentido aparecería ya explícitamente como pregunta ya que, como lo expresa tan enfáticamente Saer, el escritor latino, en tanto específico ahí del ser, se experimenta a sí mismo  como un “guardián de lo posible”.

Tanto es así que la filosofía misma, justamente, resulta la que termina advirtiendo luego, como asombrada, que formular la pregunta por el sentido del ser no tiene otro cometido que garantizar la eficaz guardia de dicha posibilidad, impidiendo a toda costa que lo posible en sí mismo se responda y termine así por disolver la necesidad de guardar absolutamente nada. Que la pregunta por el sentido del ser se formule mejor de manera práctica, en lugar de hacerlo en la forma abstracta habitual, resulta algo sugerido por el mismo Heidegger y muy gráficamente cuando se permitió ese pequeño chiste alemán sobre la expresión ‘filosofía de la vida’, un sintagma que, según él, “dice aproximadamente lo mismo que botánica de las plantas”.

Martín Heidegger.

Abordar la cuestión del ser implica entonces, entre otras cosas, abandonar cuanto antes esa distinción tajante y problemática entre la práctica y la teoría, ya que del hecho de que el ‘ahí’ del ser tenga un mediano comprender del ser como tal no se sigue que lo que lo distinga sea precisamente una inclinación teórica - por lo menos no a la manera de la tradición (griega, medieval o moderna) - ya que, como piensa Saer, si “los dogmas y la determinaciones previas deben ser excluidas de su visión del mundo” es porque “el hombre no es un espantapájaros que se llena de certezas adquiridas o dictadas por la presión social”.

Escribir, podría decirse, no es entonces justamente describir. El ‘ahí’ del ser que el escritor pone de manifiesto resulta por eso, en realidad, un adverbio de lugar de un nuevo tipo pues no ocupa propiamente lugar alguno y, como tal, no hay que suponer tampoco un ser previo al mundo con el cual entraría luego en relación: si hay escritura es justo porque el específico ‘en’, que acusa el modo de darse al mundo del escritor, muy especialmente, aunque podríamos decir también que de todo latino en general, debe ser entendido entonces como un pronombre también de nuevo cuño que daría cuenta, aunque de forma un tanto paradójica, de una relación propiamente sin relación, es decir, de una tensión irresoluble y absoluta entre dos instancias que jamás podrían ser concebidas en forma aislada.

Más allá de la santidad y la traición

“En cada época es necesario hacer nuevamente el intento de arrancar a la tradición de la mano del conformismo, que está siempre a punto de someterla. Pues el Mesías viene no solamente como Redentor sino como Vencedor del Anticristo. Encender en el pasado la chispa de la esperanza es sólo un don que se encuentra en aquel historiador que está compenetrado con ésto: tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo si éste vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer”

W. Benjamin, Tesis sobre la historia, VI

1 - Cuando nuestro presente amenaza saturarnos, recurrir a la historia resulta un truco infalible para transformarlo en un inesperado bálsamo. El desatino que experimentamos ante lo actual empalidece mediado por las atrocidades del pasado. Y a la arbitrariedad de lo contemporáneo otorga ese curioso aspecto de algo medianamente ordenado pues tiene el poder de conferirle cierto marco de referencia que resulta una suerte de sentido: ocurre como si, al sumirse en un espejo histórico, el sinsentido contemporáneo adquiriese un ropaje menos turbador.

Lo primero que aparece a contraluz de la historia es que aún cuando nuestro país sea pobre en cuanto a siglos de existencia, sumando apenas cuatro y tan sólo la mitad, al menos en los papeles, como independiente y soberano, igualmente resulta tan rico como cualquier otro pueblo milenario en personajes y eventos fundacionales. Mis escenas y personajes preferidos son siempre dos: San Martín en Guayaquil y Urquiza en Pavón. Creo que ellos solos alcanzan como resumen de nuestro absurdo pasado leído desde el presente y, a su vez, de la absurda belleza del presente argentino a la luz de su pasado.

Lo que hace de San Martín y de Urquiza personajes fundacionales cae por su propio peso, dado que el primero es el Libertador de América y Padre de la Patria, y el segundo quien logró la esquiva organización nacional y fue el primer Presidente constitucional. Pero lo que hace de Guayaquil y Pavón eventos fundacionales, sin embargo, no son tanto las consecuencias que de ellos derivaron sino, más bien, el carácter por un lado indeseado de las mismas como, por el otro, su respectiva indocilidad para incorporarse a una cadena lógica de causas y efectos.

La fundacionalidad de Guayaquil y Pavón no es del tipo literal como si lo fueron, por caso, el triunfo de Maipú por parte de San Martín o el reconocimiento europeo de nuestra independencia conquistado por Urquiza. Esa fundacionalidad literal en cierta forma pierde peso ante Guayaquil y Pavón, porque más que meros hechos ellos fueron, y aún lo son desde nuestro presente, eventos incomprensibles que, justo por esa ausencia de sentido efectivo, se prestan infinitamente a la interpretación y, en tanto tal, convierten en una fundacionalidad propiamente literaria el interrogante que presentan.

2 - Cualquier interpretación, aún esa que se abstiene de explicitarse, queda siempre en condición de inferioridad ante algo que la excede infinitamente pero que opera, entonces, como el verdadero motor capaz de mantener el relato siempre inacabado y, por lo tanto, así propiamente fundante. Guayaquil y Pavón resultan eventos fundacionales dentro de la historia argentina porque expresan eso cuya significación no puede agotarse con explicaciones documentadas ni tampoco calificándolos como secretos o misterios, dado intentos de este tipo evidencian la ilusión de aferrar una realidad capaz de desenmascararlos.

Las renuncias de San Martín y de Urquiza a seguir peleando a partir de Guayaquil y de Pavón, respectivamente, no convenció a sus enemigos y mucho menos a sus amigos. Tanto quienes les temían, como quienes les suplicaron que retomasen el mando y el control de las circunstancias, quedaron en ambas circunstancias atónitos. Pero el valor que ambos acontecimientos fueron tomando con los años fue, por supuesto, sustancialmente diferente: San Martín se convirtió para amigos y enemigos en el Santo de la Espada y Urquiza, en cambio, en traidor para sus amigos y en un gaucho mas del montón para sus enemigos. Ni la santidad ni la traición, sin embargo, resultaron nunca otra cosa que interpretaciones con la arrogante pretensión de encerrar su sentido sin alcanzar nunca a agotarlo.

Si queremos asir la esencia de lo literario como simplemente opuesto a lo literal, es decir, como mera y burda ficción, perdemos de vista que lo literario no es sino el síntoma, mas bien, de una curiosa rebeldía de los hechos mismos a ofrecer una significatividad unívoca o, lo que es lo mismo, a reducirse a su literalidad. Lo literario, de esta manera, más que lo opuesto a lo literal es lo que da que hablar al ser que le sirve de fundamento y que mantiene viva la palabra, precisamente, en su intento de nombrar el modo de encontrarse y la determinada comprensión del personaje en cuestión. Lo literal nos cuenta, por ejemplo, que San Martín no quiso competir con Bolivar: sea porque carecía de su soberbia, sea porque Buenos Aires le negaba apoyo para continuar la campaña, sea porque la masonería impuso su alejamiento. Pero estas u otras explicaciones sólo dan cuenta del factum brutum de los hechos, nunca de la facticidad en la que, como todo verdadero líder, San Martín se encontraba arrojado en Guayaquil.

El caso de la retirada de Urquiza en Pavón es aún más flagrante porque es una batalla que él ha ganado y porque ni siquiera se entrevista en ese momento con Mitre, su adversario. Lo literal señala, entonces, que entregó en este caso la victoria a cambio de mantener poder y fortuna en su provincia, que estaba enemistado con el actual presidente de la Confederación y que la masonería también pudo haber estado implicada. Pero nada de esto alcanza mas que a mostrar esas causas externas a las que justo ningún líder, en su carácter de tal, está dispuesto a acatar nunca ciegamente. Por supuesto, las explicaciones de los hechos brutos satisfacen al menos la necesidad que tenemos todos de no asomarnos al abismo del ser pero, aún con la mezquindad e impertinencia que usualmente las caracterizan en materia histórica, incluso así, aunque a su manera torpe y grosera, no pueden sino intentar dar cuenta de la facticidad implícita en todo acontecimiento.

3 - La mejor manera de entender la distinción entre lo literal y lo literario quizás sea partir de esa diferencia ontológica que, para Martín Heidegger, distingue lo que simplemente es del ser en tanto tal. Mas que preguntarse por el sentido del ser, como si por ‘ser’ debiera entenderse un sustantivo abstracto y, por consiguiente, su sentido residiese en algo que se ocultase detrás suyo, la intención filosófica del autor de Ser y Tiempo consiste en dar cuenta, entonces, de las sutiles diferencias que distingue lo que es, por un lado, regido siempre por la identidad como principio y, por el otro, de esa mirada propiamente ontológica para la cual dicho principio ya no rige de forma categórica puesto que le confiere a toda identidad el doble carácter de lo inaprensible: si nada puede ser cabal y objetivamente conocido es porque, para una concepción ontológica, el tiempo difumina el presente al infinito.

Más que una cavilación profunda, entonces, sobre algo brumoso que se ubicaría más allá de lo real, Ser y Tiempo resulta, al revés, una investigación de lo real desde una perspectiva más real, si se acepta la expresión, que la que habitualmente hacemos cuando alardeamos ser capaces de hallar significados precisos de tal o cual suceso. Desde una perspectiva ontológica mucho más cercana a las cosas mismas, ‘encontrarse’ no es nunca por eso el hallazgo de un supuesto punto nodal del yo sino, más modestamente, el modo como siempre nos encontramos en nuestras determinadas disposiciones afectivas. Y ‘comprender’ resulta, en consecuencia, algo siempre teñido de esta afectación natural y constitutiva del yo de la que no es preciso desprendernos sino, al contrario, reconocerla mas bien como el necesario horizonte a partir del cual los acontecimientos adoptan su propio carácter intempestivo al desprenderse de su mera secuencia mecánica.

4 - Cierto revisionismo histórico al que dio lugar ese pensamiento nacional que es hoy preciso reformular se ensañó sin piedad con Urquiza, a cuya entrega de Pavón atribuyó no sólo la figura de una traición sino la derrota de esa supuesta Argentina Potencia que podríamos haber sido y no fuimos, abriendo las puertas luego a nuestra República Liberal. A San Martín, en cambio, la historiografía llegó sin embargo a endiosarlo por su desprendimiento en Guayaquil y, sobre todo, por su desprecio a participar luego en nuestras guerras civiles. Pero más allá de las opuestas valoraciones de sus respectivas renuncias, lo concreto es que Argentina hoy es fruto y amalgama de esa santa traición y traicionera santidad, y ello no sólo por sus consecuencias efectivas sino porque articulan, con su relato, nuestra identidad como Nación.

Desde un punto de vista literario, es sin duda factible reconocer la misma abnegación desinteresada de parte de Urquiza hacia la altanería mitristra para lograr la unión nacional que la de San Martín para con la soberbia bolivariana para lograr la victoria definitiva ante la madre patria. Y, a la inversa, en la negación de San Martín a tomar partido en las luchas fratricidas es absolutamente posible ver la misma traición de Urquiza hacia la causa federal. Pero lo que tiene de interesante una perspectiva literaria es abrirnos a entender que las valoraciones, y no los hechos, son de últimas meras ficciones, liberando así tanto a los hechos como a sus protagonistas de una visión estereotipada que impide, tanto al pasado como al presente, poner en relieve su propia, pura y esencial posibilidad.

A los argentinos se nos dice - y nosotros lamentablemente repetimos muchas veces a coro -  que carecemos de proyecto. Pero la cuestión no es tanto imaginar a tontas y a locas un proyecto determinado, sino dar con la estructura misma por ello de lo que un proyecto consiste. ¿Acaso podemos suponer que la forma como San Martín emprendió la liberación del continente, y luego Urquiza la pacificación del país, resultan simples planes que tuvieran en mente y los empujaran a realizarlos, como si ellos fuesen títeres de sí mismos, contra viento y marea?... ¿No es más coherente imaginarlos, al revés, como seres excepcionales que fueron, animados en cambio por multitud de pasiones internas en pugna que fueron, mas bien, las que dieron a luz sus planes como uno más de sus otros tantos aspectos de sus agitadas vidas personales?

5 - M. Heidegger nos permite otra vez percibir, con su fina perspectiva ontológica, esta literaturalidad implícita en todo acontecimiento a partir de su concepción del poder-ser que define toda existencia. Sobre todo viene al caso recurrir a este pensador porque, para explicarla, acude justo y precisamente a una máxima sanmartineana que para todo argentino resulta algo así como la inscripción que corona la entrada a nuestro vernáculo oráculo de Delfos: “serás lo que debas ser, sino no serás nada”. Heidegger dice que dicha máxima - que San Martín ha de haber glosado seguramente de Píndaro - sólo puede ser entendida partiendo de que esa posibilidad que define a la existencia no es una que responda a un orden lógico abstracto: ser-posible no significa un poder-ser libremente flotante sino, al contrario, esencialmente determinado por las posibilidades propias del modo de encontrarnos en cada caso.

Al sabernos arrojados a determinadas posibilidades cada cual adquiere responsabilidad de su propio ser, y es recién cuando el 'comprender' resulta el modo de tal poder-ser como se toma debida nota, responsablemente, de poder extraviarnos desatendiendo nuestro modo de encontrarnos. La estructura del proyecto no tiene por eso nada en común para Heidegger con un plan determinado sino que expresaría, al contrario, su condición de posibilidad. Cuando tematizamos lo proyectado, dice Heidegger, y le damos un contenido, se quita al proyecto precisamente su carácter rebajándolo al nivel de lo todavía no actual o de lo no necesario, reduciéndolo a algo ‘meramente’ posible en lugar de apreciarlo como el modo a partir del cual nos abrimos al mundo y el mundo simultáneamente se nos abre.

Es sólo porque el proyecto como tal tiene la posibilidad de ser lo que llega a ser y, al mismo tiempo, de no llegar a ser, como captamos su esencial posibilidad y podemos decir finalmente, con absoluto rigor, que 'seremos lo que deberemos ser o no seremos nada'. No porque tengamos un destino prefijado, sino justo al revés: porque recién entonces estaremos en sintonía con nuestro poder-ser. Claro que tal vez la expresión máxima de todo poder-ser consista entonces en poder decir ‘no’ a nuestro modo de encontrarnos y, cuando la circunstancia lo pide, hacer lo necesario para que una causa más grande que la de la propia identidad se abra silenciosamente camino más allá de la santidad y la traición.

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